CAPITULO XX

Alabad, lisonjead, encomiad, exaltad sus gracias; aunque tengan la piel de un negro, decid que tienen la piel de un ángel. El hombre que dispone de lengua no es un hombre, os lo digo yo, si con su ayuda no puede conquistar a una mujer».

Shakespeare.

Al disponer que el capitán Lawton quedara en Cuatro-Esquinas con el sargento Hollister y doce hombres de su compañía, para guardar a los heridos y buena parte de los bagajes, Dunwoodie no sólo tuvo en cuenta las informaciones contenidas en el mensaje del coronel Singleton; sino también las magulladuras producidas en el capitán por su caída, y de las que aún le suponía lleno de dolores.

Lawton protestó en vano, diciendo que estaba en tan buenas condiciones como cualquier otro oficial para hacer servicio activo; también le dijo con bastante claridad que sus hombres nunca darían una carga a las órdenes del teniente Masón con la misma confianza y el mismo ardor que si él fuera a su cabeza. El mayor se mantuvo inflexible, y Lawton tuvo que resignarse, con toda la buena voluntad que le era posible.

Antes de partir, Dunwoodie le recomendó de nuevo que velase con la mayor atención por la seguridad de los moradores de Locust y hasta le ordenó especialmente que cambiara de acantonamiento y se estableciese en la propiedad de Mr. Wharton, si veía algún sospechoso por los alrededores. Las declaraciones del buhonero le despertaron un miedo vago a que surgiera algún peligro para la familia de aquélla a la que tanto amaba, aunque no se le ocurriera qué peligro podía ser ni por qué había de temerlo.

Poco después de la salida de las tropas, el capitán se paseaba por delante del «Hotel Flanagan», maldiciendo en su interior el destino que le condenaba a inactividad y le privaba de la gloria que pudiera conseguir en momentos en que se esperaba un encuentro con el enemigo. De vez en cuando contestaba a las preguntas que la cantinera le hacía a gritos, sin salir de la casa, sobre diversos detalles de la evasión del buhonero, que no acababa de comprender. Entonces se le reunió el cirujano, que estuvo ocupado visitando y curando a sus heridos, alojados en un edificio algo apartado y que ignoraba lo sucedido, hasta la partida del grueso de las tropas.

—¿Dónde están los centinelas, Jack? —le preguntó, mirando por todas partes—. ¿Por qué está usted solo?

—Se han marchado…, con Dunwoodie. Están en marcha hacia el Hudson. Sólo nos han dejado a usted y a mí, como enfermeros.

—De todos modos, me alegra que el mayor haya tenido bastante consideración para no ordenar el transporte de los heridos. Vamos, señora Flanagan: dese prisa y sírvame algo para desayunar. He de apresurarme y tengo buen apetito. Esta mañana tengo que disecar un cadáver.

—Usted, señor Archibald Sitgreaves —replicó Betty, mostrando el rubicundo rostro por el hueco de un cristal, en la ventana de la cocina—, siempre llega demasiado tarde. Aquí ya no queda nada para comer, como no sea la piel de Jenny o el cuerpo de que hablaba usted.

—¡Buena mujer! —exclamó, enfadado, el doctor—. Yo le pido un alimento para satisfacer un estómago en ayunas. ¿Me toma por un caníbal, para proponerme cosas tan raras?

—Más bien le tomaría por un cánula que por un cañón de balas —dijo Betty, mirando de reojo al capitán—. Y le digo que hoy tendrá que ayunar a menos que prefiera que le ase un trozo de piel de Jenny. Antes de marcharse, los dragones han devorado hasta los huesos.

Lawton intervino en la conversación para poner paz, y dijo al doctor que ya había tomado medidas para procurarse los víveres que necesitara la pequeña tropa. Un poco apaciguado por aquellas explicaciones, el cirujano no tardó en olvidar su apetito y declaró que, mientras, comenzaría su disección.

—¿Y dónde está el sujeto?

—El buhonero —respondió Sitgreaves, examinando el poste que habían dispuesto para patíbulo—. Como ve, Hollister se ha ceñido a las instrucciones que le di para que la horca estuviese de tal modo, que la caída no dislocase las vértebras del cuello. Quiero hacer el esqueleto más hermoso que haya en los Estados de la América del Norte. El bandido estaba bastante bien formado y con él haré un prodigio de belleza. Hace tiempo que busco la oportunidad de enviar un buen regalo a mi tía, que tantas bondades tuvo conmigo en mi infancia.

