CAPITULO XXX

«Descarriado, perdido, recorro a paso lento, sin apenas querer pisar, estos desiertos solitarios, cuyos límites parecen alejarse de mí a medida que avanzo».

Goldsmith, el Viajero.

La noche era fría y oscura; Francés Wharton, agitado el corazón, con paso ligero y decidido, atravesó el pequeño jardín que había detrás de la granja y se dirigió hacia la montaña en la que había divisado a un individuo que le había parecido el buhonero. Hacía poco que la noche había dado un oscuro abrazo a la tierra; la oscuridad y el frío sutil del anochecer de noviembre, en otras circunstancias, la habrían hecho volver sobre sus pasos aterrorizada. Si ahora se internaba en la oscuridad, fuera de su casa, era impulsada por poderosos motivos. Sin pararse a reflexionar, corrió con la rapidez que parecía desafiar todos los obstáculos, sin darse un momento de reposo para tomar aliento, hasta llegar a la mitad del camino que la separaba de aquel peñasco en donde había visto aquella misma mañana a un hombre que, para ella, era Birch.

El respeto a las mujeres es una de las notas más características de la civilización de un pueblo, y nadie puede jactarse de poseer esta virtud en mayor grado que los americanos. Francés no sintió temor a la vista del regimiento de infantería que tomaba tranquilamente su cena, al borde del camino, frente al campo que ella atravesaba en aquellos momentos.

Este cuerpo estaba formado por conciudadanos suyos y ella sabía que los soldados de la milicia oriental respetarían su sexo; en cambio, confiaba menos en el carácter frívolo y atrevido de la caballería de las provincias del Sur; y aunque era muy raro que una mujer hubiera tenido que lamentarse de haber sido ultrajada o insultada por un soldado americano, Francés sentía estremecimiento cuando estas ideas cruzaban por su mente, y más viéndose tan sola. Al oír el ruido de los pasos de un caballo que marchaba lentamente detrás de ella, ésta corrió a esconderse en una pequeña arboleda, salpicada de arbustos, que bordeaba ambas orillas de un arroyo. El jinete en cuestión era un centinela que pasó sin notar la presencia de la señorita Wharton que, aún no se ha dicho, se había vestido de manera que llamase la menor atención posible. El jinete seguía su camino canturreando a media voz, con el pensamiento puesto, tal vez, en otra damita que había dejado a las orillas del Potomac en la flor de su juventud y belleza.

Francés seguía, con sus oídos muy atentos, llena de inquietud, el rumor cada vez menos perceptible de los pasos que se alejaban. Cuando ya no oía nada, salió de su escondite y prosiguió su camino, procurando guardar cierta distancia. Ante las tinieblas, que se hacían cada vez más espesas, y el silencio que la envolvía por todas partes, se detuvo para reconsiderar su empresa madurada a la luz del día y puesta en duda ahora, cuando llevaba recorrida una buena parte del camino y las funestas sombras hacían presa en su ánimo, llenándola de terror.

Echándose para atrás la capucha que llevaba sobre su cabeza, se apoyó contra un árbol y fijó su mirada en la cima de la montaña, meta señalada de su excursión nocturna. Aquel picacho era, en medio de la llanura, como una enorme pirámide cuyos contornos, en aquellos momentos, no había ojo humano capaz de señalar con cierta precisión. No era difícil distinguir la cima, pues se destacaba sobre un fondo de ligeras nubes, entre las cuales, de vez en cuando, se veía brillar alguna estrella, que en seguida volvía a quedar oculta por los vapores que el viento empujaba.

Pensó volverse a la granja, pero de hacer eso, Henry y el buhonero pasarían, probablemente, la noche en una seguridad funesta entre aquellos peñascos por donde había paseado su vista con la esperanza de descubrir alguna luz que pudiera orientar sus pasos.

