CAPITULO XXI

«Oh, Henry, cuando te dignas pedirme el corazón,

¿cómo voy a negártelo? Y cuando tienes mi corazón,

amante querido, ¿puedo negarte mi mano?

La Ermita de Warkwortk.

El graduado por la Universidad de Edimburgo encontró que su enfermo se recuperaba rápidamente y que la fiebre le había abandonado. Su hermana, cuyas mejillas estaban más pálidas que a su llegada, si fuese posible, velaba por él con el mayor cuidado; y las señoras de la casa, en medio de sus pesares y sus inquietudes, no habían descuidado ninguno de sus deberes de hospitalidad.

Francés se sentía atraída hacia ella por un interés irresistible, cuya fuerza no conseguía explicarse. En su mente, había unido el destino de Dunwoodie con el de Isabel, y con todo el apasionamiento novelesco de su corazón generoso creía servir mejor a su antiguo pretendiente, concediendo su afecto a la que él prefirió. Isabel recibía sus atenciones con una especie de distraída gratitud; pero ninguna de las dos hacía mención a la escondida fuente de sus penas.

Las observaciones de miss Peyton, rara vez penetraban más allá de la superficie de las cosas y la situación de Henry Wharton le parecía causa más que suficiente para que las mejillas de Francés estuviesen descoloridas y húmedos los ojos. Y si Sara parecía menos agobiada que su hermana, la buena tía encontraba pronto la razón. El amor es un sentimiento sagrado para una mujer y por ello respeta todo cuanto sufre su influencia. Aunque miss Peyton estuviese sinceramente afligida por el peligro que amenazaba a su sobrina, su bondad natural le hacía encontrar plausible que su sobrina disfrutase de las favorables circunstancias que el azar proporcionaba a su primer enamoramiento. Sabía muy bien que la guerra es un cruel enemigo del amor y que, por lo tanto, no debía perder los momentos que ahora le permitía.

Pasaron varias jornadas sin que nada notable pasara en Locust ni en Cuatro-Esquinas. La certeza en la inocencia de Henry y una plena confianza en las gestiones de Dunwoodie, sostenían a la familia Wharton. Por otra parte, el capitán Lawton esperaba con serenidad el anuncio de un encuentro, que creía recibir de un momento a otro, acompañado por la orden de partir. Sin embargo, ni la noticia ni las órdenes llegaban.

Una carta del mayor le explicó que el enemigo, al saber que un destacamento de sus tropas, con el que debía reunirse, había sido destruido, estaba replegado detrás de los reductos del fuerte Washington, donde permanecía inactivo, aunque amenazando con descargar un golpe que lo vengara del anterior fracaso. Le recomendaba mucha vigilancia y terminaba su carta con elogios a su honor, su celo y su reconocida valentía.

—Muy amable, mayor —murmuró el capitán, dejando la epístola sobre una mesa y paseándose por la habitación para calmar su impaciencia—. ¡Bonito servicio el que me ha encomendado! Veamos sobre qué debo vigilar. Un viejo miedoso e irresoluto, que aún no sabe si debe mirarnos como amigos o como enemigos; cuatro mujeres, tres de las cuales se portan bastante bien, aunque no se preocupen mucho de mi compañía, y la cuarta, que, por buena que sea, ya dejó atrás la cuarentena; dos o tres negros, una criada charlatana, que sólo habla de oro y plata, de pobreza despreciable, de señales y de augurios… Sí, ¿pero, el pobre George Singleton? ¡Ah!, un camarada herido ocupa el primer lugar en el corazón de un hombre, después de su honor y de la dueña de ese corazón. Así que, he de resignarme.

Al terminar su soliloquio, se sentó y se puso a silbar, para convencerse de su indiferencia por la situación en que le habían dejado. Al extender las piernas, derribó la cantimplora que contenía su provisión de aguardiente, caída que reparó en seguida. Pero, al cogerla, vio sobre el banco un papel, lo desplegó apresuradamente y leyó lo que sigue: «La luna no saldrá hasta después de media noche: hora muy favorable para las obras de las tinieblas».

No cabía duda en cuanto a la letra: era la misma de quien le avisó oportunamente de un proyecto de asesinato; y el capitán continuó reflexionando durante largo rato sobre la naturaleza de las dos notas y sobre los motivos que pudieran inducir al misterioso buhonero para tomarse tanto interés por su implacable enemigo.