—¿Qué demonios dice, doctor Archibald? ¿Enviaría usted un esqueleto a una vieja señora?

—¿Y por qué no? El hombre es lo más noble que hay en la naturaleza, y los huesos constituyen su parte elemental. ¿Pero dónde han puesto el cuerpo?

—Se ha marchado también.

—¿Que se ha marchado? —exclamó el doctor, lleno de consternación—. ¿Y quién se atrevió a disponer de él sin mi permiso?

—¡El diablo! —contestó Betty—. Y también se lo llevará a usted cualquier día, sin más ceremonias.

—¡Silencio! —reclamó Lawton, sofocando a duras penas sus ganas de reír—. ¿Cómo se atreve a hablar así a un oficial, vieja bruja?

—¿No me llamó él sucia? —dijo la cantinera, chascando sus dedos con ademán despectivo—. Yo me acuerdo de un amigo durante un año, pero sólo necesito un mes para olvidar a un enemigo.

La amistad o enemistad de la señora Flanagan era algo que en aquel momento preocupaba muy poco al doctor, pues sólo podía pensar en la pérdida que acababa de sufrir. Lawton se vio obligado a darle todos los detalles del acontecimiento. Cuando terminó, Betty intervino para decir:

—Y usted puede alegrarse de haber escapado por muy poco, tesoro de doctor. El sargento Hollister, que le vio cara a cara, como suele decirse, asegura que era Belcebú en persona, y nada tenía de buhonero, excepto su tráfico de mentiras, robos y otras mercancías del oficio. ¡Qué cara hubiera puesto usted disertando a Belcebú! ¡Y aún me falta por saber si a su escarpelo le sería fácil cortarle la piel!

Defraudado en su doble espera de un cadáver y de un desayuno, Sitgreaves anunció de pronto su intención de visitar Locust, para ver cómo se encontraba el capitán Singleton. Lawton decidió acompañarle y pronto estuvieron los dos a caballo y en camino. Pero antes, el doctor aún tuvo que sufrir otras pullas de la cantinera, mientras estuvo al alcance de su voz.

Durante algún tiempo marcharon en silencio. Por último, Lawton se dio cuenta de que su compañero no estaba de buen humor, por culpa de la ironía y la desvergüenza de Betty y, haciendo un esfuerzo para calmarle, le dijo:

—Archibald, qué hermosa canción la que comenzó a cantar la otra noche, cuando nos interrumpieron las honradas gentes que traían al buhonero. La alusión a Galeno fue muy graciosa.

—Estaba seguro, Jack, de que le gustaría en cuanto sus ojos se abrieran a la belleza —respondió el cirujano, permitiendo que sus músculos se relajasen hasta el punto de sonreír—. Pero hacia el final de una gran comida, ocurre a veces que los vapores del vino, subiendo del estómago al cerebro, introducen una especie de confusión en las ideas y no permiten que el espíritu juzgue en materia de gustos y de ciencias.

—Además, su oda era tan sabia como espiritual —dijo Lawton, cuya sonrisa sólo aparecía en los ojos.

—Oda no es la palabra que mejor conviene a esa clase de composiciones poéticas. Yo le daría más bien el nombre de balada clásica.

—Muy probablemente. Como sólo oí la primera estrofa, me era difícil darle un nombre acertado.

El doctor tosió dos o tres veces, como para limpiar su garganta de los humores que pudieran estropear la voz, aunque sin pensar siquiera para qué eran aquellos preparativos. Pero el capitán volvió hacia él sus grandes ojos negros y, viendo que se removía en su silla con una especie de malestar, le dijo:

—Aquí estamos lejos de todo ruido y de cualquier importuno. ¿Por qué no me canta usted lo que sigue? Quizá sirva para rectificar el mal gusto que usted me reprocha.

—¡Querido Jack! Si creyera que eso serviría para corregir los errores a que le arrastra la costumbre y la excesiva confianza en sí mismo, nada me complacería más.

