«El mochuelo ama las sombras de la noche; la alondra canta al despuntar el día; la tímida paloma zurea en nuestra mano: pero el halcón vuela con más ímpetu cuanto más alto está en el cielo».
Dúo.
En un país poblado por gentes perseguidas, que abandonaron sus hogares por principios de conciencia, no se suele prescindir de las solemnidades religiosas que acompañan a la muerte de un cristiano. La dueña de la granja era una buena mujer; estricta observadora de las normas de la Iglesia, debía la conciencia de su indignidad a las exhortaciones del sacerdote que predicaba en su parroquia, y estaba convencida de que sólo sus santas palabras podían ser útiles en el breve tiempo que le quedaba a Henry Wharton, puesto que le llevarían la salvación.
No es que la buena mujer ignorase la doctrina hasta el punto de creer que la ayuda de un hombre era indispensable para abrir las puertas del cielo; pero, de tanto oír los sermones del sacerdote, estaba segura de que él conseguiría lo que sólo está en manos de la divinidad. No podía pensar sin espanto en la muerte y, en cuanto supo la sentencia dictada contra el prisionero, dio a César su mejor caballo para que fuese en busca de su guía espiritual. Lo hizo sin consultar con Henry ni con sus familiares, que sólo se enteraron de la ausencia del negro, cuando necesitaron sus servicios.
Al principio, el joven oficial se sintió poco dispuesto a admitir a aquel consolador espiritual, pero según se debilitaba su interés por las cosas de este mundo, las costumbres y los prejuicios fueron perdiendo su influencia; y, por fin, agradeció con un silencioso saludo la atención de la señora, consintiendo en aprovecharla.
El negro no tardó en regresar de su expedición y, por lo que pudo entenderse de sus deshilvanadas explicaciones, pareció seguro que el ministro de la Iglesia llegaría antes de que acabase la jornada. La interrupción que anticipamos en el capítulo anterior fue ocasionada por la entrada de la granjera en la vecina habitación. El centinela que la guardaba tenía instrucciones de Dunwoodie para que dejase pasar a los familiares de Henry, entre los cuales se contaba a César, pero nadie más podía acercarse al prisionero sin una orden especial, que sólo se haría después de maduro examen. También el mayor estaba considerado como pariente y había dado palabra, en nombre de todos, .de que no intentarían favorecer su evasión.
En el momento en que lo dejamos, oyeron una corta conversación entre la granjera y el sargento que mandaba la guardia. Ambos estaban ante la puerta, que el centinela había abierto con demasiada anticipación.
—¿Quiere usted privar de los consuelos de la Iglesia a un semejante que va a morir? —decía la buena mujer, llena de ardiente celo—. ¿Quiere usted enviarle a un horno en llamas, cuando llega un ministro del Señor, que le guiará por el camino largo y estrecho de la única salvación?
—Escúcheme, caritativa señora —le contestó el sargento, rechazándola suavemente—, no me hace ninguna gracia convertir mi espalda en una escala que le lleve al cielo. Me han dado unas órdenes y si las infringiera, tendría que poner buena cara al piquete. Vaya a pedirle autorización al teniente y si se la da, traiga a todos los feligreses de su iglesia. Sólo hace una hora que hemos relevado a los de infantería y no quiero que digan que no conocemos el reglamento como ellos.
—Deje entrar a esa mujer —dijo entonces Dunwoodie, asomándose a la puerta y dándose cuenta de que la guardia se había confiado por primera vez a sus dragones.
El sargento se llevó la mano a la frente y se retiró; el centinela presentó armas al mayor y la granjera entró en la habitación.
—Hay abajo —dijo en seguida—, un digno sacerdote, que ayudará a la salvación de esta alma. Viene en sustitución del padre M…, que no ha podido venir, porque esta tarde tiene que enterrar a…
—¡Hágale subir en seguida! —le interrumpió Henry, lleno de impaciencia—. Pero, ¿le dejarán entrar? No quisiera que un sacerdote recibiese una afrenta, al llegar a esa puerta.
Todos miraron a Dunwoodie, quien consultó su reloj, dijo a Henry unas palabras en voz baja y salió de la estancia, seguido por Francés. El prisionero había mostrado interés por que le atendiera un ministro de la Iglesia anglicana, y el mayor le prometió enviarle uno desde Fishkill, por donde pasaría al buscar de nuevo a Mr. Harper. En aquel momento llegó Masón, la granjera le repitió su demanda, y el teniente consintió sin dificultades en que pasara el sacerdote.
