«Oh, sol levante, cuyos alegres rayos invitan a mi bella a los juegos campestres: disipa la niebla, devuelve su azul al cielo y trae a mi Orra ante mis ojos.
Aparta de ti la vacilación que te atormenta; cuando los pensamientos se convierten en suplicio, los primeros son los más acertados.
Partir es locura, pero quedarse es morir.
¡Vamos, pronto, vamos a buscar a Orra!»
Canción lapona.
Mientras que el sueño hacía olvidar a sus camaradas las fatigas y los peligros de su profesión, Dunwoodie sólo había disfrutado de un reposo frecuentemente interrumpido por la agitación de su espíritu. Y cuando los primeros resplandores de la aurora sucedieron a la suave claridad de la luna, abandonó la cama donde se había echado vestido, y se levantó aún con más cansancio que se había acostado.
Ya no hacía viento, y la niebla comenzaba a disiparse; todo prometía uno de esos hermosos días otoñales que en clima tan variable suceden a la tormenta con una rapidez mágica. No había llegado aún la hora en que el mayor se proponía cambiar de posición a sus tropas y, para dejar a los soldados todo el reposo que las circunstancias permitían, se encaminó hacia el huerto donde fueron castigados los skinners, reflexionando sobre las contrariedades de su situación y sin saber cómo conciliar su delicadeza y su amor.
Otra de sus preocupaciones era la peligrosa situación de Henry Wharton. No le cabía duda de que las intenciones de su amigo fueran enteramente limpias, pero no estaba igualmente seguro de que un consejo de guerra compartiese su opinión; y aparte de su amistad por él, se daba cuenta de que, si perecía, tendría que renunciar a toda esperanza de casarse con su hermana.
La noche anterior envió a un oficial al coronel Singleton, que mandaba los puestos de vanguardia, para darle parte del arresto del capitán Wharton, informarle de su opinión personal sobre su inocencia, y preguntar qué debía hacer con su prisionero. Las órdenes del coronel podían llegar en cualquier momento, y cuanto más se acercaba el instante en que Henry no estaría bajo su protección, más se redoblaban sus inquietudes.
Con el espíritu turbado por tales reflexiones, había atravesado la huerta y estaba al pie de las rocas que la noche anterior protegieron la huida de los skinners, pero sin saber a dónde le había conducido su paseo. Iba a regresar al «Hotel Flanagan», cuando oyó una voz que le gritaba:
—¡Deténgase, o es hombre muerto!
Dunwoodie se volvió, sorprendido, y vio en lo alto de una roca, a poca distancia de él, a un hombre que le apuntaba con su mosquetón. Aún no había bastante claridad para percibir perfectamente los objetos en la sombra producida por los árboles, y necesitó una nueva mirada para cerciorarse, cada vez con mayor asombro, de que tenía ante él al buhonero. Comprendiendo en seguida lo peligroso de su situación, y no queriendo pedir gracia ni escapar, si ello fuera posible, exclamó con voz firme:
—Si quiere asesinarme, haga fuego, porque yo nunca me rendiré prisionero.
—No, mayor Dunwoodie —contestó Birch—: No me propongo atentar contra su vida ni contra su libertad.
—¿Qué quiere entonces, hombre misterioso? —preguntó el mayor, sin persuadirse todavía de que lo que estaba sucediendo no era producto de su fantasía.
—Su buena opinión —dijo Birch, con acanto emocionado—. Quisiera que las personas honradas me juzgasen con indulgencia.
—La opinión de los hombres debe serle muy indiferente —replicó el mayor, cada vez más sorprendido—, porque usted parece disponer de medios que le ponen al abrigo de sus juicios.
—Dios salva a sus servidores cuando lo juzga conveniente —dijo el buhonero con voz solemne—. Ayer me amenazaba usted con el patíbulo y era dueño de mi vida; hoy, la suya está a mi disposición. Pero no abusaré de ello: está usted libre, mayor Dunwoodie, aunque cerca de aquí hay gentes que le tratarían de muy distinto modo. ¿De qué le serviría su sable contra un mosquetón y una mano firme?… Escuche el consejo de un hombre que nunca le hizo daño, y que tampoco se lo hará: no se pasee por las lindes de un bosque, como no vaya en compañía o bien montado.
—Por lo visto, tiene usted algunos compañeros que facilitaron su evasión, y que son menos generosos.
—¡No! ¡No! —exclamó Harvey, con voz llena de amargura y alzando los ojos con gesto extraviado—. ¡Estoy solo, completamente solo, y nadie me conoce, excepto Dios y Él!
—¿Quién es ese El? —preguntó el mayor, sin poder dominar su interés.
