«El fresco verdor de Primavera
no adorna ya estas peñas; ahora es Invierno,
quien, deteniendo su carrera, hiela el corazón de mayo.
Ningún céfiro acaricia a la montaña;
la tormenta relumbra sobre ella,
y oscuros nubarrones la rodean».
Goldsmith.
Hasta después de lograr su independencia, los americanos no se consideraban más que como huéspedes pasajeros, o poco más, de su país natal. Antes de esa época, sus ideas, sus riquezas y su gloria, se dirigían siempre a Gran Bretaña, como la aguja imantada tiende hacia el polo. Cuarenta años gobernándose a sí misma, han hecho por América lo que no se hizo en el siglo y medio de su dependencia.
En los tiempos de que hablamos, el suelo desigual de West Chester, estaba cruzado en todas direcciones por numerosos caminos que guardaban relación con el carácter de la época y de sus habitantes; fue después cuando, caracteres bien trazados, obedeciendo más a la utilidad que al capricho, se dirigieron rectamente desde un punto hasta otro. Entonces no sucedía lo mismo, sino en los raros casos en que, las montañas por un lado y un río por el otro, les impedían describir graciosas curvas.
Los caminos reales solían seguir ese gusto clásico y los dos sistemas eran fiel emblema de las distintas administraciones a que aludimos; en el anterior, el trazado respondía al azar y a las circunstancias, embellecidos por el arte de hacer agradable lo que no siempre es cómodo; en la actual, se transparenta una razón simple y clara: la de ir directamente hacia el fin, dejando que la utilidad compense a lo que pueda faltar de interés y belleza.
Pero, por ingeniosas que puedan parecer nuestras comparaciones, entre los gobiernos y los caminos, César Thompson no encontró en el suyo más que breves placeres y peligros frecuentes. Mientras estuvo viajando por los hermosos valles que tanto abundan en el interior del condado, se sintió a gusto y con plena seguridad. Siguiendo el curso del riachuelo que siempre serpenteaba en el fondo, el camino atravesaba ricas praderas y hermosos pastos; pero después se alejaba en ángulo recto, subía la suave pendiente que cerraba el valle y, pasando por delante de alguna vivienda solitaria, aún buscaba la pradera y el riachuelo, hasta agotar todas sus bellezas; no había lugar demasiado apartado para la curiosidad del constructor de aquellas carreteras.
Pero, de pronto, como para admirar un género de belleza más agreste, el camino avanzaba atrevidamente hacia la base de una barrera de peligrosa apariencia, y escalaba una abrupta montaña; después de aplaudirse por la victoria de alcanzar la cima, descendía con la misma audacia por una pendiente no menos directa, para llegar a otro valle donde se perdía en nuevas revueltas.
Recorriendo un camino tan variado, César tuvo que pasar por emociones muy diversas. Si su carruaje rodaba pesadamente por un terreno llano, el negro, desde su alto asiento, disfrutaba de la importancia de su elevada situación; pero los momentos de trepar, eran de inquietud para él y los de descender, franco motivo de terror.
En cuanto veía el pie de una colina, César comenzaba por fustigar con el látigo a sus venerables corceles, acompañando sus golpes con un expresivo grito, que les inspiraba una ambición proporcionada a la dificultad de la empresa. El espacio a recorrer hasta la cima, era cubierto con una velocidad que sacudía espantosamente a la vieja carroza, con gran incomodidad para los pasajeros; pero aquella maniobra bastaba para conseguir de los caballos un ímpetu glorioso…
Mas, en seguida les faltaba el aire y sus fuerzas se agotaban, cuando aún les quedaba por vencer las mayores dificultades. Muchas veces no sabía César si los caballos arrastrarían al carruaje o el carruaje a los caballos; pero su látigo y sus gritos les infundía fuerzas sobrenaturales y los llevaban a triunfar en cada batalla. Entonces, les concedía un momento de descanso, al llegar a lo que se podía llamar, con razón, territorio de litigio, antes de emprender un descenso, quizá menos difícil que la subida, pero más peligroso. En tal momento, con notable habilidad César se rodeaba el cuerpo con las riendas y las pasaba por su cuello, de modo que su cabeza se encargaba de guiar a los caballos: se agarraba con ambas manos a los bordes del pescante, abría la boca hasta mostrar su doble hilera de dientes de marfil, y los ojos le brillaban como diamantes engastados en ébano.
El carruaje, con celo juvenil, empujaba a los caballos con argumentos que los forzaba a llegar hasta su objetivo con tal rapidez que casi marcaba al africano. Pero la práctica lleva a la perfección y cuando la tarde comenzó a requerir un descanso para los viajeros, César estaba ya tan acostumbrado a aquellos críticos descensos, que se resignaba a ellos con valor increíble.
