CAPITULO XXXI

«¡Lejos de aquí, tímidos subterfugios!

¡Se tú mi inspiración, santa y veraz inocencia!

—Yo seré tu esposa, si estás de acuerdo en casarte conmigo».

Shakespeare.

Al llegar a la granja, Francés comprendió que Dunwoodie no había vuelto aún. Sin embargo, para librar a Henry de las inconsecuencias del supuesto fanático que había dejado en su compañía, le había enviado un ministro de la iglesia anglicana que llegó media hora antes del regreso de la señorita Wharton, y que durante esta media hora había estado conversando con miss Peyton, poniendo de manifiesto su buen sentido y su esmerada educación. La conversación había girado en torno a temas irrelevantes, totalmente marginales a los problemas de la familia.

Tan pronto como vio a su sobrina, miss Peyton se apresuro a preguntarle con la natural impaciencia sobre su gestión, que ella consideraba del todo novelesca e inesperada en aquella tímida muchachita. Lo único que pudo contestarle Francés fue que había prometido silencio y aconsejó la misma precaución a su tía. La sonrisa que dejaba esbozar en su bonita boca mientras así hablaba, fue suficiente para que miss Peyton se hiciera cargo de que todo había salido bien y que su sobrino no corría peligro alguno. Se había puesto a preparar un refresco a su sobrina, cuando se oyó un caballo que se acercaba y se detenía ante la puerta principal; era el mayor Dunwoodie que regresaba.

El correo que Masón le había enviado había encontrado al mayor esperando con impaciencia el regreso de Mr. Harper; no obstante, se apresuró a volver con la máxima urgencia al lugar donde había dejado prisionero al capitán Wharton, reprendiendo duramente a Masón por la fuga de su amigo. El corazón de Francés latía de un modo inquietante al oír los pasos de Dunwoodie que subía las escaleras. Henry necesitaba dos horas como mínimo para ponerse a salvo definitivamente; así lo había manifestado el buhonero, y el propio Harper, por muy bien intencionado que fuese y a pesar del poder de que se decía estar investido, había recalcado la importancia de impedir por todos los medios que los dragones persiguiesen a Henry durante ese tiempo que se había señalado. Fue todo lo que pudo pensar Francés mientras oía los pasos de Dunwoodie. Miss Peyton salía por una puerta, al tiempo que el mayor entraba en la estancia donde la señorita Wharton permanecía pensativa.

Aunque de buen color, el rostro del mayor reflejaba un gran descontento, excitación y contrariedad.

—¡Qué imprudencia, Francés! —exclamó al entrar, dejándose caer en una silla—. ¡Que haga esto precisamente en el momento en que yo acababa de asegurarle que nada tenía que temer! Me veré obligado a creer que todos vosotros os empeñáis en buscar motivos de contradicción entre nuestros sentimientos y nuestros deberes.

—Es muy posible que tus deberes y los nuestros no estén de acuerdo —respondió Francés acercándose a él—, pero nuestros sentimientos, concretamente los míos, no pueden ser, no hay motivos, creo yo, para que sean opuestos. Por otra parte, Peyton, tú te alegras también de que mi hermano haya escapado a la muerte. ¿Por qué pones, entonces, esa cara?

—Su vida no corría aquí peligro alguno. Harper le había hecho una promesa formal, y éste jamás falta a su palabra. ¡Francés, mi pequeña Francés!, si hubieras conocido bien a este hombre, su palabra hubiera sido sagrada para ti y no me habrías puesto por segunda vez ante esta cruel alternativa.

—¿De qué alternativa me estás hablando?

En el rostro de Francés se reflejaba el amor hacia aquel hombre y la ansiedad por continuar la conversación en la que confiaba salir de todas las dudas que la acuciaban, pues, aunque amaba a Dunwoodie, la vida de su hermano estaba en peligro y, en sus sentimientos, ocupaba el lugar preferente.

