«Amigo de mis años más felices: que el césped que te cubre este siempre lozano y fresco.
Todo el que te conoció no podía menos de amarte, y cuando de ti hablaban era sólo para colmarte de elogios».
Halleck.
Mientras tenían lugar los acontecimientos relatados en los últimos capítulos y tras la liberación definitiva de Henry Wharton gracias a las fuerza conjuntas de Francés, Mr. Harper y la habilidad del buhonero; y después de la muerte en la horca del jefe de los skinners, el capitán Lawton, en una marcha lenta y prudente, que partió de Cuatro-Esquinas, conducía su pequeño destacamento vigilado de cerca por un regimiento de tropas enemigas. Durante largo tiempo maniobró tan hábilmente que no sólo hizo fracasar todos los planes del enemigo para hacerles caer en alguna trampa, sino que incluso les ocultó con tanta maña el escaso número de sus hombres que durante mucho tiempo los tuvo en vilo temiendo ser atacados por un gran ejército americano. Esta contemporización no le iba a su carácter impetuoso y sincero, pero eran órdenes de su comandante.
Cuando Dunwoodie dejó su regimiento para cumplir una misión especial, ya se sabía que el enemigo avanzaba con calma; el mayor encargó al capitán Lawton que entretuviera a las tropas inglesas como pudiera hasta que él estuviese de regreso, pues en ese intermedio era posible que llegara un cuerpo de infantería para cortar la retirada de las tropas reales.
Lawton cumplió estas órdenes al pie de la letra, pero se abstuvo de atacar al enemigo, a pesar de su impaciencia en estos casos.
Durante estos movimientos, Betty Flanagan conducía con celo infatigable su carretilla a través de los caminos de West Chester, discutiendo unas veces con el sargento Hollister la naturaleza de los espíritus malignos y la calidad de los licores que vendía; otras, se paraba en una larga discusión con el doctor Sitgreaves en torno a casos concretos sobre el uso de estimulantes; sus opiniones eran tan opuestas en materia de medicina, en la que el doctor tenía una alta autoestimación (por algo tenía el diploma de doctor), que jamás se pusieron de acuerdo ni en el más inofensivo específico o síntoma.
Durante una de estas discusiones académicas, un destacamento de soldados milicianos de provincias salió de los desfiladeros de las montañas cercanas, poniendo rápidamente orden en los dos oradores, que aplazaron la sesión para otro día.
La unión de los soldados de Lawton y de esta tropa auxiliar se realizó sin grandes complicaciones, llegando a un rápido acuerdo ambos jefes sobre las medidas a tomar. Después de oír al capitán, que menospreciaba el valor del enemigo, el comandante de infantería tomó la resolución de atacar a los ingleses tan pronto como conociera con exactitud la posición de su ejército y los medios de que disponían, incluso sin esperar el regreso de Dunwoodie y de la caballería.
Los dragones que estaban a las órdenes de Lawton, un grupo muy reducido, habían atado sus caballos junto a un almiar de heno, mientras ellos tomaban unas horas de reposo. El doctor Sitgreaves, el sargento Hollister y Betty Flanagan formaban un grupo aparte, echados sobre unas mantas que habían extendido sobre la superficie áspera de una roca.
A este grupo se sumó Lawton, colocándose al lado del doctor. Envuelto en su capa, la cabeza apoyada sobre una mano, parecía contemplar la luna que recorría majestuosamente el firmamento. El sargento escuchaba con actitud respetuosa las instrucciones que le daba el doctor; y Betty, que apoyaba la cabeza en una pequeña barrica de su licor favorito, la levantaba de vez en cuando sin saber si dormir o hablar para defender algunas de sus teorías favoritas.
—Tenga usted en cuenta, sargento —dijo el doctor interrumpiendo sus palabras a la llegada de Lawton—, que si hiere con el sable en dirección abajo-arriba, ese golpe pierde la fuerza adicional que le proporciona el peso del cuerpo del atacante y la herida ocasionada no revestirá mucha gravedad, aunque el enemigo queda fuera de combate, que es el fin inmediato de la guerra.