—Nadie —contestó el buhonero, ya recobrada su sangre fría—. Pero no sucede lo mismo con usted, usted no está solo, mayor Dunwoodie: es joven, feliz, y tiene personas a quienes quiere y que no están lejos de aquí. Redoble su vigilancia, pues un peligro inminente amenaza a lo que más ama en el mundo; no descuide ninguna precaución, doble las patrullas, y guarde este aviso en silencio. Con la opinión que tiene usted de mí, si le dijera más temería alguna celada. Pero se lo repito otra vez: vele por la seguridad de lo que más ama.
Al terminar estas palabras, disparó al aire su mosquetón y lo echó a los pies de Dunwoodie. Y cuando el mayor, inmóvil por la sorpresa, levantó los ojos hasta el lugar donde estuvo el buhonero, ya había desaparecido.
Aquella extraña escena produjo en el joven una especie de estupor, del que salió al oír el sonar de las trompetas y el ruido de un destacamento de caballería en marcha. El disparo de Harvey atrajo a una patrulla, y la alarma reinaba en todo el cuerpo. Sin entrar en explicaciones, el mayor regresó en seguida al que llamaban cuartel general, donde encontró a las tropas sobre las armas, a caballo y esperando con impaciencia a su jefe.
El oficial a quien correspondía ocuparse de esos menesteres, hizo retirar la insignia del «Hotel Flanagan», y el poste que la sostenía se había dispuesto para horca del espía. El mayor, que estaba enterado del castigo que Lawton infligió a los skinners, pero que no quiso contarle la entrevista mantenida con Birch, dijo a sus oficiales que se había encontrado un mosquetón, probablemente abandonado en su huida por aquellos miserables, y que fue él quien lo había descargado.
Le preguntaron si no se ejecutaba al prisionero antes de ponerse en marcha, y Dunwoodie —que apenas se resolvía a creer que lo sucedido no era un sueño—, acompañado por varios oficiales y precedido por el sargento Hollister, se dirigió hacia el lugar en donde dejaron al misterioso buhonero.
—Supongo que habrá guardado bien a ese hombre —le dijo al dragón que montaba guardia ante la puerta.
—Está durmiendo todavía —respondió el centinela—, y ronca de tal modo, que apenas me ha dejado oír las cornetas cuando tocaron a alarma.
—Abra la puerta y tráigalo —ordenó el mayor a Hollister.
Sin perder instante, el sargento obedeció a la primera parte de la orden; pero, con inconcebible asombro, el honrado veterano encontró la habitación toda revuelta. El traje del buhonero ocupaba el sitio que debía llenar su cuerpo, y una parte del guadarropa de Betty aparecía desperdigado por el suelo. La cantinera estaba tendida en su camastro, completamente vestida, y sólo le faltaba el sombrero de paja negra que llevaba constantemente, y cuya hechura estaba tan deformada, que muchos pretendían que lo usaba tanto de noche como de día. Aún estaba profundamente dormida cuando Hollister entró en la habitación, pero el ruido de sus exclamaciones la despertó.
—¿Quién va? —exclamó, echándose al suelo—. ¿Es que quieres desayunar? ¿Por qué me miras como si fueras a tragarme? ¡Paciencia, tesoro mío, paciencia! ¡Voy a haceros una fritura como nunca se vio!
—¡Mil truenos! —exclamó el sargento, olvidando su filosofía religiosa y la presencia de los oficiales—. ¡Pues sí que estamos para frituras! ¡A ti te haremos freír, bribona! ¿Has sido tú quien ayudó a escaparse al maldito buhonero?
—¡Bribón tú, y tu perro buhonero! —exclamó Betty, cuyo humor se agriaba fácilmente—. ¿Qué tengo yo que ver con tus prisioneros y tus evasiones? Sí: claro que pude ser la esposa de un buhonero y llevar trajes de seda, de haber sido sensata casándome con Sawny Mac Twill, en vez de correr tras de un montón de ganapanes dragones, que no saben lo que es tratar decentemente a una honrada viuda.
—¡El sinvergüenza se ha dejado mi Biblia! —dijo entonces Hollister, recogiéndola del suelo—. En vez de llenar su tiempo leyéndola y preparándose para un final cristiano, se ocupó buscando el medio de evadirse.
—¿Y quién querría quedarse para que lo colgasen como a un perro? —exclamó Betty, que por fin comenzaba a comprender la situación—. Todo el mundo no ha nacido, como tú, para acabar de ese modo, sargento.
—¡Silencio! —dijo Dunwoodie—. Caballeros, este asunto merece ser aclarado. En esta habitación no hay otra salida que la puerta, y el prisionero no pudo salir de aquí, a menos que el centinela se durmiese o se dejara corromper. Que vengan todos los que hicieron guardia ante la puerta.
