«Formando el centro de un brillante círculo, en medio de sederías, pieles y joyas, apareció él con un simple traje de paño verde de Lincoln; y el monarca de Escocia es, además, el caballero de Snowdon».
Sir Walter Scott (La dama del Lago).
Los americanos pasaron el comienzo del año siguiente haciendo, de acuerdo con sus aliados, los franceses, los preparativos necesarios para dar fin a la guerra. Greene y Rawdon llevaron a cabo en el Sur una sangrienta campaña. Para las tropas del último, esta campaña fue honorable; pero como la ventaja fue definitivamente para el primero, quedó de manifiesto que la superioridad de los talentos militares estaba del lado del general americano.
Nueva York era el punto que, por aquel entonces, más amenazaban los aliados, y Washington, dando a los ingleses continuos motivos de temor por la seguridad de esta ciudad, les impidió enviar a Cornwallis los refuerzos suficientes para obtener resultados muy considerables.
A la llegada del otoño todo hacía esperar que el momento de la crisis estaba muy cerca. Las fuerzas francesas atravesaron el Territorio Neutral, avanzaron hacia las líneas inglesas y tomaron una actitud ofensiva por el lado de Kingsbridge, mientras que diversos cuerpos americanos, siguiendo una táctica adoptada de común acuerdo con los franceses, inquietaban las posiciones británicas y, acercándose al mismo tiempo junto a Jersey, parecían amenazar a la armada real.
Todos estos movimientos parecían anunciar, igualmente, el proyecto de un bloqueo o de un ataque masivo. Pero sir Henry Clinton, tras haber interceptado los despachos de Washington, se volvió a encerrar en sus líneas multiplicando su prudencia para no dejarse tentar por las continuas peticiones que le llegaban de Cornwallis solicitando refuerzos.
Al atardecer de un hermoso día de septiembre, un gran número de oficiales superiores del ejército americano se hallaban reunidos junto a la puerta de un barracón situado en el centro de las tropas americanas que ocupaban Jersey. La edad, la vestimenta y un aire de dignidad que transpiraban la mayor parte de aquellos guerreros, denotaba que todos tenían una alta graduación en el ejército; con todo, a uno de ellos le testimoniaban una deferencia especial y una especie de sumisión que ponían de manifiesto la superioridad de aquél sobre los demás.
Su uniforme era como el de los demás, pero adornado con las marcas distintivas de comandante. Montaba un soberbio caballo blanco y estaba rodeado de un grupo de jóvenes que esperaban sus órdenes, prestos a ponerlas en práctica. Cuando alguno de los presentes le dirigía la palabra, lo hacía quitándose el sombrero e inclinándose ligeramente; y cuando era él quien hablaba, todos le prestaban una atención que iba más allá de la simple cortesía. El observador podía deducir de esto que se trataba de una autoridad máxima, por lo menos entre los que allí estaban. Finalmente, el general alzó su sombrero y saludó con gravedad a todos los que le rodeaban. Le devolvieron el saludo y cada uno se retiró a sus puestos; a su lado sólo quedaron algunos jóvenes de su servicio personal y un sólo ayuda de campo.
Entró en una amplia sala que parecía haber sido preparada expresamente para él, se sentó en una de las sillas y durante largo rato permaneció en actitud pensativa. El ayuda de campo estaba cerca de él en espera de alguna orden. Por fin, mirando a su ayudante, le dijo con tono sosegado, muy habitual en él:
—¿Ha llegado el hombre a quien deseaba ver?
—Espera la autorización de Su Excelencia.
—Hágale pasar, y déjeme solo con él, por favor.
Poco después de salir el ayuda de campo, se abrió la puerta y entró un hombre en la habitación, quedándose a cierta distancia del general y sin atreverse a pronunciar una sola palabra. El general no se había dado cuenta de la llegada de aquel hombre, pues el reflexionar era en él un hábito y en estos momentos estaba absorto en sus meditaciones. Ya habían pasado algunos minutos sin que reparara en la presencia del visitante cuando, hablando consigo mismo, dijo:
—Mañana mismo es preciso levantar el telón y poner al descubierto nuestros planes. ¡Quiera el Cielo que todo salga bien!
Un ligero movimiento que el recién llegado hizo al oír aquellas palabras atrajo la atención del meditabundo general, que volvió la cabeza y vio que no estaba solo. Hizo una indicación al extraño para que se acercara al fuego; éste se aproximó un poco, aunque por la vestidura que llevaba, más apta para disfrazarle que para servirle de abrigo, daba la sensación de que no tenía necesidad del calor de la fogata.
Con un segundo gesto lleno de dulzura y bondad le invitó a sentarse, pero el visitante rehusó tal atención con modestia. Finalmente, el general se levantó y, abriendo un cofre que había sobre una mesa, sacó de él un pequeño saco que, al parecer, era bastante pesado.