La amenaza de los oficiales americanos sonaba todavía en sus oídos, encontrando en ello un estímulo para proseguir su marcha; pero la soledad de que se hallaba rodeada…, la hora ya avanzada…, los peligros del camino…, la incertidumbre de encontrar la choza…, y, lo que le producía aún más turbación, la posibilidad de encontrar en ella desconocidos y criminales…; todos estos motivos le aconsejaban desistir de su empeño y volver con los suyos.

La creciente oscuridad dificultaba, cada vez más, distinguir los objetos, y espesos nubarrones que se amontonaban por detrás de la montaña impedían ver claramente la forma de ésta. Parecía como si la enorme montaña hubiera desaparecido. Por fin, una suave y temblorosa claridad brilló a los ojos de Francés, semejante a la luz producida por una hoguera.

Pronto se desvaneció esta ilusión cuando el horizonte se divisó de nuevo bañado por la escasa luz de la noche que generosamente nos envían las estrellas; el lucero vespertino, que ya había recorrido un largo trecho de su camino, apareció sin timidez alguna por entre la piel rasgada de una nube. Francés vio de nuevo la montaña a la izquierda del hermoso planeta y, de pronto, un punto luminoso hizo su aparición sobre el horizonte; fue creciendo paulatinamente, hasta bañar con sus rayos pálidos y tibios la oscuridad circundante; incluso el silencio pareció romperse ante aquella sinfonía fresca de luz con que la luna matizaba todos los objetos. A pesar de esto, Francés no se sentía muy animada para seguir adelante. Dentro de ella luchaban, por una parte, los deseos de acompañar y aconsejar a su hermano; por otra, las dificultades que tendría que superar para llegar hasta allí: se hacía cargo de la debilidad propia de su sexo y edad, al tiempo que se prometía imponerse a sí misma y sortear cualesquiera que fuesen los peligros con tal de ayudar a su hermano.

Aunque no se encontraba con fuerzas suficientes para seguir adelante, el mismo miedo la sacó de su indecisión: el árbol en que hasta ahora estaba apoyada, a la luz de la luna recobró a los ojos de Francés toda su siniestra realidad: era la horca preparada para los fugitivos. Aterrada por aquella inesperada visión, echó a correr y no se detuvo hasta llegar al pie de la montaña. Respiró profundamente, recobró el ánimo y se puso a inspeccionar el terreno.

La subida a la montaña era escarpada, pero pronto encontró un sendero frecuentado por los pastores que facilitaba la ascensión y acortaba el camino. Los matorrales abundaban a uno y otro lado, sirviéndole de apoyo muchas veces, pues la pendiente era muy pronunciada. Caminaba con la rapidez que le permitían su juventud, la formidable salud de que gozaba y, sobre todo, la decisión de salvar a su hermano. En seguida salió de la maleza para entrar en campo abierto, en otro tiempo cultivado, pero ahora era dominio exclusivo de espinos y malas hierbas, secos y pisoteados por el paso del verano y los rebaños que hasta allí subían a pastar. Allí estaba, seca y muda, la huella del hombre: poca cosa, es cierto, pero suficiente para que Francés cobrara nuevos ánimos de cara a la meta propuesta. Ante ella tenía multitud de senderos que se dirigían a todas direcciones, ellos, siguió el que le pareció más corto y de más fácil acceso para ganar la cumbre. Vellones de lana sujetos a los matorrales espinosos decían a las claras el origen de estas vereditas que, aunque servían de paso para el ganado, sobre todo ovejas, eran muy útiles para los que bajaban o subían de la montaña, pues, además de abreviar el camino, servían de orientación. De trecho en trecho, Francés se detenía para tomar aliento y orientarse. Las nubes corrían ante la luna como conjuradas por su luz y la naturaleza respiraba claridad y frescor; el silencio de la noche retumbaba en los oídos de Francés con más fuerza que los ajetreos del día. El temor fue desapareciendo y el paisaje, de un color blanco grisáceo, tomaba en sus ojos las más variadas irisaciones.