—Pruebe usted. Acerquémonos a esas peñas de la izquierda: ahí deben lograrse unos ecos deliciosos.

Así apremiado y convencido, además, de que componía versos y cantaba con exquisito gusto, Sitgreaves se dispuso en serio a satisfacer la petición de su amigo. Después de quitarse los anteojos y de limpiar cuidadosamente los cristales, volvió a colocárselos con exacta precisión y ajustó la peluca sobre su cabeza con matemática simetría y, después de destoser varias veces, canturreó hasta que su delicado oído no encontró nada criticable en la emisión de la voz. Sólo entonces, con gran placer del capitán, volvió a comenzar su canción.

Pero, sea porque su caballo se excitaba al oírle, o porque su cabalgadura quisiera imitar el trote de la de Lawton, sucedió que, antes de terminar la segunda estrofa, la voz del doctor emitió unas cadencias que seguían con perfecta regularidad los movimientos de péndulo de su cuerpo.

A pesar de circunstancias tan poco favorables para la armonía, Sitgreaves no dejó sin terminar su canción, entonando sin interrupción las tres estrofas siguientes:

¿Te ha herido alguna vez la flecha del amor, querida mía? ¿Has exhalado un tembloroso suspiro? ¿Has pensado en el que se fue muy lejos y está siempre presente ante tus brillantes ojos? Entonces ya sabes lo que es tener una enfermedad, que el arte de Galeno no puede curar.

¿Tu frente se ha cubierto alguna vez de un rubor púdico, querida mía? ¿Has sentido que un súbito calor se expandía por tus mejillas, blancas como el mármol, cuando Damon leía en tu corazón? En ese caso, joven insensata, has enrojecido al sufrir la misma enfermedad de que Harvey fue atacado.

Pero, para cada uno de tus males, querida mía; para cada uno de los dolores que te causaron las flechas del Amor; en una palabra, locuela, para todo lo que puedas temer, hay un antídoto. El arte todopoderoso del himeneo puede curar las heridas de los jóvenes amantes.

¿Alguna vez?

—¡Calle! —exclamó Lawton—. ¿Qué ruido se oye en esas rocas?

—Es el eco… ¿.Alguna ve£?…

—¡Escuche! —dijo Lawton, deteniendo su caballo. Y, apenas había pronunciado esa palabra, cuando una piedra cayó a sus pies y rodó muy cerca de donde estaba, sin hacerle daño alguno.

—Es como el tiro disparado a un amigo —comentó el capitán—. Ni la piedra ni la mano que la ha lanzado parecen tener intenciones hostiles contra nosotros.

—El golpe de una piedra sólo puede producir una contusión —dijo el doctor, mirando en torno y sin ver nada—. Y no hay un solo ser vivo en los alrededores; tiene que haber sido un aerolito.

—Un regimiento entero se escondería fácilmente detrás de esas peñas —replicó el capitán, echando pie a tierra para recoger el proyectil y añadir enseguida—: ¡Aquí está la explicación del misterio!

Y al decirlo, cogió un papel ingeniosamente atado al pequeño fragmento de roca. Después de desplegarlo, leyó las palabras siguientes, escritas de modo casi ilegibles:

«Una bala de mosquetón hace más camino que una piedra y las montañas de West Chester ocultan cosas más peligrosas que hierbas para los heridos. El caballo puede ser bueno, pero, ¿puede escalar una roca?»

—Dices verdad, hombre extraño —exclamó Lawton—. En sitios como éste, el valor y la agilidad son débiles recursos contra un asesino.

Y, volviendo a montar, gritó:

—¡Muchas gracias, desconocido amigo! Me acordaré de tu aviso y nunca olvidaré que no todos mis enemigos carecen de piedad.

Una delgada mano surgió un momento por encima de unos matorrales que cubrían las rocas, se agitó en el aire y los dos amigos ya no vieron ni oyeron nada más.

—¡Qué aventura más extraordinaria! —dijo el cirujano sin salir de su asombro—. Y el sentido de esa nota no puede ser más misterioso.

—¡Bueno! —exclamó el capitán guardándola en su pecho—. Será algún bromista sin gracia, que imagina que así asusta a dos oficiales de dragones, de Virginia. Y, a propósito, señor doctor Sitgreaves, permítame decirle que usted abriga la intención de disecar a un muchacho muy honrado.

