«Y ahora ha perdido sus encantos
y la alegría huyó lejos de ella. ¡Ay, por qué no dura la belleza! ¡Por qué las suaves flores se marchitan tan pronto!
¡Qué triste aparece el valle de los años!
¡Cuán diferente del alegre escenario de los días jóvenes!
¿Qué se hizo de sus apasionados admiradores?
Ya no queda siquiera uno,
en quien su corazón encuentre apoyo».
La Tumba de Cinthia.
Un torrente, un huracán, pueden llevar la desolación a los más bellos parajes de la naturaleza; la guerra, con su mano de hierro, también puede cumplir su obra de destrucción: pero sólo las pasiones pueden trastornar el corazón humano. El torrente y el huracán tienen un límite para sus estragos; la tierra regada con la sangre de los combatientes parece querer indemnizar de esa pérdida, redoblando su fertilidad; pero el corazón puede sufrir heridas que todos los esfuerzos de los mortales son incapaces de curar.
Ya hacía años que el de Sara estaba invadido por la imagen de Wellmere, que ponía en él los pensamientos naturales de su sexo y su situación, y, en el momento en que creía ver realizado lo que para ella nunca pasó de un sueño; cuando iba a cumplirse el hecho más importante de su vida, el descubrimiento de la verdadera calidad de su amado fue un golpe demasiado cruel para que su mente pudiera resistirlo.
Ya vimos cómo, cuando recobró el uso de los sentidos, parecía haber olvidado lo que acababa de suceder. Y, al recibirla de los brazos del capitán Lawton, sus parientes no encontraron sino una sombra de lo que había sido.
De la casa de Mr. Wharton sólo quedaban los muros. Y esas paredes, ennegrecidas por el humo y despojadas de lo que fueron sus adornos, parecían tristes restos de la paz y la seguridad que poco antes reinaba en su interior. La techumbre y los suelos habían caído al sótano y sus humeantes despojos todavía lanzaban un pálido y cambiante resplandor que, a veces, permitía ver lo que sucedía en el prado.
La precipitada huida de los skinners dejó que los dragones salvaran parte del mobiliario que, dispersos aquí y allá sobre el césped, daba a la escena un aspecto de mayor desolación. Cuando se elevaba una columna de llamas expandiendo mayor claridad, se veía en el fondo al sargento Hollister y a cuatro dragones, gravemente montados en sus caballos, según la disciplina militar, y a la yegua de la señora Flanagan que, desatada de la carreta, pacía tranquilamente la hierba del borde del camino.
Betty se adelantó hacia el veterano, después de ver con perfecta calma los acontecimientos relatados. Más de una vez insinuó al sargento que, como ya no se combatía, había llegado el momento del pillaje; pero Hollister le informó de las órdenes recibidas y continuó inmóvil e inflexible. Por último, al ver cómo Lawton surgía del edificio llevando a Sara en los brazos, la cantinera fue a reunirse con los demás dragones.
Cuando depositó a Sara en uno de los sofás salvados de las llamas, el capitán se apartó por delicadeza, para que las señoras dieran a la infortunada los cuidados convenientes y para reflexionar sobre lo que debía hacer. Miss Peyton y Francés la recibieron con un arrebato que no les permitía pensar en otra cosa que la alegría de verla a salvo, pero la contemplación de sus animadas mejillas y de sus ojos extraviados, pronto les inspiró sentimientos más amargos.
—¡Sara! ¡Hija mía, te has salvado! —exclamó miss Peyton, abrazándola—. ¡Que el cielo bendiga a quien fue su instrumento!
—¡Mirad! —dijo Sara, señalando el fuego que brillaba entre las ruinas—. ¡Mirad qué hermosa iluminación! La han dispuesto para mí, porque así es como se recibe a una nueva esposa. Él me lo dijo. ¡Escuchad! ¿No oís cómo suenan las campanas?
