CAPITULO XXVI

«Estos miembros se han endurecido con la vida del soldado, y estas mejillas nunca conocieron la palidez del miedo; pero tu triste relato me quita las facultades de que tan orgulloso estaba.

Mi cuerpo se estremece y tiembla; lloro como un niño,

y lágrimas corren sobre las cicatrices

de las gloriosas heridas que surcaron mi rostro».

Dúo.

Los familiares de Henry confiaban tanto en su inocencia, que se cegaban un poco ante los peligros de su situación. Sin embargo, cuanto más se acercaba el momento del juicio, más inquieto estaba el propio capitán. Después de pasar gran parte de la noche con su familia, y de gozar de un par de horas de agitado sueño, le despertó la convicción del inminente peligro que corría; y al examinar las posibilidades de salvación, reconoció que eran muy inciertas. La categoría de André, la importancia de los complots en que estuvo mezclado y las poderosas recomendaciones hechas en su favor, fueron motivo para que su ejecución tuviera más resonancia de la normal en tales hechos. Después, otros muchos espías fueron detenidos y abundaban los ejemplos de un expeditivo castigo de sus crímenes.

Todo ello era tan conocido de Dunwoodie como del prisionero, y los preparativos que se hacían para el juicio, eran los más propios para alarmarles. Sin embargo, consiguieron disimularlo tan bien, que ni miss Peyton ni Francés, conocieron nunca su amplitud. Una fuerte guardia se había situado en el exterior de la granja donde estaba el prisionero y varios centinelas vigilaban las salidas de la casa, además del que permanecía ante la puerta de la celda. El consejo de guerra que debía instruir el proceso, ya estaba nombrado y de su decisión dependía la suerte de Henry.

Por fin llegó el momento y se reunieron los distintos actores que tenían papel en el solemne acto. Los jueces, en número de tres, estaban ya en sus puestos, vistiendo uniforme de gala y con un aspecto de gravedad, en consonancia con su grado y con la importancia del momento.

Ocupaba el sillón central un hombre de edad avanzada, cuya erguida espalda y toda su apariencia anunciaban a un veterano en la profesión de las armas. Era el presidente del tribunal marcial, y Francés, después de lanzar una ojeada a los otros dos jueces, de los que quedó menos satisfecha, se volvió hacia él como hacia el ángel salvador del que esperaba la suerte de su hermano.

En sus facciones se leían una dulzura y una bondad que contrastaban con el rostro impasible de sus compañeros; pero sus dedos tocaban con un movimiento involuntario y casi convulsivo, el crespón que rodeaba la empuñadura del sable en que se apoyaban y que, lo mismo que él, parecía un resto dé antiguos tiempos. Se le notaba abrumado por una intensa pena, pero su frente marcial y su apostura de jefe, imponían tanto respeto como lástima.

Los otros dos jueces eran oficiales de las tropas de las colonias orientales, que ocupaban la fortaleza de West Point y los desfiladeros inmediatos. Habían llegado a la edad media de la vida y en vano se hubiera buscado en sus rostros una expresión de apasionamiento o de emociones que significaran debilidad humana. Permanecían graves, serios y reflexivos, y no se veía en ellos la dureza ni la ferocidad que repelen, pero tampoco la mirada de interés y de compasión que atraen. Eran hombres que, desde hacía mucho tiempo, sólo obraban de acuerdo con la razón y la prudencia, y cuyos sentimientos parecían someterse enteramente a su juicio.

Entre dos soldados con armas, Henry Wharton fue llevado ante los árbitros de su destino. Un silencio profundo, imponente, siguió a su llegada, y Francés sintió que la sangre se le helaba en las venas. En el decorado que formaba el exterior de la escena no había pompa alguna que llamase la atención; pero todo era tan grave, tan glacial, que le pareció que su propio destino estaba sometido al rigor de aquellos tres hombres.

