CAPITULO XXII

«Que tu boca no sea el heraldo

de tu propia vergüenza; toma un aspecto suave, un tono melifluo;

encubre la traición con un velo decente;

pon al vicio la librea de la virtud».

Shakespeare: La comedia de las equivocaciones.

Todos los reunidos en el salón de Mr. Wharton se encontraron en situación embarazosa durante la corta ausencia de César, que no llegó a una hora; pues tan asombrosa fue la carrera de su corcel a lo largo de las cuatro millas recorridas, y los hechos relatados sucedieron en tan escaso intervalo de tiempo. Como era natural, los caballeros hicieron lo posible por acelerar el curso de los minutos; pero la dicha que se hace esperar no es la que inspira mayor alegría.

En casos como aquél, los novios disfrutan el privilegio de no tener nada que decir, y sus amigos parecían dispuestos a seguir su ejemplo. El retraso que sufría la felicidad del coronel le inspiraba gestos de impaciencia y de inquietud, y a cada momento cambiaba la expresión de su rostro mientras estuvo sentado junto a Sara, que aprovechó el aplazamiento para armarse de todas sus fuerzas ante la ceremonia. En medio de un silencio embarazoso, Sitgreaves se dirigió a miss Peyton, a cuyo lado consiguió una silla, y le dijo:

—El matrimonio, señora, es un estado honorable a los ojos de Dios y de los hombres, y puede decirse que, en el siglo en que vivimos, está de acuerdo con las leyes de la razón y de la naturaleza. Los antiguos perdieron las luces y condenaron a miles de seres a la desdicha, sancionando la poligamia; pero el progreso de los conocimientos humanos dio vida a esa sabia ley que prohíbe al hombre tener más de una mujer.

Wellmere, que había oído aquella banal observación, lanzó al doctor una mirada cargada de mal humor y desprecio.

—Yo creí —dijo miss Peyton— que debíamos ese beneficio a la religión cristiana.

—Indudablemente, señora —respondió Sitgreaves—. En algún sitio de los escritos de los apóstoles se ordena que el hombre y la mujer estén en pie de igualdad a ese respecto: pero, ¿hasta qué punto la poligamia influía en la santidad de la vida? Sin duda fue un arreglo científico de San Pablo, que era un hombre culto, y que probablemente tuvo muchas conversaciones sobre ese importante asunto con San Lucas que, como todos saben, fue educado en la práctica de la medicina.

Miss Peyton no respondió a la sabia disertación sino con una inclinación de cabeza que hubiera hecho enmudecer a cualquier buen observador. Pero el capitán Lawton —que continuaba sentado, con la barba apoyada sobre sus manos—, poniendo sus ojos, alternativamente, en el doctor y en el coronel, dijo:

—Sin embargo, esa costumbre existe todavía en ciertos países, y precisamente en aquéllos en que primero fue abolida por el cristianismo. ¿Podía decirme el coronel Wellmere qué castigo tiene la bigamia en Inglaterra?

Wellmere llevó sus ojos hacia quien le interrogaba, pero los bajó en seguida, incapaz de resistir la penetrante mirada que encontró. Con todo, un esfuerzo le permitió acabar con el temblor de sus labios y devolvió algún color a sus mejillas, mientras contestaba:

—La muerte, como merece un crimen semejante.

—Y la disección —añadió el doctor—. Porque nuestros legisladores fueron tan sabios como para hacer que el criminal fuera útil a la sociedad incluso después de castigado su crimen; y la bigamia es de los más odiosos.

—¿Más que el celibato? —preguntó irónicamente Lawton.

—Sin duda alguna —contestó el cirujano, con su imperturbable simplicidad—. Si el soltero no contribuye a la multiplicación de la especie humana, puede dedicar su tiempo a la propagación de las luces de la ciencia. Pero el miserable que abusa de la ternura y la credulidad del sexo más débil, es tan despreciable como criminal y no merece piedad.

—¿Cree usted, doctor, que las damas le agradecerán que las presente como débiles y crédulas?

—Usted no puede negar, capitán Lawton, que el animal está mejor formado en el hombre que en la mujer: sus nervios están provistos de menos sensibilidad, sus fibras son más resistentes, sus músculos más vigorosos, sus huesos más gruesos y sólidos. ¿Es de sorprender, entonces, que la mujer tienda a confiar en el malvado que pretenda engañarla?

Wellmere, incapaz de escuchar con paciencia la conversación, se levantó de pronto y se puso a pasear por la sala, evidentemente alterado. Apiadándose de su situación, el capellán —que, todavía revestido, esperaba el regreso de César—, llevó la charla a otro tema. Poco después llegó el negro, y entregó a Sitgreaves el billete de que era portador, en el que se daba breve cuenta de los puntos tratados en su carta y se anunciaba que el negro llevaría el anillo.