Lawton sabía que era un espía al servicio de los realistas, pues cuando le sometieron a juicio ante un consejo de guerra, se demostró que había informado al general inglés de un movimiento que iban a realizar unas tropas americanas. Y si aquella traición no tuvo fatales consecuencias, fue porque, afortunadamente, llegó una contraorden de Washington, cuando las fuerzas inglesas se disponían a interceptar al regimiento encargado de la maniobra. Pero esa circunstancia en nada disminuía su crimen.

«Quizá quiera hacerse amigo mío —pensó Lawton—, por si acaso cae en nuestras manos. Como sea, ha salvado mi vida en una ocasión y me la ha perdonado en otra y procuraré ser tan generoso como él. ¡Quiera el cielo que mi deber no esté en oposición con mis deseos!»

El capitán no estaba muy seguro de si el peligro al que se refería la segunda nota amenazaba a los moradores de Locust o a su destacamento; se inclinaba más bien por lo último y se prometió no salir de noche sin las necesarias precauciones. Un hombre que viva en un país tranquilo, donde reine el orden y la tranquilidad, consideraría inconcebible la despreocupación con que Lawton pensaba en el riesgo que le amenazaba; pero le interesaban más los medios para atraer a sus enemigos a una trampa, que los de desbaratar sus complots.

Aquellas reflexiones fueron interrumpidas por la llegada del cirujano, que venía de su visita diaria a Locust. Sitgreaves le traía un billete de miss Peyton, en que le rogaba que las honrara aquella noche con su presencia y que llegase pronto.

—¡Cómo! —exclamó el capitán—. ¿Acaso también han recibido carta?

—Nada más probable —respondió el doctor—. Ha llegado un capellán del ejército real para canjear los heridos ingleses que tenemos aquí, y es portador de una orden del coronel Singleton, para que hagamos la entrega. Nunca se ha concebido un proyecto más loco que hacerles evacuar nuestro hospital, en el estado en que se encuentran todavía.

—¿Un cura? ¿Pero, es un holgazán, un borracho, un salteador, un hombre capaz de hacer pasar hambre a un regimiento, o de los que honran su profesión?

—Un hombre muy respetable y, a juzgar por las apariencias, no parece entregarse a la intemperancia. Ha dicho el benedicite antes de la comida, del modo más decoroso y elegante.

—¿Y tiene que pasar allí la noche?

—Seguramente: espera el canje. Pero debemos apresurarnos, Lawton. Voy a sangrar a dos o tres ingleses de los que han de marcharse mañana y estoy con usted dentro de un momento.

Lawton se vistió rápidamente su uniforme de gala y como su compañero ya estaba dispuesto, partieron para Locust. Los días de reposo habían sido tan beneficiosos para Roanoke como para su dueño, y Lawton, al pasar junto a las peñas que no podía olvidar, deseó que el pérfido enemigo se presentara ante él, montado y armado también. Pero ningún enemigo, ningún obstáculo, detuvieron su marcha y llegaron a Locust cuando el sol lanzaba sus últimos rayos sobre el valle y doraba las cimas de los árboles, desprovistos de hojas.

El capitán nunca necesitó más de una mirada para penetrar en todo lo que no se velara con mucho cuidado, y su primera ojeada al entrar en la casa le dijo más que todo lo que Sitgreaves pudo saber en todo el día. Miss Peyton le recibió con una sonrisa afectuosa, que excedía los límites de su cortesía habitual y que sin duda brotaba de un oculto sentimiento de su corazón; Francés iba y venía agitadamente, con los ojos húmedos. Mr. Wharton, que se levantó para recibirles, llevaba una casaca de terciopelo, que podía figurar en las más brillantes cortes del continente.

El coronel Wellmere vestía uniforme de oficial de Guardia de Corps de su soberano. Y miss Singleton, con un atuendo que anunciaba la alegría de una fiesta, mostraba un rostro en abierto desacuerdo. Su hermano, sentado junto a ella, miraba lo que sucedía con gran interés y, a juzgar por sus brillantes ojos y por los colores que de vez en cuando animaban sus mejillas, nadie le hubiera tomado por un convaleciente. Como ya era el tercer día que salía de su habitación, el doctor Sitgreaves, que comenzaba a mirar en torno suyo con expresión de estúpido asombro, no pensó en acusarle de imprudencia, por presentarse en el salón.