—¿Y tú me preguntas qué alternativa me veré obligado a tomar? ¿Acaso esta misma noche no tendré que salir de nuevo a caballo para perseguir a tu hermano, cuando yo esperaba pasarla tranquilamente acostado, alegrándome infinitamente de haber contribuido personalmente a su salvación? No me mires, por favor, como si tuvieras frente a ti a un enemigo, pues de buena gana daría por ti y por todos vosotros hasta la última gota de mi sangre. Te lo repito, Francés: tu hermano ha cometido una enorme imprudencia, una locura, un cruel error, un error suicida.

Francés, inclinándose sobre él, le acarició tímidamente, a] tiempo que le decía:

—¿Por qué te empeñas en perseguirle, mi querido Peyton? Ya has hecho bastante en favor de nuestro país y no creo que, para la libertad y el éxito definitivo de nuestra querida nación, sea un requisito indispensable el sacrificio de mi hermano.

—¡Francés! ¡Miss Wharton! —exclamó el mayor, levantándose de su asiento y recorriendo la habitación presa del nerviosismo—, no es mi país sino mi honor quien exige este sacrificio. ¡Si hubiera huido en otras circunstancias y no mientras mis hombres estaban encargados de su custodia! Pero de esta forma me veo obligado a salvar mi reputación y mi honor de oficial; me lo exige mi responsabilidad, mi deber para con mi patria y conmigo mismo. ¿Es que no quieres comprenderlo? ¿No ves que todos creerán que todo ha sido una pura farsa montada por dos enamorados para salvar al hermano de una linda muchacha de la que el mayor está locamente enamorado, sospecha más que suficiente para que se me condene por complicidad y traición a los míos?

—¿Serías capaz de ordenar la muerte de mi hermano? —preguntó aterrorizada Francés.

—Sabes de sobra que daría mi vida por él —le respondió Dunwoodie mirándola con ternura—. Lo que me atormenta son las sospechas a que me expongo con la decisión totalmente desconsiderada de Henry. ¿Qué pensará de mí, después de esto, Washington si llega a saber que mi esposa es la hermana del que yo dejé escapar?

—Si ese temor es el único motivo que te hace perseguir a mi hermano, —dijo con infinita tristeza Francés—, eso tiene fácil solución: aún no estamos casados; haz lo que quieras.

—¡Por favor!, no seas cruel conmigo y compadécete de mis sufrimientos, Francés.

—No trato de decir nada que pueda desagradarte, Dunwoodie; pero no nos des a nosotros dos más importancia de la que podamos tener a los ojos de Washington.

—Mi nombre no es del todo desconocido del general en jefe —le replicó Dunwoodie con un movimiento de arrogancia no disimulada—, y tampoco tú eres tan desconocida como tu modestia quiere hacer ver. Te creo, Francés, cuando me dices que te compadeces de mí en estos momentos, que comprendes mi situación en toda su cruda realidad; deseo, por tanto, ser consecuente con estos sentimientos que tienes hacia mí. Pero nuestro diálogo se está prolongando ya demasiado y estoy perdiendo un tiempo que será difícil de recuperar. Esta noche debo atravesar las montañas para estar a punto mañana al amanecer; tengo una obligación que cumplir y Masón espera mis órdenes para salir con nuestros hombres cuanto antes. Te dejo, Francés.

—¡Espera un poco, Dunwoodie! —insistió Francés conteniendo la respiración mientras miraba las manecillas del reloj—. Antes de salir para cumplir con ese deber que tanto te preocupa, lee esta nota que Henry dejó para ti, nota que creía escribir a un amigo de su juventud.

—Disculpo tu sensibilidad, Francés; pero tiempo vendrá en que comprenderás lo que ahora resulta del todo incomprensible e inaceptable para ti.

—Ese tiempo de que me hablas ha llegado ya —le respondió ella tendiéndole la mano y no queriendo prolongar por más tiempo una situación que creía innecesaria ante aquella persona a quien tanto amaba.

—¿Dónde encontraste esa nota? —preguntó el mayor queriendo devorar con sus ojos el contenido—. ¡Pobre Henry! si eres realmente mi amigo, y si alguien deseaba verme feliz, ese alguien eres tú.

