«Gilpain partió a galope tendido; adiós a su sombrero y su peluca. En el momento en que partía, apenas si podía sospechar que corriera a tan gran velocidad»
Cowper.
La ruta que el buhonero y el capitán inglés habían de seguir para poder llegar hasta las rocas en que estarían al abrigo de sus perseguidores, tenía una longitud de media milla aproximadamente, visible en su totalidad desde la puerta de la granja, que hasta hacía unos momentos había sido la prisión de Henry. Discurría a través de una llanura de hermosa perspectiva, en el fondo de la cual se alzaba una cadena de montañas perpendiculares a su base, desviándose hacia la derecha y describiendo diversas curvas perfectamente trazadas por la naturaleza.
Para conservar, al menos en apariencia, la diferencia que parecía existir entre la condición de los dos caballeros, Harvey marchaba un poco adelantado con el paso grave y mesurado del que tiene conciencia de lo forzado de sus modales, adoptados sólo por el momento. A corta distancia, y a la derecha de los caminantes, acampaba el regimiento de infantería de los rebeldes, y centinelas apostados en posición avanzada, fuera de la posición, casi al pie de las montañas, vigilaban las proximidades de aquélla.
El primer movimiento de Henry al salir de la granja fue picar los flancos de su caballo para correr a galope, alejarse lo más pronto posible de sus enemigos y dar fin, de este modo, a la cruel incertidumbre de su situación. Pero Birch le atajó este primer impulso mediante una maniobra ejecutada con tanta prontitud como destreza, diciéndole al mismo tiempo:
—¿Es que pretende usted volver a una situación peor aún a la que hasta ahora ha tenido y arrastrarme a mí también? Por ahora siga usted detrás de mí y no le sirva de molestia hacer las veces de un esclavo; se lo pido por la seguridad de ambos. Eche un vistazo con disimulo hacia la granja y podrá ver, en la puerta, una docena de caballos ensillados y con las bridas puestas para la marcha. ¿Cree usted que ese pobre caballo de labor que usted monta tardaría mucho en ser alcanzado por la caballería de Virginia? Caminemos con toda la precaución posible, evitando toda sospecha, pues cada paso que demos sin producir alarma es un año que prolongamos nuestra vida. Esos virginianos son astutos como zorros y sanguinarios como lobos. Marche al mismo paso que yo y haga lo posible por no volver hacia atrás la cabeza.
Henry, contrariado, hizo un gesto de impaciencia, pero obedeció la advertencia del astuto buhonero. Su exaltada imaginación le hizo oír varias veces el ruido de jinetes que les perseguían; pero Harvey, que de vez en cuando volvía la cabeza como para hablarle, le aseguró que todo seguía tranquilo.
—Es imposible —dijo Henry— que César no sea descubierto pronto. ¿No sería conveniente apretar el paso y seguir la marcha a galope? De esa forma, antes de que ellos tengan tiempo de reflexionar sobre la razón que nos obliga a correr así, habremos podido internarnos en ese bosque.
—Todavía no quiere usted comprender nuestra situación, capitán Wharton. Estoy viendo, a la puerta de la granja, a un maldito sargento que nos sigue con la vista como quien ve escapar una presa segura. Cuando comencé a predicar, me miraba con una expresión que denotaba claramente desconfianza. Prosigamos a paso normal, pues tiene la mano puesta sobre la silla del caballo y si lo obligamos a montar, con nuestra actitud sospechosa, entonces habremos perdido toda posibilidad de escapar, pues estaríamos al alcance de la infantería, que ve usted a la derecha, y de la caballería virginiana.
—¿Qué está haciendo ahora el sargento? —preguntó Henry al tiempo que sujetaba al caballo por las bridas, pero con los talones bien apretados a los flancos del mismo, presto al galope si la necesidad lo requería.
—Está mirando a otro lado; ahora se aleja de su caballo; aceleremos un poco el ritmo de nuestra marcha, pero, por favor, ¡no tan rápido! ¡más despacio!, pues ese centinela que tenemos delante no deja de observarnos.
—¿Y qué más da? —prosiguió Henry con impaciencia—; lo más que puede hacer es disparar su fusil y lo más seguro es que no dé en el blanco, mientras que los dragones que siguen a nuestras espaldas pueden hacernos prisioneros nuevamente y no creo que se nos presente otra oportunidad de escapar. Harvey, me parece oírlos. ¿Ves tú algo?
—Lleva usted razón; me parece ver algo tras los matorrales, ahí a la izquierda. Mire usted un momento y podrá verlo también y sacar las consecuencias pertinentes.