Lawton examinaba la escena con la calma y la sangre fría de quien no se deja conmover fácilmente por un espectáculo imprevisto. Sus cumplidos fueron hechos y recibidos de buen grado y, después de dirigir unas palabras a cada uno de los presentes, se acercó al cirujano, que se había retirado a un rincón para reponerse de su sorpresa.

—John —le preguntó Sitgreaves en voz baja—: ¿Qué piensa usted de todo esto?

—Que su peluca y mis cabellos negros, necesitan un poco de la harina de Betty Flanagan. Pero ya es demasiado tarde para pensar en ello y debemos sostener el choque con las armas que traemos. ¿Se da cuenta, Archibald, de que parecemos unos milicianos, al lado de estos elegantes señores?

—¡Mire! —dijo el doctor, con renovada sorpresa—. Ahí viene el capellán del ejército real, vestido de gala, como doctor divinitatis[14]. ¿Qué significa eso?

—Es el canje —contestó el capitán—. Los heridos del ejército de Cupido van a presentarse para arreglar sus cuentas con ese diosecillo y dar palabra de no exponerse nunca más a sus flechas.

—¡Ah! —exclamó el doctor, apoyando un dedo en su larga nariz y comenzando a comprender de qué se trataba.

—Sí: ¡ah! —murmuró Lawton imitando a su compañero.

Y, volviéndose hacia él con el entrecejo fruncido, añadió vivamente, pero siempre en voz baja:

—¿No es una vergüenza que un héroe de cartón, un enemigo, vaya a llevarse una de las más bellas plantas de nuestro país…, una flor que cualquiera pondría con orgullo sobre su corazón?

—Es cierto, John. Y si Wellmere no es mejor marido que enfermo, temo que la mujer que le ha escogido, no será muy feliz con él.

—¿Qué importa? —dijo el dragón, indignado—. Si Sara le ha escogido entre los enemigos de su país, muy bien puede encontrar en él las virtudes de un extranjero.

Miss Peyton interrumpió su conversación acercándose a ellos, para anunciarles que el motivo de su invitación era el casamiento de la mayor de sus sobrinas con el coronel Wellmere. Ambos se inclinaron y así supieron lo que ya habían adivinado; luego, para cumplir con las conveniencias, la buena señora añadió que los futuros esposos se conocían desde hacía mucho tiempo y que su recíproco cariño no era reciente. Lawton volvió a inclinarse en silencio, pero el doctor, que gustaba de conversar con la tía, le contestó:

—El corazón humano, señora, no está constituido de igual modo en todos los individuos. En unos, las impresiones son vivas y pasajeras; en otros, son duraderas y profundas. Ciertos filósofos creen encontrar una relación entre las potencias físicas y las facultades morales de la persona. En cuanto a mí, creo que éstas son resultado de la educación y de las costumbres, y que las primeras están sujetas a las leyes y a las luces de la ciencia.

Miss Peyton les saludó en silencio, a su vez, y se retiró para reunirse con su sobrina, pues se acercaba la hora en que, según los usos americanos, debía celebrarse la ceremonia nupcial. Sara, teñida por un modesto rubor, no tardó en entrar en el salón acompañada por su tía y Wellmere se le acercó presurosamente, cogió la mano que ella le ofrecía bajando los ojos y, por vez primera, el coronel inglés pareció pensar en el importante papel que había de representar en la ceremonia.

Hasta entonces, aparentaba estar distraído y sus maneras tuvieron algo de forzado; pero aquellos síntomas desaparecieron, cuando vio llegar a su dueña con todo el esplendor de su belleza; entonces sólo le quedó la certeza de su dicha. Todos se levantaron y el Reverendo abría ya el libro que llevaba en las manos, cuando se dieron cuenta de que Francés no estaba en el salón. Miss Peyton salió a buscarla y la encontró en su apartamento, sola y con los ojos bañados en lágrimas.

—¡Vamos, querida! —le dijo su tía, cogiéndole un brazo cariñosamente—. Ven, que nos esperan para la ceremonia. Procura calmarte y honra así, como debe ser, al elegido de tu hermana.

