CAPITULO XXVII

«¿Aún no habéis enviado la contraorden?

¿Mañana será ejecutado Claudio?»

Shakespeare.

Después de que le notificaran la sentencia, Henry pasó unas horas con su familia. Mr. Wharton, perdido ya el poco valor que le quedaba, lloraba como un niño por la funesta suerte de su hijo. Francés, al salir de su estado de agotamiento, sentía una angustia más dolorosa que la angustia de la muerte. Sólo miss Peyton conservaba un resto de esperanza o, cuando menos, la suficiente serenidad para pensar en lo que podía hacerse en aquellas circunstancias. Pero, si parecía tranquila, no es porque no se sintiera ansiosa por la suerte de su sobrino, sino porque sus motivos de esperanza estaban fundados en el carácter de Washington.

Los dos habían nacido en la misma colonia y, aunque ella no le vio nunca porque él comenzó muy pronto su profesión, por las frecuentes visitas que ella hizo a casa de su hermana conocía sus virtudes y sabía que la rígida inflexibilidad que le distinguía en la vida pública no era la de su vida privada.

Washington era conocido en Virginia como un hombre ejemplar, tan generoso como justo y miss Peyton veía con orgullo que era conciudadano suyo quien mandaba los ejércitos y, en cierto modo, regía los destinos de América. Sabía que Henry no era culpable del crimen que le imputaban y con su ingenua simplicidad no podía concebir unas distinciones legales y una interpretación de los motivos que conducían a dictar condena, siendo así que no existía crimen.

Su optimismo y su esperanza tenían que acabar muy pronto. Hacia mediodía, un regimiento que estaba acampado en la orilla del río fue a ocupar los terrenos situados frente a la casa donde estaba la familia Wharton; allí levantó sus tiendas, con la intención de hacer más solemne y grandiosa la ejecución de un espía inglés.

Dunwoodie, liberado de otras obligaciones, tenía que reunirse con sus tropas, para marchar contra un destacamento enemigo que avanzaba a lo largo del Hudson. Le acompañaban dragones de la compañía de Lawton, mandados por el teniente Masón, cuyo testimonio se creyó necesario para comprobar la identidad del prisionero; pero la confesión del capitán Wharton hizo innecesarios los testigos.

El mayor, para evitar a los familiares de Henry, el doloroso espectáculo de su tristeza y, también, por miedo a sentirse influido, pasó el tiempo paseándose a solas, lleno de inquietud, por las cercanías de la granja. Lo mismo que miss Peyton, tenía alguna confianza en la clemencia de Washington, pero dudas y temores se le presentaban continuamente. Conocía demasiado bien los reglamentos militares y estaba más acostumbrado a mirar a su general como jefe del ejército, que a considerar sus dotes personales.

Un terrible ejemplo había demostrado recientemente que, cuando su deber se oponía, Washington estaba por encima de la debilidad del indulto. Y, mientras el mayor se paseaba por la huerta, yendo sin cesar de la inquietud a la esperanza, se le acercó Masón, ya dispuesto a montar a caballo.

—Temiendo que olvidara las noticias de esta mañana, me he tomado la libertad de poner el destacamento sobre las armas —dijo el teniente.

—¿Qué noticias?

—Que John Bull ha entrado en el West Chester con un convoy de carretas, y si consigue llenarlas, tendremos que meternos por esas malditas montañas para buscar forrajes. Esos hambrientos ingleses se han encerrado de tal modo en la isla de York que, cuando se arriesgan a salir, es raro que dejen paja ni para la cama de una vaca.

—¿Dónde están ahora? Se me ha ido de la memoria.

—En las alturas de Sing Sing —contestó el teniente, muy asombrado—. Hasta allí, toda la carretera es como un mercado de heno y las piaras de cerdos suspiran y se lamentan, viendo cómo los carros de grano pasan por sus hocicos para ir a Kingsbridge. El sargento de órdenes de George Singleton, que trajo la noticia, dice que nuestros caballos están deliberando si marchar solos o con sus jinetes, para darse una buena comida, porque no están muy seguros de cuándo llenarán sus estómagos. Si toleramos que los ingleses se lleven lo que han pillado, cuando llegue Navidad no encontraremos un trozo de tocino lo bastante gordo para freírse a sí mismo.