Hizo su entrada precedido de César, que andaba con aire imponente, seguido de la granjera, que tanto se había interesado por aquella entrevista, El ministro era de una estatura superior a la común, aunque quizá su excesiva delgadez era la que daba esa impresión. Su rostro, duro y severo, se mostraba impasible, como si la alegría y el dolor nunca se hubieran reflejado en aquellas austeras facciones, que sólo expresaba odio por los vicios del género humano.
Espesas cejas negras, acrecentaban la dureza de sus ojos, aunque los llevaba cubiertos por grandes antiparras verdes; pero los cristales eran atravesados más por un brillo de amenaza que por un resplandor de esa bondad que, siendo la esencia de nuestra religión, debiera distinguir a sus ministros. En aquél, nada hablaba de caridad y todo anunciaba un apasionado fanatismo.
Largos mechones de cabellos lisos, todavía negros pero que ya comenzaban a agrisarse, se separaban sobre su frente y caían hasta el cuello, cubriendo parte de las mejillas; aquel peinado, desprovisto de toda gracia, se remataba con un enorme sombrero, de ancho vuelo, que formaba un triángulo perfecto y que llevaba hundido hasta las orejas. Su traje era de un negro, transformado en pardo por el tiempo, lo mismo que sus medias de lana, y sus zapatos parecían no haberse lustrado nunca.
Con aire digno, se adelantó al centro de la estancia, hizo una reverencia breve y rígida y tomó asiento en la silla que César le ofrecía, para luego quedar en silencio. Así pasó un largo rato, sin que nadie pareciera dispuesto a romperlo. Henry sentía por el reverendo una repugnancia que vanamente intentaba disimular, mientras él se limitaba a emitir, de vez en cuando, unos suspiros y unos gemidos tales, que amenazaban con romper la unión de su alma divina con la arcilla terrenal y grosera que habitaba.
Durante aquella escena, que era una auténtica preparación para la muerte, y obedeciendo a un sentimiento parecido al de su hijo, Mr. Wharton salió de la estancia, llevándose a Sara con él. El reverendo le vio salir con un gesto despectivo, y comenzó a canturrear un salmo con el acento ricamente nasal que distingue a las regiones del Este de América.
—César —pidió miss Peyton—, ofrezca a este señor algún refresco; lo necesitará después de su viaje.
—Mi fuerza no se debe a las cosas de este mundo —dijo el reverendo con voz cavernosa, sepulcral—. Hoy he sido requerido tres veces, y no he sentido debilidad alguna. Sin embargo, es cierto que la carne perecedera necesita alguna ayuda, y que el obrero merece un salario.
Y abriendo un par de enormes mandíbulas, para facilitar la salida de un trozo proporcionado de tabaco de mascar, se sirvió un gran vaso del aguardiente que César le presentaba, para vaciarlo en seguida con la facilidad de un empedernido bebedor.
—Temo, señor —siguió miss Peyton—, que esa fatiga no le permita cumplir los deberes a que su caridad le lleva.
—¡Señora! —exclamó el reverendo, con una energía fulminante—. ¡Nunca se me vio retroceder cuando he de cumplir con mis deberes! No juzguéis si no queréis ser juzgados, ni penséis que los ojos de los mortales pueden penetrar en las intenciones divinas.
—Yo no pretendo juzgar las intenciones de nadie, y mucho menos de la divinidad —contestó miss Peyton serenamente, aunque disgustada por el tono que empleaba aquel raro personaje.
—¡Está bien, mujer, está bien! —dijo el ministro, con gesto de orgullo y desdén—. La humildad conviene más a tu sexo y a tu estado de perdición, pues tus debilidades te empujan a la ruina.
Asombrada ante una conducta tan extraordinaria, pero cediendo a la costumbre de hablar con respeto de todo lo que se refiere a la religión, cuando sería mejor guardar silencio, miss Peyton respondió, todavía con serenidad:
—Siempre hay un poder que se digna sostenernos cuando le imploramos con fe y humildad.
El sacerdote la miró con disgusto y, poniendo en su rostro una expresión de modestia, dijo con su repulsivo acento:
—No todos los que piden merced serán escuchados. Los hombres no pueden penetrar en los caminos de la Providencia, porque son muchos los llamados y pocos los elegidos. Es más fácil hablar de humildad que sentirla verdaderamente. ¿Eres tú bastante humilde, vil gusano, para glorificar a Dios con tu propia condenación? Si no llevas hasta donde debes tu amor, no vales más que los republicanos y los fariseos.