—¿Al buhonero? ¿A ese espía al servicio del enemigo? Creo que hubiese hecho demasiado honor a un hombre así, utilizando sus restos para propagar las luces de la ciencia.

—Puede ser espía, sin duda lo es —dijo Lawton con gesto distraído—; pero su corazón está por encima de los resentimientos y su alma honraría al más valiente soldado.

Mientras su compañero recitaba ese monólogo, Sitgreaves le miró como quien pide una explicación; pero los ojos del capitán estaban fijos en otras peñas que, avanzando considerablemente sobre el valle, obstruían el camino que contorneaba su base.

—Lo que el caballo no puede escalar, puede treparlo el pie del hombre —exclamó el prudente Lawton.

Y, apeándose nuevamente del caballo y saltando por encima de un pequeño murete de piedra, comenzó a subir por las peñas hasta llegar a un sitio desde el que podía divisar, a vista de pájaro, todas las alturas del valle y todas las hendiduras y grietas de la montaña. Apenas comenzó a hacerlo, cuando un hombre huyó rápidamente frente a él y desapareció al otro lado de una roca.

—¡Al galope, Sitgreaves! ¡Al galope! —gritó, mientras perseguía al fugitivo y saltaba, ligero, por encima de todos los obstáculos que surgían en su carrera—. ¡Acabe con ese bandido, si se escapa por ese lado!

El doctor picó las dos espuelas y, al cabo de unos instantes vio a un hombre armado de mosquetón, que atravesaba el camino y pretendía llegar hasta el espeso bosque que crecía al otro lado.

—¡Alto! ¡Deténgase, amigo! ¡Espere a que llegue el capitán Lawton! —le gritó Sitgreaves, viéndole huir a una velocidad que le dejaba muy pocas esperanzas de alcanzarle.

Pero el hombre, como si aquella invitación le inspirase un nuevo terror, redobló sus esfuerzos y no se detuvo ni para respirar, hasta que llegó al final de su carrera. Entonces, volviéndose de pronto, disparó su fusil apuntando al doctor y en un instante desapareció entre los árboles. Lawton no tardó en regresar a la carretera y montar a caballo, llegando junto a su amigo cuando el fugitivo ya no era visible.

—¿Por dónde se ha marchado? —preguntó.

—John —contestó el doctor—, ¿acaso no soy un oficial no combatiente?

—¿Por dónde se ha marchado ese miserable? —repitió Lawton, impaciente.

—Por donde usted no puede seguirle, hacia el interior del bosque —explicó el cirujano—. Pero, le vuelvo a decir, John: ¿no soy oficial no combatiente?

El capitán, contrariado al ver que su enemigo estaba fuera de sus alcances, volvió los ojos, todavía encendidos de cólera, hacia su compañero; sus músculos perdieron poco a poco su rigidez, se borraron las arrugas de su frente y su mirada, en vez de enfado, mostró la ironía que tan bien y con tanta frecuencia expresaban.

El doctor estaba en su silla, con serena dignidad, la flaca espalda bien erguida, la cabeza levantada y como indignado por la injusticia. La rapidez de la carrera llevó sus anteojos hasta el extremo del largo miembro que los sostenía y los rayos visuales que salían por debajo de los cristales brillaban de enfado.

Un ligero esfuerzo devolvió la normalidad a las facciones del capitán, que rompió el silencio, diciendo:

—¿Por qué ha dejado escapar a ese bandido? Si le hubiera llevado al alcance de mi sable, yo le hubiera facilitado un sustituto para el buhonero.

—¿Y cómo podía impedir que huyera? —contestó Sitgreaves, señalando la valla ante la que se había detenido—. El saltó esa barrera y me dejó donde usted me ve. Ni siquiera se dignó escuchar la invitación que le hice para que le esperara a usted ni el aviso de que le quería hablar.

—¿De veras? —exclamó Lawton, fingiendo un tono de sorpresa—. ¡Qué sinvergüenza tan mal educado! Pero, ¿por qué no saltó usted la valla para obligarle a detenerse? Ya ve que sólo tiene tres travesaños. La misma Betty Flanagan, montada en su vaca, la hubiera saltado.