Henry miró apresuradamente y su sangre se heló en sus venas al ver una horca que consideró preparada para él. Ante tal espectáculo, volvió los ojos horrorizado.
—Esto es una advertencia que se nos hace para actuar con la máxima prudencia, dijo Birch con el tono sentencioso que le era habitual.
—Realmente es una visión siniestra —dijo Henry—, mientras se cubría los ojos con una mano para apartar de su vista lo que se ofrecía allí, a dos pasos.
—Sin embargo, capitán —continuó el buhonero—, usted puede ver ese objeto espantoso desde un lugar donde el sol, mientras sigue su carrera hacia el poniente próximo, acaricia su cabeza con sus tibios rayos; sigue usted respirando el aire fresco procedente de las montañas; cada paso que usted da hacia adelante le aleja cada vez más de esa maldita horca; las rocas que pronto nos encontraremos al paso, el matorral y otros obstáculos semejantes serán un escondite y un lugar seguro que se interpondrá entre usted y sus enemigos; en cambio, yo, capitán Wharton, he visto esa misma horca levantada ante mi, sin posibilidades de escapar a su siniestra amenaza. Por dos veces me he visto metido en un calabozo, atado, cargado de cadenas, pasando noches en la agonía de la desesperanza, esperando la llegada de un día que, junto con su sol radiante, traería para mí una muerte ignominiosa. En aquella situación, el sudor que brotaba de todo mi cuerpo parecía que había secado hasta la médula de mis huesos. Cuando intentaba respirar a través de la mirilla de la puerta, que apenas dejaba entrar el aire en mi celda, o contemplar la naturaleza que Dios ha creado incluso para el más perverso de sus hijos, entonces el único espectáculo que aparecía a mis ojos era una horca semejante a esa; era la posibilidad de consuelo que se me concedía en aquellas horas previas a la muerte. Cuatro veces caí en poder de esos malditos dragones, sin contar ésta; pero en dos ocasiones creí que mi última hora había llegado. Es muy cómodo decir que la muerte carece de importancia, que es algo que ocurre todos los días y hay que mirarla con serenidad; todo eso está muy bien. Pero, capitán Wharton, la muerte jamás se la mira sin terror, bajo cualquier forma que se presente. Y hay algo peor aún: pasar los últimos momentos en un total abandono, sin que nadie mire a uno con ojos de piedad; pensar que dentro de unas horas le sacarán a uno de las tinieblas, que tan queridas resultan cuando se piensa en lo que viene detrás, para ser conducido, a la luz del día, un día hermoso tal vez, ante una inmensa cantidad de ojos que miran a uno como a un animal salvaje y perder la vida entre las burlas y los sarcasmos de hombres que son como nosotros… eso es, capitán Wharton, a lo que yo llamo morir.
Henry le escuchaba sorprendido, pues jamás había oído al buhonero expresarse con tanta sinceridad y calor en sus palabras, de tal manera que los dos parecían haber olvidado en aquel momento el peligro que corrían y los disfraces que llevaban.
—Pero, ¿es posible? —dijo Henry sorprendido—. ¿Nunca había visto usted la muerte tan de cerca?
—Llevo tres años perseguido —respondió Harvey— por todos estos montes, como si se tratara de una bestia feroz. Una vez fui llevado hasta el patíbulo y logré escapar gracias a que en aquel momento las tropas reales atacaron aquella posición. Un cuarto de hora más tarde, y el mundo hubiera desaparecido de mis ojos. Yo estaba, en aquella ocasión, rodeado de una auténtica jauría de hombres, mujeres y niños que me miraban como a un monstruo que sólo merecía la maldición y la muerte. Pasé mis ojos por entre aquella multitud insensible y hostil buscando un rostro que mostrase compasión; no encontré ninguno, ni uno solo; por todas partes se me acusaba a gritos de haber traicionado a mi país, de haberlo vendido por unas viles monedas; sólo me miraban para maldecirme y desear el momento de verme colgado. El sol me parecía más brillante que de costumbre, más radiante y hermoso, pues sin duda creía verlo por última vez, el verdor de los campos me parecía deliciosamente risueño y acariciador. En una palabra, toda la naturaleza era para mí una especie de cielo que me atraía irresistiblemente. ¡Cómo deseaba la vida en aquel momento terrible! Creo que usted, capitán Wharton, no se ha encontrado aún en una situación semejante; usted tiene padre y hermanas y amigos que alivian sus penas compartiéndolas con usted; yo sólo tenía un padre que pudiera sentir las mías y únicamente cuando se enteraba de que estaba en alguna dificultad; pero cerca de mí no había ni piedad ni consuelo que pudieran, en alguna medida, hacerme olvidar mi situación: parecía como si todo me hubiera abandonado. Llegué a creer que incluso él había olvidado que yo existía.