Dos de ellos, con gesto de reserva, fijaban sus ojos penetrantes en el que iban a condenar o absolver; pero el presidente miraba en torno, moviendo los músculos del rostro con una agitación impropia de su edad y de su profesión. Era el coronel Singleton, que hasta la víspera no se había enterado de la muerte de su hija; pero su orgullo militar no creyó que esa circunstancia le dispensara de un deber que su patria le imponía. Por fin se dio cuenta del silencio y de la expectación que se leía en todas las miradas, y haciendo un esfuerzo por recogerse, dijo con la voz de un hombre habituado a mandar:

—¡Que se adelante el prisionero!

Los guardias inclinaron sus armas ante los jueces, y Henry Wharton avanzó con paso firme hasta el centro de la sala. La curiosidad y el interés de los espectadores llegaron al punto máximo, y Francés volvió la cabeza con emocionada gratitud al oír detrás de ella la respiración penosa y turbada de Dunwoodie. Pero todos sus pensamientos y sus sensaciones se centraron en seguida sin su hermano. Al extremo de la sala se alineaban los moradores de la granja donde se celebraba el proceso, y detrás de ellos se veía una línea de rostros de ébano, entre los que estaba el de César Thompson.

—Se dice —comenzó el presidente— que usted se llama Henry Wharton y que es capitán del 60.° regimiento de infantería de Su Majestad británica.

—Es cierto —respondió Henry.

—Me gusta su sinceridad, caballero, porque demuestra los honorables sentimientos de un soldado y no dejará de producir una favorable impresión en sus jueces.

—Convendría advertir al prisionero —dijo uno de ellos—, que no está obligado a contestar las preguntas cuando juzgue que sus respuestas pueden traicionarle. Aunque estamos constituidos en tribunal marcial, seguiremos las normas que a ese respecto profesan los gobiernos libres.

El otro juez hizo un gesto de asentimiento, y el presidente cogió unos papeles que tenía delante, para decir:

—Está usted acusado de que, siendo oficial al servicio del enemigo, el 29 de octubre último pasó a través de las patrullas del ejército americano establecidas en Llanuras Blancas, yendo disfrazado, lo que le hace sospechoso de proyectos hostiles a los intereses de América. Por lo tanto, incurre en las penas establecidas para los espías.

El tono sereno, aunque firme, con que el presidente resumía la acusación, llegó al corazón de casi todos los que escuchaban. El hecho era tan claro y sencillo, las pruebas tan evidentes, y la pena tan bien precisada por las leyes militares, que parecía imposible que Henry pudiese evitar la condena. Sin embargo, contestó calmosamente:

—Que pasé disfrazado entre las patrullas, es posible; pero…

—¡No siga! —le interrumpió el presidente—. Los usos de guerra son suficientemente severos por sí mismos, y no hace falta que usted nos facilite motivos en su contra.

—El acusado puede retractarse de su confesión —dijo uno de los jueces—, pues en otro caso la acusación quedaría plenamente probada.

—¡No me retractaré de lo que es cierto! —dijo orgullosamente Henry.

Los dos jueces oyeron su respuesta con imperturbable gravedad, aunque sin un gesto de triunfo. Pero el presidente pareció cobrar interés por lo que sucedía, y exclamó, con voz más animada de lo que hacía esperar su edad:

—Sus sentimientos son muy nobles, caballero —prosiguió el presidente— y lamento que un joven militar se haya dejado engañar por la lealtad hasta el punto de servir de instrumento a la traición.

—¿A la traición? —exclamó fogosamente Henry—. ¡Sólo me disfracé para no exponerme a que me hiciesen prisionero!

—¿Y cuáles eran sus motivos para pasar con un disfraz entre nuestras patrullas?

—Soy hijo del anciano que tienen ante ustedes, y por verle me expuse imprudentemente al peligro. Por otra parte, la comarca en que está situada mi casa rara vez es ocupada por las tropas de ustedes, y sólo su nombre ya indica que las dos partes tienen derecho a transitarla.

—El nombre de Territorio Neutral no está reconocido por ley alguna, y sólo se debe a la situación del país. En cualquier sitio en donde se encuentre un ejército tiene derechos sobre él, y el primero es el de velar por su seguridad.

