«Los labios de su Gertrudis se habían cerrado, pero su rostro encantador y dulce parecía animado por un amor inmortal; y seguía apretando la mano de su amante sobre un corazón que no latía ya.»
Campbell: Gertrudis de Wyoming.
El apartamento dispuesto apresuradamente para las damas se componía de dos habitaciones comunicadas, una de las cuales les serviría de dormitorio. Allí llevaron en seguida a Isabel, y la acostaron en una mala cama junto a la de Sara, que no pareció darse cuenta. Cuando miss Peyton y Francés corrieron a socorrerla, la sonrisa que aparecía en sus labios y la serenidad que expresaba su rostro les hizo creer que no estaba herida.
—¡Alabado sea Dios! —exclamó miss Peyton, toda temblorosa—. El disparo y su caída me dieron un susto terrible.
Isabel se llevó las manos al pecho, sonriendo todavía, pero en su sonrisa había algo que heló la sangre de Francés, mientras la desgraciada decía:
—¿George sigue bien? Avísenle…, que venga corriendo…, quiero ver a mi hermano por última vez.
—Entonces, ¿estaba justificado mi miedo? —exclamó miss Peyton—. ¡Pero está usted sonriendo, no es posible que esté herida!
—Estoy bien, muy bien, —murmuró Isabel, con las manos siempre sobre el pecho—. No hay mal que no tenga remedio.
Sara se incorporó, mirándola con expresión de extravío; extendió un brazo, le cogió la mano y vio que estaba teñida de sangre.
—Es sangre —dijo—, pero la sangre es un remedio contra el amor. Cásese, muchacha, y entonces ya nadie podrá sacarla de su corazón. Siempre —añadió bajando la voz y acercándose a la herida—, siempre que antes no estuviera otra en él. En ese caso, muera y suba al cielo: en el cielo no hay mujeres.
La infeliz escondió la cabeza debajo de la colcha, y ya guardó silencio durante el resto de la noche. Fue entonces cuando llegó Lawton. Aún acostumbrado a ver la muerte en todas sus formas, y a sufrir los horrores de una guerra civil, no pudo ocultar la intensa emoción que le producía aquel espectáculo. Se inclinó sobre el agotado cuerpo de miss Singleton, y sus ojos expresaron la tremenda conmoción de su espíritu.
—Isabel —dijo, por fin—, ya sé que su valor está por encima de la fuerza de su sexo.
—Hable —respondió ella—. Si tiene algo que decir, hable sin temor.
—No es posible que sobreviva a su herida —le dijo el capitán, volviendo el rostro.
—No temo a la muerte, Lawton. Y le agradezco que no dude de mi coraje. En seguida me di cuenta de que la herida era mortal.
—No merecía ese destino —siguió Lawton—. Ya es bastante con que Inglaterra obligue a nuestros jóvenes a tomar las armas; pero cuando veo que la guerra escoge una víctima como usted, mi profesión me horroriza.
—Escuche, capitán —dijo Isabel, incorporándose penosamente pero rechazando toda ayuda—. Desde mi primera juventud hasta hoy, sólo he vivido en campamentos y en guarniciones para alegrar los días de mi hermano y de mi padre. ¿Cree que hubiese cambiado esos días de peligros y privaciones por el lujo y los placeres de un palacio en Inglaterra?… No —añadió, mientras sus pálidas mejillas se cubrían de un ligero color—. Al morir, tengo el consuelo de saber que hice cuanto puede hacer una mujer por una causa como la nuestra.
—¿Cómo no encenderse ante tanto valor? —exclamó el capitán, llevando instintivamente la mano a su sable—. He visto a cien guerreros bañados en su propia sangre, pero nunca encontré un alma más firme.
—¡Pero sólo el alma! —dijo Isabel—. Mi sexo y mis fuerzas me han negado el más precioso de los privilegios. En cambio, la naturaleza fue muy liberal con usted: tiene un corazón y un brazo capaces de hacer temblar al más fiero soldado inglés, y estoy segura de que brazo y corazón serán fieles a su patria hasta el último instante.
—¡Mientras la libertad los necesite y Washington me señale el camino! —respondió el capitán con una sonrisa de orgullo.
—Ya lo sé. Como sé que George y… —se detuvo Isabel, sus labios temblaron, y bajó los ojos.
—Y que Dunwoodie —siguió Lawton—. ¡Dios hiciera que estuviese aquí, para verla y admirarla!