—¡Ay de mí! —exclamó Francés, que parecía tan extraviada como su hermana—. No hay aquí bodas ni alegrías. Todo es pena y desolación. ¡Hermana, vuelve en ti, vuelve a nosotros!
—¿Por qué lloras, pobrecita? —replicó Sara, con una sonrisa de compasión—. Todos no pueden ser felices al mismo tiempo. ¿No tienes un marido que te consuele? ¡Paciencia, que ya lo encontrarás! Pero, ten cuidado —añadió, bajando la voz—, no sea que haya otra mujer, porque aterra pensar en lo que sucedería si estuviera casado dos veces.
—¡Ha perdido la razón! —gimió miss Peyton, retorciéndose las manos—. ¡Mí pobre Sara, niña querida! ¿Ya no volverá a tener conocimiento?
—¡No! —exclamó Francés—. ¡Es sólo una fiebre cerebral y podremos recobrarla! ¡La recobraremos!
Miss Peyton acogió con alivio aquella luz de esperanza y pidió a Katy que buscara al doctor. Estaba entonces interrogando a los dragones, con la ilusión de encontrar algunas quemaduras y escoriaciones que curar y se apresuró a ponerse a las órdenes de miss Peyton.
—Señora —le dijo—, una noche que comenzó con tan buenos auspicios, termina de modo bien enfadoso. Pero la guerra siempre trae muchos males, aunque a veces sea útil para la causa de la libertad y acelere los progresos de la ciencia quirúrgica.
Miss Peyton no pudo contestarle y se limitó a señalar a su sobrina, que estaba sollozando.
—¡Tiene una fiebre abrasadora! —dijo Francés—. ¡Mire sus ojos fijos y sus mejillas arrebatadas!
Sitgreaves estudió atentamente los síntomas exteriores que manifestaba la enferma y en seguida le cogió la mano, en silencio. Era muy raro que mostrase tan viva emoción; todas sus pasiones parecían acostumbradas a contenerse dentro de una dignidad clásica, y sus facciones rígidas y como distraídas, pocas veces dejaban traslucir lo que sentía su corazón. Pero en aquellos momentos, las miradas atentas de Francés y de miss Peyton, le descubrieron una expresión de lástima y de sensibilidad. Después de apoyar sus dedos sobre el hermoso brazo, cuya piel aún se adornaba con un brazalete de brillantes, sin que Sara opusiera la menor resistencia, lo dejó caer con un profundo suspiro. Y, volviéndose hacia miss Peyton, luego de pasarse una mano por los ojos, dijo:
—No hay ninguna fiebre, señora. Sólo el tiempo, los cuidados del cariño y la ayuda del cielo, pueden operar una cura para la que son insuficientes las luces de la ciencia.
—¿Y dónde está el miserable que causó tanta desgracia? —exclamó Singleton, haciendo un esfuerzo para levantarse del sofá donde su hermana lo tendió y rechazando al dragón que lo sostenía—. ¿Para qué sirve vencer a los enemigos si los vencidos pueden infligirnos heridas tan crueles?
—¿Crees acaso —dijo Lawton, con una amarga sonrisa—, que corazones ingleses pueden sentir compasión por los males que padezcan los americanos? ¿Qué es América para Inglaterra? Un satélite que no debe tener luz sino para aumentar la del planeta al que está subordinado. ¿Olvidas que un colono ha de sentirse honrado por deber su ruina a un hijo de la Gran Bretaña?
—Lo que no olvido es que llevo un sable —contestó Singleton, mientras caía, agotado, en su asiento—. Pero, ¿no hubo un brazo que vengase a esa infortunada y a su desgraciado padre?
—No son brazos ni coraje lo que han faltado, capitán —dijo orgullosa-mente Lawton—. Pero a veces la suerte favorece al malvado. Daría incluso a Roanoke por encontrarlo de nuevo y medirme con él.