—Pero, ¿es digno de ella? ¿Es posible que sea digno? —exclamó Francés, cediendo a su emoción y echándose en los brazos de su tía.

—¿Podría ser de otro modo? —contestó miss Peyton—. ¿No es un hombre de buena familia y un valiente militar, aunque haya sufrido una desgracia? ¿Un hombre que parece poseer las cualidades precisas para hacer feliz a una mujer?

Francés se había aliviado al manifestar sus sentimientos y haciendo un esfuerzo se armó de resolución para reunirse con los demás.

Durante aquellos momentos y, en parte, para distraer lo molesto de la situación, el capellán hizo varias preguntas al futuro esposo y una de ellas, especialmente, no fue contestada a satisfacción. Wellmere se vio obligado a responder que no había pensado en proveerse del anillo nupcial. El sacerdote declaró que sin él no podía proceder a la ceremonia y llamó a Mr. Wharton para confirmarle su decisión.

El padre de la novia respondió que estaba de acuerdo, como hubiera respondido lo contrario de habérsele planteado de otro modo la pregunta. La partida de su hijo fue un golpe que le hizo perder la poca energía que siempre tuvo y apoyó al capellán con la misma facilidad que dio su consentimiento a la precipitada boda de su hija.

Fue en aquel instante cuando miss Peyton volvió a la sala, acompañada de Francés. Sitgreaves, que estaba junto a la puerta, le ofreció la mano y la condujo a un sillón.

—Señora —le dijo—, parece que las circunstancias no han permitido al coronel Wellmere proveerse de todos los adornos que la antigüedad, la costumbre y los cánones de la Iglesia, hacen indispensables para la celebración de un casamiento.

Miss Peyton puso sus ojos en el coronel, que estaba sobre ascuas, y no viendo que faltase nada en su atavío, teniendo en consideración las circunstancias de la época y la celeridad con que se convino la boda, miró al doctor con gesto de sorpresa.

Sitgreaves comprendió lo que deseaba y se dispuso a satisfacerla:

—Es opinión bastante general —dijo—, que el corazón está situado en la parte izquierda del cuerpo humano y que hay una conexión más íntima entre los miembros situados a ese lado, al que se puede llamar la sede de la vida, que entre los órganos situados en el derecho; un error causado por la ignorancia de la disposición científica de las partes que componen la máquina humana. Como consecuencia de esa opinión, se cree que el cuarto dedo de la mano izquierda posee una virtud que no tienen los otros, y por eso, durante la ceremonia, se le rodea de un cinturón, de un anillo, como para encadenar, con el estado de matrimonio, ese afecto que se asegura mejor con las gracias de la mujer.

Mientras hablaba así, el doctor tenía una mano apoyada sobre su corazón, y al terminar su discurso, se inclinó casi hasta el suelo.

—Creo, señor, que no le comprendí muy bien —dijo miss Peyton con dignidad, pero dejando que apareciera un ligero encarnado sobre sus mejillas, huérfanas hacía tiempo, de ese encanto particular de la juventud.

—Un anillo, señora. Necesita un anillo para la ceremonia.

En cuanto Sitgreaves pronunció esas palabras, la tía comprendió la desagradable situación en que se encontraban. Puso la mirada en sus sobrinas y notó en la pequeña un algo de secreta satisfacción que no le hizo gracia alguna; en cambio, supo explicarse muy bien los vivos colores que cubrían el rostro de Sara. Por nada del mundo hubiese querido violar las reglas de la etiqueta femenina; y entonces recordó, lo mismo que sus sobrinas, que el anillo de boda de su madre reposaba, con el resto de sus joyas, en un escondite que practicaron al principio de la guerra, para ponerlas al resguardo de los merodeadores. La vajilla de plata y todos los efectos de cierto valor estaban en aquel depósito secreto y, entre ellos, figuraba el anillo.