La frente del doctor se nubló con una nube de melancolía al contemplarlo en silencio, y olvidando el lugar en donde estaba y la ceremonia a que iba a procederse, exclamó enternecidamente:

—¡Pobre Ana! La inocencia y la alegría vivían en tu corazón cuando este anillo fue comprado para tu casamiento: pero antes de ese día, el cielo quiso llamarte. ¡Muchos años han pasado desde entonces, pero nunca olvidaré a la compañera de mi infancia!

Luego se adelantó hasta Sara, le enseñó la sortija, se la puso en un dedo, y le dijo, en el mismo tono:

—Aquella a quien estaba destinado este anillo descansa hace mucho tiempo en la tumba; su novio la siguió poco después. Acéptela, miss Wharton, y ojalá sea garantía de la felicidad que usted merece.

Aquel arranque de delicadeza produjo una profunda impresión en Sara, cuya sangre refluyó a su corazón. Pero ya el coronel le ofrecía la mano, la condujo ante el capellán, y la ceremonia comenzó. Las primeras frases del imponente oficio produjeron un hondo silencio en el salón, y el ministro, después de dirigir una solemne exhortación a los futuros esposos, recibió sus respectivas promesas de fidelidad.

Entonces llegó el ceremonial del anillo que, por inadvertencia y en la confusión del momento, había quedado en el dedo de Sara. Esa circunstancia ocasionó un instante de interrupción, y de pronto apareció en la sala un hombre cuya presencia detuvo la ceremonia. Era el buhonero. Sus ojos, en otras ocasiones tan tímidos, ahora no evitaban las miradas de los demás, aunque vagaban en torno suyo, como azorados. Su cuerpo parecía agitado por una emoción extraordinaria; pero pasó, como la sombra de una nube empujada por el viento, y recobrando su aspecto habitual de humildad y respeto, se dirigió al futuro esposo y le dijo, tras una inclinación:

—¿Cómo el coronel puede perder aquí momentos preciosos, cuando su esposa acaba de atravesar el océano para reunirse con él? Las noches son largas, y la luna va a salir. En pocas horas podía estar en New York.

Suspenso ante el inesperado discurso, Wellmere quedó un largo momento desconcertado. El rostro de Birch, aunque alterado, no inspiró miedo alguno a Sara; pero en cuanto volvió de la sorpresa de aquella interrupción, lanzó una mirada de inquietud al hombre con quien acababa de comprometerse para toda la vida, y leyó en él la terrible confirmación de cuanto dijo el buhonero. Le pareció que el salón daba vueltas, y cayó inconsciente en brazos de su tía. Hay en la mujer un instinto de delicadeza que parece triunfar de todas las emociones, por poderosas que sean, y ese instinto hizo que miss Peyton y Francés se llevaran a Sara a otra habitación, dejando solos a los hombres.

La confusión que había seguido al desvanecimiento de Sara facilitó la retirada del buhonero, que desapareció con una presteza que habría impedido que le alcanzasen, si alguien pensó en seguirle. Wellmere vio entonces cómo todos los ojos se fijaban en él, en medio de un silencio de mal augurio.

—¡Eso es falso! ¡Falso como el infierno! —exclamó golpeándose la frente con el puño—. Yo nunca reconocí sus pretendidos derechos y las leyes de mi país no me obligaron a reconocerlos.

—¿Y las de Dios y de la conciencia? —preguntó Lawton.

Antes de que Wellmere tuviese tiempo para contestar, Singleton —hasta entonces apoyado en el brazo de su ordenanza—, se adelantó al centro del círculo que formaban, y exclamó, con los ojos brillantes de indignación:

—¿Ese es el honor inglés? ¿El honor del que su nación se enorgullece tanto, pero cuyas leyes no respeta cuando se trata de extranjeros? Sin embargo, tenga usted cuidado —añadió, llevando la mano a la empuñadura de su sable—, porque toda hija de América tiene derecho a protección, y ninguna está tan abandonada que no encuentre un vengador si alguien la ultraja.

—¡Está bien, caballero! —respondió altivamente Wellmere, avanzando hacia la puerta—. Su estado le proteje, pero puede llegar un día…

Estaba saliendo del salón, cuando sintió que le golpeaban suavemente en un hombro. Se volvió, y vio al capitán Lawton que, con una extraña sonrisa, le invitaba a seguirle. El coronel estaba en tal situación, que cualquier lugar le parecía mejor que aquel en donde sufrió las miradas de horror; y desprecio. Llegaron hasta cerca de la cuadra sin que el capitán pronunciara una palabra, pero entonces dijo en voz alta:

—¡Traedme a Roanoke!