—Léeme tú misma esa nota, Francés; ansió comprobar que sus sentimientos hacia mí son los mismos que yo tengo para con él y que mi afecto por ti no se empañe con la decisión que me veré obligado a tomar.

Francés tomó la nota y leyó:

«La vida es demasiado preciosa para confiarla a inseguras esperanzas. Me marcho, Dunwoodie; César es el único confidente de mi huida y lo pongo bajo tu protección. Pero una cruel inquietud me devora. Piensa en un padre cargado de años y enfermo a quien se le va a reprochar el supuesto crimen de su hijo; piensa también en dos hermanas que dejo sin nadie que las proteja. Ahora puedes demostrarme que nos quieres a todos.

»Que el ministro que vas a enviar a la casa os una a Francés y a ti esta misma noche y que mi familia encuentre en ti un hijo, un hermano y un esposo».

La carta se le cayó a Francés de las manos. Quiso alzar sus ojos hasta Dunwoodie, pero tuvo que bajarlos al no poder resistir la mirada apasionada del mayor.

—Y, ¿tú qué dices a todo esto? —le preguntó el mayor con ternura—; ¿crees que soy digno de esta confianza? ¿Quieres que un hermano se ponga esta noche a salir en persecución del que es tu hermano de verdad, o prefieres que sea un oficial del Congreso quien persiga a un oficial inglés?

—¿Dejarías de cumplir con tu deber porque sea tu mujer, mayor Dunwoodie? ¿En cuál de las dos situaciones peligraría menos la vida de Henry?

—Te repito que la vida de Henry no está en peligro. La palabra que le ha dado Harper es su garantía más valiosa. Pero yo haré ver al mundo cómo un recién casado tiene el valor de detener al hermano de su flamante esposa.

—¿Y comprenderá el mundo todo eso? —preguntó Francés con un aire de indecisión que hizo renacer en el pecho del mayor nuevas esperanzas.

De hecho, la tentación era grande. Ella no veía ningún otro medio de retener al mayor hasta que hubiera pasado la hora fatal señalada por Harper. Este le había dicho hacía poco, en la gruta de la montaña, que él no podía hacer nada en favor de su hermano, al menos abiertamente, que todo dependía del tiempo, pasado el cual, no le quedaba ningún recurso para salvarlo, pues quedaría manifiesta su complicidad y no estaba dispuesto a traicionar a su patria. De ella dependía que la caballería mandada por Dunwoodie se retrasara el tiempo suficiente para que Henry pudiese ponerse a salvo. Estos pensamientos se entremezclaban en la mente de Francés con otros sentimientos cuyo objeto era el mayor Dunwoodie. Si la lucha interior que sostenía el mayor era grande, no lo era menos la que sentía Francés.

Dunwoodie, leyendo en los gestos expresivos de su amada todos los movimientos de su alma, le dijo con cálida ternura:

—¿Para qué aplazar por más tiempo el momento que tanto hemos deseado? Sólo bastan unos minutos para ser tu esposo y para gozar de la dulce obligación de protegerte.

Francés, temblorosa, tenía la mirada puesta en las manecillas del reloj que la torturaba con su terrible lentitud.

—Contesta, Francés. ¿Puedo llamar a nuestra tía? Decídete, pues el tiempo apremia.

Francés hizo un esfuerzo por responderle, pero sólo pudo murmurar unos sonidos inarticulados que su prometido interpretó como un consentimiento. Este se precipitó hacia la puerta y ya iba a salir cuando la señorita Wharton se recuperó y le dijo:

—¡Espera, Peyton!; no quiero ocultarte la verdad antes de contraer un compromiso tan solemne. He visto a Henry poco después de su fuga; para su seguridad es suficiente un corto período de tiempo, ya falta poco. Acepta mi mano; te la entrego con sumo gusto; espero que no la rehúses.