—¡Ahórrese las tonterías de ese sargento, teniente! —exclamó Dunwoodie, lleno de impaciencia—. Que aprenda a esperar las órdenes de sus jefes.

—Le pido perdón en su nombre, mayor, pero está en el mismo error que yo. Los dos creíamos que el general Heath había ordenado acosar al enemigo cuantas veces se atreviera a salir de su nido.

—No querrá usted —replicó severamente el mayor—, que le recuerde que es de mí de quien ha de recibir las órdenes.

—Lo sé, mayor Dunwoodie —replicó Masón, mirándole con gesto de reproche—, y lamento que su mala memoria le haga olvidar que nunca dudé en obedecerle.

—Perdóneme, Masón —exclamó Dunwoodie, cogiéndole las manos—. Ya sé que es usted un oficial tan disciplinado como valiente. Excuse mi arranque de mal humor. Este desgraciado asunto… Si ha tenido usted algún amigo…

—Excuse mi celo, mayor. Conociendo las órdenes, temía que pudieran hacerle algún reproche a mi comandante. Quedémonos, y que nadie diga una palabra contra nuestro cuerpo, o los sables saldran solos de sus fundas. Además, esos ingleses siguen adelante y hay mucha distancia entre Croton y Kingsbridge; nos sobrará tiempo para fastidiarles, antes de que regresen a su madriguera.

—¿Aún no ha vuelto el correo del Cuartel general? —preguntó Dunwoodie a Masón que se le había acercado, mientras aquél paseaba nervioso junto al huerto que rodeaba la casa—. ¡Esta incertidumbre es insoportable!

—Sus deseos se cumplen —dijo Masón—, y ahí llega, corriendo, como si trajese buenas noticias. ¡Dios quiera que así sea, porque no me gusta ver a un militar joven y valiente, bailar sin apoyar los pies!

Dunwoodie no oyó todas sus palabras, pues apenas pronunciadas, saltó por encima de la valla, para llegar antes junto al mensajero.

—¿Qué noticias? —preguntó, cuando el jinete detenía el caballo.

—Buenas —contestó el soldado.

Y, no dudando en entregar el despacho a un oficial tan conocido como el mayor, añadió al hacerlo:

—Aquí tiene la carta: puede leerla.

Dunwoodie, sin darse tiempo para abrirla, corrió con el ligero paso de la juventud y de la alegría hacia la celda del prisionero. El centinela también le conocía y le dejó pasar, sin dificultad.

—¡Peyton! —exclamó Francés, al verle—. ¡Pareces un enviado del cielo! ¿Nos traes noticias de indulto?

—¡Aquí están! —dijo el mayor, rompiendo con mano temblorosa el sello de la carta—. Aquí están las órdenes para el capitán de la guardia. Escuchen.

Todos los corazones se habían abierto a la esperanza, pero sólo fue para recibir un golpe más terrible; la alegría que brillaba en el rostro de Dunwoodie había dejado su sitio a la más profunda consternación. El mensaje sólo contenía la sentencia dictada contra Henry, con estas palabras escritas al pie:

«Aprobado George Washington»

—¡Está perdido! —exclamó Francés, con un grito de desesperación y lanzándose a los brazos de su tía.

—¡Hijo mío! —sollozó el padre—. ¡Que Washington no necesite nunca la compasión que niega a un inocente!

—¡Cruel! —dijo miss Peyton—. ¡Cómo le ha cambiado la costumbre de verter sangre!

—No es el hombre quien actúa aquí, sino el general —replicó el mayor—. Estoy seguro de que siente lo que ha tenido que hacer, pero ha de cumplir con la ley.

—Dices verdad, Dunwoodie —exclamó Henry, reponiéndose ya del golpe recibido en sus esperanzas, y levantándose para ir junto a su padre—. Yo mismo, que he de sufrir su severidad, no se la reprocho. Me han tratado con la indulgencia posible, y no debo ser injusto al borde de la tumba. Con un ejemplo tan reciente del daño que puede causar una traición, no me sorprende que Washington se muestre inflexible. Ya sólo me queda disponerme para la suerte que me espera, y a ti, Dunwoodie, te haré la primera petición.