Un fanatismo tan grosero era muy raro en América y miss Peyton liego a pensar que aquel ministro tenía extraviada la razón. Pero, recordando que lo enviaba un hombre conocido y de gran reputación en la comarca, apartó ese pensamiento y se limitó a contestar:
—Quizá me equivoque al creer que los caminos de la misericordia divina están abiertos para todos los hombres; pero esa doctrina es tan consoladora, que me disgustaría no creer en ella.
—¡Sólo hay misericordia para los elegidos! —dijo el ministro, con rara energía—. ¡Y tú habitas el valle de las sombras de la muerte! ¿No eres de esas cuya religión consiste en vanas y fútiles ceremonias, de esas que nuestros tiranos quisieran establecer aquí, lo mismo que sus leyes sobre los impuestos y el té? Contesta, y piensa en que Dios oye tu respuesta: ¿no formas parte de esa secta idólatra e impía?
—Yo pertenezco a la religión de mis padres —respondió miss Peyton, haciendo señas a Henry para que no interviniera—, y no tengo otro ídolo que la pequenez de la naturaleza humana.
—¡Sí, sí, ya lo sé! Escuchas a esos hombres de carne y hueso que sólo saben predicar con un libro en la mano. ¿Era así como Pablo convertía a los gentiles?
—Mi presencia es inútil aquí —dijo miss Peyton, ya con tono seco—. Voy a dejarle con mi sobrino, y ofreceré en soledad las preces que hubiese querido unir a las suyas.
Dichas estas palabras, se retiró, seguida de la granjera, también asombrada del excesivo celo del desconocido sacerdote; pues, aunque estaba convencida de que miss Peyton, como todos los creyentes de la Iglesia anglicana, estaba en el camino de la perdición, nunca creyó que esa verdad debía decírsele cara a cara.
Henry, aunque no sin trabajo, había contenido hasta entonces la indignación, por el inmerecido ataque contra su tía; pero, en cuanto quedó a solas con el sacerdote y con César, ya no se contuvo y le dijo:
—Le confieso que, al recibir la visita de un ministro de Dios, creí que encontraría en él a un cristiano; a un hombre que, consciente de su propia flaqueza, sintiera piedad por la ajena. Pero usted ha herido el alma delicada de esa buena señora, y no me siento dispuesto a acompañar las oraciones de un hombre tan intolerante.
El reverendo había vuelto la cabeza para seguir con una mirada de despectiva lástima la salida de miss Peyton. Luego se irguió, aunque sin cambiar de postura, y pareció considerar indignas de su atención las frases del prisionero. Fue una voz muy distinta la que dijo:
—Otra mujer, se habría desmayado ante un lenguaje así; pero el objetivo se ha logrado.
—Pero, ¿quién está hablando? —exclamó Henry, con una mirada de asombro.
—Soy yo, capitán Wharton —contestó Harvey Birch, quitándose los anteojos y dejando ver sus ojos penetrantes, brillando por debajo de las cejas postizas.
—¡Justo cielo! ¡Es Harvey!
—¡Calle! Es un nombre que no se debe pronunciar, y menos aquí, en el corazón del ejército americano.
Calló un momento, paseando por la estancia una mirada cargada de emociones, aunque no de cobarde temor, y siguió diciendo:
—Es un nombre cargado de penas y si me descubrieran, sin duda no me fugaría otra vez. Pero no podía dormir en paz, sabiendo que un inocente estaba a punto de morir como un perro y que me era posible salvarlo.
—Si corre tan graves peligros —dijo Henry, llevado de un arranque de generosidad—, márchese como ha venido y abandóneme a mi suerte. Dunwoodie ya está haciendo grandes esfuerzos y, si consigue encontrar esta noche a Mr. Harper, puedo darme por salvado.
—¿Harper? —repitió el buhonero, dejando en el aire la mano con que iba a ponerse los anteojos—. ¿Qué sabe usted de Harper? ¿Por qué cree usted que quiere favorecerle?
—Porque así lo prometió. ¿No recuerda haberle visto en mi casa? Allí me ofreció su protección, sin que yo se la pidiera.