Al instante apareció su ordenanza, con el caballo dispuesto a partir. Con la mayor sangre fría, Lawton echó las riendas por encima del cuello del animal y, cogiendo unas pistolas que llevaba en el arzón dijo:

—Tenía usted razón, coronel Wellmere, al decir que George Singleton no se encontraba en estado de batirse; pero aquí tengo dos pistolas que ya han servido muchas veces, y que siempre estuvieron en manos honradas. Pertenecieron a mi padre, coronel; le sirvieron con honor en las guerras contra Francia, y me las dio para emplearlas en favor de nuestra patria. ¿Puedo emplearlas más honrosamente que castigando a un miserable que quería marchitar una de sus flores más bellas?

—¡Yo seré quien le castigue por esa insolencia! —exclamó Wellmere, cogiendo el arma que le ofrecían—. ¡Y que la sangre caiga sobre la cabeza del que fue el agresor!

—¡Amén! —dijo Lawton—. En estos momentos está usted libre, y lleva en el bolsillo un pasaporte firmado por Washington. Le cedo el primer disparo; si caigo, aquí tiene un caballo que muy pronto le pondrá al abrigo de cualquier persecución. Pero márchese en seguida, porque hasta Sitgreaves se batiría por una causa como ésta y tampoco debe esperar perdón de mi escuadra de dragones.

—¿Está usted dispuesto? —respondió Wellmere, rechinando los dientes de rabia.

—Tom, acércate con la linterna… ¡Fuego!

El coronel disparó, y la hombrera de Lawton saltó en cien pedazos.

—Ahora llega mi turno —dijo el capitán con la mayor sangre fría y apuntando a Wellmere con su pistola.

—¡Y el mío! —dijo una voz detrás de él, mientras que un tremendo golpe en su brazo le hacía soltar el arma—. ¿No tiene mejor cosa que hacer que disparar contra un hombre como si fuera un pavo de Navidad?… ¡Por todos los diablos del infierno: si es el furibundo virginiano! ¡Caed sobre él, camaradas, cogedle! ¡Es una presa que no esperaba!

Aunque sorprendido y desarmado, Lawton no perdió su presencia de ánimo. Se daba cuenta de que estaba en mano de gentes que no le darían gracia, y recurrió a todas sus fuerzas. Cuatro skinners a un tiempo cayeron sobre él; tres le cogían por el cuello y los brazos, para hacer inútil todo esfuerzo y atarlo con unas cuerdas; rechazó al primero con tal violencia que fue a dar contra la pared, donde se desplomó, aturdido por el golpe. Pero ya el cuarto le cogía de las piernas, y el capitán, no pudiendo defenderse contra tantos enemigos, cayó a su vez, arrastrando en la caída a sus dos asaltantes. La lucha que entonces sucedió fue corta pero terrible.

Los skinners, profiriendo espantosas maldiciones y llamando a otros tres compañeros que presenciaban el combate, petrificados de espanto, acabaron por dominar a su presa. De pronto, uno de los combatientes dejó oír unos suspiros ahogados, seguidos de un sordo gemido, como si le estrangularan; y en el mismo instante, otro de los cuerpos que componían el grupo se puso en pie y se escapó de las manos del otro, que quería retenerle.

Wellmere y el ordenanza de Lawton habían desaparecido, el primero para refugiarse en la cuadra, y el otro para dar la alarma en la casa. Como se había llevado la linterna, estaban en completa oscuridad; y el que se levantó, saltando al caballo en el que nadie pensaba, salió despidiendo tales chispas, que pudo verse que era el capitán quien galopaba en dirección a la carretera.

—¡Por el infierno, se ha escapado! —exclamó, con voz ronca, el jefe de los skinners—. ¡Disparad! ¡Disparad o será demasiado tarde!

La orden fue ejecutada, y los bandidos guardaron silencio unos momentos, con la vana esperanza de ver caer a su víctima.

—No caerá, aunque lo hubierais matado —dijo alguien—. Una vez vi a un virginiano continuar firme en su silla con dos balas en el cuerpo, y así continuó incluso muerto.

Una ráfaga de aire les llevó el ruido de la veloz carrera de Roanoke por el valle, y su marcha regular demostraba que lo conducía un buen jinete.

—Los caballos bien adiestrados —dijo otro de la banda— están acostumbrados a detenerse cuando cae su caballero.