Nunca nos hubiéramos atrevido a describir con tantas metáforas, las hazañas sin ejemplo de los caballos de Mr. Wharton, si no quedaran todavía bastantes muestras de esos peligrosos caminos, a los que apelamos como prueba de nuestra veracidad. Circunstancia muy afortunada para nosotros, porque en casi todas partes hay medios para mejorarlos fácilmente, lo que nos hubiera privado de indiscutibles testimonios en nuestro favor.
Mientras César y sus corceles luchaban con los accidentes del terreno, los que iban en el carruaje estaban demasiado preocupados con sus conflictos para poner atención en ellos. El extravío de Sara no llegaba a los extremos de la víspera, pero cada paso que daba hacia la razón parecía hundirla más en el abatimiento y el estupor; y poco a poco se fue poniendo sombría y melancólica.
Había momentos en que sus parientes, inquietos, creían advertir en ella indicios del retorno de su memoria; pero la expresión de profunda pena que acompañaba a las pasajeras luces de su razón les llevaba a la cruel alternativa de desear que continuase en un delirio que la libraba de tan crueles sufrimientos. Durante toda la jornada viajaron casi en silencio y, cuando llegó la noche, cada uno se alojó como pudo, en distintas casas de labor.
Al día siguiente por la mañana, la comitiva se separó. Los heridos se dirigieron hacia el río, para embarcarse rumbo a Peekskill, y llegar, por agua, a los hospitales del ejército americano, que estaban más dentro del país. Singleton fue transportado en la silla de viaje al Cuartel general de su padre, situado en las montañas, donde se quedaría para pasar la convalecencia. El carruaje de Mr. Wharton, seguido de la carreta en donde iba Katy y lo que salvaron del incendio, continuó camino hacia el lugar en donde Henry, encarcelado, esperaba la llegada de su familia y el comienzo del juicio.
La comarca situada entre el Hudson y el estrecho o brazo de mar Long Island, en sus primeras cuarenta millas, no es más que una serie de montañas y de valles. Luego, el suelo se nivela para formar las hermosas llanuras de Connecticut; pero en las orillas del Hudson conserva su salvaje carácter, hasta llegar a una formidable barrera de montañas, donde terminaba lo que entonces se llamó Territorio Neutral. El ejército inglés ocupaba, en esas montañas, los dos puntos que dominaban la entrada del río por el lado sur, pero los americanos eran dueños de las demás posiciones.
Ya hemos dicho que las patrullas del ejército continental descendían, a veces, hasta adentrarse bastante en el país y que la aldea de Llanuras Blancas era ocupada, de tarde en tarde, por destacamentos de caballería.
En otras ocasiones, sus puestos avanzados se retiraban al extremo norte del condado, y toda la región situada entre el mar y el ejército, quedaba abandonada a las depredaciones de los merodeadores, que pillaban, en nombre de los dos partidos, sin servir a ninguno.
El camino que seguían nuestros viajeros no era el que comunica las dos ciudades principales del condado, sino otro menos frecuentado y más lejano, casi desconocido incluso hoy, que entra en las montañas por los límites orientales del condado y desemboca después en la llanura, a pocas millas del Hudson.
Los agotados corceles de Mr. Wharton no hubieran arrastrado la pesada carroza por aquella sierra; pero los dragones, que les seguían escoltando, les procuraron la ayuda de dos vigorosos caballos del país sin preocuparse mucho de si el propietario consentía o no.
Gracias a la colaboración de los dragones, César pudo avanzar lentamente hasta el interior de las montañas. Francés, con el deseo de aliviar su melancolía, de respirar un aire más puro y, también, para aligerar el peso del carruaje, descendió de él y vio que Katy hacía lo mismo, con intención de seguir andando hasta la cima.
El sol estaba a punto de ponerse y los dragones habían anunciado que desde lo alto podrían ver el deseado término de] viaje. Francés continuaba delante, con el ligero paso de la juventud, y la criada la seguía a poca distancia. Pronto perdieron de vista al carruaje, que ascendía lentamente la cuesta y que, de vez en cuando, hacían un alto para que los caballos recobrasen aliento.
—¡Qué tiempos vivimos, miss Fanny! —exclamó Katy, deteniéndose también para lo mismo—. Pero cuando vi rayas de sangre en las nubes, ya sabía que sucederían grandes males.
—En la tierra, la sangre está demasiado repartida —respondió Francés, estremeciéndose—. ¡Pero eso de que pueda verse en las nubes!