—Continúe, sargento —dijo la cantinera—. ¿En qué reside la gravedad de matar a un hombre con el que toca batirse en el combate? ¿Acaso los realistas son más guapos que los nuestros? Pregunte al capitán Lawton si el país podrá ser libre alguna vez sin golpes de sable certeramente aplicados. A fe mía que no quisiera que nuestros soldados deshonrasen, con su prudencia a la hora de aplicar los golpes, el whisky que les doy.
—A una mujer ignorante como usted —replicó el doctor con visible menosprecio— no se puede pedir que razone científicamente sobre materias que son del dominio exclusivo de la cirugía; creo, además, que el manejo del sable le es igualmente desconocido. Por tanto, cualquier discusión sobre el uso juicioso de esta arma no puede servirle de utilidad alguna, teórica o prácticamente.
—No es que yo me preocupe por las tonterías que se oyen —respondió Betty recostando de nuevo su cabeza sobre la barrica—; pero una batalla no es un juego de niños y todo golpe es bueno con tal de que recaiga sobre un enemigo.
—¿Cree usted que la jornada que tenemos a la vista será animada? —preguntó Sitgreaves a Lawton, eludiendo el diálogo con Betty y volviéndole la espalda con soberano desprecio.
—Es muy probable —respondió el capitán con una voz que estremeció al doctor—; es raro que la sangre no corra a raudales en el campo de batalla, puesto que a ella acuden milicianos cobardes e ignorantes y el buen soldado sufre las consecuencias de su mal comportamiento.
—¿Se siente usted mal, Lawton? —le preguntó Sitgreaves tomándole el pulso; el ritmo de su sangre era firme y regular, por lo que el doctor dedujo que no padecía ninguna indisposición física.
—Sí, Archibald —respondió Lawton—; siento un gran malestar. Se me oprime el corazón cuando pienso en la locura de nuestros jefes que se imaginan poder conseguir victorias con soldaduchos que manejan el mosquete como si se tratara de un palo; que cierran los ojos de miedo cuando disparan un fusil y que se colocan en zig-zag cuando se les ordena formar en línea. Por su causa muere la juventud escogida del país.
Sitgreaves se quedó sumamente sorprendido ante el modo de hablar del capitán. Cuando llegaba la hora de combatir, Lawton mostraba siempre un ardor y entusiasmo que contrastaba con su habitual frialdad; pero en estos momentos había en su voz un tono de abatimiento, un aire de apatía en todos sus movimientos que no concordaban con su carácter habitual.
El doctor aprovechó estos momentos para inculcarle una buena dosis de sus ideas tácticas en la guerra: herir para inutilizar al enemigo, sin matarlo. Con hábil disimulo comenzó así:
—Creo, mi querido Lawton, que sería buena cosa aconsejar al coronel que ordenara a sus tropas tirar desde una distancia respetable. Usted sabe que para poner al enemigo fuera de combate, una bala con poca fuerza puede…
—¡Ni hablar de eso! —exclamó el capitán fuera de sí—; al contrario: si es posible, que se chamusquen los bigotes con el fulminante de los mosquetes enemigos; pero vamos a dejar de hablar de esta materia; cuando llegue la hora de pelear, lo haremos como mejor podamos, contando siempre con el enemigo. Dígame, Archibald, ¿cree usted que la luna es un mundo como éste, con seres iguales a los de este mundo?
—Es probable. Pero que aquellos habitantes hayan adquirido la perfección en las ciencias a que ha llegado el hombre de la tierra es una cosa que no podemos asegurar, pues depende del estado de la sociedad y de las influencias físicas.