—¡Pero hombre! ¿Pensaba usted que Dios le había abandonado? —preguntó Henry con vivo interés.
—Dios no abandona jamás a los que le sirven —respondió Harvey con un sentimiento religioso que parecía ser una enmienda al expresado poco antes.
—¿De quién hablaba usted, entonces, cuando dijo El?
El buhonero corrigió su postura sobre la silla y de nuevo adoptó un aire de rigidez y seriedad de acuerdo con el disfraz que llevaba. El fuego que hasta hacía poco había brillado en sus ojos cedió su puesto a una perfectamente disimulada humildad y, con el mismo tono que si estuviera dirigiendo la palabra a un negro, dijo:
—En el cielo no hay distinción de color, hermano mío; usted tiene un alma como la nuestra y tendrá que dar cuenta de… ¡Bueno! —siguió diciendo en voz baja—, por fin acabamos de pasar el último centinela de los rebeldes. No mire hacia atrás si quiere seguir disfrutando de la vida.
Henry se hizo cargo de su situación, imitando los modales adoptados por Birch. El sentimiento de su propio peligro le hizo olvidar rápidamente la energía inconcebible del tono y los modales del buhonero, y el recuerdo de la crítica situación en que se hallaba hizo renacer en él las inquietudes que había olvidado gracias a la disertación de su acompañante.
—¿Qué ve usted allá abajo, Harvey? —preguntó con impaciencia Henry al ver que su compañero dirigía hacia la granja una mirada que le pareció de mal augurio—; ¿qué es lo que allí ocurre?
—Algo que no nos augura nada bueno —respondió el pretendido ministro—. Ya puede usted quitarse su máscara y su peluca; dentro de poco va a tener que recurrir usted a todos sus recursos naturales; tírelas usted en el camino; en adelante no hay nada que temer, pero por detrás veo gentes dispuestas a comenzar una terrible persecución contra nosotros.
—Entonces —dijo Henry arrojando lejos de sí lo que le servía de disfraz—, aprovechemos el tiempo, ganemos terreno; ¿no bastaba con un cuarto de hora para llegar al recodo del camino? ¿Por qué no continuamos a galope a partir de ahora?
—Calma, capitán Wharton; se les ha dado la alarma, pero los dragones no emprenderán la marcha sin su oficial, a menos que nos vean huir. Ya llega el oficial; se dirige a la caballeriza. Ponga ahora su caballo al trote. Hay una docena de jinetes sobre sus caballos. El oficial se detiene para ajustar las cinchas del suyo. Parecen hacernos confiar para ganarnos tiempo. Acaba de montar; es el momento de correr a galope, capitán Wharton, a galope tendido, pues en ello nos va la vida. Sígame de cerca y no se quede muy atrás, pues estaría perdido.
Henry no esperó a que la orden se repitiera, sino que se dio a la fuga, precedido por Harvey, obligando a correr a su cabalgadura por todos los medios a su alcance, ya que ésta, elegida para César Thompson, era muy inferior al caballo escogido por Birch y ambos distaban mucho de las facultades que poseían los caballos montados por los virginianos.
A poco de iniciada la desesperada fuga, Henry vio que su compañero le sacaba mucha ventaja, mientras que sus perseguidores ganaban terreno de forma alarmante, por lo que se vio obligado a llamar a Harvey para que frenara su marcha. Este se detuvo un instante y prosiguió a paso más lento a fin de que Mr. Wharton pudiera darle alcance o, por lo menos, redujese la distancia entre ambos. El disfraz que cubría la cabeza del buhonero se había desprendido al iniciar éste el galope, quedando en medio del camino como un amenazador testigo de su engaño. Una vez despojado de su disfraz, fue reconocido por los dragones que comenzaron a lanzar gritos de amenaza contra los fugitivos que cada vez los oían más de cerca.
—Apeémonos de los caballos —dijo Henry—, y ganemos las montañas que hay a nuestra izquierda a pie. Los vallados que se interponen hasta llegar a ellas entorpecerán la marcha de los jinetes, favoreciéndonos a nosotros.
—Este camino lleva directamente a la horca —respondió el buhonero—. Y aunque esos bribones ganan terreno cada paso, ya nos falta muy poco para llegar al recodo del camino, a la entrada del bosque; allí la vereda se bifurca y tendrán que detenerse para ver el camino que hayamos podido seguir; mientras tanto, podremos ganarles terreno.