Por debajo de donde estaba, en la llanura, aparecían esparcidas las tiendas del regimiento de infantería rebelde. Pequeñas lucecitas indicaban el emplazamiento de las tiendas; algunas de aquéllas las veía desplazarse de un lugar a otro. Francés pensó que aquellos desplazamientos se efectuarían por el patio central de las tiendas. Cuando vio que estos movimientos luminosos eran más frecuentes, reanudó la ascensión temiendo que los dragones se pusieran en movimiento.

Aún le quedaba por andar un cuarto de milla para llegar a la cumbre; ahora no veía senderos por ninguna parte, pero el macizo por donde subía era de forma cónica y las dificultades, en cuanto a orientación, eran prácticamente nulas. Por fin, tras una hora de enconados esfuerzos, caídas, arañazos, cansancio y angustia en medio de aquellas breñas, consiguió llegar a la plataforma que constituía la cima.

Fatigada por tantos esfuerzos que superaban la resistencia de sus delicados miembros, se sentó durante unos instantes sobre una roca para reparar fuerzas y pensar sobre la entrevista que pronto debía tener con su hermano. La luna le permitía ver con claridad todos los accidentes del terreno que pisaba; desde allí veía el camino que, desde la aldea de Cuatro-Esquinas, había seguido hasta la falda del monte. Siguiendo con los ojos la línea descrita por esta ruta hasta su casa, comprobó que debía encontrarse en las proximidades de la meta perseguida.

El aire glacial de la noche silbaba a través de las ramas de las carrascas y chaparros. Francés, una vez repuesta del cansancio, emprendió una carrera hacia el lugar donde esperaba encontrar una cabaña solitaria. Sin embargo, nada vio que pudiera servir de morada para seres humanos. Examinó todos los huecos y cavidades de las rocas, las excavaciones y grietas de la plataforma donde, según ella, debía encontrarse el escondite del buhonero. No encontró la choza ni la menor huella de la presencia del hombre. La idea de encontrarse en la más completa soledad la llenó de nuevo de espanto.

Avanzó por el borde de una roca alargada que se prolongaba en el vacío para tratar de ver algunas señales de vida en la hondonada que a sus pies se extendía. Al hacer este movimiento, un rayo potente de luz la deslumbró; a su alrededor, el aire parecía más denso. Siguió mirando con curiosidad la roca y pudo ver una pequeña grieta por donde salía humo; a través de ella vio brillar el fuego de una hoguera hecha sobre piedras. Estaba precisamente encima, sobre el techo de la gruta que buscaba. Bajó por una veredita apenas visible que daba la vuelta a este peñasco y pronto estuvo delante de la puerta de tan misteriosa casa.

Después de examinar este escondrijo, pues la construcción muy peculiar de este edificio no merecía otro nombre, Francés miró por entre una grieta para ver lo que había dentro. No había lámpara ni antorcha encendidas, pero la llama de un leño que seguía ardiendo producía la luz suficiente para distinguir los distintos objetos del interior. En un rincón se encontraba un jergón de paja, mal cubierto con una manta de lana doblada. Unos ganchos de hierro incrustados en las hendiduras de la roca que servía de pared sostenían vestidos de todas clases para uso de ambos sexos y para todas las edades y condiciones.

Entre la diversidad de vestidos, Francés distinguió uniformes ingleses y americanos colgados pacíficamente unos al lado de otros, y una peluca muy empolvada servía de remate a un vestido de calicó rayado, como el que solían llevar los campesinos. En una palabra, aquello era un auténtico y completo guardarropa suficiente para surtir a un pueblo mediano.

Frente a la chimenea había un vasar en el que se veía algunos platos, un frasco de porcelana, pan y cestos de carne. Ante el fuego, una mesa, con una de sus patas rota, hecha de toscas planchas de madera. Sobre ésta un libro cerrado que, por su tamaño y forma, parecía ser una Biblia. Un taburete y un reducido número de utensilios domésticos completaban el resto del mobiliario.