—¡Entonces, se ha salvado! —exclamó el jefe, lleno de ira—. Ese granuja del infierno se nos ha escapado… ¡En fin! Veamos lo que nos queda por hacer. Dentro de media hora tendremos sobre nuestras huellas al hipócrita del sargento y a su tropa; y podemos darnos por muy satisfechos si el ruido de los tiros no los ha puesto ya en camino… ¡Venga, pronto, a vuestros sitios! ¡Prended fuego a la casa, y que unas ruinas humeantes encubran las malas obras!

—¿Qué hacemos con éste? —preguntó uno, dando con el pie al compañero que Lawton casi estranguló—. Quizá con alguna ayuda podría volver en sí.

—¡Dejadle donde está! —respondió el jefe, furioso—. Si hubiese valido medio hombre, el virginiano estaría en mi poder. Os digo que entréis en la casa y que prendáis fuego a las habitaciones. No nos iremos con las manos vacías, pues aquí hay dinero y plata bastantes para enriquecernos a todos… Y para vengarnos.

La perspectiva de la plata, en cualquier forma que la imaginasen, era demasiado seductora para que se resistieran y, abandonando a su compañero, que comenzaba a dar señales de vida, se precipitaron hacia la casa. Wellmere aprovechó la ocasión para salir silenciosamente de la cuadra, llevándose su caballo, y pronto se encontró también en la carretera.

Dudó un momento si dirigirse a Cuatro-Esquinas, para avisar al destacamento y procurar auxilios para la familia Wharton, o si aprovechar la libertad que le proporcionó el canje de prisioneros para llegar a New York. La vergüenza y su conciencia, que le reprochaba su crimen, le inclinaron por lo último; y se alejó, pensando con cierta inquietud en la entrevista que le esperaba con la mujer con quien se casó en Inglaterra, de la que se cansó cuando satisfizo su pasión, y a la que pretendía discutir sus legítimos derechos.

En medio de la confusión que reinaba en la familia Wharton, nadie se dio cuenta de la salida de Lawton y de Wellmere. El estado del anciano señor y el agotamiento que siguió al arranque del capitán Singleton, exigieron los consuelos del capellán y los cuidados del doctor. El ruido de una descarga de fusilería dio a todos el primer aviso de un nuevo peligro, y apenas había transcurrido un minuto cuando el jefe de los skinners entró en el salón, acompañado de uno de los suyos.

—¡Ríndase, servidor del rey George! —exclamó, apoyando la boca de su mosquetón en el pecho de Sitgreaves—. Ríndase, o no dejaré en sus venas ni una gota de sangre realista.

—¡Despacio, más despacio, amiguito! —exclamó el doctor—. Sin duda es usted más experto en el arte de hacer heridas que en el de curarlas, y esa arma que mantiene tan imprudentemente es mucho más peligrosa para la vida animal…

—¡Ríndase, o si no!…

—¿Y por qué me había de rendir? Yo soy un no combatiente, un discípulo de Galeno. Es con el capitán Lawton con quien debe discutir las condiciones de la capitulación. Aunque creo que lo encontrará muy poco tratable.

El skinner había tenido tiempo para examinar al grupo que estaba en el salón, y viendo que no eran de temer sorpresas, la prisa por coger su parte del botín le hizo dejar el mosquetón en el suelo y ocuparse, con el hombre que le acompañaba, en meter en un saco la plata que encontraba; de ese modo podría retirarse con su presa en cuanto las circunstancias lo exigieran.

La casa ofrecía en aquellos momentos un espectáculo singular. Las damas estaban reunidas, junto a Sara, todavía sin conocimiento, en una habitación que no vieron los bandidos. Mr. Wharton había caído en un completo estupor, y escuchaba sin comprenderlas las frases de consuelo que le dirigía el capellán, que estaba tan espantado que no pudo continuar desempeñando su caritativo ministerio. Singleton, agotado, se había tendido en un sofá y apenas se daba cuenta de lo que sucedía a su alrededor. El cirujano le administró un cordial, y examinaba sus vendajes con una serenidad que desafiaba al tumulto.

César y el criado del capitán Singleton huyeron al bosque, y Katy Haynes hacía apresurados paquetes con sus objetos de más valor, teniendo un escrupuloso cuidado de no meter en ellos nada que no fuera legítimamente suyo.

Pero ya es hora de que volvamos a Cuatro-Esquinas. Cuando el veterano Hollister ordenó a los dragones que tomaran las armas y montasen a caballo, la cantinera sintió deseos de compartir la gloria y los peligros de la expedición. No nos atrevemos a afirmar si la empujaba el miedo a quedarse sola o el afán de socorrer en persona a su favorito; pero sí era cierto que, en cuanto vio montar al sargento y dar la señal de partir, la señora Flanagan exclamó:

—Espera a que enganche mi carreta. Os acompañaré y si hay heridos, como es probable, servirá para traerlos.