—No, capitán, no —le dijo a media voz Betty Flanagan, con una mirada expresiva—. ¡No dé a Roanoke por nada del mundo! No todos los días se encuentra un animal parecido.
—¡Ni cincuenta caballos, los mejores que hayan nacido en las orillas del Potomac, valdrían lo que una bala bien dirigida a ese malvado!
—El aire de la noche —dijo entonces el doctor—, sólo puede empeorar a la señora y a George. Hay que pensar en llevarlos a un lugar donde yo pueda curarles y darles alivio. Aquí sólo quedan ruinas y las miasmas de la humedad.
La proposición no podía ser más razonable y Lawton tomó las disposiciones necesarias para llevar a la familia Wharton, provisionalmente, a Cuatro-Esquinas.
En aquella época, el arte de la carrocería estaba en América en su infancia y quienes querían tener un coche elegante y ligero tenían que comprarlo en Inglaterra. Cuando Mr. Wharton salió de New York era uno de los pocos que se permitía el lujo de una carroza; y cuando su cuñada y sus hijas fueron a acompañarle en su soledad de Locust, viajaron en el pesado carruaje que, en tiempos pasados, rodaba imponente por la tortuosa calle Queen Street y se mostró con severa dignidad en el más espacioso paseo de Broadway.
La carroza quedó en el almacén donde la dejaron al llegar, y sólo la edad de sus caballos, los favoritos de César, impidieron que los merodeadores de ambos bandos se apoderaran de ellos. El negro, ayudado por unos soldados, se ocupó de poner en condiciones aquella carroza, oscura y pesada, guarnecida de un hermoso paño ya maltratado y cuyos paneles repintados en la colonia, demostraban lo mal que se practicaba el arte que en Inglaterra les dio un barniz tan brillante.
Junto al león tendido de las armas de Mr. Wharton, se transparentaban los blasones de un príncipe de la Iglesia y la mitra que comenzaba a aparecer por debajo de las pinceladas americanas, denunciaba el rango del primer dueño del vehículo. La silla de viaje que llevó a Locust a miss Singleton estaba intacta, pues las llamas no alcanzaron a los almacenes, las cuadras y las dependencias separadas de la casa.
El proyecto de los bandidos no era dejar las caballerizas tan bien provistas, pero el ataque de Lawton desbarató sus planes, tanto sobre este punto como sobre otros. Ahora dejó en Locust un pequeño destacamento, al mando de Hollister, quien, ya convencido de que sólo tenía que enfrentarse con enemigos terrenales, tomó sus disposiciones con tanta sangre fría como habilidad. Se retiró con su pelotón a cierta distancia de las ruinas, de modo que quedaba entre tinieblas, mientras que los restos del incendio darían suficiente luz para ver a los merodeadores, a quienes la sed de pillaje pudiera atraer.
Satisfecho con aquel prudente dispositivo, el capitán dio orden de ponerse en marcha. Miss Peyton, sus sobrinas e Isabel, se acomodaron en la carroza; la carreta de Betty Flanagan, bien provista de colchones y mantas, recibió al capitán Singleton y a su criado; y el doctor Sitgreaves se encargó de la silla y de Mr. Wharton.
Con excepción de César y de la criada Katy, se ignora lo que sucedió con los demás servidores, pues ninguno volvió a aparecer. Después de ordenar la salida, Lawton quedó unos momentos solo en el prado, recogiendo alguna olvidada pieza de plata, temiendo que pusiera a excesiva prueba de integridad a sus dragones; y al no ver nada que pudiera inducirles a tentación, montó a caballo para formar personalmente la retaguardia de la columna.
—¡Deténgase! —exclamó entonces, una voz de mujer—. ¿Quiere dejarme sola para que me asesinen? Quizá la cuchara se haya fundido, pero me indemnizarán, si hay alguna justicia en esta tierra.