Lo que más atrajo la atención de Francés fue el personaje que ocupaba en aquel momento la choza. Estaba sentado sobre un taburete, delante de la mesa, con la frente apoyada en una mano, de tal modo que ocultaba totalmente su rostro, y parecía muy ocupado en el examen de unos papeles que tenía ante él. Encima de la mesa, un par de pistolas lujosamente acabadas y entre sus rodillas se veía la empuñadura de un sable, menos lujoso que las pistolas, sobre el que apoyaba la otra mano en actitud de abandono.

No tardó mucho la señorita Wharton en percatarse de que aquel individuo no era Henry, ni Harvey Birch, pues su estatura, aunque sentado, parecía superior a la de ambos, pero de mayor envergadura. Llevaba una levita y unos pantalones de piel de búfalo, botas y espuelas. Sobre la mesa, ocupándola toda, un mapa grande y otros papeles que Francés juzgó de importancia; sobre el tosco pavimento, un sombrero indicaba la escasez de recursos de la vivienda.

Era éste un encuentro inesperado para Francés. Estaba tan convencida de que el hombre que había visto por dos veces junto a esta extraña mansión era Harvey Birch que, al recordar el ardid de que se había valido éste para llevar a cabo la evasión de su hermano, no dudó un solo instante de que no encontraría a los dos en el lugar que ocupaba este otro individuo, al menos mientras éste permaneciese allí. Siguió mirando a través de la grieta sin saber si esperar algún tiempo más o retirarse hasta ver si su hermano se presentaba allí o en los alrededores. Estando así, a la espera y observando la actitud de aquel hombre que no despegaba los ojos de un mapa y unos papelotes, el personaje desconocido hasta entonces retiró la mano que le cubría el rostro y levantó la cabeza; en sus rasgos tranquilos y afables reconoció Francés a Mr. Harper.

Todo lo que había prometido a su hermano, lo que Dunwoodie le había dicho sobre su carácter y su poderosa influencia, todas las muestras de interés paternal que le había dado a ella misma, se presentaron al mismo tiempo en la imaginación de Francés que, sin dudarlo siquiera, abrió la puerta de aquella especie de guarida y, precipitándose a sus pies, le dijo sin más preámbulos:

—¡Sálvele, salve a mi hermano! ¡No eche en olvido las promesas que hizo!

El primer movimiento de Mr. Harper al ver abrirse la puerta fue levantarse y llevar la mano a las pistolas; pero, al reconocer a Francés, exclamó sorprendido:

—Pero, ¡cómo usted aquí! ¡No habrá venido sola!

—Aquí, conmigo, no hay más que Dios y usted —le respondió Francés— y ese nombre de Dios es el que conjuro para recordarle a usted las promesas que hizo de salvar a Henry.

Harper la levantó del suelo con dulzura, la obligó a sentarse en el taburete que él ocupaba y le rogó que le dijera la verdad sobre los motivos que la habían llevado hasta allí, sola y a tales horas de la noche, y a un lugar que eran muy contados los que sabían su existencia y menos aún su situación.

Francés contó a Mr. Harper la fuga de su hermano, los preparativos de la misma, la persecución de que fueron objeto él y Birch por la caballería mandada por Masón, todo con una precisión de detalles casi cronológica y completa, de tal modo que Harper la oyó con vivas muestras de interés y amabilidad, que aumentaron cuando Miss Wharton expuso la inquietud que sentía ante el peligro que corría su hermano. Mr. Harper parecía hondamente preocupado tras el relato de Francés. Después de unos minutos de embarazoso silencio, Francés prosiguió:

—En casa, todos podemos contar con la amistad del mayor Dunwoodie; pero este hombre tiene tal sentido del honor que… a pesar de que tenga que destrozarse el corazón, considerará como un deber sagrado el detenerle y pondrá todos los medios hasta conseguirlo. Por otra parte, Mr. Dunwoodie cree que Henry no corre peligro alguno, ya que cuenta con la protección de usted.

—¿Con mi protección?

—Sí, con la vuestra —contestó Francés—. Cuando yo le hablé a Dunwoodie sobre el modo de comportarse usted con todos nosotros y sobre sus palabras, me aseguró que usted podía obtener la gracia de Henry y que, si lo había prometido, cumpliría su palabra.