Ambos seguían su alocada marcha: Henry golpeaba con todas sus fuerzas su lenta cabalgadura y Harvey, que se había visto obligado a frenar la suya hasta que el capitán se pusiera a su altura, ayudaba a aquél golpeándola con una vara.
—Sólo cinco minutos, y estaremos a salvo —dijo el buhonero a su acompañante con un tono de animosa esperanza.
En efecto, poco después llegaron al recodo deseado y, al dar la vuelta a un bosquecillo cubierto de malezas, vieron a sus perseguidores que seguían ganando terreno por el camino principal. Masón y Hollister marchaban delante de los demás a cortísima distancia de los fugitivos.
Al pie de las montañas, y hasta cierta distancia, dentro del valle sombrío que se extendía entre aquéllas, había un espeso matorral donde antes hubo un bosque recién talado; al ver este abrigo, Henry propuso a su compañero apearse de sus cabalgaduras y esconderse en la maleza. Harvey le respondió con un signo negativo. Los dos caminos de que antes se ha hablado se juntaban acorta distancia del recodo del camino principal, formando un ángulo agudo; pero ambos tenían pequeñas revueltas impidiendo que la vista pudiera extenderse a larga distancia. El buhonero tomó el que se desviaba a la izquierda, pero sólo permaneció allí un instante, ya que al encontrar un lugar donde la maleza era menos espesa, siguió la desviación de la derecha, abandonándola poco después para comenzar la escalada de un montículo que había frente a ellos.
Esta maniobra les salvó, pues al llegar al lugar en que el camino se bifurcaba, los dragones siguieron las huellas de los dos caballos, y dejaron atrás el lugar donde los fugitivos habían interrumpido su carrera antes de que se dieran cuenta de que sus perseguidores habían perdido la pista. Mientras que las monturas, respirando fatigosamente, subían con gran dificultad la montaña, Henry y el buhonero oían a los dragones que lanzaban grandes gritos aconsejándose mutuamente tomar el camino de la derecha. El capitán Wharton propuso una vez más bajar del caballo e internarse en la maleza.
—Todavía no —dijo Birch en voz baja—. Desde lo alto de este montículo, el camino sigue una pendiente muy pronunciada. Procuremos, ante todo, llegar a la cima.
Mientras seguían hablando de estas cosas, llegaron a la parte alta del montecillo y allí bajaron de sus caballos. Henry se internó en la espesura que cubría los flancos de la montaña hasta poco más arriba de donde ellos estaban situados. Harvey se detuvo un instante, golpeó a los caballos con una vara y bajaron a toda velocidad hasta el otro lado del monte por donde habían llegado; allí se reunió con su compañero.
El buhonero entró con precaución en el matorral que le serviría de escondite, evitando romper las ramas y temiendo hacer el menor ruido. Apenas había tenido tiempo de ocultarse, cuando un dragón, desde la cima de la montaña, gritó:
—Acabo de ver uno de sus caballos bajar por el otro lado.
—¡Adelante, amigos míos, adelante! —prorrumpió a su vez Masón—. Dejad en paz al inglés, pero no dejéis escapar al buhonero; matadlo a sablazos, y que nunca más se hable de él.
El capitán Wharton vio cómo su compañero se cogía a él con fuerza mientras le temblaban todos sus miembros al oír esta orden que sonaba terriblemente en sus oídos. Estando así escondidos, oyeron pasar una docena de jinetes que pasaban a toda velocidad.
—Ahora —dijo el buhonero levantándose para hacer un reconocimiento, y tras un instante de incertidumbre—, ellos bajan por un lado y nosotros vamos a aprovechar la ocasión para subir por el otro. Pongámonos en marcha.
—De todas formas, no cejarán en su persecución —replicó Henry, mientras seguía a su compañero que había emprendido la marcha monte arriba con una agilidad y velocidad para él incomprensibles e inexplicables en aquel hombre enigmático y que casi le doblaba la edad—. Piense que si no nos cogen por piernas, pueden hacerlo sitiándonos y matándonos de hambre.