—Yo soy un ignorante en estas cuestiones, y además no me preocupo nada por conocerlas, pero ¡qué poder tan admirable pone de manifiesto el que ha creado todos esos mundos ordenándolos con una perfección matemática! Al contemplar ese hermoso astro siento una especie de melancolía; esas manchas que se ven ¿son, como usted dice, mares y montañas? Parece un mundo destinado a lugar de reposo para las almas cuando éstas se elevan hacia el firmamento.
—Bebe un trago, mi alhaja —dijo al capitán la cantinera levantando la cabeza y pasándole la botella—; entre el frío de la noche y la conferencia con esos malditos milicianos se está poniendo usted un tanto desconocido. Beba, esto le ayudará a dormir hasta mañana o, si usted lo prefiere, hasta dentro de unas horas, pues la noche está muy avanzada. Ya he dado su ración a Roanoke, pues lo necesitará cuando llegue el día.
El capitán y el doctor siguieron durante largo rato hablando de las maravillas del cielo, de la paz existente en aquella multitud incontable de mundos que centelleaban sin descanso, de las complicaciones que se buscan los hombres, de las guerras, injusticias…
—Si se me permite una modesta insinuación —dijo el sargento Hollister—, en la Sagrada Biblia se lee que estando Josué atacando a sus enemigos, el Señor permitió que el sol se detuviera, sin duda para consumar la victoria del pueblo elegido. Y puesto que el propio Señor contribuyó a esta victoria, hay que deducir que la guerra no es un mal en sí. Pero lo que yo no concibo es que los militares de aquellos tiempos se valieran de carros en vez de dragones que son mucho más eficaces para romper una línea de infantería; los carros, en cambio, si eran sorprendidos por detrás, se los podía mandar al diablo con caballos, conductores y todo lo que llevasen.
—Se nota que usted no sabe cómo estaban construidos aquellos carros, —dijo el doctor al sargento—. Esos carros de que ha oído usted hablar estaban provistos de hoces e instrumentos cortantes que producían el desorden en las filas de infantería. Si, por ejemplo, a la carreta de la señora Flanagan se la dotara de esos elementos que le he dicho, ya vería usted si producía un total desconcierto en las filas enemigas.
—Deje usted en paz mi yegua y mi carro —gruñó malhumorada Betty bajo su manta—. Para esa misión se bastan el capitán Jack y Roanoke; así que déjenos en paz de una vez.
Un redoble prolongado de tambores, procedente de la colina ocupada por los ingleses, anunció que ya estaban preparados para el combate; inmediatamente se oyó la misma señal que daba la infantería americana. La trompeta de los virginianos saturó el aire con su sonido marcial y pronto las dos colinas se vieron animadas por la presencia de los hombres de ambos bandos.
Comenzaba a clarear cuando los dos ejércitos se disponían a atacar. Las fuerzas del ejército rebelde eran superiores en número, pero, salvo un pequeño grupo escogido, tenían escasa preparación. Las tropas inglesas, en cambio, inferiores numéricamente, estaban perfectamente equipadas y su preparación era excelente, por lo que era de esperar una clara ventaja dé los realistas a la hora decisiva. Cuando el sol comenzaba a romper la línea del horizonte, se inició la marcha del ejército rebelde.
El terreno ofrecía grandes dificultades para la evolución normal de la caballería; por esta razón los dragones recibieron la orden de esperar el momento de un desenlace favorable a los suyos para perseguir entonces al enemigo en la retirada. Lawton ordenó a su pequeña tropa montar a caballo poniendo al frente de ella a Hollister; él se fue a revisar las filas de milicianos que, sin uniforme la mayor parte de ellos y mal armados, estaban formados ya en línea de batalla; por lo menos así lo parecía. Al ver aquellos hombres que parecían cualquier cosa menos soldados que habían de luchar de un momento a otro, el capitán esbozó una sonrisa irónica que no pudo evitar; su mirada era nostálgica, tristemente pesimista, como si previera las funestas consecuencias del inminente combate.