—¿Sólo le ha dicho eso?

—Nada más; él me ha recalcado que la vida de Henry no corre peligro. En estos momentos está buscándole a usted.

—Miss Wharton —dijo Harper con serena dignidad—, sería inútil ocultarle, en las presentes circunstancias, que la misión que se me ha encomendado en la lucha entre Inglaterra y América es de la máxima responsabilidad. Usted debe la evasión de su hermano al conocimiento que tengo de su inocencia y al recuerdo que conservo de mi promesa de salvarle. El mayor Dunwoodie se ha equivocado al decir que yo podía conseguir abiertamente la gracia del capitán Wharton. Ahora puedo velar por su seguridad, y de ella le doy mi palabra de que se tomarán las medidas necesarias para evitar una nueva detención; se lo puedo prometer porque confío en un poder superior al mío; pero le exijo la promesa de guardar un secreto absoluto sobre esta entrevista, mientras no le diga lo contrario.

Francés prometió formalmente lo exigido por Mr. Harper.

—Su hermano, prosiguió éste, llegará aquí de un momento a otro en compañía del que le ayudó a huir; pero es preciso que no me vea, pues de lo contrario peligraría la vida de Birch.

—¡Usted se equivoca! ¡Mi hermano es incapaz de traicionar a nadie y menos aún al que acaba de salvarle!

—Tranquilícese, señorita Wharton; veo que no me ha entendido, pero siento decirle que no puedo ser más explícito. Lo que ocurre en este país no es un juego de niños. La vida y la fortuna de los hombres está pendiente de un hilo y no debe dejarse a merced de simples accidentes. Si sir Henry Clinton llegara a enterarse de que Birch tiene la menor comunicación conmigo, nada ni nadie podría salvar la vida de ese infortunado. Por eso le recomiendo y exijo que guarde absoluto silencio sobre nuestra conversación. Dígales todo lo que deben saber y obligueles a que salgan de aquí inmediatamente. Es preciso que antes de que amanezca hayan pasado los últimos puestos de vigilancia del ejército americano; yo me cuidaré de que nadie les interrumpa; incluso procuraré buscar otra ocupación al mayor Dunwoodie, sólo el tiempo necesario, para que no persiga a su hermano y a Birch.

Mientras hablaba, Harper había doblado el mapa extendido sobre la mesa metiéndolo, junto con otros papeles, en un bolsillo de su levita. Acabada esta operación. Francés oyó por encima de su cabeza la voz del buhonero que hablaba con un tono mucho más elevado que de costumbre:

—¡Por aquí, capitán Wharton, siga por aquí! ¿No ve usted allá abajo el campamento de los rebeldes? Pero que nos persigan ahora si quieren; tengo aquí un nido que, para nosotros dos, es más que suficiente. ¡Y a qué hora tan buena llegamos para descansar a pierna suelta! Tenemos, además, provisiones en abundancia; si, como dice usted, hace dos días que no prueba bocado, ahora es el momento de desquitarse y de reparar fuerzas. Pero, por favor, no se precipite, pues desconoce estos lugares y si cae por uno de estos precipicios podría quedarse clavado en la bayoneta de uno de esos centinelas que están allá abajo; tenga en cuenta, asimismo, que llegaría a ese lugar fatídico antes de lo que usted quisiera.

Harper recogió todo lo que pudiera delatar su presencia y, tras recordar a Francés su promesa de guardar silencio, desapareció por una de las grandes grietas de la cueva, situada por detrás de unos cortinajes.

La sorpresa de Henry, y sobre todo de Harvey, fue mayúscula cuando, al entrar, vieron a Francés tranquilamente sentada en el taburete. Sin esperar preguntas ni dar explicaciones, ésta se arrojó a los brazos de su hermano llorando de alegría y temor.

Birch parecía consternado. Observó que el fuego había sido atizado recientemente; acto seguido abrió el cajón de la mesa y en su rostro se dibujó la alarma al encontrarlo vacío.