—No pronuncie su nombre —pidió Isabel, dejándose caer nuevamente y escondiendo su rostro—. ¡Déjeme, Lawton, y vaya a preparar a mi hermano para este golpe inesperado!
Por unos instantes, el capitán contempló con honda pena las convulsiones que agitaban el cuerpo de Isabel, y que la delgada colcha no podía ocultar. Por último se retiró y fue a buscar a Singleton, con quien regresó en seguida. La entrevista de los hermanos fue muy penosa, y por unos momentos Isabel se abandonó a la ternura fraternal. Pero como si supiese que sus horas estaban contadas, fue la primera en sobreponerse. Insistió para que Francés y su hermano fueran las únicas personas que continuaran a su lado, y ni siquiera quiso que la cuidara Sitgreaves, que se retiró muy contrariado.
La rápida aproximación de la muerte daba a su rostro un aspecto de lejanía, y sus grandes ojos negros contrastaban extrañamente con la cenicienta palidez de sus mejillas. El orgullo, que era la expresión habitual de su belleza, estaba sustituido por una de humildad, y no era difícil advertir que la vanidad mundana desaparecía de ella con la vida.
—Levantadme —dijo—. Quiero ver una vez más ese querido rostro.
Francés hizo en silencio lo que pedía, y entonces Isabel, poniendo en George unos ojos en los que todavía brillaba todo su amor de hermana, dijo:
—¡No hagas demasiado caso, George! En pocas horas, todo habrá acabado.
—¡Vive, hermana, Isabel querida! —exclamó el oficial, en un arrebato de dolor que no pudo dominar—. ¡Y nuestro pobre padre!…
—¡Esa es la peor pena de la muerte! —dijo Isabel, estremecida—. Pero él es soldado y cristiano… Miss Wharton: quiero hablarle de lo que tanto le interesa, mientras me queden fuerzas.
—¡No! —replicó Francés con acento cariñoso—. Por mí no debe poner en peligro una vida que tan preciosa es para… para tantas personas. —Y sus palabras fueron casi ahogadas por la emoción, porque se iba a tocar una cuerda cuyas vibraciones le llegaban hasta el fondo del alma.
—¡Pobre muchacha! —dijo Isabel, mirándola con ternura—. Su corazón es muy sensible; pero el mundo sigue abierto para usted, y no quiero turbar la poca felicidad que puedo procurarle. ¡Continúe con sus inocentes sueños, y que Dios aleje el día fatal del despertar!
—¿Y qué goces puede ofrecerme ya la vida? —exclamó Francés, ocultando el rostro—. Mi corazón ha sido destrozado por quien más amaba…
—No —replicó Isabel—: Aún tiene un motivo para desear la vida, un motivo muy poderoso para el corazón de toda mujer… Una ilusión que sólo la muerte disipa.
El agotamiento la obligó a detenerse, y Francés y su hermano quedaron en silencio, sin atreverse casi a respirar. Pero miss Singleton recobró aliento, recogió sus fuerzas, y poniendo una mano sobre la de su amiga, añadió con dulce acento:
—Miss Wharton, si hay algún corazón junto al de Dunwoodie, y digno de su amor, es el suyo.
Un súbito fuego coloreó las mejillas de Francés, y un relámpago de alegría se asomó a sus ojos mientras los fijaba en Isabel. Pero la contemplación de la moribunda le recordó sentimientos más elevados, y dejó caer su cabeza sobre el lecho. Isabel siguió todos sus movimientos con una sonrisa que denotaba su admiración y su piedad.
—Sí, miss Wharton —dijo—: Dunwoodie es enteramente suyo.
—Sé justa contigo, hermana —exclamó Singleton—. Que una generosidad novelesca no te haga olvidar el cuidado de tu reputación.
Ella le dejó hablar y le miró tiernamente, pero repuso, moviendo la cabeza con dulzura:
—No es ningún sentimiento novelesco, sino la verdad, la que me hace hablar así. ¡Cuánto he vivido en esta hora!… Miss Wharton, yo nací bajo el ardiente sol de Georgia, y mis sentimientos parecieron tomar su fuego. No he vivido sino para el amor.
—¡No hables así, te lo ruego! —exclamó su hermano, extrañamente conmovido—. Piensa con qué abnegación quisiste a nuestro padre…, qué desinteresado fue tu cariño por mí…
—Sí —dijo Isabel, con una sonrisa de contento que por un instante reanimó su rostro—. Puedo llevarme ese consuelo a la tumba.