Sin embargo, desde tiempo inmemorial, corresponde al novio la aportación de tal objeto, indispensable para la celebración del casamiento; y en aquella ocasión, miss Peyton no quiso ir más lejos de lo que prescribían los derechos de su sexo, por lo menos hasta que se expiara la ofensa con una dosis suficiente de molestia y de inquietud. De modo que la tía guardó el secreto por consideración al decoro, Sara hizo otro tanto por delicadeza y Francés las imitó por los dos motivos juntos y porque aquella boda no la complacía. Estaba reservado al doctor Sitgreaves poner fin a la perplejidad general, diciendo:

—Señora, si un anillo…, un anillo muy sencillo y que en otro tiempo perteneció a mi hermana… Si un anillo así se juzgase digno de tanto honor, sería fácil enviar a recogerlo a Cuatro-Esquinas, y no dudo de que iría perfectamente al dedo que lo necesita… Hay un gran parecido entre… ¡ejem!… entre mi difunta hermana y miss Wharton, por la estatura y por la complexión anatómica, y las proporciones suelen ser observadas en todo el sistema de la economía animal.

Una mirada de miss Peyton recordó sus deberes al coronel Wellmere, quien se levantó apresuradamente, fue hasta el doctor y le aseguró que nunca adquiriría más derechos a su gratitud que cuando enviase a buscar el anillo. Sitgreaves se inclinó con cierto orgullo y se retiró para cumplir su promesa mandando un mensajero. Miss Peyton le dejó salir; pero, no queriendo que un extraño se enterara de aquellos arreglos domésticos, le siguió para ofrecerle los servicios de César, en vez de confiarlo al criado de Singleton, que Isabel había ofrecido, pues su hermano, probablemente por su estado de debilidad, había guardado silencio durante toda la velada. Y Katy Haynes, que ahora servía en la casa, avisó al negro para que fuese a otra habitación, donde miss Peyton y el doctor irían a darle instrucciones.

Los motivos que determinaron a Mr. Wharton a consentir en la súbita boda de Sara y el coronel, sobre todo en momentos en que la vida de su hijo corría tan gran peligro, era la convicción de que los trastornos del país no permitirían en mucho tiempo que los novios se uniesen y un secreto temor a que la muerte de Henry, acelerando la suya, dejase a sus hijas sin protector.

Pero, aunque miss Peyton cedió al deseo de su cuñado de aprovechar la inopinada llegada de un ministro de la Iglesia, no juzgó conveniente divulgar el futuro enlace de su sobrina, y no lo hubiera hecho, aunque el tiempo disponible se lo permitiera. Así, creyó que comunicaba un gran secreto a César y a la criada.

—César —le dijo, sonriendo—, conviene que sepa usted que su joven señora, miss Sara, se casa esta noche con el coronel Wellmere.

—¡Ah, yo sospechar mucho! —contestó César, riendo y moviendo la cabeza, muy satisfecho de su penetración—. Cuando joven mujer y joven hombre hablar siempre solos, viejo negro saber adivinar lo demás.

—En verdad, César —dijo con gravedad miss Peyton—, no le creía ni la mitad de observador. Pero como ya sabe por qué necesitamos sus servicios, atienda las órdenes que este caballero va a darle y procure ejecutarlas puntualmente.

El negro se volvió con aire tranquilo y sumiso hacia el cirujano, que le habló como sigue:

—César, su señora ya le ha informado de la importante y solemne ceremonia que va a celebrarse; pero falta todavía un anillo y si usted va al pueblo de Cuatro-Esquinas y entrega este mensaje al sargento Hollister, o a la señora Elizabeth Flanagan, se lo entregarán inmediatamente. En cuanto lo tenga, vuelva aquí y actúe con la mayor diligencia, pues necesito volver junto a mis enfermos en el hospital y el capitán Singleton ya sufre por falta de reposo.

Apenas dichas estas palabras, el doctor borró de su mente toda idea que no tuviese relación con sus deberes profesionales y salió del saloncillo con muy pocas ceremonias. La curiosidad impulsó a miss Peyton a echar una ojeada al mensaje no sellado que Sitgreaves entregó al negro, dirigido a su ayudante, y leyó:

«Si la fiebre de Kinder ha desaparecido, que tome un poco de alimento. Saque tres onzas más de sangre a Watson. Vigile que esa mujer, Betty Flanagan, no introduzca en el hospital ninguna botella de su alcohol. Levante el apósito de Johnson. Saque del hospital a Smith, que ya está en condiciones de prestar servicio. Envíeme con el portador el anillo unido a la cadena del reloj que le dejé para regular los intervalos entre las dosis que he prescrito.