—Harvey Birch —dijo el general—, ha llegado el momento en que deben cesar las relaciones que ha habido entre nosotros; es preciso que de aquí en adelante seamos extraños el uno para el otro.
El buhonero, pues esta era la identidad del personaje que nos ocupa, dejó caer sobre sus hombros la capa, que le cubría parte del rostro, miró sorprendido al general y, bajando la cabeza, le dijo:
—Me conformaré en todo a la voluntad de Su Excelencia.
—Son imperativos de la necesidad. Desde que ocupo el lugar que se me ha confiado me he visto obligado a mantener contactos con personas que, como usted, me han servido de instrumento para tener la información que necesitaba. Ninguna de esas personas me ha merecido tanta confianza como usted, ya que pronto pude darme cuenta de su forma de ser, y jamás me ha defraudado. Es usted el único que conoce mis agentes secretos y de su fidelidad depende no sólo el éxito que puedan obtener en sus actividades, sino la propia existencia de éstos.
Se detuvo como para reflexionar sobre el modo de premiar a aquel hombre y prosiguió:
—Entre todos los que he tenido mezclados en esta clase de actividades, usted es de los pocos que han servido nuestra causa con absoluta fidelidad. Durante el tiempo que usted ha pasado por espía del enemigo, sólo ha informado hasta donde tenía ordenado informar. Y nadie más que yo, en el mundo entero, sabe que ha obrado con una entrega total a la libertad de América. Por tanto, mi deber me ordena en estos momentos recompensar sus servicios. Hasta ahora ha rechazado usted el salario a que tenía derecho y la deuda que tenemos con usted ha crecido considerablemente. Los peligros a que ha expuesto su vida hay que pagarlos a su justo precio, mejor dicho, a un precio alto, pues no se puede pagar con moneda lo que está por encima de todo el oro del mundo. Acepte esto y si ve que es una cantidad inferior a lo que podía esperar, recuerde que nuestro país es pobre.
El buhonero miró con una especie de extrañeza al general en el momento en que éste le ofrecía el saquito lleno de oro, y dio unos pasos hacia atrás como si temiera mancharse al contacto con aquel objeto.
—Reconozco —dijo el general—, que esto es poca cosa en comparación con los servicios prestados por usted y los riesgos en que se ha visto, pero es todo lo que puedo ofrecerle. Tal vez cuando termine la campaña pueda añadir algo más.
—¡Jamás aceptaré eso! —dijo con fuerza Harvey—. ¿Cree usted, acaso, que me he arriesgado tantas veces, que mis privaciones de todas clases, incluso el sacrificio de renunciar a una buena mujer y a unos hijos, la presencia amenazante de una muerte cercana en varias ocasiones, el frío y el calor, el hambre y la miseria y, sobre todo, el desprecio por parte de los que me rodean, cree usted, le repito, que todo eso lo hice por dinero?
—¿Cuál ha sido, entonces, el motivo que le ha impulsado a su actuación?
—¿Y el motivo de Su Excelencia para empuñar las armas? ¿Qué motivo le impulsa a exponerse todos los días, a todas horas, a perder la vida en un combate o a manos de posibles traidores? ¿De qué puedo lamentarme, qué puedo echar de menos al ver que hombres como Su Excelencia lo han arriesgado todo por nuestro país? ¿Es que yo, en este aspecto, soy menos que usted? No; no tocaré ni una sola moneda de esas que Su Excelencia me ofrece; la pobre América lo necesita; ella se lo merece todo.
Sin querer, la bolsa se le escapó de las manos al general, cayó a los pies del buhonero y quedó en el suelo olvidada el tiempo que duró la entrevista. Mirando a Harvey fijamente, le dijo:
—Mi conducta ha podido ser motivada por razones totalmente ajenas a las de usted, en el sentido que ahora le explicaré. Yo soy el jefe de nuestros ejércitos, mientras que usted, aunque haya sido de tanta eficacia como yo, por lo menos, de cara a la independencia de nuestro país, arrastrará hasta la tumba la reputación de haber sido enemigo de su patria natal. Tenga en cuenta que el velo que cubre su verdadera personalidad no podrá ser levantado en muchos años, tiempos que, probablemente, no tendrá usted la dicha de ver.
Harvey bajó de nuevo la cabeza, sin que los argumentos del general le hicieran cambiar de opinión.
—Ya quedó atrás la primavera de su vida; pronto le sorprenderá la vejez y, entonces, ¿cómo podrá sobrevivir, con qué medios?
—Con estos —le respondió Harvey mostrándole sus manos encallecidas por el trabajo.
—Pero esos medios le pueden fallar alguna vez; acepte lo que puede ser una buena solución a sus últimos años; piense en las fatigas, en los peligros y enfermedades que le pueden acechar en un plazo de tiempo quizá no muy largo. Ya le he dicho que hay, entre la buena sociedad, hombres respetables cuya vida y fortuna dependen de la discreción que usted tenga. ¿Qué garantías les puedo dar de su fidelidad?