Lawton dirigió su penetrante mirada hacia el lugar donde sonaba la voz y vio salir de las ruinas a una mujer cargada con un paquete que, por su tamaño, podía comparársele a un fardo del buhonero.
—¿Quién diablos surge así de entre las llamas, como un ave fénix? —dijo el capitán, acercándose a ella—. ¡Por el alma de Hipócrates: si es el doctor hembra, la de la aguja! ¡Está bien, buena mujer, no hay por qué armar tanto escándalo!
—¿Tanto escándalo? —respondió Katy, sofocada—. ¿No es bastante con haber perdido una cuchara de plata, sino que también me dejan aquí para que me roben, o me asesinen? Harvey Birch no me hubiese tratado así cuando vivía con él. Tenía sus secretos, desde luego, y se cuidaba demasiado poco de su dinero; pero nunca dejó de tratarme con toda consideración.
—¿Vivía usted en casa del señor Birch?
—Diga que yo era toda la casa, porque allí no había nadie más que él y yo con su padre. ¿No conoció usted al viejo padre de Harvey?
—No tuve ese gusto. ¿Y cuánto tiempo vivió usted en la casa?
—¡Qué sé yo! Ocho o nueve años, quizá. ¡Y dígame qué adelanté!
—No, desde luego; ya veo que ganó usted bien poco con esa asociación. Pero, ¿no había algo de extraño en la conducta de Harvey Birch?
—Y muy extraño —contestó Katy, mirando en torno con precaución y bajando la voz—. Era un hombre sin reflexión y que no miraba a una guinea más que yo miraría a una brizna de paja… Pero, dígame de qué modo alcanzo a miss Jeannette Peyton y le contaré todos los prodigios de Birch, desde el principio hasta el fin.
—¡Ahora verá qué poco me cuesta! Permítame que le coja el brazo por debajo del hombro… Tiene usted fuertes huesos, por lo que veo.
Y, diciendo estas palabras, la volteó rápidamente, de modo que en un instante Katy se encontró sentada y segura, si no muy cómoda, sobre la grupa del caballo de Lawton.
—Ahora, señora —le dijo el capitán—, tiene usted el consuelo de saber que va montada del mejor modo posible. Mi caballo tiene los pies muy firmes y salta como una pantera.
—¡Déjeme bajar! —exclamó la solterona, queriendo soltarse de la mano de hierro que la sujetaba, pero al mismo tiempo temiendo caer—. ¿Es así como se pone a caballo a una mujer? Además, necesitaría un cojín.
—¡No se mueva, buena mujer, no se mueva! Porque Roanoke nunca falla los pies delanteros, pero a veces se levanta sobre los traseros. No está habituado a que más de un par de talones le bata los flancos, como los palillos de un tambor, y se acuerda durante más de quince días del más ligero espolonazo. De modo que no es prudente que se mueva así o el animal se olvidará de su segunda carga.
—¡Le repito que me deje bajar! —insistió Katy—. Me caeré y me mataré. Además, no puedo agarrarme a nada: ¿no ve que tengo las dos manos ocupadas?
Lawton volvió la cabeza y vio que, así como él subió a la mujer, ella subió su paquete, que ahora llevaba cogido con ambos brazos.
—Ya veo que se preocupa de su bagaje… Pero mi cinturón puede abarcar su esbelto talle junto con el mío.
Katy se sintió demasiado lisonjeada con aquel cumplido, para oponer resistencia; Lawton la ató fuertemente a su cuerpo hercúleo, y clavando espuelas al corcel salió del césped, con tal rapidez que Katy quedó desconcertada y sin defensa. Después de correr algún tiempo a una velocidad que aterró a la solterona, alcanzaron la carreta de la cantinera, que había puesto al paso a su yegua, por consideración a las heridas del capitán Singleton.