—¿Está usted sola, miss Francés? —le preguntó con decisión e inquietud—. ¿Ha venido sola a este lugar?

—Como usted ve, señor Birch, así es —le respondió, al tiempo que volvía la espalda momentáneamente a su hermano y dirigía una mirada expresiva hacia el interior de la cueva por donde había desaparecido Mr. Harper; el buhonero no precisó más para comprender lo que aquello significaba.

A las preguntas insistentes de los dos nuevos inquilinos de aquella misteriosa posada, Francés respondió cumplidamente, relatando, paso a paso, la aventura que había tenido tan feliz remate. Faltaba lo más importante: la liberación definitiva de una cruel amenaza que se cernía sobre la vida de dos hombres, allí presentes.

Después de oír el relato de la señorita Wharton, el buhonero echó al fuego unos troncos secos y, sentándose a sus anchas en el colchón de paja, comenzó a hablar con un tono lleno de nostalgia y a veces con manifiesto entusiasmo:

—Durante toda mi vida no he conocido el lujo y la comodidad; incluso esta última, las contadas veces que he podido disfrutar de ella, no me ha sido posible, por verme siempre amenazado. Señorita, yo he sido perseguido en estas montañas como una bestia salvaje a la que se pretende dar caza; pero cuando, agotado por la fatiga, he logrado llegar hasta aquí, este lugar inhospitalario y aislado, he podido al menos descansar tranquilo. ¿Sería usted capaz de hacer la vida de este desgraciado, ya de por sí despreciable, más despreciable aún?

—¡Por Dios, no piense usted tan mal de mí! —respondió Francés respirando sinceridad por todos sus poros—; su secreto está en mí tan seguro como en usted mismo.

—Pero el mayor Dunwoodie… —prosiguió el buhonero con voz lenta y fijando en ella su mirada como queriendo leer en el fondo de su alma.

Un movimiento de pudor hizo que Francés bajase instintivamente la cabeza; inmediatamente la levantó con decisión, encendidas las mejillas, exclamando:

—Dunwoodie no lo sabrá jamás, Harvey. De esto que acabo de decir pongo por testigo a Dios que me está oyendo.

Birch pareció satisfecho con esta promesa. Aprovechando un momento favorable, se deslizó por detrás del ropaje que ocultaba la entrada en la cueva secreta y entró en ella sin que Henry se diese cuenta.

El tiempo que duró la ausencia de Birch, al que Henry creía fuera de la choza, lo pasaron los dos hermanos en un animado diálogo; el tema principal de la conversación fue el ya crónico problema de la situación en que se encontraba el capitán, uno de los dialogantes. Su hermana insistía una y otra vez en que se alejara de allí cuanto antes, a ser posible aquella misma noche, para adelantarse a los planes de Dunwoodie, ya que éste no estaba dispuesto a transigir en lo que consideraba un deber primordial por razones de su cargo y de su propia dignidad; esto lo sabían muy bien ambos. El capitán tomó su cartera, escribió unas líneas, dobló el papel y lo entregó a su hermana.

—Francés —le dijo—, acabas de demostrarme que eres una mujer incomparable. Si me amas, y de ello estoy plenamente convencido, entrégale esta nota a Dunwoodie, sin abrirla, y acuérdate de que dos horas pueden ser suficientes para salvarme la vida.

—Lo haré, no te preocupes; pero no pierdas más tiempo; vete ahora mismo, ya que estos momentos son de un valor incalculable.