Aunque a Hollister no le molestaba aquel pretexto para retrasar su salida, se creyó en el deber de oponer algunos reparos.

—Cuando mis dragones están a caballo —dijo—, ni una bala de cañón puede hacerlos desmontar; y en un asunto inventado por el diablo, no es probable que nos encontremos con cañones ni mosqueterías. De modo que puedes venir si te da la gana, pero no habrá necesidad de tu carreta.

—Mientes, mi querido sargento —replicó Betty, a quien sus copiosas libaciones no permitían escoger sus palabras—. Hace unos diez días ¿no fue derribado por una bala el capitán Singleton? ¿No le sucedió algo parecido al capitán Jack y quedó tendido en el suelo, cara al cielo? ¿No le creyeron muerto tus dragones y huyeron, dejando la victoria a las tropas del rey?

—¡Eres tú la que mientes! —gritó el sargento, encolerizado—. ¡Y quien diga que no vencimos nosotros, miente también!

—Quise decir, que por un momento —explicó la cantinera—. Volvisteis la espalda un momento; pero llegó el mayor Dunwoodie, os hizo cargar de nuevo y las tropas reales os dieron la espalda a su vez. En cuanto al capitán Jack, no dejó de ser desmontado a pesar de que es el mejor jinete de todos los dragones… Por tanto, sargento, mi carreta puede ser útil. ¡A ver, dos de vosotros! Poned a mi yegua entre las varas y si algo os falta mañana, os aseguro que no será el whisky. Pero ponerle en el lomo un trozo de la piel de Jenny, porque las condenadas carreteras de West Chester han estropeado al pobre animal.

Obtenido el consentimiento de Hollister, el carretón de la señora Flanagan estuvo pronto dispuesto para recibirla y entonces el sargento dijo a los dragones:

—Como no sabemos si nos atacarán de frente, cinco marcharéis en vanguardia y los demás irán detrás, cubriendo nuestra retirada, si se hiciera preciso… Y no creas, Betty Flanagan, que es problema sencillo mandar en estas circunstancias, para quien no tenga suficientes conocimientos; aquí quisiera ver yo a alguno de nuestros oficiales. Pero yo pongo mi confianza en manos del Señor.

—¡Vamos, Hollister! —dijo la cantinera, cómodamente sentada en su carreta—. ¡Que el diablo me lleve si hay un enemigo en estos lugares!

Y ve más deprisa, para que pueda ponerme al trote. Como no lo hagas, mal podrá agradecerte el capitán tu diligencia.

—Aunque sólo soy un ignorante en lo que se refiere a comunicaciones con los espíritus y los aparecidos —explicó el sargento—, no hice la antigua guerra y he servido cinco años en ésta, sin aprender que un ejército debe proteger sus bagajes: Washington nunca deja de hacerlo. Por lo tanto, no necesito que una cantinera me dé lecciones de servicio. ¡Vamos, camaradas: en marcha, como he ordenado!

—¡Sí, marchad en la forma que sea! —exclamó Betty, impaciente—. Estoy segura de que el moreno ya llegó y de que el capitán os reprochará haber ido demasiado lentos.

—¿Estás bien segura, Betty, de que era un verdadero negro el que trajo la carta? —preguntó el sargento, colocándose entre los dos pelotones, de modo que pudiese hablar con la cantinera y dar órdenes a la vanguardia y a la retaguardia.

—Yo no estoy segura de nada. Pero, ¿por qué tus dragones no se ponen al trote? Mi yegua no está acostumbrada a marchar al paso, y no se calienta en este maldito valle, yendo como en un entierro.

—Despacio, con tranquilidad y prudencia, señora Flanagan —replicó Hollister—. No es la temeridad lo que caracteriza a un buen oficial. Si hemos de entendérnoslas con un espíritu, lo más probable es que nos ataque por sorpresa. No se debe contar demasiado con los caballos, en estas tinieblas, y yo tengo que conservar mi reputación.

—¡Tu reputación! ¿Es que el capitán no puede perder la suya y quizá la vida?

—¡Alto! —exclamó entonces el sargento—. ¿Qué es lo que se ha movido al pie de esa peña, a la izquierda?

—Nada —replicó la cantinera, impaciente—, como no fuera el alma del capitán Jack, que viene a reñirte por ir tan despacio en su auxilio.

—Hablar así es una locura, Betty. ¡Que se adelante uno a reconocer esas peñas! ¡Los demás, sable en mano y estrechando las filas!

—¿Te has vuelto loco? ¡Déjame paso, que mi yegua y yo llegaremos antes a las rocas! ¡A mí no me dan miedo los espíritus!