Los ojos del doctor se apartaron por primera vez del lugar por donde se escapó el fugitivo y se volvieron hacia el capitán, pero su cabeza no se bajó un milímetro.

—Capitán Lawton —dijo—, me parece que la señora Flanagan y su vaca no son modelos para citarlos al doctor Archibald Sitgreaves. ¿Qué se diría de un doctor en cirugía que se fracturase las dos piernas saltando imprudentemente un tronco de madera, colocado en la parte superior de una valla?

Mientras así hablaba, el doctor tendió los miembros citados en posición casi horizontal, de modo que hubiera hecho más que difícil el peligroso salto. Pero el capitán, sin atender a la imposibilidad de aquel movimiento, exclamó:

—Una valla así no debió detenerle: la podría saltar todo un escuadrón de caballería. Muchas veces encontré yo mayores dificultades, al cargar contra una infantería erizada de bayonetas.

—Capitán John Lawton —dijo el doctor, con aire de dignidad ofendida—, haga el favor de recordar que yo no soy maestro de equitación ni sargento instructor de caballería, ni un joven corneta sin sesos (y lo digo con el respeto debido a un cargo concedido por el Congreso), ni un capitán que no hace más caso de su vida que de las enemigas. Yo, caballero, sólo soy un pobre hombre de letras, un simple doctor en cirugía, un humilde graduado de la Universidad de Edimburgo, el cirujano-mayor de un regimiento de dragones. Nada más, se lo aseguro.

Y dichas estas palabras, volvió la cabeza de su caballo en dirección a Locust y se puso en marcha.

—Lo que dice es verdad —murmuró Lawton, en voz baja—. Si llego a traer conmigo al menos valiente de mis dragones, ese bergante tendría ya su merecido y yo hubiera dado una víctima más a las ofendidas leyes de mi país… Pero —añadió, dirigiéndose al doctor—, Archibald, nadie puede presumir de saber montar a caballo, poniendo las piernas apartadas, como el coloso de Rodas. Hay que apoyarlas, por lo menos, en los estribos y apretar más las rodillas contra los flancos del corcel.

—Con todos los respetos para su experiencia, capitán Lawton, creo que soy suficiente competente para opinar sobre la acción de los músculos de la rodilla y de las demás partes del cuerpo humano. Y aunque no haya recibido más que una educación mediana, sé muy bien que, cuanto más extensa es la base, mayor solidez tiene el edificio.

—¿Qué demonios está diciendo? Siguiendo esos principios, ocuparía usted solo un espacio que sobraría para media docena de jinetes. Sus piernas parecen esas guadañas con que los antiguos armaban a sus caballos.

Aquella alusión clásica dulcificó un tanto la indignación del doctor, que respondió con menos altivez:

—Hay que hablar con más respeto de los usos adoptados por quienes vivieron antes que nosotros; pues, aunque no estuvieran iluminados por las luces de la ciencia y especialmente por la cirugía, entre ellos se encuentran brillantes excepciones a las falsas creencias de nuestros días. Sin embargo, no dudo de que Galeno tuviese que curar heridas producidas por las hoces de que usted habla, aunque ningún autor contemporáneo lo menciona; y tampoco dudo de que produjeran muy graves accidentes que debieron preocupar mucho a los médicos de aquel tiempo.

—En eso no habría mucha ciencia —dijo Lawton con la mayor seriedad—. Esas mortíferas hoces podían cortar de un solo golpe el cuerpo de un hombre y entonces ya sólo les quedaba pegar las dos mitades; y no dudo de que aquellos señores lo consiguieran.

—¡Cómo! —exclamó Sitgreaves—. ¿Unir dos partes del cuerpo humano, separadas por un instrumento cortante y dejarlas capaces de cumplir las funciones de la vida animal?

—Sí —dijo Lawton—: Juntar dos partes separadas por una guadaña y dejarlas en estado de cumplir los deberes militares.

—¡Imposible, querido capitán! ¡Completamente imposible! Todos los esfuerzos del arte juntos, no consiguen dominar a la naturaleza. Piense que, en semejante caso, tendría que construirse una solución de continuidad a las arterias, los nervios, los músculos, los intestinos y, lo que tiene mayores dificultades todavía…

—¡Basta, basta, doctor Sitgreaves! ¡Me ha convencido! Y le aseguro que no tengo los menores deseos de sufrir esa solución de continuidad que, según lo que se dice, no puede lograr la cirugía.