—Yo no soy casuista, señor; pero siento que mi padre tiene derecho a mi cariño, y no hay peligro al que no me expusiera para probárselo.

—Son sentimientos muy loables… Veamos, señores —dijo el presidente, dirigiéndose a los jueces—; este asunto se presentaba muy mal, pero comienza a aclararse. ¿Quién puede reprochar a un hijo el deseo de ver a su padre?

—¿Tiene usted alguna prueba de que era esa su intención? —preguntó, con rostro grave, uno de los jueces.

—¡Sin duda! —contestó Henry, admitiendo un rayo de esperanza—. Mi padre, mis hermanas, el mayor Dunwoodie, lo saben muy bien.

—Esto podría cambiar el aspecto de las cosas —dijo el mismo juez al presidente—. Creo que el asunto merece que lo examinemos mejor.

—Estoy de acuerdo —asintió el coronel—. Que se presente Mr. Wharton.

El anciano avanzó, temblando de emoción. El presidente le concedió unos instantes para que se tranquilizara, y después de hacerle jurar según la fórmula usual, le sometió a un interrogatorio que, según la expresión de los jueces, no aportó nada positivo a la defensa de Henry. Tras él prestaron declaración Dunwoodie y César, criado de los Wharton, con idéntico resultado.

—¿Es usted padre del prisionero?

—Es mi hijo único.

—¿Sabe por qué se dirigía a su casa el 29 de octubre último?

—Como él ha dicho, para vernos a mí y a sus hermanas.

—¿Iba disfrazado? —preguntó un juez.

—El… no llevaba el uniforme de su cuerpo.

—¿Dijo usted que también para ver a sus hermanas? —exclamó el presidenta, con voz emocionada—. ¿Tiene usted hijas, caballero?

—Tengo dos, que están en la sala.

—¿Llevaba peluca? —preguntó entonces el otro juez.

—Llevaba en la cabeza… algo parecido, creo.

—¿Cuánto tiempo hacía que no le veía usted?

—Catorce meses.

—¿Iba vestido con un gran redingote de tela tosca? —preguntó de nuevo el otro juez, hojeando el acta de acusación.

—Llevaba… un sobretodo.

—¿Y usted cree que fue para verle?

—A mí y a mis hijas.

—¡Es un buen muchacho! —dijo el presidente al oído del colega que hasta entonces había guardado silencio—. Yo sólo veo en esto una imprudencia juvenil, y la intención era buena en el fondo.

—¿Está usted seguro —preguntó el otro juez a Mr. Wharton— de que su hijo no llevaba una misión secreta de sir Henry Clinton, y de que la visita a su casa no era sino un pretexto para encubrirla?

—¿Como podría saberlo? —contestó el padre, temiendo verse comprometido también—. ¿Cree usted que sir Henry Clinton me lo hubiera comunicado?

—¿Y sabe usted como se procuró su hijo este salvoconducto? —preguntó el mismo juez, mostrando el documento que Henry enseñó al mayor Dunwoodie, y que éste había conservado.

—No, palabra de honor.

—¿Lo juraría usted?

—Lo juro.

—¿Tiene usted otro testigo que presentar, capitán Wharton? Esta declaración no puede serle útil. Ha sido detenido en circunstancias que comprometen su vida, y a usted le corresponde el probar su inocencia. Tómese tiempo para reflexionar, y no pierda la serenidad.

El tono tranquilo de aquel juez resultaba tan espantoso, que Henry sintió un involuntario estremecimiento. La expresión compasiva del presidente le había hecho olvidar el peligro que corría; pero el rostro impasible, helado, de los otros jueces parecía anunciarle un fatal destino. Guardó silencio, y lanzó una mirada expresiva a Dunwoodie; su amigo la entendió, y solicitó ser oído como testigo.