Archibald Sitgreaves Cirujano-Mayor».

Miss Peyton entregó la singular epístola a César y regresó al salón dejando que Katy y el negro hicieran los preparativos necesarios para la partida.

—César —dijo Katy con gesto solemne—, cuando le den ese anillo, tenga cuidado de colocarlo en su bolsillo izquierdo, que es el más cercano al corazón; y no se le ocurra ponérselo en sus dedos, porque eso trae desgracia.

—¡No meter en mi dedo! —exclamó el negro, riendo y abriendo su ancha y negra mano—. ¿Usted creer que anillo para miss Sally poder ir al dedo del viejo César?

—Poco importa que le vaya bien o no —replicó la solterona—; es de mal augurio poner un anillo en el dedo de otro, después del casamiento; y, por consiguiente, puede ser peligroso ponérselo antes.

—Yo decir, Katy —explicó César, no sin indignación—, que yo ir a buscar un anillo, pero no pensar en meter en dedo mío.

—¡Márchese, pues, márchese! —dijo Katy, recordando de pronto que los preparativos para la cena exigían su atención—. Vuelva pronto y no se detenga por nada ni por nadie.

César bajó a la cuadra, montó en un caballo que ya le habían preparado y partió en seguida. Como la mayoría de los negros, en su juventud fue un excelente jinete, pero el peso de sus sesenta años había frenado un poco la rápida circulación de la sangre africana y, al principio, marchó con la gravedad que convenía al importante mensaje de que era portador. La noche era oscura y el viento silbaba en el valle con el frío glacial de las largas noches de noviembre.

Al llegar al cementerio, que tan recientemente recibió los restos de John Birch, se estremeció y paseó la mirada en torno suyo, lleno de espanto, por si veía alguna aparición. Aún quedaba la suficiente claridad para que distinguiese una figura, de apariencia humana, que salía de entre las tumbas y avanzaba hacia la carretera.

La filosofía y la razón suelen combatir nuestros temores y nuestras primeras impresiones, pero ni una ni otra ofrecieron su débil ayuda a César. En cambio, iba montado en un caballo bien conocido y cogiéndose a sus crines con destreza o por instinto, le echó la brida al cuello. Montañas, bosques, peñas, vallas y casas parecían volar a sus lados con la rapidez del rayo; y el negro ya casi olvidaba a dónde iba y por qué corría tanto, cuando llegó al sitio en que las dos carreteras se cruzaban y el «Hotel Flanagan» se ofreció a sus ojos.

Un buen fuego, visto a través de los cristales, le dio al principio la seguridad de que estaba ante una habitación terrena; pero aquella idea fue acompañada por el miedo que le inspiraban los terribles dragones de Virginia. Sin embargo, tenía que entregar su mensaje y después de echar pie a tierra y de atar a su espumeante caballo, se acercó a una ventana con paso circunspecto para hacer un reconocimiento.

El sargento Hollister y Betty Flanagan, sentados junto al chispeante fuego, conversaban sin más tercero que una gran jarra que la cantinera había llenado liberalmente con su licor preferido.

—Te lo repito, mi querido sargento —decía Betty, volviendo a la mesa la jarra que acababa de llevarse a la boca—: No es razonable creer que fuese otro que el buhonero en persona. ¿Dónde estaban el olor a azufre, el rabo, las garras y las pezuñas? Además, no es decente decirle a una viuda honrada que ha tenido a Belcebú por compañero de dormitorio.

—Poco importa, Betty Flanagan. Lo que yo deseo es que escapes siempre igual de sus trampas y sus celadas —respondió el veterano, que terminó su discurso con un vigoroso ataque a la jarra de whisky.

César había oído lo bastante para convencerse de que no había grandes peligros en acercarse a la pareja. El frío, unido al espanto, ya le hacían entrechocar los dientes, y la vista de un buen fuego y de una jarra de whisky le empujaban a arriesgarse a la aventura. Se acercó con las debidas precauciones, y llamó a la puerta con los golpes más tímidos que pudo. La llegada de Hollister, sable en mano y gritando: «¿Quién va?» con tono bronco, no contribuyeron a devolverle la presencia de ánimo; pero precisamente el exceso de miedo le dio fuerzas para explicar su misión.