En aquel momento, el dragón que se había adelantado volvió para decir que nada les impedía avanzar, y reanudaron la marcha, aunque siempre con las mismas precauciones y mucha lentitud.

—El valor y la prudencia son las virtudes del soldado, Betty Flanagan, y sin una de ellas puede decirse que la otra no sirve para nada.

—¿La prudencia sin valor? —replicó la cantinera—. ¿Eso es lo que quieres decir? Pues estamos de acuerdo, pero ya no puedo retener a mi yegua y se me va a desbocar.

—¡Paciencia, mujer, paciencia! ¿Qué es lo que he oído? —exclamó Hollister, al percibir el disparo de Wellmere—. ¡Juraría que es un tiro de pistola y de pistola de nuestro regimiento!… ¡Atención! ¡Adelante el cuerpo de reserva y apretad las filas! ¡Tengo que dejarte, Betty Flanagan!

Al terminar estas palabras, ya en pleno uso de sus facultades, por el disparo de un arma conocida, el sargento se colocó a la cabeza de sus dragones con aire de fiereza militar. No tardó en oírse una descarga de mosquetería y entonces Hollister, gritó:

—¡Adelante! ¡Al galope!

En aquel momento se oyó en el camino la carrera de un caballo, cuya velocidad indicaba que se trataba de vida o muerte para quien lo montaba. El sargento detuvo a su pelotón y corrió solo a reconocer al jinete que avanzaba.

—¡Alto! ¿Quién vive? —gritó con la voz de un hombre resuelto.

—¿Es usted, Hollister? —dijo Lawton—. ¡Siempre dispuesto, siempre en su sitio! ¿Dónde quedó el destacamento?

—A dos pasos, capitán y decidido a seguirle a donde quiera llevarle —respondió el veterano, contento al verse descargado de responsabilidades y deseando encontrarse con un enemigo con quien enfrentarse.

—Está bien —dijo Lawton, avanzando hacia los dragones.

Les dirigió unas palabras de estímulo y les hizo ponerse en marcha, casi a la velocidad con que había llegado. Pronto dejaron atrás la mísera carreta de la cantinera, que se dijo, mientras la arrimaba a un lado del camino:

«¡Cómo se nota que ahora está con ellos el capitán Jack! En vez de caminar como en un entierro, corren como negros. Ataré la yegua a un árbol y les seguiré a pie para ver lo que pasa. No sería justo exponer al pobre animal a recibir un mal porrazo».

Conducidos por Lawton, sus soldados le seguían sin sentir el menor miedo y sin permitirse ninguna reflexión. No sabían si iban a atacar a una banda de vaqueros o a un destacamento del ejército real; pero conocían el valor y la habilidad de su jefe y esas cualidades siempre cautivaron a los soldados.

Al llegar ante la puerta de Locust, el capitán ordenó el alto y tomó sus disposiciones para el ataque. Echó pie a tierra, hizo que los demás le imitasen y dijo a Hollister:

—Usted se queda aquí, cuidando de los caballos; si alguien intenta salir de la casa, lo detiene o lo sablea…

En aquel momento, surgieron llamas por las ventanas y por un lado de la techumbre, produciendo una viva claridad en medio de las tinieblas de la noche.

—¡Adelante! —gritó Lawton—. ¡Y no concedáis cuartel hasta después de hacer justicia!

Había en la voz del capitán una terrible energía que llegaba directamente al corazón, incluso entre los horrores de que la casa era escenario. El botín que había recogido el jefe de los skinners se le cayó de las manos y por unos momentos quedó paralizado por el estupor y el miedo. Por fin corrió hacia una ventana y la abrió, cuando entraba Lawton, con el sable en la mano y gritando:

—¡Muerte a los bandidos!

Y de un sablazo, le partió el cráneo al compañero del jefe, aunque éste escapó, saltando con ligereza por la ventana. Los gritos de las espantadas mujeres devolvieron al capitán su presencia de espíritu, y las precipitadas oraciones del capellán le hicieron pensar en la seguridad de la familia. Otro hombre de la banda cayó en manos de los dragones y siguió la misma suerte que su compañero; pero los demás, se alarmaron a tiempo y pudieron escapar.

Ocupados en auxiliar a Sara, miss Peyton, Francés y miss Singleton, no se dieron cuenta de la llegada de los skinners hasta ver que las llamas se extendían furiosamente a su alrededor. Los gritos de Katy y de la espantada mujer de César, unidos al tumulto que se oía en la habitación vecina, fueron los primeros síntomas que hicieron temer a miss Peyton y a Isabel algún peligro imprevisto.

—¡Divina Providencia! —exclamó la tía, alarmada—. ¡Qué confusión reina en la casa! ¡Sin duda se está vertiendo sangre!