—Dígales —respondió Birch—, que me he negado a aceptar el dinero.
Una sonrisa de benevolencia dio vida a los rasgos tranquilos, imperturbables del general. Extendió su mano al buhonero y la apretó calurosamente.
—Harvey, —le dijo—, hasta ahora le conozco muy bien y, en estos momentos, mejor aún; y aunque todavía siguen vigentes las razones que me forzaron a exponer su vida, e incluso me impiden, esas mismas razones, rendirle un tributo público por los servicios prestados, eso no me impide ser su amigo, de una forma secreta, para siempre. No deje de acudir a mí cuando quiera, sobre todo en los momentos difíciles, lodo lo que Dios me ha concedido, o me conceda en adelante, estaré siempre dispuesto a compartirlo con un hombre de tan buenos sentimientos y probada lealtad como usted. Si la vejez o la pobreza le asaltan con sus crueles zarpas, preséntese a las puertas de éste a quien usted ha visto tantas veces bajo el nombre supuesto de Harper, ya que, cualquiera que sea el puesto que ocupe, jamás se avergonzará en su presencia y siempre sentirá por usted un enorme respeto y consideración.
—Me basto con poca cosa para vivir —respondió Birch con una expresión radiante de satisfacción. El tiempo que Dios me conserve con salud suficiente para llevar adelante mi pequeño negocio, no me faltará nada en este afortunado país. Pero saber que Su Excelencia me brinda su amistad es para mí una dicha que estimo más que todo el oro de la tesorería de Inglaterra.
El general quedó unos instantes sumido en profundas reflexiones. Sentándose ante la mesa, tomó una hoja de papel y escribió unas líneas, diciendo al buhonero al entregársela:
—Creo que la Providencia tiene reservado a este país días de inmenso poder y gloria, cuando veo esta clase de patriotismo posesionándose del corazón de sus hijos más humildes y anónimos. Debe ser horrible, para un alma como la de usted, llevar hasta la tumba el sambenito de atentar contra la libertad de sus conciudadanos. Usted sabe que me es imposible hacerle justicia, por ahora, públicamente, pues comprometería la vida de personas dignísimas. Tome este certificado. Si ya no nos vemos más, podrá ser de gran utilidad para sus hijos.
—¡Mis hijos! ¿Es que puedo legar a una familia la infamia de llevar mi nombre?
—Lo que usted me confía es un auténtico tesoro; no se preocupe, que está seguro en mis manos. Es posible que haya todavía personas que digan que la vida no significaba nada para mí, comparada con los secretos que Su Excelencia me confiaba. El papel que, según dije, se me había perdido, me lo tragué la última vez que fui detenido por los dragones de Virginia. Ha sido la última vez que he mentido a Su Excelencia, y será la última. Puede suceder que, después de mi muerte, se pregone que he sido un hombre digno de la confianza de Su Excelencia. De todas formas, si esto no llega a saberse, nadie habrá que se avergüence de mí.
—Recuerde —insistió el general—, que siempre tendrá en mí un amigo, aunque esto no se lo pueda demostrar públicamente.
—Ya lo sé, Excelencia. Conozco muy bien las condiciones del servicio que me fue encomendado. Esta es, posiblemente, la última vez que veré a Su Excelencia. ¡Que el Cielo derrame sus bendiciones sobre su cabeza!
No dijo más; se dirigió hacia la puerta, seguido por la mirada complaciente del general. Volvió la cara el buhonero con evidente resistencia a marcharse definitivamente, saludó al general y desapareció.
Poco después de esta escena, los ejércitos aliados de Francia y América obtuvieron un triunfo definitivo sobre el ejército inglés, mandado por Cornwallis. La campaña que con tantas dificultades había comenzado tuvo un final glorioso para los hombres que perseguían la independencia de su país.
Gran Bretaña, agotada y perdidas las esperanzas de retener bajo su dominio aquel inmenso territorio, dio por finalizada la guerra y los Estados Unidos de Norteamérica fueron reconocidos como nación independiente.
Los hombres que habían luchado por la libertad en el primer plano se cubrieron de gloria ante sus contemporáneos y descendientes. El nombre de Harvey Birch, en cambio, murió en la oscuridad, como tantos otros considerados enemigos de sus compatriotas.
La imagen del buhonero jamás se borró en el espíritu del hombre que tan bien le conocía. Varias veces trató de obtener información sobre él. Todo lo que pudo saber fue que, en algunos de los nuevos poblados que se iban formando en el interior, conocían la existencia de un vendedor ambulante que recorría aquella región, y cuyas características respondían a las de Harvey Birch, a pesar de que aquel buhonero se hacía llamar por otro nombre. La muerte impidió al general obtener nuevas informaciones sobre su amigo y transcurrió mucho tiempo antes de que se volviera a hablar del misterioso buhonero.