—Pero, ¿le conocía usted ya?… Quiero decir que no veo por qué razón espera que le haga ese servicio ni por qué piensa que cumplirá su promesa.
—La naturaleza sería una gran impostora si diese a un hombre falso y engañador tales apariencias de honor y de sinceridad. Además, Dunwoodie tiene amigos poderosos en el ejército rebelde; creo que será mejor esperar los acontecimientos donde estoy, en vez de exponerle a usted a una muerte segura, si le descubren.
—Capitán Wharton —dijo Birch, después de mirar a su alrededor, llevado de su costumbre de precaverse, y hablando con solemne seriedad—. Ni Harper ni Dunwoodie, ni nadie en el mundo puede salvarle, excepto yo. Si no consigo sacarle de aquí antes de una hora, mañana por la mañana subirá al patíbulo, como si fuera un asesino. Así son sus leyes: quien roba y mata en la guerra, es honrado y recompensado; quien sirve a su patria, fiel y honradamente como espía, vive despreciado o le ahorcan sin misericordia.
—¡Está olvidando usted —dijo Wharton, en un arrebato de indignación—, que yo nunca he representado el despreciable papel de espía! Y sabe muy bien, que esa acusación es falsa y calumniosa.
La sangre se acumuló en el rostro, habitualmente pálido, del buhonero, pero un instante después había recobrado su acostumbrada expresión; ya tranquilo, dijo:
—Debe bastarle con lo que ha oído. Esta mañana me encontré con César y concerté con él un plan que le salvará, si se ejecuta como pretendo. Le repito que si no es así, no hay poder en la tierra que pueda hacerlo: ni siquiera el de Washington.
—Le obedeceré —dijo, al fin, Henry, cediendo al tono apremiante del buhonero, cuyas palabras le despertaron un nuevo temor.
Harvey le rogó silencio con una seña y se dirigió a la puerta, que abrió, volviendo a su apostura tiesa y al tono severo que había adoptado al entrar.
—Amigo —pidió al centinela—, no deje entrar a nadie. Vamos a orar y necesitamos estar solos.
—No creo que nadie desee interrumpirles —contestó el dragón, con una sonrisa casi burlona—. Pero si se presenta alguien de la familia, no al cielo el inglés o no vaya. Si quieren quedarse solos, ¿por qué no pone una navaja en el pestillo?
—¡Pecador atrevido! —clamó el falso sacerdote—. ¿Es que no tienes temor de Dios? Te digo que si temes el castigo que espera a los impíos en la otra vida, no permitirás que ningún idólatra turbe las preces de los justos.
—¡Qué buen comandante sería usted para el sargento Hollister!… Pero, escuche: sólo le ruego que sus oraciones no nos impidan oír el toque de retreta, porque dejaría que un pobre diablo se quedara sin su ración de grog, por no presentarse a tiempo. Si quieren quedarse solos, ¿por qué no pone una navaja en el pestillo? ¿Qué falta les hace toda una compañía para guardar una celda?
Harvey cerró en seguida la puerta y, siguiendo el consejo del dragón, puso en práctica la precaución que le había recomendado.
—Se sale usted de los límites de la prudencia —le dijo Henry, temiendo que le descubrieran—. Su celo es exagerado.
—Lo sería, de tratarse de soldados de infantería, de milicianos de las provincias del Este —contestó Harvey, vaciando un saco que le entregó César—; pero a los dragones de Virginia hay que tratarlos de ese modo. Las soluciones a medias, no sirven, capitán Wharton… Mire, aquí tiene un velo negro con el que ha de ocultar su rostro: el amo y el criado se cambiarán por unos momentos…
Y, mientras lo decía, le puso una careta negra, aunque César se creyó obligado a decir, mirando con cierto descontento a su Señor:
—Yo creer que parecerse muy poco.
—Espere a que le ponga la lana —replicó el buhonero, con el tono irónico que tantas veces empleaba.
—Ahora estar peor —dijo el negro, cada vez más descontento—. Tener cabeza de borrego negro, y esos labios… Yo nunca ver otros así.
El buhonero había preparado muy cuidadosamente los objetos necesarios para disfrazar al capitán, y cuando los colocó con la inteligencia y la habilidad con que solía, consiguieron una metamorfosis que sólo una detenida observación podría descubrir. La careta le daba el color y las facciones de la raza africana y la peluca estaba tan artísticamente compuesta de negro y blanco, que el mismo César acabó por dar su aprobación.