—¿Y quién podría batirse? —dijo Isabel, con el rostro más pálido que el de miss Peyton—. El doctor Sitgreaves es muy pacífico y seguramente que el capitán Lawton no llegaría a ese punto.

—Las gentes del Sur tienen un carácter impetuoso —prosiguió miss Peyton—. Su mismo hermano, con lo débil que está, pasó la noche animado y mostrando su descontento.

—Sí —dijo Isabel, que apenas se tenía, apoyándose en el respaldo del sofá donde tendieron a Sara—: Es dulce como un cordero, pero un verdadero león cuando se enfada.

—Tendremos que volver —observó miss Peyton—. Nuestra presencia les impondrá y quizá salvemos la vida de algún semejante.

Miss Peyton quería cumplir con lo que consideraba un deber de su condición y de su sexo, y avanzó hasta la puerta con la dignidad de una mujer cuya delicadeza fue herida. Isabel la siguió; había recuperado su energía y el brillo de sus ojos anunciaba un alma capaz de conseguir lo que se propusiera. La habitación donde se encontraban estaba en una de las alas de la casa y comunicaba con el cuerpo principal por un pasillo largo y oscuro. En aquellos momentos aparecía iluminado y pudieron ver en el otro extremo cómo unos hombres corrían con una impetuosidad que no les permitió reconocerles.

—¡Sigamos! —dijo miss Peyton, con una firmeza que su rostro desmentía—. Sin duda tendrán algún respeto por nuestro sexo.

—¡Seguramente! —corroboró Isabel, caminando delante.

Francés quedó sola con su hermana y, durante unos instantes, contempló en silencio el rostro de Sara, con tal inquietud, que no se dio cuenta de la ausencia de sus compañeras. De pronto, oyó un espantoso crujido en el piso superior y, al mismo tiempo, un resplandor brillante como el sol de mediodía entró en la habitación, por la puerta que dejaron abierta, iluminando fuertemente los objetos. Sara se incorporó, mirando a su alrededor con sorpresa y se llevó la mano a la frente como para recordar lo que había sucedido; luego, poniendo en Francés sus ojos azorados, le dijo, sonriendo:

—¿Estamos en el cielo y tú eres uno de los espíritus bienaventurados que lo habitan? ¡Qué luz tan hermosa! ¡Ya sabía yo que mi felicidad era demasiada para la tierra y no podía durar! Pero, sin duda, nos volveremos a ver: sí, nos veremos de nuevo.

—¡Sara, hermana mía! —exclamó Francés, asustada—. ¿Qué estás diciendo? ¡No sonrías de modo tan espantoso, que me destroza el corazón! ¿Es que no me reconoces?

—¡Calla! —dijo Sara, poniéndole un dedo sobre los labios—. Puedes turbar su reposo, porque seguramente él me seguirá a la tumba. ¿Crees que puede haber dos mujeres en la misma tumba?… ¡No: solo una!

Francés apoyó la cabeza en el pecho de su hermana, sollozando, y Sara continuó dulcemente:

—¿Lloras, ángel hermoso? ¿Ni siquiera en el cielo se está libre de penas? ¿Pero, dónde está Henry? Debía estar aquí, puesto que le han ejecutado. Quizá vengan juntos. ¡Cuánto se alegrarán de que nos reunamos!

Francés se levantó y se puso a pasear por la habitación, incapaz de dominar su amargura. Sara la siguió con una mirada de infantil admiración, por su belleza y su atavío. Apoyando otra vez la mano en su frente, siguió:

—Me recuerdas a mi hermana, pero todos los espíritus buenos se parecen. Dime, ¿estuviste casada alguna vez? ¿Concediste, como yo, más cariño a un extraño que a tu padre, a tu hermano y a tu hermana? Si no lo has hecho, pobrecita mía, ¡cómo te compadezco, aunque estés en el cielo!

—¡Calla, Sara, por piedad! —exclamó Francés, precipitándose junto a su hermana—. ¡No me hables de ese modo, o moriré aquí mismo!

Un tremendo ruido, que conmovió el edificio hasta sus cimientos, resonó en aquel momento. Era el techo que se hundía y las llamas, redoblando su actividad, hicieron visibles los alrededores de la casa. Francés corrió hacia una ventana y vio sobre el césped a un grupo en gran confusión. Pudo reconocer a su tía y a Isabel; tendían las manos hacia la casa en llamas, con gestos desesperados y parecían suplicar a los dragones que socorriesen a las desgraciadas que aún permanecían en ella. Sólo entonces se dio cuenta de la naturaleza y la gravedad del peligro y, lanzando un grito de espanto, echó a correr por el pasillo, instintivamente, sin reflexión y sin objeto.