Le hicieron prestar juramento, y escucharon su declaración; pero con ella no cambió el cariz del asunto, pues era poco lo que sabía, veso más desfavorable que útil para Henry. Le escucharon siempre en silencio, hasta que un movimiento casi imperceptible de cabeza le anunció claramente el efecto que había producido.

—¿Cree usted firmemente que el prisionero no llevaba otro designio que el confesado? —preguntó el presidente cuando el mayor calló.

—Lo garantizaría con mi vida.

—¿Lo juraría usted? —preguntó el otro juez.

—¿Cómo podría hacerlo? Sólo Dios lee en el fondo de los corazones. Pero sí afirmo bajo juramento que conozco al capitán Wharton desde la infancia, y que siempre le vi obrar honorablemente. Está por encima de toda bajeza.

—¿Ha dicho usted que se escapó, y que fue cogido de nuevo con las armas en la mano? —dijo el presidente.

—Incluso fue herido en el combate. Como ven, lleva el brazo en cabestrillo. ¿Creen que se hubiera mostrado entre los combatientes, con riesgo de caer en nuestras manos, de no sentirse seguro de su inocencia?

—Si se hubiese librado un combate cerca de Tarrytown —dijo el otro juez—, ¿cree usted que el mayor André se hubiera negado a coger las armas? ¿No es propio de los jóvenes el buscar la gloria?

—¿Llama usted gloria a una muerte ignominiosa? —exclamó el mayor—. ¿Es glorioso dejar un nombre manchado?

—Mayor Dunwoodie —replicó el mismo juez, con gravedad imperturbable—, ha obrado usted noblemente; su deber era tan penoso como severo, pero lo ha cumplido fiel y honrosamente… También nosotros hemos de cumplir con el nuestro.

Durante aquel interrogatorio, los espectadores mostraron un gran interés. Con ese tipo de razonamiento que confunde el principio con la causa, casi todos pensaron que si el mayor Dunwoodie no conseguía conmover el corazón de los jueces, nadie podría hacerlo. César adelantaba la cabeza, y en su rostro se advertía algo muy distinto a la curiosidad de los otros negros. Así, llamó la atención del juez que casi siempre había guardado silencio, y que ahora lo interrumpió para decir:

—Que se presente aquel negro.

Era demasiado tarde para intentar la retirada, y César se encontró ante sus jueces antes de darse cuenta de sus propios pensamientos. Se dejó el cuidado de interrogarle al juez que le había reclamado, y procedió a hacerlo con una completa calma:

—¿Conoce usted al prisionero?

—Yo deber conocerle —contestó César, con un tono tan sentencioso como el del juez.

—¿Le dio la peluca cuando se la quitó?

—Yo no necesitar peluca… No faltarme cabellos.

—¿Recibió encargo de llevar alguna carta, algún recado, mientras el capitán Wharton estuvo en casa de su padre?

—Yo hacer siempre lo que él mandar.

—Pero ¿qué le mandó hacer en ese tiempo?

—Unas veces una cosa, y otras veces otra.

—¡Basta! —dijo el coronel Singleton, con aire digno—. Capitán Whartpn, ¿tiene otros testigos que presentar?

A Henry ya le quedaban pocas ilusiones, y el optimismo comenzaba a faltarle; pero la vaga esperanza de que el interesante rostro de Francés podría servirle de alguna ayuda, hizo que pusiera sus ojos en ella. Su hermana se levantó en seguida, y fue a situarse ante los jueces, avanzando con paso vacilante. Sus pálidas mejillas se pusieron rojas como el fuego, y quedó en pie, con una actitud modesta pero firme. Llevando su mano a la frente, apartó los bucles que la ocultaban y apareció con toda su inocente belleza y su gracia inigualable.

El presidente se cubrió los ojos un instante, como si aquella mirada expresiva y aquellas mejillas encendidas le recordaran vivamente una imagen que no conseguía olvidar. Pero su emoción sólo fue momentánea, su orgullo pudo más y le preguntó, con voz que denotaba sus íntimos deseos:

—¿Su hermano le comunicó el proyecto de hacer una visita secreta a su familia?