—En todo el ejército americano —dijo Birch, contemplando, satisfecho, su obra—, sólo un hombre podría descubrirle; pero, por fortuna, no está aquí en estos momentos.
—Y, ¿quién es ese hombre?
—El que lo detuvo. Vería su piel blanca, hasta debajo del cuero de un caballo. Ahora, quítense la ropa los dos; han de cambiar de pies a cabeza.
En su entrevista de la mañana, César ya había recibido detalladas instrucciones del buhonero; de este modo, comenzó a desembarazarse de sus toscas prendas, que su señor cogió y se fue poniendo, sin ocultar lo que le disgustaba aquel cambio. Mientras, Harvey mostraba en sus mañeras una extraña mezcla de inquietud y buen humor, debida en parte a su conciencia del peligro y a la tarea grotesca a que se entregaban, y en parte a la indiferencia que le dio su costumbre de afrontar la muerte.
—Vamos, capitán —dijo, cogiendo unos vellones de lana para meterlos en las medias de César, ya puestas en las piernas del prisionero—. Hay que emplear cierto arte para dar a estos miembros la forma adecuada. Va a enseñarlos, al montar a caballo, y esos dragones del Sur suelen tener buena vista; si vieran una pierna bien torneada, en seguida se darían cuenta de que no pertenecía a un negro.
—¡Qué gusto! —dijo César, riendo hasta llevar los labios de una a otra oreja—. ¡Los pantalones del señor, estar muy bien!
—Menos en sus piernas —replicó el buhonero, continuando con la misma serenidad el arreglo de Henry—. Ahora, vístase esta casaca, capitán; la verdad es que luciría mucho en una mascarada… Y usted, César, póngase esta peluca bien empolvada. Cuando abran la puerta, procure estar mirando por la ventana y no diga una sola palabra, porque de otro modo, nos vendería a ustedes.
—Harvey suponer que lengua de hombre de color no ser como las otras —murmuró César, tomando la actitud que le habían pedido.
Todo estaba dispuesto y ya no quedaba sino actuar; pero el prudente buhonero repitió otra vez las instrucciones a los dos actores de aquella comedia. Recomendó al capitán que disimulara su talante militar y que curvara su recta espalda, para imitar mejor la humilde andadura del criado de su padre, y conjuró de nuevo a César para que se mantuviera discreto y en silencio. Después, abrió la puerta y llamó en voz alta al centinela, que se había retirado al otro extremo de la habitación donde montaba la guardia, en su deseo de no perturbar los consuelos espirituales del sacerdote.
—Llame a la dueña de la casa —dijo Harvey, con el acento pausado y grave que convenía a su carácter sagrado—, y dígale que venga sola. El prisionero está ocupado en piadosas meditaciones y nadie debe distraerle.
César había bajado la cabeza y apoyado la frente en sus dos manos, entonces cubiertas con guantes, de modo que, cuando el soldado lanzó una ojeada a la habitación, creyó ver al oficial inglés entregado a profundas reflexiones, luego, miró despectivamente al ministro y llamó en voz alta a la granjera. El celo religioso de la buena mujer le hizo acudir casi corriendo, con la esperanza de poder oír las frases de arrepentimiento de un pecador, próximo a expirar.
—Hermana mía —le dijo Harvey, empleando un tono autoritario—: ¿No tiene usted un libro titulado Les últimos momentos del criminal cristiano, o Pensamientos sobre la eternidad, para uso de quienes van a morir de muerte violenta?
—Nunca oí hablar de ese libro —dijo la sorprendida mujer.
—Es bastante probable, lo mismo que otros muchos le serán desconocidos… Este pobre penitente no podrá morir en paz, sin los consuelos que le proporcionaría ese libro. Una hora de su lectura vale más que todos los sermones que pueda oír un hombre en su vida.
—¡Qué tesoro! Y, ¿dónde está editado?
—Lo compusieron en griego, en Ginebra, y está traducido e impreso en Boston. Es un libro que debería poseer todo cristiano, en especial los que van a morir en un cadalso. Haga ensillar inmediatamente un caballo para este negro; me acompañará a casa de otro hermano ministro, y así el prisionero podrá recibir a tiempo esa piadosa obra… Hermano mío, que la serenidad vuelva a su alma; ahora ya entró usted en el glorioso sendero de la salvación.