—Su hermana tiene razón, capitán Wharton —añadió Harvey, que acababa de entrar sin ser notado—; es preciso que salgamos en seguida. Ya me he provisto de víveres y comeremos en el camino. Sé que estará pensando en su hermana a quien tendremos que dejar sola en esta destartalada y solitaria choza. Pero considere que ha llegado sola hasta aquí; piense también que este lugar es desconocido para todos, excepto para los que lo habitamos en estos momentos. Quiero decir que, mientras ella no corre peligro alguno, usted y yo tenemos una horca preparada. Ya ha visto el valor y la decisión puestos a prueba por Francés para llegar hasta aquí. Es de suponer que haga honor a esas mismas virtudes en su camino de regreso que, por otra parte, es más fácil y conocido por ella. Por consiguiente, Mr. Wharton, yo, que sólo tengo una vida, estoy decidido a marcharme ahora mismo; si usted tiene más de una, hace bien en arriesgarse. Así que, ¿me voy solo, o me acompaña usted?

—¡Vete, mi querido Henry! —suplicó Francés abrazándole—. Vete y no te olvides nunca de nosotros.

No esperó la respuesta sino que, llevándole cariñosamente hasta la puerta, le empujó con suavidad hacia fuera y la cerró.

A pesar de que aún no estaba convencido del todo, al fin se avino a razones y pronto se oyeron los pasos de ambos que se perdían montaña abajo.

Al cerciorarse de que los dos hombres se habían alejado de la cueva, Harper reapareció. Sin pronunciar palabra tomó del brazo a Francés y ambos salieron del escondrijo.

Francés se sentía segura en compañía de aquel hombre a quien admiraba por su corpulencia, distinción y confianza en sí mismo. Perfecto conocedor de aquellos caminos, la señorita Wharton se dejó guiar sin el más leve asomo de desconfianza. Bajaron por la parte opuesta a la que había seguido ésta y en pocos minutos recorrieron el camino que ella había tardado más de una hora en recorrerlo.

Después de atravesar un terreno roturado, ya en la falda de la montaña, Harper divisó un caballo con rica cubierta. El noble animal relinchó al conocer a su dueño que le acarició y metió las pistolas en los arzones.

Se volvió entonces hacia Francés y, dándole la mano, le dijo:

—Esta noche ha salvado usted a su hermano, miss Wharton; no puedo explicarle por qué se ponen unos límites al poder que tengo para ayudarle; pero si usted puede retardar dos horas la salida de la caballería, en ese caso respondo de su seguridad. Después de lo que ha hecho esta noche, no puedo menos de creer que nada es imposible para usted. Dios no me ha dado hijos; si me hubiera dado una hija, le pediría que se pareciese a usted. La considero como hija mía, lo mismo que a todos los habitantes de esta inmensa región. ¡Adiós!; reciba usted la bendición de un soldado que espera verla en otros tiempos mejores.

Al hablar así, le puso una mano sobre la cabeza con ademán religioso y solemne que llegó a Francés hasta el fondo de su corazón. Alzó los ojos hacia él y unas lágrimas brillaron en sus mejillas, pues le había conmovido la amabilidad de aquel hombre enigmático.

Antes de retirarse, Harper le indicó los senderos que la llevarían a la llanura y, tras darle un beso en la frente, emprendió veloz carrera, desapareciendo pronto entre los árboles.

Francés siguió uno de los senderos indicados por Harper y en seguida llegó a la llanura.

Mientras atravesaba las praderas, camino de la granja, un ruido ocasionado por la proximidad de caballerías la llenó de espanto y pensó que en algunas situaciones, el hombre es más de temer que la propia soledad. Se ocultó detrás de un vallado y así permaneció hasta que pasaron. Era un pequeño destacamento de dragones que vestían uniforme distinto al usado por los de Virginia. Les seguía un hombre envuelto en una capa y en él reconoció a Mr. Harper. Inmediatamente detrás de él iba un negro vestido de librea y dos jóvenes, elegantemente uniformados cerraban la marcha. En lugar de tomar el camino que conducía a donde estaba acampado el regimiento de milicianos, giraron hacia la izquierda y se internaron en las montañas.

Durante largo rato permaneció Francés tratando de adivinar quién sería este amigo de su hermano, poderoso y desconocido, al menos para ella. Reanudó la marcha hacia la granja con toda precaución para evitar el encuentro con cualquier conocido y, antes de que amaneciera, llegó a su casa sin que su ausencia hubiera sido notada.