—¡Ya lo creo, y más de una vez, lo mismo que cometas con colas de fuego! ¿No se vieron también unos guerreros que peleaban el año anterior a la revolución? Y la víspera de la batalla de Llanuras Blancas, ¿no se oyeron truenos que parecían el ruido de cañones? ¡Ay, miss Francés, nada bueno puede salir de una rebelión contra el ungido por el Señor!
—Ciertamente, los acontecimientos que estamos presenciando son terribles y bastan para abatir el corazón más firme. Pero, ¿qué se podía hacer, Katy? Los hombres valerosos e independientes no pueden someterse a la opresión, y creo que escenas como esas son frecuentes en todas las guerras.
—¡Si, por lo menos, pudiera saber por qué se baten! —continuó Katy, poniéndose en marcha para seguir a su joven señora—. Unos dicen que el rey quiere quedarse con el té para su familia; otros, que desea apoderarse de lo que los pobres ganan en este país. Y, desde luego, habría por qué luchar, porque nadie, por lord o rey que sea, tiene derecho a los ahorros de los demás. Pero, por otra parte, también se dice que Washington quiere convertirse en rey. ¿En qué creer?
—En nada de eso, Katy, porque nada es verdad. Yo no pretendo conocer bien las causas de la guerra, pero me parece que va contra la naturaleza que un país como éste permanezca eternamente bajo el yugo de otro tan lejano como Inglaterra; —y al hablar así, Francés se ruborizó, pensando en la fuente donde había bebido aquellas opiniones.
—Es lo que Harvey decía a su padre, que ahora está en la tumba —añadió Katy, bajando la voz—, pues más de una vez escuché sus conversaciones; ¡unas conversaciones de las que no puede darse idea, señorita! Pero, a decir verdad, ¡Harvey es un hombre tan raro! Es como el viento: no se sabe de dónde viene ni a dónde va.
—Corren sobre él rumores que me cuesta mucho creer —dijo Francés, mirándola con renovado interés y con una expresión que denotaba su deseo de saber más.
—¡No son más que falsedades! —exclamó Katy—. Harvey no está más ligado a Belcebú, que usted o yo. Si le hubiera vendido el alma, se hubiera cuidado de que le pagara mejor, aunque también es verdad que nunca se ha preocupado de sus intereses.
—No sospecho de eso —dijo Francés, sonriendo—. Sino de que se haya vendido a un príncipe de la tierra, bueno y simpático, estoy de acuerdo, pero demasiado apegado a los intereses de su nación, para poder mostrarse justo con la nuestra.
—¿Al rey de Inglaterra? Pero, miss Francés, su hermano, el que tienen en la cárcel, ¿no está también al servicio del rey?
—Es cierto, pero le sirve abiertamente y no en secreto.
—Sin embargo, se dice que es un espía y tanto vale uno como otro.
—¡Eso es una calumnia! —exclamó Francés, enrojeciendo de indignación—. Mi hermano es incapaz de representar un vil papel; ni la ambición ni el interés, podrían impulsarle.
—Desde luego —dijo Katy, un poco desconcertada por el tono de su joven señora—. Si alguien hace un trabajo, hay que pagarlo. Y no es que Harvey sea interesado: yo respondo de que, si tuviera que rendir cuentas, el rey George quedaría como deudor.
—¿Es verdad, entonces, que tiene relaciones con el ejército inglés? Porque yo confieso que, a veces, pienso lo contrario.
—¡Dios mío, miss Francés! Harvey es un hombre sobre el que no se puede hacer cálculo alguno. Aunque he vivido nueve años en casa de su padre, nunca pude saber lo que hacía ni lo que pensaba. El día en que Burgoyne cayó prisionero, llegó muy sofocado y se encerró con su padre; hablaron sin parar, pero por mucho que escuché, no supe si estaban contentos o disgustados. Por otra parte, cuando ese general inglés… ¡Dios mío, con tantas pérdidas y tantos disgustos, se me olvidó su nombre!
—¿André? —dijo Francés, suspirando.
—¡Sí: André! Cuando el viejo Birch supo que lo habían colgado, creí que perdía el juicio y no durmió de día ni de noche, hasta que Harvey regresó a casa; entonces su dinero estaba casi todo en guineas de oro. Pero los skinners se lo llevaron y ahora no es más que un mendigo, lo que quiere decir que es un hombre despreciable, porque está en la miseria.
Nada contestó Francés a ese discurso y continuó subiendo a la cima, metida en sus pensamientos. La alusión al mayor André le recordó la situación de su hermano; pero la esperanza es la primera fuente de alegrías y, aunque sólo se apoya en un débil sostén, rara vez deja de intervenir en las emociones.