Una vez en marcha, se situó a uno de los lados de la infantería, un poco retrasado para vigilar mejor sus movimientos. Descendieron por una pendiente suave y comenzaron una subida más pronunciada. Habían iniciado la ascensión cuando salieron los ingleses a su encuentro, protegidos sus flancos por la naturaleza del terreno. Los primeros en abrir fuego, al ver que el enemigo se les echaba encima, fueron los milicianos; su descarga fue efectiva y los ingleses se desconcertaron por unos momentos.
Reaccionando con extrema rapidez gracias al temple de sus oficiales, volvieron a sus puestos y dio comienzo una nutrida cortina de fuego por parte de los milicianos y fuerzas regulares. Éstas, apoyadas en el fuego ininterrumpido de un buen grupo de tiradores, se dirigieron hacia las fuerzas americanas, bayoneta en ristre. Los inexpertos milicianos no estaban preparados para casi ningún género de ataque, y menos para resistir una lucha a bayoneta calada. Consecuencia de esto fue el desorden que se organizó en sus filas; el campo de batalla parecía una enorme estampida humana incontrolable que huían con auténtico pavor de las bayonetas inglesas.
Lawton, hasta entonces, había observado en silencio las evoluciones de sus hombres; pero en el momento de la, llamémosla así, estampida, una furiosa indignación invadió todo su ser viendo el oprobio de que se estaban cubriendo las armas de su país. Recorrió a todo galope el campo de batalla, que se había convertido en una enorme pista por donde corrían despavoridos los milicianos, llamando al orden a todos y advirtiéndoles que se habían equivocado de camino.
Las voces del capitán hicieron detenerse a muchos de los momentáneamente desertores que, bien apabullados por el valor del capitán y sus magníficas dotes de mando, bien por haber encontrado unas reservas de coraje, pidieron a su jefe que los condujera de nuevo hacia el enemigo.
—¡Adelante, mis valientes! —gritó Lawton enfilando su caballo hacia un flanco de la línea inglesa—. ¡Adelante!, y no hagáis fuego mientras no estéis tan cerca de ellos que podáis chamuscarles las cejas al disparar.
Marcharon a la carga siguiendo el ejemplo del capitán, y sólo dispararon cuando estuvieron a unos pasos del enemigo. Un sargento inglés, furioso ante la audacia de un oficial que así se atrevía a desafiar unas armas ya victoriosas, apareció a descubierto y avanzó hacia Lawton apuntándole con un fusil.
—¡Si disparas, no te salvará nadie!, —gritó con voz amenazante el capitán, al tiempo que se lanzó a caballo contra su enemigo. Este movimiento y la voz de Lawton produjo un mal disimulado terror en el sargento inglés, que apretó el gatillo de un modo casi involuntario y sin precisión. Roanoke dio un enorme salto y cayó muerto a los pies del suboficial inglés. Lawton se incorporó en seguida, quedando frente a frente del sargento que le amenazaba con la bayoneta. Chispas de fuego saltaron del acero de sus armas; la bayoneta voló por los aires, rechazada por Lawton y un segundo golpe bien asestado por el capitán al inglés dejó a éste sin vida tendido en el suelo.
—¡Adelante! —repitió el capitán, al ver llegar un cuerpo inglés que se aprestaba a hacer una carga general—. ¡Adelante! —gritó de nuevo blandiendo su sable. Al pronunciar estas palabras, cayó lentamente hacia atrás, como un majestuoso pino cortado por el hacha; su mano seguía aferrada al puño del sable y el grito de «¡adelante!» fue repetido una vez más con voz poderosa; fueron sus últimas palabras (o mejor dicho, su última palabra, sólo una, que era todo un resumen simplicísimo de su impetuoso carácter).
Al ver caer a su jefe, los americanos se dieron a la fuga; las tropas reales habían salido victoriosas.