—Habla, Henry.

—Sé un hijo para este anciano, protege su debilidad y defiéndele contra las persecuciones a que pueda exponerle mi condena. Tiene pocos amigos entre los gobernantes de la nación: que encuentre uno en ti. ¿Me lo prometes?

—¡Por mi honor! —contestó Dunwoodie, que apenas podía hablar.

—Había decidido vengar a esta desgraciada —añadió Henry, señalando a Sara, que estaba sentada aparte y en un estado de sombrío ensueño—; pero ahora creo que esas ideas eran criminales… ¡Que encuentre un hermano en ti!

—Lo seré —prometió el mayor, con la voz entrecortada.

—Nada te digo de mi tía, que ya tiene tu cariño. Pero esta hermana… —continuó Henry, cogiendo la mano de Francés—. Antes de morir quiero tener el consuelo de juntar vuestras manos y de dar un protector a su inocencia y su virtud. Consiente en unirte en seguida a Dunwoodie.

—¡No! ¡Nunca perteneceré a quien ha contribuido a perder a mi hermano!

Henry la miró un momento con ojos llenos de ternura, y siguió un discurso que todos sabían inspirado por su corazón.

—Me he equivocado, Dunwoodie: creí que tus méritos, tu entrega a la causa que creíste más justa, tus atenciones con mi padre cuando fue detenido, tu amistad por mí…, todo tu modo de ser, habían causado alguna impresión en mi hermana.

—¡Y así es! —exclamó Francés, sin descubrir todavía su rostro.

—Creo, Henry —dijo Dunwoodie—, que no debemos ocuparnos de eso en momentos como éste.

—Te olvidas de que los míos están contados, y de que aún me quedan muchas cosas que hacer.

—Creo —dijo entonces el mayor, con el rostro arrebatado—, que miss Wharton ha concebido sobre mí unas ideas que le hacen desagradable lo que propones…, unas ideas que ya no puedo desvanecer.

—¡No! —exclamó vivamente Francés—. Estás justificado, Peyton… Ella disipó mis dudas cuando iba a morir.

—¡Generosa Isabel! —murmuró Dunwoodie—. De todos modos, Henry, aparta ahora a tu hermana, y apártame a mí.

—No puedo apartaros —contestó Henry, separando suavemente a su hermana de los brazos de su tía—. En estos tiempos no puede dejarse sin protección a dos muchachas: su casa quedó destruida, el dolor las dejará pronto sin apoyo de nadie… ¿Puedo morir tranquilo, pensando en los peligros a que están expuestas?

—¡Te olvidas de mí! —exclamó miss Peyton, a quien estremecía el solo pensamiento de una boda en aquellas circunstancias.

—No, querida, no te olvido: pero tú no te das cuenta del tiempo en que vivís ni de los peligros que os rodean… Francés: la dueña de esta granja fue en busca de un sacerdote que alivie mi tránsito al otro mundo; si quieres que muera en paz…, si quieres que consagre al cielo mis últimos pensamientos, consiente en unirte en seguida a Dunwoodie.

Francés movió la cabeza en silencio.

—No te pido transportes de alegría ni demostraciones de una felicidad que no sentirás hasta pasados unos meses. Pero acepta el derecho a llevar un apellido respetable, y concédele el de protegerte.

Su hermana volvió a contestar con un gesto negativo.

—¡Por amor a esta desgraciada! —rogó Henry, señalando a Sara—. ¡Por tu amor por mí, hermana!…

—¡Calla, o me romperás el corazón! —dijo Francés, tremendamente conmovida—. Por nada del mundo pronunciaría en estos momentos la solemne promesa que me pides. ¡Toda la vida me lo reprocharía!

—¿Es que no le amas? —preguntó Henry, con tono de reconvención—. En ese caso dejaré de pedirte que hagas algo contrario a tus deseos.