Los acontecimientos de aquella extraña noche causaron en el joven militar una tremenda laxitud. Iba envuelto cuidadosamente en unas mantas y sostenido por su ordenanza, incapaz de mantener una conversación aunque sí de ocuparse de profundas reflexiones sobre lo sucedido. La charla de Lawton con su compañera cesó cuando Roanoke tomó el galope, pero ahora caminaban al paso, más favorable para el diálogo, y lo continuaron como sigue:
—¿De modo que usted vivía en la misma casa que Harvey Birch?
—Durante casi nueve años —contestó Katy, respirando mejor desde que cesó el galope.
El aire de la noche llevó la fuerte voz del capitán a oídos de la cantinera, que iba sentada al pescante de la carreta y que oyó la pregunta tan bien como la respuesta. Volvió la cabeza y dijo:
—Por lo tanto, buena mujer, sabrá usted si Harvey es pariente o no de Belcebú. El sargento lo dice, y Hollister no es un tonto, ni mucho menos.
—¡Esa es una escandalosa calumnia! —exclamó enérgicamente Katy—. No hay buhonero más honrado que él, y si alguna amiga necesita un traje o un delantal, no hay miedo de que le acepte ni un farthing. ¡Belcebú! ¿Leería la biblia, si tuviese algo que ver con el maligno?
—En todo caso —siguió Betty—, es un diablo honrado. Porque su guinea era de auténtico oro. Pero el sargento piensa de otro modo, y se puede decir que Hollister es un sabio.
—¡Ese sargento está loco! —exclamó la solterona—. La verdad es que Harvey podía ser rico en estos momentos: ¡pero hace tan poco caso de sus negocios! Muchas veces le he dicho que si se limitaba a su saco, realizaba sus ganancias, tomaba esposa para ordenar su vida, y renunciaba a sus relaciones con las tropas y otros tráficos semejantes, en seguida podría construirse una buena casa… ¡Le digo que su sargento no le llega a la suela de las zapatos!
—¿De veras? —replicó irónicamente la cantinera—. Usted olvida que el señor Hollister es el primero en su compañía detrás del corneta. En cuanto el buhonero, es mucha verdad que anoche nos avisó de todo este jaleo, y no es muy seguro que el capitán Jack saliera con bien si no le llegan los refuerzos.
—¿Qué ha dicho usted, Betty? —preguntó el capitán—. ¿Fue Birch quien les dio la alarma?
—El mismo, tesoro mío. Y yo quien me removí como un diablo en una pila de agua bendita para que saliera el destacamento. No es que yo pensara que usted no podía con los vaqueros, pero con el diablo a nuestro lado estaba segura de vencerlos. Mi única sorpresa ha sido el ver que, en un asunto en que estaba mezclado Belcebú, no hubiera pillaje.
—Le agradezco su ayuda, Betty, y más por los inconvenientes.
—¿Por el pillaje? La verdad es que no pensé en él hasta ver tantos muebles en el prado, unos quemados y otros rotos, sin contar los que estaban como nuevos. No estaría mal que el cuerpo tuviese, por lo menos, un buen lecho de plumas.
—¡Y qué a punto llegó el socorro! Si Roanoke no corre más que sus balas, a estas horas yo no existía. El animal vale su peso en oro.
—¡Querrá decir su peso en papel, tesoro mío! Porque el oro es un metal pesado y muy raro en los Estados. Si el sargento no le coge miedo al negro, con su cara de caldero ahumado, hubiéramos llegado a tiempo para matar a esos perros o cogerlos prisioneros.
—¡Bien ha estado así, Betty! Ya llegará un día en que esos descreídos serán pagados como merecen, si no colgados de la horca, sufriendo el desprecio de sus conciudadanos. América aprenderá alguna vez a distinguir un patriota de un facineroso.
—Hable más bajo —dijo Katy—. Hay quien tiene muy buena opinión de sí mismo, y trafica con los skinners.
—Pues un ladrón siempre es un ladrón —afirmó Betty—, lo mismo si roba en nombre del rey que del Congreso.
