Habían transcurrido treinta y tres años desde la entrevista relatada en el capítulo precedente; un ejército numeroso de la joven República se encontraba, una vez más, luchando contra la patria de sus antepasados; pero el escenario no eran las tierras bañadas por el Hudson, sino los alrededores de las archifamosas cataratas del Niágara.
Los despojos mortales de Washington habían desaparecido ya en la corrupción de la tumba. El tiempo había borrado todas las impresiones de enemistad política y de envidia personal. Cada día era portador de un nuevo nombre que, hasta entonces eclipsado por las pasiones y rivalidades, irrumpía en el mismo firmamento de la naciente historia americana con brillos deslumbrantes.
El nombre del general Washington adquiría, cada día que pasaba, unas dimensiones exorbitantes entre las jóvenes generaciones que escuchaban aún el eco de sus triunfos y experimentaban un plácido bienestar ante el recuerdo de su serena dignidad y nobleza. Parecía como si una pacífica rivalidad se abriera paso entre los que lo habían conocido y los que, de oídas, habían llegado a conocerlo tan bien como los primeros. El héroe de la Independencia de los Estados Unidos estaba muerto, pero su semilla había caído en buena tierra y nuevos héroes, nobles rivales, brotaban de sus cenizas.
Era el 25 de julio de 1814. De pie, sobre una roca, cerca de las cataratas, un joven oficial contemplaba ensimismado la brava belleza de aquellos enormes chorros de agua que, lanzándose como inmensas cortinas en el vacío, se pulverizaban produciendo estruendos sobrecogedores al estrellarse en el foso labrado en las rocas.
No habría imaginado siquiera, que unas horas más tarde se vería enzarzado en uno de los más duros combates, el decisivo, de la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos.
Cerca de él, contemplando también las cataratas, estaba un compañero de armas, oficial también. Permanecían en silencio admirando aquella formidable obra de la Naturaleza. El más joven de los dos, dirigiéndose a su compañero, al tiempo que le señalaba un objeto que se movía sobre el agua, gritó:
—¡Mira en aquella dirección, Dunwoodie! Es un hombre que atraviesa el río por el mismo borde de la catarata en una barquichuela que no es mayor que una cáscara de nuez.
—Debe ser un soldado —respondió el otro—, porque parece que lleva una mochila. ¡Vayamos a ver quién es! Tal vez nos traiga noticias.
Pero no era el soldado que ellos esperaban. Representaba tener unos setenta años; sus cabellos eran totalmente blancos, pero su rostro se mantenía relativamente terso sin señal alguna de decrepitud. Aún se notaba su fuerte musculatura en un cuerpo delgado y ágil. Llevaba una vestimenta muy usada, con numerosos remiendos, pero limpia, y un saco grande sobre los hombros, casi vacío.
El lector habrá adivinado la personalidad de este anciano delgaducho, musculoso y ágil, lleno de vida que la ocultaba tras una corteza seca al igual que una vieja encina.
Aún seguía interesado por los hechos de armas y mostró un vivo interés, que se le notaba en sus ojos inquietos y expresivos cuando oyó de labios de Masón la derrota de las fuerzas inglesas en las llanuras de Chippewa.
La memoria del viejo buhonero tuvo ocasiones de manifestarse cuando oyó a los dos amigos llamarse mutuamente por sus nombres. No obstante, fiel a sí mismo y a sus promesas hechas en tiempos que habían quedado muy atrás, no quiso darse a conocer. Se trataba de una medida de prudencia y, sobre todo, de fidelidad a unos ideales que no envejecían como su piel, y de abnegación de sí mismo, ya que a todo había renunciado por su país con una maravillosa sencillez, sin dar importancia a su gesto.
El diálogo entre Dunwoodie y Masón hizo revivir en el recuerdo de Harvey muchas escenas que había querido olvidar: su amistad con Mr. Wharton y sus encantadoras hijas, la fascinante serenidad de miss Peyton, el mal humor bondadoso del viejo César, la nobleza del capitán Wharton y… otras muchas cosas desagradables, pues ahora veía que su vida entera había sido un ininterrumpido calvario soportado con perfecto estoicismo.
Mientras él recordaba tiempos pasados, los dos oficiales se habían incorporado a toda prisa a los suyos, pues el ejército inglés repetía un nuevo intento de desquite, pero sólo conseguirían la derrota definitiva.
Wharton Dunwoodie, preocupado por la suerte de su amigo, el teniente Masón, había ido en su busca después de la huida de las tropas inglesas. Afortunadamente no le había ocurrido desgracia alguna, exceptuando un ligero golpe en la rodilla.
Masón contó a Dunwoodie cómo, en medio de la refriega, había intentado el enemigo hacer un prisionero y no sabía qué había sido de él. En aquel momento, sobre una pequeña altura vieron un hombre tendido, al que llamaron sin obtener respuesta.
En seguida reconocieron al anciano que poco antes les había hecho compañía. Estaba tendido boca arriba con los ojos cerrados como si durmiera. Parecía sonreír. Con una de sus manos sujetaba algo que brillaba como la plata. El objeto en cuestión era una cajita de estaño, a través de la cual había pasado la bala que le había causado la muerte. Dunwoodie abrió la cajita en cuyo interior encontró un papel que leyó, notándosele la extrañeza en su rostro mientras leía:
«Razones políticas de suma importancia, y que afectaban a la vida y bienes de muchas personas, han obligado a guardar secreto, hasta ahora, lo que en este momento se va a revelar. Harvey Birch ha sido siempre un servidor fiel y desinteresado de su patria. ¡Que Dios le dé la recompensa que no ha podido recibir de los hombres!
George Washington».
Esta es la historia del espía del Territorio Neutral…; murió como había vivido: entregado por entero a su patria y mártir de la libertad.