—Esa es la verdad, mi querido Lawton. ¿Y qué placer puede encontrarse tratando una herida, cuando se ve que todas las luces de la ciencia son insuficientes para curarla?

—Ninguno, desde luego.

—¿Qué considera usted el placer más grande de la vida? —preguntó de pronto, el doctor, cuyo enfado había disipado el nuevo tema de discusión.

—Es una pregunta muy difícil de contestar.

—Nada de eso. Consiste en ver… No: consiste en sentir que los destrozos causados por una herida son reparados por las luces de la ciencia, actuando de acuerdo con la naturaleza. Un día me rompí el dedo meñique, con objeto de reducir la fractura y seguir atentamente la curación. Era una experiencia hecha en pequeño; y, sin embargo, mi querido Lawton, aún recuerdo con entusiasmo la deliciosa sensación experimentada cuando los dos huesos se juntaron y cuando contemplé los efectos admirables del arte, ayudando a la naturaleza. En toda mi vida he disfrutado de un placer mayor. Hubiera sido mucho más grande si se tratara de un miembro más importante, como el brazo o la pierna, por ejemplo.

—¡O el cuello! —añadió el capitán.

Como estaban llegando a casa de Mr. Wharton, la conversación se detuvo allí. Nadie se presentaba para anunciarles y el capitán se dirigió al salón, abrió la puerta y se detuvo, sorprendido por la escena que se ofrecía a sus ojos. El coronel Wellmere estaba inclinado hacia Sara, cuyas mejillas se cubrían de rubor, y le hablaba con tal fuego, que ni uno ni otra se dieron cuenta de la presencia de los dos dragones.

Algunos indicios muy significativos, que no escaparon a la mirada clarividente del capitán, le hicieron dueño de su secreto. Y ya iba a salir de la habitación tan silenciosamente como había entrado, cuando su compañero, que le seguía, se adelantó bruscamente, se acercó al coronel y cogiéndole la muñeca, como por instinto, exclamó:

—¡Justo cielo! Un pulso irregular y excesivo…, rostro enrojecido…, ojos inflamados…, ¡son graves síntomas de fiebre y hay que apresurarse a poner remedio!

Y mientras hablaba, el doctor, habituado a un modo rápido de actuar, ya tomaba su lanceta y hacía otros preparativos que anunciaban muy serias intenciones. Pero el coronel Wellmere, volviendo de su confusión y su sorpresa, se levantó rápidamente y le dijo con cierta altivez:

—Caballero, es el calor de la habitación el que me dio este sofoco y ya estoy demasiado agradecido a sus favores para causarle más molestias. Miss Wharton sabe que me encuentro bien. Nunca me sentí mejor, nunca fui tan dichoso.

Pronunció aquellas palabras con un tono que pudo ser satisfactorio para Sara, pero que acentuó todavía el rojo de sus mejillas y Sitgreaves, cuyos ojos siguieron la misma dirección que los de su enfermo, no dejó de darse cuenta de ello.

—Su brazo, si me hace el favor, miss Wharton —dijo, acercándose apresuradamente a ella y saludándola con respeto—. Las inquietudes y las vigilias han producido sus efectos en su delicada salud y noto en usted síntomas que no deben descuidarse.

—Perdón, caballero —respondió Sara levantándose a su vez con gesto digno—, pero el calor de esta habitación es agobiante. Me retiro y avisaré a miss Peyton de su llegada.

No era muy difícil sobreponerse a las simplicidades del doctor; pero Sara se vio obligada a levantar los ojos para devolver a Lawton el saludo que le hizo, mientras sujetaba la puerta para dejarla pasar. Aquella sola mirada fue peor, aunque pudo conservar bastante imperio sobre sí misma para retirarse con dignidad. Pero en cuanto se vio al abrigo de todo observador, se dejó caer en una silla y se abandonó a una emoción en que se mezclaban la vergüenza y la felicidad.

El doctor, descontento del caprichoso humor del coronel inglés, y después de ofrecerle de nuevo sus servicios y recibir otra negativa, subió al dormitorio del capitán Singleton, a donde Lawton le había precedido.