Francés intentó ocultar su rubor con una mano, mientras ofrecía la otra a Dunwoodie, y dijo a su hermano:

—Ahora eres tan injusto conmigo como antes lo fuiste para ti.

—Prométeme entonces —dijo el capitán Wharton, después de reflexionar un instante—, que en cuanto podáis pensar en mí sin demasiada amargura unirás tu suerte a la de mi amigo. Me contento con la promesa.

—Te lo prometo —contestó Francés, retirando la mano que Dunwoodie cogía entre las suyas.

—Está bien —dijo Henry—. Y ahora, querida tía, ¿queréis dejarme unos momentos solo con mi amigo? Tengo que darle unas tristes instrucciones, y quisiera evitaros la pena de oírlas.

—Aún queda tiempo para ver a Washington —dijo miss Peyton, levantándose con su aire más digno—. Voy a verle yo misma. Estoy segura de que no se negará a escuchar a una mujer, que además ha nacido en su misma colonia y que tiene lazos familiares con él.

—¿Y por qué no nos dirigimos a Mr. Harper? —exclamó Francés, recordando las últimas palabras que éste pronunció al salir de Locust.

—¿Harper? —repitió Dunwoodie, volviéndose hacia ella con la rapidez del rayo—. ¿Conoces a Mr. Harper?

—Todo es inútil —dijo Henry, queriendo apartar a su amigo—. Francés, llevada de su ternura de hermana, busca cualquier motivo de esperanza… Vete, querida, y déjanos solos.

Pero Francés veía en los ojos de Dunwoodie tal expresión, que la tenía como encadenada; después de luchar con su emoción, le contestó:

—Mr. Harper pasó dos días con nosotros. Acababa de marcharse cuando detuvieron a Henry.

—¿Pero le conocías?

—No —siguió Francés con más confianza al ver el gesto de interés con que Dunwoodie escuchaba su explicación—, no le conocíamos. Llegó a casa por la noche para cobijarse de una tormenta terrible, y se quedó hasta que terminara. Era un extraño para nosotros, pero pareció interesarse por Henry y le prometió su amistad.

—¡Cómo! —exclamó el mayor—. ¿Vio a tu hermano?

—¡Ya lo creo! Fue él quien le invitó a que se quitara el disfraz.

—Pero —dijo Dunwoodie, palideciendo de inquietud—, él ignoraría que fuese un oficial del ejército realista.

—¡Lo sabía! ¡Hasta le habló del peligro que estaba corriendo!

Dunwoodie volvió a coger el documento de la sentencia, que se había escapado de sus manos temblorosas, y estudió de nuevo y con mayor atención la letra de las tres palabras que se le habían añadido. Pareció que unas extrañas ideas le acudían a la imaginación, y se pasó la mano por la frente, mientras todas las miradas estaban fijas en él, en una cruel espera.

—¿Qué os dijo Mr. Harper? —preguntó Dunwoodie, con febril impaciencia—. ¿Qué os prometió?

—Dijo a Henry que se dirigiese a él si se encontraba en peligro, y prometió pagar al hijo la hospitalidad recibida del padre.

—Y cuando hablaba así, ¿ya sabía que Henry era oficial inglés?

—Desde luego, y a ese peligro se refería.

—¡En ese caso —exclamó Dunwoodie, dejándose llevar de un arranque de alegría—, Henry está salvado! Voy a salvarle yo, porque Harper no olvidará sus promesas.

—¿Pero tiene influencia bastante para hacer rectificar al inflexible Washington? —preguntó Francés.

—¿Influencia? —respondió el mayor, con una emoción que no podía dominar—. Greene, Heath, el joven Hamilton, no son nada comparados con Harper… Pero —añadió, acercándose a Francés y estrechando sus manos con un arrebato casi convulsivo—, repítelo: ¿os hizo una promesa formal?

—Una promesa solemne, Dunwoodie, y hecha con pleno conocimiento de causa.

—Entonces, tranquilizaos —dijo el mayor, atrayéndola un momento contra su pecho—. Me voy, y dad a Henry por salvado.