Al ser llamados a las armas los habitantes de la región, en cada cuerpo se habían enrolado un cierto número de cirujanos; pero en esta época eran muy pocos los que en esta especialidad tuvieran una sólida formación, sobre todo en las provincias del interior. El doctor Sitgreaves miraba a estos malos carniceros con tanto desprecio como el capitán Lawton a los milicianos. Durante la batalla y después de terminada ésta, se paseaba entre los heridos mirando con aire de desaprobación el modo de ejecutar algunas operaciones, la mayoría de las cuales eran simples curas de poca importancia.
Observaba la llegada de los recientemente derrotados y por ninguna parte veía a su amigo el capitán; preguntó a Hollister y obtuvo una respuesta negativa. Sin prestar atención a los peligros a que pudiera exponerse, corrió al lugar en que se había librado el último combate.
Ya había salvado la vida a su amigo en una situación parecida a esta, y la confianza que tenía en su arte y en sus dotes de cirujano le hizo experimentar un sentimiento íntimo de satisfacción involuntaria, cuando divisó a Betty Flanagan que, sentada en el suelo, tenía entre sus rodillas la cabeza de un hombre que, a juzgar por su estatura y su uniforme, no era otro que el capitán Lawton. La expresión de su rostro y los gestos que hacía la cantinera le hicieron suponer que algo grave sucedía. Su pequeño sombrero negro estaba allí al lado y sus cabellos que comenzaban a teñirse de gris caían desordenados por su cabeza.
—¡John, mi querido John! —exclamó con una voz ahogada por la pena, mientras le tomaba el pulso—; John, amigo mío, ¿dónde te han herido? ¿Acaso no puedo ya servirte de ayuda alguna?
—Habla usted a uno que ya no le puede oír —dijo Betty balanceando el cuerpo, mientras sus dedos jugaban, sin darse cuenta, con los cabellos negros del capitán—. Le digo que ya no le oirá más, ni necesitará esas sondas ni sus drogas. ¡Mire en lo que ha quedado este valeroso hombre! ¿Quién encarnará la libertad en estos momentos? ¿Quién combatirá y nos dará la victoria como ofrenda a esa libertad?
—¡John! —repitió el cirujano resistiéndose a creer lo que estaba viendo—; háblame, dime lo que quieras, ríete de mis trasnochados consejos, pero habla. ¡Oh, Dios mío, está muerto! ¡Ojalá hubiera muerto yo con él!
—No vale la pena vivir ni luchar, en estos momentos; ¿para qué? Los dos han muerto a la vez: el hombre y este noble animal; ahí el animal, y aquí su dueño. Hace un rato di con mis propias manos el pienso al caballo y también yo preparé la última comida del capitán. ¿Es posible, Dios mío, que el capitán Jack haya vivido sólo para morir a manos de las tropas regulares?
—John —prosiguió el doctor con sollozos entrecortados—, ya llegó tu hora. Hombres más prudentes que tú te sobreviven, pero ni uno sólo más valeroso que tú. ¡No es filosófico llorar, pero me veo obligado a hacerlo por ti, pues tengo lleno de amargura el corazón!
El doctor se cubrió el rostro con ambas manos y durante unos minutos se abandonó a los dictados de su dolor, mientras la cantinera desahogaba el suyo con palabras y gestos convulsivos.
—¿Quién hay, en estos momentos, que sea capaz de infundir valor a la tropa? ¡Capitán Jack, usted era el alma de estos hombres! Mientras usted combatía, se ausentaba el peligro. Nunca se quejaba a esta pobre viuda porque la carne estuviera muy pasada o porque no tuviese preparado el desayuno…
—Beba, mi joya; esto le reanimará. Pero, ¡si no hay ni una sola gota para él!…
—Y aquí está el doctor con quien tanto le gustaba a usted charlar; mírelo cómo llora.
Muerto él, parece como si la libertad hubiera muerto también.