César se encontraba muy incómodo en su postura; con todo, conservó bastante presencia de ánimo para continuar con el rostro oculto entre sus manos. La granjera salió para obedecer las órdenes del falso sacerdote, y los tres conspiradores quedaron solos.
—Todo va bien —dijo el buhonero—. Ahora, lo más difícil será engañar al oficial que manda la guardia. Es el teniente de Lawton, y su capitán le ha dado algo de su clarividencia en estos asuntos… Capitán Wharton —añadió con gesto altivo—, piense en que ya está próximo el momento en que todo dependerá de su sangre fría.
—En lo que a mí respecta, buen amigo —contestó Henry—, mi suerte poco puede empeorar. Pero haré todo lo posible para no comprometer la suya.
—¿Es que me puedo ver mas comprometido, más perseguido de lo que ya estoy? —exclamó Harvey, con el gesto de extravío que tantas veces aparecía en él—. Pero Le he prometido salvar su vida, y nunca falté a mi palabra.
—¿A quién lo prometió? —preguntó Henry, lleno de interés.
—A nadie —contestó el buhonero.
En aquel momento, el centinela les advirtió que los dos caballos estaban en la puerta. Harvey miró a Wharton para indicarle que le siguiera, y bajó delante, después de recomendar a la granjera que dejase solo al prisionero, para que así digiriese mejor el maná salvador con que acababa de alimentarlo.
Ya había llegado al cuarto de guardia la noticia del extraño carácter del sacerdote, y cuando Harvey y Wharton salían de la granja encontraron a una docena de dragones desocupados, que se paseaban con la intención de esperar al fanático y divertirse a sus expensas. En aquel momento fingían admirar a los caballos.
—Tiene usted un buen corcel —dijo a Harvey el jefe del complot—. Pero no le quedó mucha carne sobre los huesos, sin duda por las fatigas que le da su profesión.
—Mi profesión puede ser fatigosa para mí y para ese fiel animal, pero no está lejos el día de la última cuenta, y entonces recibiré la recompensa por mis trabajos y mis servicios —dijo Birch, poniendo un pie en el estribo y disponiéndose a montar en la silla.
—¿De modo —intervino otro dragón—, que usted trabaja como nosotros combatimos, por una paga?
—Sin duda. ¿Acaso quien trabaja no merece un salario?
—Entonces, ya que disponemos de un poco de tiempo, debía pronunciarnos un sermoncito. Somos un puñado de réprobos, y a lo mejor nos convierte. Ande, suba en ese tronco, y háblenos de lo que le parezca.
Los dragones se apretaron alrededor del buhonero con rostros divertidos, y Harvey, después de lanzar una expresiva mirada al capitán, que había montado a caballo sin que nadie le importunara, respondió calmosamente:
—Con mucho gusto, porque además es mi deber… César, adelántese y busque el libro ese, porque de otro modo llegará tarde. Las horas del prisionero están contadas.
—Sí, sí: César marchar. Ir a buscar libro —dijeron unas voces, divertidas con aquella imitación, pero sin separarse del falso ministro.
Harvey temía que los dragones trataran su traje con pocas ceremonias, y que su peluca o su sombrero se le cayeran, accidente que haría fracasar su empresa, y por eso accedió sin protestas a su demanda. Después de subirse al tronco derribado que le señalaron, tosió dos o tres veces, miró otras tantas al capitán, que seguía inmóvil, y comenzó diciendo:
—Voy a llamar vuestra atención, hermanos míos, sobre dos versículos del segundo libro de Samuel, donde se encuentran las frases siguientes: «Y el rey hizo una elegía de Abner, diciendo: ¿Ha muerto Abner como mueren los cobardes? Tus manos no estaban atadas, ni tus pies metidos en grilletes; pero has caído como se cae ante los malvados. Y el pueblo comenzó a llorar de nuevo por él…» César, se lo repito: adelántese y busque el libro que le he dicho. El alma de su señor está sufriendo por no tenerlo todavía.
—¡Muy bien elegido el tema! —dijeron unos dragones—. ¡Siga! ¡Que siga!… Copo de nieve puede quedarse: necesita de predicación tanto como nosotros.
—¡A ver, granujas! ¿Qué hacen ustedes aquí? —les gritó el teniente Masón, que regresaba entonces de un corto paseo—. ¡Retírense, y que no vea yo un sólo caballo sin almohazar cuando haga la ronda!