La declaración hecha por Isabel cuando iba a morir, produjo en Francés una impresión que influía en todas sus reflexiones. Estaba convencida de que Sara recobraría la razón y, cuando pensaba en el juicio que iba a sufrir Henry, tenía un íntimo presentimiento de que reconocerían su inocencia; y a esas esperanzas se agarraba con todo el ardor de su juventud, aunque le hubiera costado mucho explicarlo.
Las dos mujeres llegaron a la cumbre y Francés se sentó para descansar y admirar el espectáculo que se ofrecía a sus ojos. A sus pies, se abría un profundo valle, al que los cultivos aportaron pocos cambios y que parecía más oscuro en aquel atardecer de noviembre. Otra montaña se alzaba a poca distancia y en sus laderas escabrosas sólo se veían áridos peñascos y algunos robles desmedrados, a los que el suelo negaba la savia necesaria.
Para contemplar el panorama en toda su belleza, hay que pasar por las montañas poco después de la caída de las hojas. El cuadro que entonces se presenta, alcanza toda su perfección, pues ni el follaje del verano ni las nieves del invierno, ocultan el menor detalle. Una triste soledad da carácter al paisaje, y la imaginación no puede prever, como lo haría en marzo, la vegetación que pronto lo ocultará, sin hacerlo más atractivo.
El día había sido frío y oscuro. En aquel momento, unas nubes blanquecinas seguían cubriendo el horizonte, pero Francés aún confiaba en ver brillar el sol poniente. Por último, un solitario rayo iluminó la base de la montaña vecina, subió por sus laderas hasta alcanzar la cumbre y allí formó una corona de gloria, que sólo duró un minuto. La luz era tan viva, que Francés pudo ver distintamente los objetos que antes le ocultaba la oscuridad.
Sorprendida al penetrar, por así decirlo, en el secreto del solitario paraje, recorrió con la mirada los alrededores y entonces vio, entre árboles y rocas, algo que parecía una choza mal construida. Era muy baja y el color de sus materiales se semejaba tanto al de las peñas que la rodeaban que, sin el techo y la ventana, en cuyos cristales se reflejaba el sol, no la habría descubierto.
Asombrada al ver una vivienda en sitio tan desierto, Francés levantó la mirada y, un poco más arriba, vio algo que aumentó su sorpresa: parecía una figura humana. Estaba en el saliente de una peña, por encima de la choza, y a nuestra heroína no le fue difícil adivinar que estaba observando a los carruajes que ascendían penosamente. Sin embargo, la distancia que la separaba de aquel set era demasiada para juzgarlo con certeza. Después de examinarlo un instante, llegó a creer que era producto de su imaginación y que formaba parte de la roca. Pero, de pronto, aquella figura extraña cambió de posición, echó a andar rápidamente y penetró en la cabaña, sin permitirle ya dudar sobre la realidad de lo que había visto.
Sea por la charla que acababa de sostener con Katy o por alguna analogía que su imaginación le sugirió, cuando la figura desaparecía le recordó a Harvey Birch, con su saco al hombro. Pero, aún estaba mirando, extrañada, la misteriosa choza, cuando el sonido de una trompeta llenó el valle y fue repetido por los ecos de la montaña.
Se levantó rápidamente y, no sin alarma, oyó el correr de unos caballos y pronto un destacamento de caballería, con el uniforme de los dragones de Virginia, se mostró a poca distancia del lugar en donde estaba. La corneta volvió a tocar unas notas animadas y, aún no se había repuesto de su emoción, cuando Dunwoodie se adelantó a sus soldados, echó pie a tierra y avanzó hasta llegar junto a la dueña de su corazón.
Sus movimientos denotaban premura y ansiedad, pero contenidos por una cierta indecisión. En pocas palabras, le explicó que, en ausencia del capitán Lawton, le ordenaron quedarse allí con un destacamento de dragones, pues tenía que presentarse en el juicio contra el capitán Wharton, que se celebraría al día siguiente; y que, deseando saber si la familia de su amigo atravesó las montañas sin incidentes, corrió unas millas para enterarse antes.
Francés, entre rubores y con voz temblorosa, le explicó por qué se había adelantado a los demás viajeros y dijo que les esperaba en seguida. Los modales encogidos del mayor tenían algo de contagioso que acabó por imponerse a ella también, y la llegada del carruaje fue un alivio para los dos. Dunwoodie le ofreció la mano y fue a dirigir unas palabras de ánimo a Mr. Wharton y a miss Peyton; luego, montando de nuevo, precedió a los viajeros por las llanuras de Fishkill, que se mostraron ante ellos, como por encantamiento, al contornear la montaña.
En menos de media hora llegaron a la puerta de una casa de labor, que los cuidados de Dunwoodie había preparado para recibirles y donde el capitán Wharton les esperaba, lleno de impaciencia.