Una columna de humo espeso y asfixiante, le cerró el paso. Se había detenido para respirar, cuando un hombre la cogió en sus brazos y, atravesando la oscuridad de una parte y la lluvia de fuego de otra, la transportó a pleno aire, más muerta que viva. Cuando recobró los sentidos, vio que era Lawton quien le salvó la vida y, poniéndose de rodillas ante él, exclamó:

—¡Sara! ¡Salve a mi hermana y que Dios le bendiga!

Le faltaron las fuerzas y cayó en la hierba, privada de conocimiento. El capitán llamó con un gesto a Katy, para que la socorriese y de nuevo regresó a la casa. El fuego ya se había comunicado a la madera de las ventanas y a las celosías que las decoraban y el exterior del edificio estaba cubierto por el humo. Sólo se podía penetrar en él, atravesándolo y hasta el impetuoso, el intrépido Lawton vaciló un instante, pero muy breve, y se precipitó en aquel auténtico horno. No pudo encontrar la puerta y volvió un momento al césped, para respirar; en seguida volvió a desaparecer en la oscuridad, sin encontrar la puerta, pero a la tercera tentativa lo consiguió.

Al entrar en el vestíbulo encontró a un hombre, sucumbiendo casi bajo el peso de otro que llevaba a cuestas. No era ocasión para hacer preguntas; Lawton los cogió a los dos en sus brazos y, con la fuerza de un gigante, los llevó hasta el prado. Con indecible asombro, vio que era Sitgreaves, cargado con el cadáver de un skinner.

—¡Archibald! —exclamó—. ¿Por qué ha querido salvar a un descreído cuyos crímenes pedían venganza?

El cirujano tenía la mente demasiado turbada para contestar en seguida; pero, después de enjugarse la frente cubierta de sudor y de sacar de sus pulmones los vapores que obstruían su actividad, dijo con un suspiro:

—¡Todo acabó para él! Si llego a tiempo para detener la efusión de sangre de la yugular, hubiera quedado alguna esperanza; pero el calor produjo una hemorragia. Y dígame, ¿hay otros heridos?

No había nadie que pudiera contestarle, pues habían llevado a Francés al otro lado de la casa, donde ya estaban su tía y miss Singleton, y Lawton desapareció entre el humo.

Esta vez encontró pronto la puerta porque las llamas, con su creciente furor, disiparon en gran parte la asfixiante humareda. Pero, cuando ya iba a entrar en el edificio, vio salir a un hombre que llevaba en sus brazos a Sara, desvanecida. Apenas tuvieron tiempo para volver al prado, cuando las llamas surgían ya por todas las ventanas de la casa, que se cubrió con una aureola de fuego.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó el individuo que salvó a Sara—. ¡Qué muerte tan espantosa hubiera tenido!

El capitán, cuyas miradas se fijaban en el abrasado edificio se volvió y, con tremendo estupor, en vez de ver a un dragón, reconoció al buhonero.

—¡El espía! —exclamó—. ¡Por el cielo, me persigue usted como un espectro!

—Capitán Lawton —contestó Birch, agotado por la fatiga y apoyándose en la valla que bordeaba el prado—. Sigo estando en su poder, porque no tengo fuerzas para huir ni medios para resistirme.

—La causa de América me es tan querida como mi vida —replicó el capitán—, pero no puede exigirme que le sacrifique el honor y la gratitud. ¡Escape, antes de que cualquier dragón le vea, porque entonces ya no podría salvarlo!

—¡Que el cielo le proteja y que le conceda la victoria sobre sus enemigos! —exclamó Birch, estrechando la mano del capitán, de modo que probaba que su delgadez no le privaba de fuerza.

—¡Un momento, sólo una palabra! —dijo Lawton—. ¿Es usted lo que parece ser? ¿No sería posible que fuese…?

—Un espía del ejército real —respondió Harvey, volviendo la cabeza.

—¡Vete entonces, miserable! —exclamó el capitán, empujándole—. ¡Date prisa en escapar! No sé qué baja codicia o qué fatal error ha extraviado a un alma que es noble y generosa.

Las llamas que devoraban el edificio llevaban la luz hasta cierta distancia; pero, apenas pronunció Lawton aquellas palabras, el buhonero desaparecía entre las tinieblas, que el contraste hacía más oscuras aún.

La mirada del capitán se detuvo en el lugar por donde acababa de ver a aquel hombre incomprensible. Después cogió el cuerpo de Sara, todavía desvanecida, lo llevó con tanta facilidad como el de un niño dormido y la dejó al cuidado de su familia.