Los sollozos de la cantinera fueron interrumpidos por un tropel de caballos que se oía cada vez más cerca. El camino que traían pasaba al lado de donde yacía muerto Lawton. Pronto aparecieron los dragones de Virginia, al frente de los cuales venía Dunwoodie. Ya se había enterado de la muerte del capitán, y cuando reconoció su cuerpo mandó pararse a los jinetes; él se apeó de su caballo y se aproximó al cadáver de su impetuoso hombre de confianza. La muerte no le había desfigurado aún; parecía dormido.
—¡Su sable me servirá para vengarle! —exclamó, mientras intentaba arrancarlo de aquella mano helada; pero los dedos de su amigo seguían apretando con fuerza el puño y parecía negarse a desprenderse de él, por lo que Dunwoodie se lo dejó en la mano para que lo enterrasen junto con él.
—Sitgreaves, cuídese de los restos de nuestro amigo; yo me preocuparé de vengarlo.
Durante el tiempo que duró la escena, todo el regimiento había contemplado el cadáver de Lawton. Era éste muy querido por todos y el espectáculo de su cadáver sembró una rabia y sed de venganza incontenibles entre los soldados. A pesar de que se habían quedado estupefactos y como paralizados y sin fuerzas para una operación militar positiva, todos, oficiales y soldados, corrieron en persecución del enemigo para vengar aquella muerte.
Los dragones atacaron en un terreno muy desfavorable para la caballería. El ejército inglés iba, en contraste con lo que se acaba de decir, en formación cerrada de cuatro frentes, al cuadro, y, al llegar los dragones dispuestos a romper sus líneas, fueron recibidos con las bayonetas. Retrocedieron los caballos y muchos de los jinetes, entre ellos Dunwoodie, bien por las dificultades del terreno, o por el recibimiento inesperado de bayonetas y fuego de fusil, cayeron por el suelo, heridos unos por las armas y otros sólo contusionados por la caída. Entre los heridos estaba Dunwoodie que, no queriendo exponer a sus hombres al peligro que supondría una nueva carga, desventajosa para los suyos, ordenó la retirada.
Quedaba un sagrado y triste deber que cumplir, y se apresuraron a ello. Lentamente, pues el comandante iba herido, los dragones se dirigieron hacia las montañas; allí, bajo los muros de uno de los fuertes, enterraron el cuerpo de Lawton con una breve y emotiva ceremonia. Después se encaminaron hacia donde estaba la familia Wharton; Francés esperaba impaciente el regreso de su esposo, pero no en las condiciones en que lo vio llegar, a consecuencia de lo cual también ella estuvo largo tiempo muy delicada. Los cuidados de tan amante esposa contribuyeron de una forma decisiva al progresivo restablecimiento de Dunwoodie. No puede omitirse en esta breve relación de personas que cuidaron al comandante al insigne cirujano y cúralo-todo Mr. Sitgreaves, que fue el cerebro de la curación de Dunwoodie. Las manos que prodigaban toda clase de cuidados han quedado ya reseñadas: no podían ser otras que las de la señora Peyton, flamante señora del arriesgado oficial; con su cariño y desvelos había logrado que el joven y forzado militar prefiriese, de buena gana, con la debida autorización de Washington, ser un eterno convaleciente, al lado de su esposa, en Fishkill.
Retiradas las tropas a los cuarteles de invierno, Dunwoodie, con el grado de teniente coronel, obtuvo del General en jefe la autorización de volver a su casa para curarse del todo. La familia Wharton en pleno se marchó a Virginia, acompañada del capitán Singleton.
Se recibió, en Fishkill, antes de la marcha a Virginia, la noticia de que Henry estaba bien. Por otra parte, el coronel Wellmere se había vuelto a su isla natal dejando el continente y una estela de desprecio hacia su actitud, por parte de sus compañeros de armas del ejército inglés.
Este fue un infierno de felicidad sin límites para Dunwoodie y Francés. Después de tan larga convalecencia, Francés recobraba de nuevo su perdida sonrisa. Razones tenía para ello, pues ya su esposo estaba, al fin, curado. Dunwoodie sentía, a veces, la nostalgia propia del militar amante de su profesión.