—Pues yo —dijo la solterona—, ya sabía que iban a ocurrir desgracias. Ayer, el sol se puso por detrás de una nube negra, y el perro de Locust aulló aunque le di su comida con mis propias manos. Además, no hace una semana que soñé que veía mil velas encendidas y que el pan se quemaba en el horno; miss Peyton decía que era porque la víspera fundí sebo, teniendo que cocer pan al día siguiente. Pero yo sé a qué atenerme.
—Yo sueño muy poco —dijo Betty—. Acuéstese con la conciencia tranquila y el gaznate húmedo, y dormirá como un niño. La última vez que soñé, fue cuando unos soldados pusieron unas flores de cardo entre mis sábanas, y soñé que el ordenanza del capitán Lawton me cepillaba con la almohaza, como si fuera Roanoke. ¡Pero qué importa!
—¿Que no importa? —replicó Katy, irguiéndose con tal fiereza que obligó al capitán a hacer el mismo movimiento—. Nunca hubo un hombre que se atreviera a poner sus manos en mi cama. ¡Eso es indecente y despreciable!
—¡Bah! —dijo la cantinera—. Si usted estuviera, como yo, atada a la cola de una tropa de dragones, aprendería a tolerar las bromas. ¿Qué sería de la libertad y de los Estados, si los soldados no dispusieran de camisa limpia y de unas gotas? Pregunte al capitán cómo se batirían, señora Belcebú, si no tuvieran ropa blanca para celebrar las victorias.
—¡Señora: soy soltera todavía, y mi apellido es Haynes! —replicó agriamente Katy—. Y le ruego que no emplee ese lenguaje cuando me habla, porque no estoy acostumbrada. Además, sepa que Harvey no es más Belcebú que usted.
—Miss Haynes —tuvo que intervenir el capitán—, hay que permitir ciertas licencias al lenguaje de la señora Flanagan. Las gotas que decía son de un volumen considerable, y le han dado las libres maneras de un soldado.
—¡Qué tesoro de capitán! —exclamó la cantinera—. ¿Por qué se burla de esta buena mujer? Hable como quiera, querida, ya que su lengua no ha perdido el juicio… ¡Pero qué nubes tan negras, y sin una estrella en el cielo!
—La luna saldrá muy pronto —dijo el capitán.
Llamó al dragón que marchaba unos pasos delante de él, y le ordenó unas precauciones para que Singleton no sufriera con la marcha. Después dirigió a su amigo unas frases de ánimo, espoleó a Roanoke y se alejó de la carreta con tal rapidez que volvió a asustar a Katy.
—¡Qué espléndido y atrevido jinete! —exclamó la cantinera—. ¡Buen viaje, capitán! Y si se tropieza con el señor Belcebú, señale a la grupa y que vea que lleva usted a su mujer: ¡seguro que no se para a hablarle!
La ruidosa charlatanería de Betty Flanagan era demasiado conocida del capitán para que se entretuviese a escuchar o a contestarla. A pesar de la carga complementaria, Roanoke salvó rápidamente la distancia que separaba la carreta del carruaje de miss Peyton, y si de ese modo respondió al deseo de su dueño, no satisfizo el de su compañera.
Cuando lo alcanzó ya estaban cerca de Cuatro-Esquinas. La luna salía entonces de entre una masa de nubes, difundiendo una luz demasiado pálida para unos ojos que acababan de ser deslumbrados por el resplandor de un incendio. Sin embargo, hay en el claro de luna una suavidad que la viva luz de las llamas nunca igualará; Lawton acortó el paso de su caballo, y hasta el final del viaje se entregó en silencio a sus reflexiones.