La voz del oficial obró como un talismán, y ningún predicador podía haber deseado un auditorio más silencioso, aunque quizá lo prefiriese más nutrido: porque apenas acabó de hablar Masón, a Harvey no le quedó otro oyente que el falso César.
El buhonero aprovechó aquel momento para montar a caballo. Sin embargo, para representar mejor su papel, tenía que poner cierto cuidado en sus movimientos, pues la observación del soldado sobre la delgadez del jamelgo no carecía de fundamento, y más cuando había junto al suyo una docena de excelentes caballos ya dispuestos para recibir a sus jinetes.
—Veo —le dijo el teniente— que ha dejado las riendas sobre el cuello de ese pobre diablo. ¿Acaso puede andar solo por el camino del otro mundo?
—¡El espíritu maligno inspira tu discurso, hombre profano! —replicó el falso sacerdote, juntando las manos y elevándolas al cielo con santa indignación—. ¡Me marcharé de aquí como Daniel cuando escapó del foso de los leones!
—¡Pues vete ya, hipócrita! ¡Vete, miserable cantor de salmos, bandido disfrazado! —dijo Masón, con tono despectivo—. ¡Por vida de Washington! Un soldado valiente no puede contenerse viendo a estos animales de presa, a estas fieras voraces que arruinan al país por el que vierte su sangre… Si te tuviera en mi casa de Virginia, ya te enseñaría yo otro oficio: ¡te haría plantador de tabaco!
—Sí, me marcharé, pero sacudiendo el polvo de mis zapatos para que nada de lo que sale de esa impura caverna pueda manchar las ropas del justo.
—¡Pues date prisa, o seré yo quien sacuda el polvo de tus hábitos! ¡Un granuja que se atreve a predicar a mis soldados! Y es ese loco de Hollister quien les mete el diablo en el cuerpo con sus exhortaciones… Y tú, negrito, ¿qué haces por aquí?
—Viene conmigo —se apresuró a contestar Harvey, antes de que lo hiciera Henry—. Ha de traer a su señor un libro que le allanará el camino del cielo y dejará su alma tan blanca como es negra la piel de ese esclavo. ¿Privaría usted de los consuelos de la religión a un hombre que va a morir?
—De ningún modo. Compadezco con todo mi corazón a ese pobre diablo, y además su tía nos ha dado un desayuno espléndido… Pero ya que has terminado tu visita, padre Apocalipsis, y que puede morir con la conciencia tranquila, no vuelvas por aquí si aprecias en algo la piel de tu esqueleto.
—¡Nunca buscaré la sociedad de los impíos y blasfemos! —exclamó Birch mientras, seguido por el falso César, se alejaba con sus ademanes de clerical gravedad—. Me voy, dejando detrás lo que te condenará, y llevándome lo que es la alegría y el consuelo de mi alma.
—¡Vete al diablo! —replicó Masón, con una sonrisa desdeñosa—. ¡Y cómo monta a caballo, el granuja! Tieso como una estaca, y con los pies más separados que los picos de su tricornio. ¡Si le cogiera por esas montañas, donde las leyes no son tan rígidas, ya le…!
—¡Cabo de guardia! ¡Cabo de guardia! —gritó entonces el centinela apostado en la puerta de la celda de Henry—. ¡Cabo de guardia!
El cabo subió precipitadamente la estrecha escalera, y preguntó al dragón por qué gritaba de aquel modo. El centinela estaba delante de la puerta, que había entreabierto, y miraba con gesto desconfiado al falso oficial inglés. Cuando vio aparecer a su teniente, que llegó detrás del cabo, retrocedió con el habitual respeto; y al repetir Masón la pregunta, contestó con cierto embarazo:
—No lo sé muy bien, pero encuentro algo raro en el prisionero. Desde que se marchó el predicador, no parece el de antes. Sin embargo —añadió, mirando por encima del hombro del teniente—, ha de ser el mismo: esa es su cabeza empolvada, ese es el corte que hicieron en su casaca cuando le herimos en la última escaramuza…
—¿Y arma usted ese escándalo porque duda de que sea realmente el prisionero? Pues, ¿quién había de ser, estúpido?
—Si no es él, no sé quién pueda ser; pero si es él, se ha vuelto más gordo y más pequeño… Y mire: ¡está temblando como si tuviese fiebre!