Estaban en el cuerpo de guardia, y los hicieron ir al instante. Todos aseguraron que nadie había salido de aquella habitación durante su vigilancia, menos uno que declaró que había salido Betty, pero que tenía la consigna de dejarla pasar.
—¡Mientes! —exclamó la cantinera, que había escuchado con impaciencia la declaración—. ¡Mientes, bergante! ¿Es que quieres echar a perder la reputación de una mujer honrada, diciendo que va de picos pardos por la noche? ¡La he dormido tan inocentemente como un becerro junto a su madre!
—Mayor —dijo entonces Hollister, volviéndose respetuosamente a Dunwoodie—. En mi Biblia hay algo borroneado que antes no estaba.
Porque, como no tengo familia[13], nunca he tolerado que se escribiera nada en el libro sagrado.
Un oficial lo cogió, para leer en voz alta:
«Sirva esto para certificar que, si consigo escaparme, será sólo con la ayuda de Dios, cuyo socorro demando. Me he visto obligado a coger algunas ropas de la mujer que está acostada aquí, pero encontrará una indemnización en su bolsillo. En fe de lo cual, firmo
Harvey Birch».
—¡Cómo! —exclamó Betty—. ¿Ese bandido ha robado a una pobre viuda todo lo que poseía? ¡Hay que perseguirle, mayor Dunwoodie! ¡Tiene que colgarle, o no habrá justicia en este país!
—Registra en tus bolsillos, Betty —dijo un joven corneta, a quien aquella escena divertía porque le tenía sin cuidado la evasión del prisionero.
—¡Es para no creerlo! —exclamó la cantinera, al encontrar una guinea—. ¡Qué tesoro de buhonero! Ha hecho muy bien sirviéndose de mis harapos. ¡Que viva mucho tiempo y que prospere en su comercio! Y si alguna vez lo cuelgan, digo que hay peores bergantes que escapan de la horca.
Dunwoodie se volvió para salir del cuartucho, y vio al capitán Lawton, en pie y con los brazos cruzados, contemplando la escena en completo silencio. Aquella manera de comportarse, tan distinta de su celo y de su impetuosidad habituales, llamó la atención del mayor. Sus ojos se encontraron, salieron juntos, y durante unos minutos se pasearon, charlando con cierta vivacidad. Luego regresó Dunwoodie, y envió a los centinelas a que se reunieran con sus compañeros.
Sin embargo, el sargento Hollister siguió con Betty quien, después de comprobar que las prendas desaparecidas estaban más que pagadas con una guinea, se mostraba de magnífico humor. Ya hacía tiempo que la cantinera miraba al sargento con buenos ojos, y que había resuelto in petto ponerse al abrigo de los peligros de la viudez dando un sucesor a su primer marido. Ella creía que el sargento respondía a sus preferencias, y temiendo que la ira de que se dejó arrastrar cambiase sus favorables disposiciones, quiso aplacarle. Así, llenando un vaso con su licor favorito, se lo ofreció diciendo:
—Ya sabes, sargento, que unas palabras pronunciadas en el calor de la conversación, no significan nada entre buenos amigos. ¡Cuántas veces le busqué camorra a mi pobre difunto Michel Flanagan! Y sin embargo, a nadie quería más en este mundo.
—Michel era un buen soldado y un buen hombre —dijo el veterano, después de vaciar el vaso—. Mi compañía cubría el flanco de su regimiento cuando él cayó, y durante la acción pasé dos veces por encima de su cuerpo. ¡Pobre diablo! Estaba tendido de espaldas, y tenía el rostro tan sereno como si hubiese muerto en la cama después de consumirse durante años.
—Sí —dijo la viuda—: Miguel era un terrible consumidor. Con dos personas como él y yo, poco podía quedar de una despensa… Pero tú, sargento Hollister, eres un hombre sobrio y discreto, y serías un excelente esposo.
—Betty Flanagan —respondió el sargento con solemne tono—. Me he quedado aquí para hablarte de una cosa importante en la que no dejo de pensar, y te abriré mi corazón si tienes tiempo para escucharme.
—¿Escucharte ahora, querido Hollister? Voy a hacerlo, aunque los oficiales tengan que quedarse sin desayuno. Pero bebe otro vaso: te ayudará a hablar con más libertad.
—No, Betty: a mí no me falta el valor en ninguna buena causa. Dime: ¿crees de verdad que fue a ese espía buhonero a quien encerré anoche?
—¿Y quién había de ser, tesoro mío?
—El espíritu maligno.
—¡Cómo! ¿El diablo?