Se precipitó fuera de la estancia, sin entrar en más explicaciones y dejando a la familia en el mayor asombro. No tardó en oírse el ruido de su caballo, alejándose a galope tendido.

Después de tan brusca partida, los inquietos amigos del mayor pasaron largo tiempo discutiendo las probabilidades de éxito que le esperaban. El tono de sus palabras hizo renacer alguna esperanza en sus corazones. Henry era el único que permanecía como ajeno a ese sentimiento: su situación era demasiado horrible para admitirla, y durante unas horas se veía condenado a comprobar que la incertidumbre es más insoportable que la certeza del infortunio.

A Francés no le sucedía lo mismo, porque su cariño por Dunwoodie y su actitud le inspiraban sólo seguridades. Ella no se dejaba llevar de dudas, y estaba convencida de que su prometido era capaz de realizar todo lo que puede cumplir el hombre. Además, recordaba muy vivamente la conducta de Mr. Harper y la bondad que le demostró, y por ello podía entregarse de lleno a la alegría que de nuevo habitaba su corazón.

La de miss Peyton era menos expresiva; incluso reprochó más de una vez a su sobrina que se entregara a la confianza, antes de estar segura de no haberse equivocado. Pero la leve sonrisa que involuntariamente se pintaba en sus labios, anunciaba que también ella compartía aquellos sentimientos.

—¡Cómo, mi querida tía! —respondió Francés, jovialmente, a una de esas reprimendas—. ¿Quiere que contenga mi gozo al pensar que Henry está salvado, cuando tantas veces dijo usted que los hombres que nos gobiernan nunca sacrificarán a un inocente?

—Sí, hija mía, y sigo pensando lo mismo. Pero hay que tener moderación en la alegría, lo mismo que en la tristeza.

Francés recordó entonces lo que Isabel le había dicho antes de morir, y volviendo hacia su tía sus ojos humedecidos por la gratitud, le contestó:

—Dice usted verdad, pero hay sentimientos que se niegan a ceder a la razón… Pero ¿no ve a esos monstruos que han venido para ser testigos de la muerte de un semejante? Están haciendo evoluciones en el campo como si la vida sólo fuera para ellos una especie de parada militar.

—La vida no es otra cosa para el soldado profesional —dijo Henry, que intentaba distraerse de sus inquietudes.

—Y ¿por qué les contemplas como si una parada fuese tan importante? —preguntó miss Peyton a su sobrina, viéndola mirar por la ventana con profunda atención.

Pero Francés no le contestó. Desde allí se veía el desfiladero que siguieron el día anterior, y la montaña en cuya cima estaba la miserable cabaña. Las laderas eran áridas, rocosas, y los peñascos de apariencia inexpugnable aparecían cubiertos de robles raquíticos y sin hojas. La base de la montaña sólo estaba a media milla de la casa de labor; y el objeto que ahora llamaba la atención de Francés era la figura de un hombre, que se mostró un instante saliendo por detrás de una roca de extraño aspecto, para desaparecer en seguida. Repitió la misma maniobra varias veces, como si quisiera observar, sin ser visto, los movimientos de la tropa que estaba en el llano.

A pesar de la distancia que les separaba, Francés pensó en seguida que aquel hombre era Harvey Birch. Quizá le producía esa impresión la estatura y el modo de moverse, y también el pensamiento que la víspera se le ocurrió al verle entrar en la choza; ahora no dudaba de que era el mismo individuo, aunque no le viese deformado por lo que creyó su fardo de buhonero. Su fantasía encontraba una relación tan sorprendente entre Harvey y Mr. Harper, que al considerar las circunstancias en que se encontraban, no quiso comunicar a nadie sus sospechas.

Así, reflexionó en silencio sobre aquella segunda aparición, esforzándose por descubrir qué clase de vínculo podía ligar el destino de su familia a aquel hombre tan extraño. Desde luego, él fue quien salvó la vida de Sara cuando el incendio de Locust, y en ninguna ocasión se mostró enemigo de los intereses de la familia Wharton.

Después de observar largo tiempo el sitio por donde había desaparecido, con la vana esperanza de verle de nuevo, se volvió a sus familiares. Miss Peyton estaba sentada junto a Sara, que parecía conceder cierta atención a lo que estaba sucediendo, aunque sin mostrar pena ni alegría.