Ni su hermano ni Francés interrumpieron sus meditaciones, que duraron unos minutos. Pero pronto salió de ellas y continuó diciendo:
—E^l egoísmo sobrevive hasta el último instante… Miss Wharton, América y su libertad fueron la primera pasión de mi juventud, y…
Se detuvo de nuevo, y Francés creyó que comenzaba a luchar con la muerte. Pero volviendo en sí, miss Singleton añadió, con un rubor que llevó a sus mejillas una ficción de salud:
—¿Por qué no confesarlo al borde de la tumba? Dunwoodie fue mi segunda, mi última pasión. Pero —siguió, ocultando otra vez su rostro—, él no hizo nada para que creciera mutuamente.
—¡Isabel! —exclamó su hermano, dejando la cabecera del lecho y paseándose por la habitación, tremendamente agitado.
—¡Ya ves qué esclavos somos del orgullo mundano! —continuó miss Singleton—. Para George resulta penoso oír que su hermana no pudo ponerse por encima de los sentimientos que la naturaleza y la educación le habían inspirado.
—¡No diga más! —rogó Francés, a media voz—. No hace más que afligirnos a los dos. ¡No siga, se lo ruego!
—Tengo que seguir para hacer justicia a Dunwoodie, y por la misma razón tienes que escucharme, hermano… Nunca un hecho ni una palabra de Dunwoodie pudieron hacerme creer que sentía por mí otra cosa que amistad. Incluso… desde hace poco…, sí, pasé por la vergüenza de creer que evitaba mi presencia.
—¡Si se hubiera atrevido! —exclamó Singleton.
—¡No te alteres, George, y escúchame! —le pidió Isabel, con un último esfuerzo por seguir hablando—. Miss Wharton, esta es la inocente causa que lo explica todo: las dos perdimos a nuestra madre, pero su tía, tan buena, tan prudente, le ha dado la victoria ¡Qué pérdida más grande sufre quien se queda sin la protectora de su niñez!… Yo dejé traslucir los sentimientos que a usted le enseñaron a dominar… Después de eso, ¿cómo puedo desear la vida?
—¡Isabel, mi pobre hermana! ¡Tu mente se extravía!
—Unas palabras más, y termino… Siento que la sangre, que siempre me corrió con demasiada rapidez, fluye ahora con una suavidad que nunca tuvo… Se valora a la mujer según el trabajo que cuesta conquistarla y su vida está hecha de emociones que disimula. Y dichosas aquellas a quienes sus principios les permiten cumplir su obligación sin recurrir al constante disimulo: sólo ellas pueden ser felices con hombres como… Dunwoodie.
Le faltó la voz, y su cabeza cayó sobre la almohada. Un grito de Singleton llevó a todos junto al lecho de Isabel, pero ya la muerte estaba impresa en sus facciones. Apenas le quedaron fuerzas para coger la mano de George, y después de apoyarla un instante sobre su corazón, sus dedos se aflojaron y expiró con una leve convulsión.
Francés creía que el destino, después de poner en peligro la vida de su hermano y de extraviar la razón de su hermana, no podía reservarle nuevas penas. Pero el alivio que le procuró la declaración de Isabel le dijo que algo más contribuía a anegar su corazón en el dolor. En seguida reconoció la verdad de lo sucedido a Isabel, y apreció la delicadeza que impidió a Dunwoodie explicarse mejor con ella.
Todo tendía a aumentar el amor que le inspiraba, lamentó que su deber y su orgullo le empujaran a formarse de él una opinión peor, y se reprochó el haberle despedido lleno de amargura y quizá de desesperación. Sin embargo, no es propio de la juventud el abandonarse a dolores excesivos, y Francés, en medio de su pena, sentía una secreta alegría que dio nuevos ímpetus a su ser.
Al día siguiente a aquella noche de desolación, el sol apareció con un esplendor que parecía burlarse de las penas de aquellos a quienes iluminaba. Lawton había ordenado que le llevasen a Roanoke al apuntar el día, y ya estaba dispuesto a salir cuando su luz comenzó a dorar las cimas de las montañas. Dadas sus órdenes, paseó una mirada de pena y de rabia por el corto espacio de terreno que favoreció la fuga del skinner, soltó la rienda a Roanoke y partió hacia el valle.