—¡Rehusar yo tu mano! —exclamó Dunwoodie transportado de ternura y felicidad—. La acepto como el más bello regalo del cielo. Después de la ceremonia saldré a la búsqueda de tu hermano y mañana al mediodía estaremos de vuelta con el perdón de Henry firmado por Washington. Tengo confianza en que tu hermano contribuirá con su presencia a festejar nuestro banquete de bodas.

—En ese caso, dijo Francés, espérame aquí unos minutos; volveré pronto, dispuesta a pronunciar los votos que me unirán a ti para toda la vida.

Francés comenzaba a perder el temor que hasta ahora había sentido ante la posible captura de su hermano. El tiempo necesario para la ceremonia de su enlace sería suficiente para la salvación de Henry; esta idea la llenaba de consuelo, pues así podría saborear plenamente las delicias de su inminente matrimonio.

Miss Peyton acogió esta noticia con gran sorpresa por su parte y con cierto descontento. Consideraba esta precipitación y la ausencia de todo ceremonial como un atentado contra los principios de orden y decoro de una buena familia americana. A pesar de todo, Francés había tomado ya una resolución que no admitía réplica, pues las razones que la movían a ello quedan explicadas y no quería faltar a la palabra dada a Harper ni ser motivo de la captura de su hermano si cometía alguna indiscreción yendo más allá de lo que debía en sus explicaciones. Por otra parte, su tía no quiso indagar más sobre las razones de tan precipitada boda.

Mr. Wharton no estaba en condiciones de oponerse a la decisión de los dos jóvenes; estaba ya muy acostumbrado a obedecer, por las circunstancias de la guerra y, además, el mayor era un oficial de envidiable reputación en el ejército de los rebeldes; era de una conducta intachable en todos los aspectos y no tenía nada que objetar a su matrimonio con su hija; es más, lo consideraba un buen partido.

Pronto volvió Francés acompañada de su padre y de su tía; había tardado el tiempo necesario para sus proyectos: su hermano podría ponerse a salvo.

Dunwoodie y el ministro estaban ya preparados para la ceremonia que sería de lo más breve.

Comenzó ésta con toda la sencillez prevista. Cinco personas eran los testigos de tan emotivo acto: de ellas, dos eran los actores principales y una tercera, el ministro. Frente a éste se hallaban los futuros esposos, el señor Wharton y miss Peyton. El reloj, situado a la espalda del ministro anglicano, al menos en esta ocasión, era también un testigo de excepción en la mente y en los ojos de Francés que no apartaba la vista de él. Sólo a la hora de pronunciar la fórmula que la uniría para siempre a Dunwoodie, se concentró en sí misma y todo su pensamiento fue para la persona amada. El reloj dejó oír nueve campanadas. Acababa de expirar el plazo señalado por Harper y el corazón de Francés quedó aliviado de un peso que la había oprimido hasta entonces con una fuerza opresora.

Dunwoodie la estrechó entre sus brazos, abrazó repetidas veces a miss Peyton, apretó la mano de su suegro y la del ministro, y estaba aún bajo los efectos embriagadores de la alegría cuando alguien llamó a la puerta. Se abrió ésta y entró Masón, que dijo:

—Nuestros hombres están sobre sus cabalgaduras y estamos dispuestos para salir. Aunque usted tarde todavía un poco en seguirnos, tiene tan buen caballo que pronto podrá alcanzarnos sin hacer esfuerzo alguno.

—De acuerdo, Masón —le respondió Dunwoodie, que deseaba cualquier pretexto para permanecer algún tiempo más al lado de su flamante esposa.

Masón se retiró para ejecutar las órdenes emanadas del mayor; a continuación lo hicieron Mr. Wharton y el ministro. Francés y su esposo quedaron solos, momento que aprovechó aquélla para decirle:

—Ahora, Peyton, piensa que es tu hermano a quien vas a perseguir; no es necesario decirte que intercedas por él si tienes la mala suerte de alcanzarlo.