—No —contestó Francés—. No me había dicho nada y no le esperábamos cuando llegó. ¿Acaso hay que explicar a unos valientes militares, que un hijo se expone a cualquier peligro para ver a su padre, y más en un tiempo como éste y en una situación como la nuestra?

—Pero, ¿era la primera vez que iba a verles? —preguntó el coronel con un interés paternal—. ¿Nunca les anunció su visita?

—Perdóneme —exclamó Francés, notando la bondadosa expresión de su rostro—. Era ya la cuarta.

—¡Ya lo imaginaba! —replicó el veterano, frotándose las manos. Es un hijo tan cariñoso como apasionado, señores y, además, un valiente en el campo de batalla, lo juraría. Y, ¿con qué disfraz fue las otras veces?

—No llevaba ninguno. Esa precaución no era necesaria, porque las tropas realistas ocupaban la región y no había peligro.

—Entonces, ¿fue ésta la primera vez que llegó sin el uniforme de su cuerpo? —preguntó el presidente, con voz casi temblorosa y rehuyendo las miradas de sus compañeros.

—Desde luego —contestó apresuradamente la pobre muchacha—. Si es una falta, fue la primera.

—Pero, ¿le habían escrito, le habían apremiado para que fuese? ¿Deseaban verle ustedes? —preguntó el coronel, con ligera impaciencia.

—¿Si lo deseábamos? Todos los días se lo pedíamos al cielo; pero no nos atrevíamos a ninguna comunicación con el ejército, para no exponer a mi padre.

—Durante su estancia en casa, ¿se ausentó alguna vez? ¿Fue a verle algún extraño?

—Nadie, excepto un vecino nuestro, un buhonero llamado Harvey Birch, y…

—¿Qué dice usted? —exclamó el coronel, palideciendo y estremeciéndose como si le hubiera picado una víbora.

Dunwoodie lanzó un gemido y murmuró involuntariamente: «¡Está perdido!», y se precipitó fuera de la estancia.

Los dos jueces de rostro impasible se miraron para después fijar sus ojos penetrantes en el prisionero.

—Señores —dijo entonces Henry, avanzando hacia el tribunal—, no creo que ignoren ustedes que ese Harvey es sospechoso de favorecer la causa del rey, puesto que fue condenado por un tribunal militar a la pena que ya me veo reservada. Concedo que fue él quien me proporcionó el disfraz para pasar entre las patrullas: pero sostendré hasta mi último suspiro, que mis intenciones eran puras y que soy inocente.

—Capitán Wharton —dijo el presidente, con solemne voz—, los enemigos de la libertad de América no escatiman nada para destruirla; y de todos los instrumentos de que se sirven, ninguno es más peligroso que ese buhonero. Es un espía diestro, inteligente y astuto, con medios superiores a los que podía suponerse en un hombre de su condición. Incluso pudo haber salvado al mayor André. Sir Henry Clinton no pudo hacer cosa mejor que asociarlo a un oficial encargado de cualquier misión secreta, y temo que esa asociación le sea fatal.

Mientras que una sincera indignación brillaba en el rostro del emocionado veterano, los de sus colegas denotaban una fría convicción.

—¡Lo he perdido yo! —exclamó Francés, juntando sus manos, llena de terror—. ¿Nos abandona usted? ¡Entonces está perdido!

—¡Cállese, criatura inocente! —dijo Singleton, más emocionado todavía—. ¡Usted no ha perdido a nadie, pero nos aflige a todos!

—Entonces, ¿es un crimen querer a la familia?… Washington, el noble, el justo, el imparcial Washington, no lo juzgaría así. ¡Espérese a que Washington conozca todos los detalles!

—¡Imposible! —dijo el coronel, cubriéndose los ojos para no ver llorar a la bella muchacha.

—¿Imposible? Suspendan la sentencia una semana: se lo pido de rodillas, en nombre de la gracia que necesitará, cuando ya ningún poder humano le sirva. ¡Concédanle sólo un día!