Un silencio de muerte reinaba en el camino, y ni el menor vestigio de las terribles escenas de la noche manchaba la pureza de la hermosa mañana. Meditando sobre el contraste que ofrecían el hombre y la naturaleza, el intrépido dragón atravesó los peligrosos desfiladeros sin pensar una sola vez en los riesgos que corría. Y sólo se distrajo de sus pensamientos cuando el noble corcel comenzó a relinchar como saludando a sus compañeros, atados junto a sus dueños, los cuatro dragones que quedaron con Hollister.
Su mirada podía abarcar toda la extensión de los daños que, pocas horas antes, tuvieron como escenario aquel lugar. Lawton los contempló con la sangre fría de un veterano, avanzó hasta el puesto que ocupó el prudente sargento, y allí detuvo a su caballo. Respondió con una inclinación de cabeza a su respetuoso saludo, y le preguntó:
—¿Ha visto algo?
—No, señor —contestó Hollister, con voz casi solemne—. Es decir, nada que pudiéramos atacar. Sin embargo, una vez nos montamos, al oír un disparo lejano.
—Está bien —dijo Lawton, con acento sombrío—. ¡Hubiera dado a Roanoke, Hollister, por que su brazo se hubiera interpuesto entre el criminal que hizo ese disparo y las malditas peñas que aparecen por todas partes!
Los dragones se miraron con sorpresa, no concibiendo qué poderoso motivo podía impulsar al capitán a ofrecer el sacrificio de su caballo.
—La luz del día, y de hombre a hombre —dijo el sargento, con gesto resuelto—, hay pocas cosas que yo tema. Pero no puedo decir que me guste batirme con seres que no puedo abatir con el plomo o con el sable.
—¿Qué quieres decir? —exclamó Lawton—. ¿Dónde está el ser que los resiste?
—Cuando un ser está vivo, es fácil privarle de la vida —contestó Hollister—: Pero los sablazos y los ritos nada pueden contra el que ya estuvo en la tumba. Y no me gustó nada un bulto negro que vimos rondar por las lindes del bosque cuando apuntaba el día, y un par de veces por la noche. A la luz del incendio le vimos atravesar el valle, sin duda con malas intenciones.
—¿No será ese bulto negro que veo junto a la colina cubierta de arces? ¡Por el cielo, se está moviendo!
—Sí —dijo Hollister, que miraba en la misma dirección, no sin cierto temor—. Y sus movimientos no tienen nada de natural: parece como si se deslizara por el suelo, y nadie le vimos las piernas.
—¡Aunque tuviera alas, será mío! —exclamó Lawton—. Sigan aquí hasta que vuelva.
Apenas dichas aquellas palabras, ya Roanoke corría por el valle, galopando como para hacer realidad la fanfarronada de su jinete.
—¡Malditas rocas! —dijo, al ver cerca el objeto que perseguía.
Pero, fuese porque el terror le cegaba, o porque desesperara de trepar a la montaña, el nuevo enemigo continuó en la llanura.
—¡Ya te tengo, hombre o demonio! —exclamó el capitán, sacando el sable—. ¡Detente, y te prometo cuartel!
La proposición pareció ser aceptada, pues al oír la fuerte voz del capitán, aquella especie de bola negra se detuvo, semejando una masa informe privada de vida y movimiento.
—¿Qué es esto? —dijo Lawton, deteniéndose junto al bulto—. ¿Será un traje de miss Peyton, que ronda buscando a su dueña?
Se apoyó en un estribo, y ensartando con el sable un traje de seda negra, lo levantó: debajo estaba el capellán realista, que huyó de Locust la noche anterior vestido con sus ropas sacerdotales.
—¡A fe mía que la alarma de Hollister no carecía de fundamento! —exclamó el capitán—. Un cura del ejército siempre fue motivo de terror para los dragones.
El reverendo ya había recobrado el suficiente dominio de sí para darse cuenta de que estaba ante alguien conocido y, algo confuso por el terror que había mostrado, se levantó mientras intentaba excusarse. Lawton escuchó sus explicaciones con gesto burlón y sin creerlas del todo; pero le tranquilizó y, descabalgando por cortesía, se dirigieron hasta donde estaban los dragones.
—Conozco tan poco el uniforme de los rebeldes —dijo el capellán— que no supe si estos caballeros pertenecían o no a la banda de merodeadores.