—Di mas bien si tengo la dicha de encontrarlo —replicó Dunwoodie—, pues tengo el presentimiento de que él bailará en nuestra boda, que celebraremos a mi vuelta. ¡Quiera el cielo que pueda yo atraerlo a nuestra causa! Se trata de la causa de su país y con él a nuestro lado lucharíamos más a gusto.

—¡No hables así, amor mío! Me obligas a pensar en cosas muy desagradables.

—Bueno, no hablemos más de estas cosas; tengo que irme, pues Masón salió ya y no le he dado órdenes concretas. Pronto estaré de regreso, mi Francés.

De fuera llegaba el ruido de alguien que se aproximaba a caballo; antes de que Dunwoodie se despidiera de su esposa y de su tía, un doméstico abrió la puerta haciendo pasar a un oficial. Llevaba el uniforme de ayudante de campo y Dunwoodie reconoció en él a un agregado de Washington.

—Mayor —dijo el oficial después de saludar cortésmente a las damas—, el general en jefe me ha encargado traerle esta orden.

Inmediatamente se despidió de todos y salió para dirigirse a su lugar de origen.

—¡A fe mía! —exclamó el mayor—, apuesto a que mi misión toma un nuevo giro; pero ya comprendo todo esto: seguro que Harper ha recibido mi carta y ya me parece comprobar los efectos de su influencia.

—¿Son noticias favorables para Henry? —le preguntó Francés acercándosele y tratando de ver el contenido llena de inquietante curiosidad.

—Escucha, y luego juzgaremos por su contenido.

La misiva decía:

«Señor:

»En el momento en que reciba usted este despacho, salga con su escuadrón para estar mañana a las diez de la mañana en las alturas de Croton frente al destacamento enemigo que cubre a sus forrajeadores; allí encontrará un cuerpo de infantería que le servirá de apoyo. Ya estoy informado sobre la evasión del espía inglés. Su arresto no tiene importancia en comparación con esta nueva misión que le encomiendo. Si algunos de sus hombres han salido en persecución del espía, hágalos volver y no pierda un solo instante en llevar a cabo esta nueva misión que es de la máxima importancia y urgencia.

»Su servidor,

George Washington».

Un grito de júbilo escapó de la garganta de Dunwoodie, que al fin se veía libre de un deber tan penoso para él. Se sintió muy animoso de cara a su nueva misión, de tal forma que Francés se vio obligada a aconsejarle prudencia en el combate, pues acababa de contraer una nueva obligación de tanta importancia como la que tenía por razón de su cargo en el ejército.

Se quedó mirando a su esposa que estaba encantadora, la apretó contra su pecho y dijo contrariado:

—¡No sé a qué vienen tantas prisas! Aun saliendo dentro de unas horas estaré en Peekskill antes de que mis dragones hayan desayunado. Ya soy un soldado demasiado viejo para que se me atosigue con prisas innecesarias y para que traten de aturdirme.

—Eso tampoco, amor mío; vete cuanto antes —le dijo Francés con la voz ahogada—, y no retardes las órdenes de Washington; y, al menos por mí, sé prudente y precavido.

—Lo seré por amor a ti —le contestó Dunwoodie con una cariñosa sonrisa, abrazándola una vez más con tierno apasionamiento. Eran momentos que cuanto más se prolongaran más dolorosa sería la partida, y Dunwoodie optó por arrancarse de sus brazos sin más y salió de la habitación que tan gratas emociones acababa de proporcionarle.

Miss Peyton se retiró con su sobrina, pues juzgaba necesario antes de acostarse, darle las instrucciones necesarias en torno a sus deberes matrimoniales. Aunque tales instrucciones no fuesen del todo asimiladas por Francés, al menos fueron recibidas con docilidad.

Sentimos que la historia no nos haya dejado esta preciosa disertación; pero todo lo que nuestras indagaciones han podido sacar de aquella entrevista de ambas mujeres es que el tema principal versó en torno al gobierno de la casa y a la educación de los futuros hijos. Dejemos, entretanto, a tía y sobrina en tan interesante coloquio para ocuparnos, una vez más, del capitán Wharton y de Harvey Birch.