—¡Adelante! —dijo entonces el sargento con brusquedad militar, examinándole de pies a cabeza con una lámpara que sostenía en la mano izquierda—. Adelante, y entrégueme sus despachos. Pero, un momento: ¿tiene usted la consigna?

—Yo no saber qué decir usted —respondió el negro, temblando con todo su cuerpo.

—¿Quién le envió en servicio?

—Un massa alto con anteojos; él venir para curar al capitán Singleton.

—Es el doctor Sitgreaves; es incapaz de recordar la consigna. Ahora, negrito, le diré que el capitán Lawton nunca le hubiera enviado a pasar cerca de un centinela sin darle la consigna: y ese olvido pudo costarle una bala en la cabeza, cosa muy lamentable. Porque, aunque sea negro, yo no soy de los que creen que los negros no tienen alma.

—¡Claro que tienen alma: lo mismo que Jos blancos! —dijo Betty—. Acérquese, buen hombre, y caliente sus viejos huesos. Está temblando.

Y yo sé que a un negro de Guinea le gusta el calor tanto como a un soldado un vaso de whisky.

César obedeció en silencio, mientras un joven mulato que dormía en un rincón era enviado con la nota del doctor a la casa que le servía de hospital.

—Tome —dijo la cantinera, ofreciendo a César un vaso de su licor—. Beba estas gotas, morito: calentarán su alma negra y le darán fuerzas para regresar.

—¿Cómo he de decirte, Elizabeth —exclamó Hollister—, que las almas de los negros son iguales que las nuestras? El bueno de Mr. Whitefield decía que en el cielo no hay distinciones de color. Por lo tanto, es razonable suponer que el alma de un negro es tan blanca como la mía, o como la del mayor Dunwoodie.

—Estás bien seguro —dijo César, a quien las gotas de la señora Flanagan habían dado un maravilloso aplomo.

—En todo caso —replicó la cantinera—, el alma del mayor será una hermosura de alma… Sí, un alma muy buena. Y creo que el sargento estará de acuerdo conmigo.

—En esa cuestión hay alguien que está por encima del mismo Washington, y a Él corresponde juzgar de las almas. Pero sí puedo afirmarles que el mayor Dunwoodie nunca dijo: Andad, hijos míos; sino Andemos, hijos míos. Y si a un soldado le faltan unas espuelas o un bocado, siempre encuentra dinero para comprarlos, que es en su propio bolsillo.

—¿Y qué hace usted con los brazos cruzados, cuando está en peligro lo que el mayor quiere más en este mundo? —exclamó una voz cercana—. ¡A caballo! ¡A las armas! ¡Corred en seguida junto al capitán, o será demasiado tarde!

Aquella inesperada interrupción dejó confusos a los tres. César se retiró al reducto de la inmensa chimenea, posición que mantuvo valerosamente aunque expuesto a un fuego que hubiera asado a cualquier blanco. El sargento dio media vuelta, sacó el sable, lo blandió y lo hizo brillar a la luz de la hoguera… Pero cuando reconoció al buhonero en el intruso que había aparecido en la puerta del patio, dio un paso atrás para reunirse con el negro, maniobra militar que tendía a reagrupar todas las fuerzas.

La cantinera fue la única que se mantuvo en su posición junto a la mesa. Llenando un vaso con el licor que los soldados llamaban chokedog (ahoga-perros), se lo ofreció al buhonero. El amor y el whisky hacían brillar sus ojos, y poniéndolos alegremente en Harvey, dijo:

—¡Sea bienvenido, señor Birch, señor espía, señor Belcebú, o como se llame! Porque si es un demonio, por lo menos es un demonio honrado. Espero que quedaría contento con mi traje y mi refajo… Pero acérquese al fuego, no tenga miedo al sargento Hollister, que no le hará daño alguno, por si usted se venga algún día. ¿Verdad, tesoro?

—¡No des un paso, espíritu de las tinieblas! —exclamó el veterano, acercándose más a César y levantando alternativamente las piernas para librarlas del tremendo calor—. Retírate en paz, que aquí no hay nadie de los tuyos, y es en vano que te acerques a esa mujer, protegida por una piedad que la salvará de tus garras.