—No necesita justificarse —contestó Lawton con una irónica sonrisa—. Como ministro de Dios, no tiene por qué fijarse en los detalles de un traje; todos conocemos la bandera a la que ustedes sirven.
—¡Yo sirvo a la bandera de su Muy Graciosa Majestad George III! —contestó el capellán, enjugándose el frío sudor que le bañaba la frente—. Pero, la verdad, el miedo a que metieran el escalpelo en mi cabeza no era para animar a un novicio como yo en el oficio de las armas.
—¿Escalpelo? —repitió Lawton, con cierta brusquedad; pero rectificando a tiempo, añadió con sangre fría—. Si usted se refiere al escuadrón de caballería ligera de Dragones de Virginia, mandado por Dunwoodie, convendría informarle de que nunca arrancan una cabellera sin unirle alguna parte del cráneo.
—¡No: si yo no temo a los soldados que usted manda, sino a los naturales del país!
—Yo tengo el honor de ser uno de ellos, caballero.
—¡Entiéndame, por favor! Me refiero a los indios, que no hacen más que robar, saquear y matar.
—Y usar el escalpelo.
—Sí, señor —respondió el capellán, mirando a Lawton con cierto miedo—: A los indios salvajes de piel cobriza.
—¿Y esperaba encontrarlos en lo que se llama Territorio Neutral?
—¡Desde luego! En Inglaterra nos dijeron que hormigueaban por todo el interior del país.
—¿Ya este cantón le llama usted el interior de América? —preguntó Lawton, deteniéndose de nuevo y mirando al reverendo con una sorpresa tan natural que no podía ser fingida.
—Así es, caballero; creo estar en el interior del país.
—Pues escuche —dijo Lawton tendiendo el brazo hacia oriente—. ¿Ve usted esa inmensa lámina de agua, cuyos límites no puede alcanzar la mirada? En la otra orilla está esa Inglaterra que ustedes consideran digna de someter a sus leyes a medio mundo. ¿Ve usted la tierra donde nació?
—Es imposible ver las cosas a mil leguas de distancia —contestó el capellán, muy asombrado y comenzando a dudar de que su interlocutor estuviese en su sano juicio.
—¿No? ¡Qué lástima que las facultades del hombre no sean iguales a su ambición! …Ahora, vuelva los ojos hacia occidente. ¿Ve usted la inmensa extensión de agua que se ondula entre América y China?
—Yo sólo veo tierra; mis ojos no consiguen distinguir el agua.
—Es que no es posible ver las cosas a mil leguas de distancia —repitió Lawton con toda gravedad y reanudando la marcha—. En cuanto a los salvajes, búsquelos entre las filas de los que sirven a su rey; el oro y el ron han pagado su lealtad.
—Es posible que me haya equivocado —dijo el capellán, lanzando una furtiva mirada a la colosal figura y a los gruesos mostachos de su acompañante—. Pero los rumores que corren en Inglaterra, y el temor de encontrarse con un enemigo que no se nos parece, me determinaron a escapar cuando usted se acercaba.
—Partido poco juicioso, porque Roanoke le aventaja mucho en cuestión de piernas. Por otra parte, intentando huir de Scila. podía usted caer en Caribdis. En estos bosques y estas montañas, pueden ocultarse enemigos a los que debe temer mar.
—¿Salvajes?
—¡Peor que salvajes! —exclamó Lawton, frunciendo las cejas—. Hombres que, bajo la carera de patriotismo, siembran por todas partes el terror y la devastación; que están devorados por una sed insaciable de pillaje y cuya ferocidad, comparada con la de los indios, les hace parecer niños; monstruos cuyos labios no se cansan de repetir ¡Hurtad, igualdad! pero en cuyo corazón se alojan todos los vicios y todos los crímenes: en una palabra, los que se llaman skinners.
—Oí hablar de ellos en nuestro ejército, pero los creía indígenas.
—En ese caso, insultaba usted a los salvajes —respondió Lawton, secamente.
Pronto llegaron a donde estaba Hollister, quien vio con gran asombro el carácter sagrado del prisionero que llevaba su capitán. Lawton ordenó a los dragones que recogieran los efectos más preciosos salvados del incendio y que pudieran cargar. Después hizo montar al reverendo en un buen caballo y emprendieron el regreso a Cuatro-Esquinan.