—¡Imposible! —repitió el coronel, con voz ahogada—. Nuestras órdenes son perentorias y ya perdimos demasiado tiempo.

Se apartó de Francés, que se había echado a sus pies; pero no pudo o no quiso retirar la mano que ella le había cogido.

—Llévense al prisionero —dijo un juez al encargado de la custodia de Henry—. ¿Nos retiramos, coronel Singleton?

—¡Singleton! —repitió Francés—. ¡Entonces, también usted conoce los dolores de un padre! ¡Escúcheme, coronel, como quisiera que Dios escuche sus últimas oraciones!

—¡Llévensela! —dijo el coronel haciendo un débil esfuerzo para desaprender su mano; pero nadie pareció apresurarse a obedecerle.

—¡Coronel! —siguió suplicando Francés—. ¿Olvida que hace pocos días su hijo estaba moribundo y que encontró ayuda y cuidados en casa de mi padre? Suponga que ahora se tratara de ese hijo, orgullo de su vejez, y diga si lo declararía culpable.

—¿Con qué derecho el general Heath me convierte en verdugo? —exclamó el veterano—. Pero, vámonos, señores, porque no puedo dominarme. Retirémonos a cumplir con nuestro penoso deber.

—¡No se vayan aún! ¡No se vayan! —exclamó Francés—. ¡Coronel Singleton, tenga compasión por el hijo y por la hija! Usted tuvo una, que exhaló el último suspiro sobre mi pecho: son estas manos las que le cerraron los ojos, y ahora se juntan como entonces lo hicieron, para rezarle las últimas oraciones… ¿Puede condenarme a que haga lo mismo por mi propio hermano?

El veterano luchaba contra una violenta emoción, que dominó con un hondo gemido. Pero pronto se dejó vencer nuevamente, y su cabeza, blanqueada por setenta inviernos, cayó sobre el hombro de Francés, que seguía suplicándole con la energía de la desesperación.

—¡Que Dios le pague todo lo que hizo, hija mía! —pudo decir, por fin, pretendiendo contener un sollozo.

Tardó mucho en reponerse de su emoción y entonces se volvió a sus compañeros, con gesto decidido, para decirles:

—Señores, cumplamos con nuestros deberes de militar y después nos abandonaremos a nuestros sentimientos de hombre. ¿Qué deciden ustedes sobre el prisionero?

Uno de los jueces le entregó un proyecto de sentencia, que había preparado, diciendo que contenía su opinión y la de su compañero. Resumía brevemente que Henry Wharton fue detenido, yendo disfrazado, al atravesar como espía, las líneas del ejército americano; que, de acuerdo con las leyes de guerra, había incurrido en la máxima pena y que, por tanto, el tribunal marcial le condenaba a ser colgado a las nueve de la mañana siguiente.

Era costumbre no ejecutar una sentencia de muerte, incluso con un enemigo, hasta que fuese aprobada por el Jefe del Ejército o, si estaba muy lejos, por el oficial general que le reemplazaba. Pero como Washington tenía entonces el cuartel general en la orilla oeste del Hudson, podía recibirse su respuesta mucho antes de la hora indicada.

—El plazo es bien corto —dijo el coronel, con la pluma en el aire, como si no supiera lo que debía hacer—. ¡Ni siquiera un día para que un hombre tan joven pueda ponerse en paz con el cielo!

—Los oficiales del ejército real —dijo uno de los jueces—, sólo dieron una hora a nuestro Hale, acusado de tránsfuga. Hemos ampliado el plazo ordinario y, además, Washington puede conceder un aplazamiento y hasta indultarle.

—Iré yo mismo a solicitarlo —dijo el coronel, firmando la sentencia—. Y si los servicios de un viejo soldado y las heridas de mi hijo tienen algún derecho ante él, salvaré a ese desgraciado.

La sentencia fue notificada al prisionero con todos los requisitos exigidos y el coronel partió, lleno de generosas intenciones, después de dar instrucciones al oficial encargado del mando y de despachar un mensajero, para que llevase la propuesta de sentencia al Cuartel general.