El movimiento de sus labios indicó que seguía hablando, pero estaba rezando en voz baja y sólo se oyeron unas pocas palabras. La cabeza de la cantinera estaba sobrecargada por el licor, y alguna de aquellas palabras le llamaron la atención, dándole una nueva idea.

—¿Y si soy yo quien me acerco a él? —dijo—. ¿Quién tendría nada que decir? ¿No soy viuda y dueña de mis acciones?… El señor Belcebú también es dueño de decirme lo que le plazca, y estoy dispuesta a escucharle.

—¡Cállese, mujer! —exclamó Harvey—. Y usted, insensato, coja sus armas y monte a caballo. ¡Vaya en socorro de su oficial, si es digno de la causa que defiende! ¿Quiere deshonrar su uniforme?

Los sentimientos que animaban al buhonero dieron a sus palabras la fuerza de la mejor elocuencia, y desapareció de los ojos del asombrado trío con una rapidez que no les dejó tiempo para ver por dónde lo hizo.

Al oír la voz de su viejo amigo, César salió de su reducto, con la piel brillante de sudor, y avanzó hacia Betty, que seguía confusa.

—Yo enfadado que Harvey marchar —dijo—. Si él atravesar valle, yo ir con él. El espíritu de John Birch no hacer mal a su hijo.

—¡Pobre ignorante! —exclamó el veterano, recuperando el uso de la palabra, después de recuperar el aliento—. ¿Cree usted que ese hombre es de carne y hueso?

—Harvey no mucha carne, pero muy listo.

—Sargento —intervino la cantinera—: Sé razonable una vez en tu vida, y haz caso del aviso, sea quien sea quien lo dio. Llama a los soldados y ve en busca del capitán Jack. Acuérdate, tesoro mío, de que al irse dejó orden de que estuvieras dispuesto a montar al primer aviso.

—Sí, pero no por orden del maligno. Que diga una palabra el capitán, el teniente Masón o el corneta Skipwith, y nadie estará más pronto que yo sobre la silla.

—¿No presumías tanto de que los dragones harían frente al mismísimo demonio?

—Y sigo diciéndolo: pero en batalla abierta y a pleno día. Tentar a Satanás en una noche como esta, es una locura y una impiedad. Oíd cómo silba el viento entre los árboles: parece el aullido de unos seres malignos.

—¡Yo verle! —exclamó César, con unos ojos tan abiertos que muy bien podían ver hasta objetos imaginarios.

—¿A quién? —preguntó Hollister, llevando instintivamente la mano al sable.

—Yo ver John Birch salir de la fosa —dijo el negro—. Y antes de enterrar, yo verlo andando.

—Entonces, tuvo que llevar una mala vida —aseguró Hollister—. Los bienaventurados descansan hasta la revista del Juicio final, pero las almas culpables son atormentadas en este mundo y en el otro.

—¿Y qué pasará con la del capitán Jack? —exclamó Betty, encolerizada—. ¿Ya te has olvidado de sus órdenes y del aviso que acabas de recibir? Voy a enganchar mi carreta, iré a buscarle, y le diré que no espere tu ayuda porque tienes miedo del diablo y de un hombre que ya murió. Mañana veremos quién es sargento de órdenes: seguro que no se llamará Hollister.

—¡Vamos, vamos! —le dijo el sargento, poniéndole un mano en el hombro—. Si hay que ir a algún sitio esta noche, que sea a donde lo pide el deber. ¡Que el Señor se apiade de nosotros y no nos envíe sino enemigos de carne y hueso!

Otro vaso que le sirvió la cantinera confirmó al veterano en una decisión que sólo había tomado por miedo a una riña del capitán, y fue a ordenar lo necesario a los doce dragones que entonces mandaba. El joven mulato regresó con el anillo del doctor; César lo puso en el bolsillo más próximo a su corazón, montó a caballo, y se agarró a la crin con los ojos cerrados. Así permaneció, en una especie de estupor, hasta que el noble bruto se detuvo a la puerta de la cuadra de donde había salido.

Los movimientos de los dragones se realizaron con la normalidad de unas maniobras, aunque mucho más lentos, pues el sargento les hizo avanzar con precauciones para guardarse contra toda sorpresa del espíritu maligno.