—No tema nada, capitán Wharton. No pienso pasarme aquí toda la vida, pero la necesidad ha hecho de mí, entre estos montes, un conocedor del terreno como ningún otro pueda serlo. Le voy a llevar a un sitio donde nadie podrá seguirnos. Mire: el sol comienza a ocultarse tras las montañas; quedan dos horas para que la luna se eleve sobre el horizonte. ¿Cree usted que se atreverá alguien a seguirnos en una noche de noviembre, en medio de tocas por las que nunca ha pasado y entre estos precipicios? No se preocupe usted, pues no llegarán hasta aquí; se lo impiden sus botas, espuelas, sables, armas de fuego y, sobre todo, su desconocimiento de estos lugares; pronto abandonarán estos parajes, descenderán al llano que es el lugar apropiado para la caballería y tal vez les supla la infantería en su labor de persecución y vigilancia. (Mientras así hablaba, degustaba con verdadera fruición unas frutas silvestres que encontraba a su paso. Henry le miraba estupefacto, pues no imaginaba que aquel hombre pudiera darle tales lecciones de seguridad en sí mismo, de orientación, astucia, temple y autoridad).
Tras unos minutos de respiro en aquella carrera endiablada, Birch le dijo a su acompañante:
—Reanudemos nuestra marcha, capitán Wharton; el camino que nos queda por recorrer es penoso, ciertamente, pero allí estaremos completamente seguros y nadie se arriesgará a llegar a nuestro escondrijo.
Dicho esto, se pusieron de nuevo en camino y pronto desaparecieron entre rocas, maleza y depresiones del terreno henchidas de las sombras proyectadas por todo aquel conjunto salvaje.
Entretanto, la caballería de Virginia mandada por Masón, tras una búsqueda infructuosa y humillante, bajó a la llanura dando por terminada su persecución, no sin haber sido burlados abiertamente por Birch y el capitán que, lejos del alcance de sus armas de fuego, hicieron acto de presencia sobre una roca ante la irritación de sus perseguidores.
Llegados a la granja del señor Wharton, Masón y sus subordinados inmediatos dieron cuenta de su fracasada gestión al coronel de infantería rebelde; ésta permanecía acampada frente a la granja, y había sido testigo de los esfuerzos infructuosos de Masón y su caballería. Hubo una reunión urgente de oficiales para deliberar sobre las medidas que habían de tomarse con toda urgencia, pues no se resignaban a quedar burlados definitivamente, y no por primera vez, por la astucia de dos hombres que hasta hacía poco habían tenido en sus manos. Por otra parte, la llegada del mayor Dunwoodie era inminente y la noticia de la fuga del capitán Wharton le llenaría de cólera. Así que decidieron comunicar al mayor la mala nueva antes de su llegada, para que él diera las órdenes que habían de seguirse a fin de capturar a los escapados; ante tal noticia, esperaban que Dunwoodie apresurase la marcha de regreso para dirigir personalmente la búsqueda de los fugitivos.
Todos estos movimientos fueron seguidos con sumo interés por miss Peyton y Francés que, sigilosamente, observaban desde una ventana. Ellas esperaban que los esfuerzos de Dunwoodie en favor de la liberación de Henry tendrían un resultado favorable a sus deseos, pues el mayor tenía gran ascendiente entre los jefes superiores de los rebeldes. De aquí que la actitud de Dunwoodie les pareciera una gran imprudencia, pero ya era tarde. Las dos se sentían presa de una angustiosa inquietud al pensar en los peligros que podía correr el joven capitán si de nuevo lo hacían prisionero; pensaban, además, que los virginianos pondrían todos los medios a su alcance para detenerle una vez más.
Miss Peyton se consolaba, y se esforzaba por consolar a su sobrina, con la esperanza de que los fugitivos tuviesen tiempo de llegar al Territorio Neutral antes de que la caballería llevase la noticia de su huida. La ausencia de Dunwoodie en aquellos momentos le parecía una circunstancia sumamente importante y daba vueltas en su cabeza tratando de encontrar un medio para retener al mayor y, de este modo, dar más tiempo a su sobrino para escapar. Las reflexiones de Francés eran muy distintas. Estaba absolutamente segura de que el individuo que había visto por dos veces sobre las rocas situadas frente a la granja no era otro que Harvey Birch y, por consiguiente, pasaría la noche en la guarida misteriosa del buhonero; con toda seguridad, de acuerdo con su convicción, no acudiría a las tropas reales.
Durante largo tiempo, tía y sobrina mantuvieron una animada conversación en torno a este tema. Miss Peyton, después de larga resistencia, cedió a los deseos de su sobrina, la abrazó y la bendijo; tales deseos, inspirados por el amor fraternal, la llevarían a correr una aventura que ni la propia joven pudo imaginar que pudiera llevarla acabo, teniendo en cuenta su exquisita femineidad, su timidez, tan ajenas a toda empresa audaz.