Era cierto. César escuchó con espanto aquella conversación porque, después de felicitarse por favorecer la evasión de su señor, sus pensamientos pasaron irremediablemente a calcular las consecuencias que la fuga tendría para él. Y el silencio que siguió a la última observación del centinela no contribuyó mucho a devolverle el uso de sus facultades, y menos cuando el teniente Masón se decidió a examinar con sus propios ojos al sospechoso personaje. De todo lo cual se daba cuenta César, porque le echó una rápida ojeada aprovechando el hueco que había dejado entre su brazo y su cuerpo.
El capitán Lawton habría descubierto el engaño en un segundo, pero Masón no estaba dotado de su penetración. Al cabo de unos instantes, se volvió hacia el soldado con gesto desdeñoso, y le dijo a media voz:
—Ha sido ese anabaptista, ese cuáquero, ese metodista, ese miserable cantor de salmos quien le ha trastornado la cabeza a fuerza de hablarle de llamas y de azufre. Hablaré con él, y verá cómo una conversación razonable le vuelve a su estado natural.
—He oído decir —exclamó entonces el dragón, retrocediendo y abriendo los ojos como si fueran a salirse de su órbitas— que a veces un gran susto puede blanquear unos cabellos negros. Pero aquí, lo que ha cambiado es la piel del capitán inglés: era blanca, y ahora es negra.
El hecho es que César no oyó lo que Masón acababa de decir en voz baja, y lleno de espanto por lo que estaba sucediendo, se corrió a un lado la peluca para oír mejor, sin pensar en que su piel le traicionaría. El centinela, cuyos ojos no se apartaban del prisionero, se dio cuenta de aquel movimiento y llamó la atención del teniente. Masón, olvidando el respeto que merecía un oficial en desgracia, y sin miedo al descrédito que caería sobre el cuerpo de dragones, se lanzó al interior de la habitación y agarró por el cuello al infeliz africano.
La verdad es que lo hizo porque César, al oír que mencionaban el color de su piel, previo lo que iba a suceder; y en cuanto las botas del teniente sonaron en el piso de la habitación, se había levantado precipitadamente para refugiarse en el último rincón de la estancia.
—¿Quién eres tú? —le gritó Masón, golpeándole la cabeza contra la pared a cada nueva pregunta—. ¿Quién demonios eres? ¿Dónde está el oficial inglés?… ¡Habla, por mil truenos! ¡Contesta, miserable, o te haré colgar en vez del espía!
Pero César se mantuvo firme. Ni golpes ni amenazas pudieron arrancarle una palabra. Por último, el teniente cambió su modo de atacar y, por una transición muy explicable, lanzó su pesada bota en una dirección que la puso en contacto con los huesos de un tobillo de César. Aquella era la parte más sensible del negro, y ni el corazón más duro podía exigirle ya que siguiera resistiendo. Le faltó paciencia, y exclamó:
—¡Ay, massa! ¿Creer usted que yo no sentir?
—¡Por el cielo! ¡Si es el criado negro!… ¿Dónde está tu señor, granuja?
¿Quién era ese canalla de ministro?
Mientras hablaba así, hizo un movimiento con el pie, como dispuesto a repetir el ataque. Pero César le pidió gracia a grandes gritos y prometió decirle cuanto sabía.
—¿Quién era ese ministro? —volvió a preguntar Masón, alzando su temible bota y manteniéndola en actitud amenazadora.
—¡Harvey! ¡Harvey! —contestó César, levantando alternativamente las piernas, según las creía amenazadas, y entregándose así a una especie de baile.
—¿Harvey? ¿Y quién es Harvey, perro? —exclamó Masón, tan impaciente que descargó el golpe con que amenazaba.
—¡Harvey Birch! —respondió César, cayendo de rodillas, mientras gruesas lágrimas corrían por su rostro reluciente.
—¡Harvey Birch! —repitió Masón.
Empujó con tal violencia al negro, que lo tiró al suelo, y en seguida se lanzó por la escalera, gritando.
—¡A las armas! ¡A las armas! ¡Cincuenta guineas por la vida del buhonero o del espía! ¡No deis cuartel a ninguno de los dos…! ¡A caballo!
Aprovechando el tumulto ocasionado por los dragones, que se precipitaron en desorden hacia sus caballos, César se levantó y comenzó a tantearse el cuerpo, para asegurarse de si estaba herido. Afortunadamente para él, cayó de cabeza, y el porrazo no tuvo serias consecuencias.