Comparado con la elegancia sencilla y cómoda de Locust, el «Hotel Flanagan» era sólo una tristísima vivienda. En lugar de suelos cubiertos por alfombras y de ventanas adornadas con cortinas, se veía tablas mal unidas y trozos de madera o de papel reemplazando a los cristales de las ventanas, rotos en su mayoría. Sin embargo, Lawton se cuidó de que todo se arreglara con tanta comodidad como permitían las circunstancias; encendieron las chimeneas de los dormitorios, para suavizar su desolado aspecto, y los dragones llevaron los muebles que su capitán juzgó indispensables y que pudieron procurarse.
Así, miss Peyton y las muchachas encontraron, a poco de llegar, un sitio casi habitable. Sara continuó divagando durante todo el viaje, adaptando cualquier detalle a los sentimientos que dominaban su corazón. Tuvieron que sostenerla para llegar al dormitorio destinado a las damas, y en cuanto estuvo sentada junto a Francés, le pasó cariñosamente un brazo por la cintura y le dijo, señalando a lo que les rodeaba:
—¿Ves?… Este es el palacio de su padre; han encendido mil antorchas, pero el marido no está… ¡No te cases sin anillo! Procura que esté dispuesto, y cuida de que otra no tenga derechos también… ¡Pobrecita mía, cómo tiemblas! Pero no tengas miedo: nunca puede haber dos esposas para un solo marido… ¡No, no tiembles, no llores! ¡No tienes nada que temer!
—¿Qué remedio puede haber para una mente que ha recibido un golpe así? —preguntó a Isabel el capitán Lawton, que miraba con lástima aquel cruel espectáculo—. Sólo el tiempo y la bondad divina le llevarán alivio… Pero sí podemos hacer algo para que esta habitación sea menos incómoda. Usted es hija de un soldado y está acostumbrada a estas cosas: ayúdeme a impedir que el aire entre por esta ventana.
Miss Singleton se puso en seguida a la tarea, y mientras el capitán intentaba arreglar unos cristales rotos, ella colgaba una sábana para que hiciera las veces de cortina.
—Ya oigo a la carreta —dijo Lawton, contestando a una pregunta de Isabel sobre su hermano—. Betty tiene muy buen corazón, y con ella George está, no sólo seguro sino tan bien como es posible.
—¡Que Dios le premie sus cuidados, y que les bendiga a todos! —dijo fervorosamente miss Singleton—. Ya sé que el doctor Sitgreaves ha ido a buscarle… Pero mire: ¿qué es eso que resplandece allí?
Las dependencias de la granja estaban frente a la ventana, y la mirada penetrante de Lawton vio en seguida el objeto que brillaba al claro de luna.
—¡Por el cielo, si es un arma de fuego! —exclamó.
Y saltando por el alféizar se lanzó hacia su caballo, que estaba en la puerta, ensillado todavía. Sus movimientos fueron tan rápidos como el pensamiento, pero apenas había dado un paso cuando vio un relámpago, seguido del silbido de una bala. Y acababa de saltar a su caballo cuando se oyó un tremendo grito en la habitación que había dejado. Todo ocurrió en pocos segundos.
—¡A caballo, dragones! ¡Seguidme! —exclamó Lawton con su voz de trueno.
Y antes de que sus soldados tuviesen tiempo para comprender lo que sucedía, Roanoke había salvado una valla que le separaba de su enemigo. Persiguió al fugitivo como si su vida dependiera de alcanzarle; pero las peñas estaban a muy poca distancia, y el defraudado capitán vio cómo se le escapaba, trepando por una colina llena de barrancos por donde no podía seguirle.
—¡Por la vida de Washington! —murmuró Lawton, devolviendo el sable a la vaina—. ¡Si no tiene los pies tan ágiles, le parto en dos! Pero algún día lo haré.
Volvió a la casa despacio, con la indiferencia de quien sabe que su vida puede ser sacrificada a su país en cualquier momento. El ruido de un gran tumulto le hizo apretar el paso, y al llegar a la puerta, pálida de terror, Katy le dijo que la bala dirigida contra él había herido en el pecho a miss Singleton.