Singleton había manifestado el deseo de llevar los restos de su hermana al puesto que mandaba su padre, y bien temprano se comenzaron los preparativos; antes, se envió un mensajero que informase al coronel de la triste noticia. Los heridos ingleses se reunieron con el capellán y, hacia mediodía, Lawton consideró que todo estaba bastante adelantado para que, por unas horas, pudiese quedar solo con su destacamento.
Estaba contemplando con mal humor el terreno por el que, la noche anterior, persiguió al skinner, cuando su fino oído apercibió el ruido de un caballo que galopaba por la carretera. Momentos después apareció un dragón de su compañía, corriendo de tal modo que anunciaba un asunto de importancia. Su caballo estaba cubierto de sudor y espumeaba y el jinete parecía igualmente fatigado. Sin pronunciar una palabra, el soldado le entregó una carta y condujo a su montura a la cuadra. Lawton reconoció la letra de Dunwoodie y leyó lo que sigue:
«Me alegra comunicarle que Washington ha ordenado que se lleve a la familia Wharton al otro lado de las montanas. Queda autorizada para comunicarse con el capitán Wharron. Y solo se espera Ja lleuda de los suyos, para ser sometido a juicio, ya que deben ser oídos. Comuníqueles esta orden y espero que lo hará con toda delicadeza.
»Una vez salgan los Wharton, deje Cuatro-Esquinas para reunirse con su compañía. Es probable que no tarde en tener trabajo, porque un nuevo destacamento de tropas inglesas remonta el Hudson, y se dice que sir Henry Clinton ha dado el mando a un buen oficial. Envíe sus partes al oficial que manda en Peekskill, pues el coronel Singleton preside el consejo de guerra que juzgará al pobre Henry Wharton.
»Se han recibido nievas ordenes para ahorcar a Harvey Rirch, en cuanto sea cogido, pero no provienen del Comandante Jefe. Adiós: que un pequeño destacamento escolte a las damas y pongase a caballo lo antes posible. Su amigo
Peyton Dunwoodie».
Aquella carta cambió todo lo dispuesto. Ya no había razones para trasladar el cuerpo de Isabel a un lugar donde su padre no estaba, y Singleton consintió, un poco a regañadientes, en que se hicieran allí las honras fúnebres. Se eligió un lugar retirado y de agradable aspecto, al pie de la montaña, y las exequias se realizaron con todo el decoro que las circunstancias permitían. Algunos vecinos de los alrededores, atraídos por la curiosidad o por el interés que inspiraba su desgraciado fin, siguieron a los restos hasta el lugar donde quedarían, y miss Peyton y Francés derramaron sinceras lágrimas sobre su tumba. El servicio religioso fue oficiado por el capellán que, poco antes, cumplió tan diferentes deberes. Mientras pronunciaba las frases que acompañaban el descenso a la fosa de la que fue tan bella y enamorada, Lawton, apoyado en su sable, mantuvo la cabeza inclinada y se pasó una mano por los ojos.
Las noticias contenidas en la carta de Dunwoodie sirvieron de estímulo para los Wharton. César y sus caballos fueron utilizados de nuevo; lo que restaba del mobiliario se confió a un vecino digno de confianza y Mr. Wharton partió con miss Peyton, Francés y Sara, que seguía víctima del mismo delirio. El carruaje fue escoltado por cuatro dragones y seguían los heridos americanos. Casi en el mismo instante, salieron los ingleses con el capellán, dirigiéndose hacia el mar, donde les esperaba un buque.
En cuanto se perdieron de vista, Lawton, que siguió todos los movimientos lleno de alegría, ordenó un toque de corneta y se dispusieron a marchar. La yegua de Betty Flanagan fue enganchada a la carreta, el doctor Sitgreaves montó torpemente sobre un buen caballo y el capitán saltó a su silla, contento ante la perspectiva de entrar pronto en actividad.
Sonó la orden de marcha y Lawton, lanzando una mirada de despecho al sitio por donde se escondió el skinner y otra, melancólica, a la tumba de Isabel, se puso a la cabeza del pequeño grupo, siempre pensativo, con el doctor a su lado. El sargento Hollister y Betty formaban la retaguardia. El frío viento del sur silbaba tristemente al pasar por las abiertas puertas y las rotas ventanas del «Hotel Flanagan», donde antes resonó el bullicio y las alegres bromas de los valientes americanos.