—Supongo que ahora, querida Francés —dijo la tía, sonriendo—, esa curiosidad por unas maniobras militares no tendrá nada de censurable para la esposa de un oficial.

—¡Aún no lo soy! —respondió Francés, ruborizándose hasta la frente—. Además, ahora no debemos desear otra boda en la familia.

—¡Francés, por favor! —exclamó su hermano, paseándose agitada-mente por la estancia—. Te ruego que no vuelvas a tocar ese tema. Mientras mi destino sigue en dudas, quisiera estar en paz con todo el mundo.

—¡Pues van a desaparecer todas las dudas! —dijo Francés, corriendo hacia la puerta—. ¡Aquí llega Dunwoodie!

Apenas pronunciadas estas palabras, se abrió la puerta, dejando paso al mayor. Su rostro no anunciaba la alegría del triunfo ni la tristeza del fracaso, pero estaba evidentemente contrariado. Cogió la mano de su novia, que ella le ofrecía en la plenitud de su amor, pero la soltó en seguida y se dejó caer en una silla, como rendido de cansancio.

—¿No has tenido suerte? —dijo Henry, estremeciéndose, pero con el rostro sereno:

—¿No has encontrado a Harper? —preguntó Francés, palideciendo.

—No. Mientras yo atravesaba el Hudson en una barca, él se trasladaba en otra, a esta orilla. Volví al momento, y pude seguir su pista durante unas millas, pero acabé perdiendo sus huellas en la montaña. He regresado aquí para no dejaros en la inquietud, pero esta noche volveré al Cuartel general y conseguiré un aplazamiento para Henry.

—¿Y no has visto a Washington? —preguntó miss Peyton.

Dunwoodie la miró con rostro distraído, pero ella le repitió la pregunta, a la que el mayor contestó con tono grave y cierta reserva:

—El Comandante en jefe había salido.

—¡Pero, Peyton! —exclamó Francés, con nuevo terror—. ¡Si no se ven, será demasiado tarde! Harper, por sí solo, nada puede hacer.

Su prometido levantó lentamente la mirada, hasta dejarla en su inquieto rostro; sólo después de un instante, añadió con gesto pensativo:

—¿No me dijiste que prometió su protección a Henry?

—Así fue y sin que lo pidiéramos; sólo para demostrar su gratitud por la hospitalidad que le concedió mi padre.

Dunwoodie movió la cabeza y dijo con tono extrañamente grave:

—No me gusta esa palabra de hospitalidad. Me parece fría. Tiene que haber alguna razón más fuerte para influir en Harper, y tiemblo al pensar si no habrá algún malentendido. Repíteme todo lo que sucedió.

Francés se apresuró a complacerle, contándole cómo llegó Mr. Harper a Locust, la acogida que tuvo y todos los acontecimientos sucedidos, tan exactamente como su memoria los recordaba. Cuando le habló de la conversación mantenida por Mr. Wharton y su invitado, el mayor sonrió, pero guardó silencio.

Luego entró Francés en los detalles de la llegada de Henry, y de los incidentes de la segunda jornada. Insistió en la forma con que Harper invitó a Henry a que se quitara el disfraz y repitió con maravillosa exactitud las observaciones que hizo sobre los peligros a que el joven se exponía. Incluso citó las extrañas palabras dirigidas a Henry, diciéndole que debía alegrarse de que él supiera su visita y los motivos que la ocasionaban. Por último, le contó, con todo el calor de la juventud, la bondad que le había mostrado y las palabras de despedida que tuvo para cada uno de los Wharton.

Dunwoodie la escuchó desde el principio con una atención extremada. A medida que Francés avanzaba en su relato, aumentaba en su rostro la expresión de contento; hasta sonrió, cuando hizo alusión a la paternal bondad con que Harper le había hablado, y cuando terminó, ya no pudo contener un arrebato:

—¡Estamos salvados! ¡Estamos salvados! —dijo.

Pero entonces fue interrumpido, como se verá en el capítulo siguiente.