—Sí: el mismo Lucifer, disfrazado de buhonero. Y quienes le trajeron aquí y tomamos por skinners, eran demonios a sus órdenes.
—Si te equivocas en el peso, Hollister, será sólo por unas onzas. Porque si hay demonios en el West Chester, seguro que son los skinners.
—Yo me refiero a verdaderos espíritus infernales, Betty Flanagan. El diablo sabía que a nadie guardaríamos con tantas precauciones como al espía Birch, y tomó su figura para meterse en tu habitación.
—¿Es que una no tiene bastantes demonios en el cuerpo para que vengan del fondo del infierno a atormentar a una pobre viuda? ¿Y puedes decirme qué quería hacer el diablo conmigo?
—Ha sido una gracia para ti que haya venido, Betty. Ya has visto cómo tomó tu figura para irse, y eso es una señal de la suerte que te espera si no cambias de vida. ¡Si hubieras visto cómo temblaba cuando puse en sus manos el libro sagrado! Además, querida Betty, ningún cristiano se hubiera permitido escribir en una Biblia, como no fuese para anotar nacimientos, bodas y otras cosas así.
La cantinera quedó encantada con el dulce tono de las palabras de su bien amado, aunque muy escandalizada por su insinuación. Sin embargo, conservó su buen humor y le respondió con la vivacidad de las gentes de su tierra:
—¿Y crees que el diablo hubiera pagado mis ropas? ¿Y tan bien pagadas?
—Sin duda se trata de una moneda falsa —dijo el sargento, un tanto confuso por aquella prueba de honradez en un ser de quien tan mala opinión tenía—. También quiso tentarme con ese brillante metal, pero el Señor me dio fuerzas para resistir la tentación.
—Pues la moneda me parece buena —replicó la cantinera—. Pero por si acaso, hoy mismo pediré al capitán Jack que me la cambie. A él no hay diablo que le dé miedo.
—¡Betty, Betty! ¡No hables tan ligeramente del espíritu maligno, que siempre nos está rondando y se vengará de tu lenguaje!
—¡Bah! Por pocas entrañas que tenga, no se enfadará por el arranque de una pobre viuda. Estoy segura de que ningún cristiano se enfadaría por tan poca cosa.
—Pero el espíritu de las tinieblas sólo tiene entrañas para devorar a los hijos de los hombres —prosiguió Hollister, mirando con espanto en torno suyo—. Pero Betty, nadie pudo salir de esta habitación y pasar por delante de los centinelas sin ser reconocido; aprovecha, pues…
El diálogo fue interrumpido por un dragón que avisaba a Betty de que los oficiales pedían el desayuno, y los interlocutores tuvieron que separarse: la cantinera, felicitándose interiormente del interés que Hollister se tomaba por ella, en el que había algo más terrenal de lo que él imaginaba; y el sargento, resuelto a no escatimar esfuerzos para salvar un alma de las garras del espíritu maligno, que rondaba por aquellos contornos en busca de víctimas.
Mientras los oficiales desayunaban, llegaron varios correos. Uno de los mensajes que llevaban contenía detalles sobre las fuerzas y el paradero de las tropas inglesas que estaban en las orillas del Hudson. Otro, pedía al mayor que enviase al capitán Wharton al puesto más cercano, con una escolta de dragones. Esa orden, que había de ejecutar sin remisión, colmó los tormentos de Dunwoodie. Continuamente tenía ante sus ojos la pena y la desesperación de Francés, y cien veces estuvo tentado de saltar sobre su caballo y galopar hasta Locust: pero un invencible sentimiento de delicadeza se lo impidió.
Obedeciendo las órdenes, envió a Henry Wharton, custodiado por un oficial y varios dragones, al lugar que le indicaban. Antes, dio al teniente encargado de la misión una carta para su amigo, ofreciéndole las más consoladoras seguridades de que nada tenía que temer, y de que haría los mayores esfuerzos en su favor. Dejó a Lawton con parte de su compañía, para que guardase a los heridos, y en cuanto desayunaron los soldados y se levantó el campo, todo el cuerpo se puso en marcha hacia el Hudson.
Dunwoodie repitió y volvió a repetir sus terminantes órdenes a Lawton, recordó todas las palabras dichas por el buhonero, y se entregó a mil conjeturas para adivinar el sentido secreto de su aviso misterioso.
Por último, ya no le quedó ningún otro pretexto para continuar más tiempo allí, y partió.
Sin embargo, al recordar repentinamente que no había dejado órdenes relativas al coronel Wellmere, en vez de seguir la marcha de su columna, el mayor cedió a sus pasiones y tomó el camino que llevaba a Locust, seguido de su ordenanza. El caballo de Dunwoodie era ligero como el viento, y le parecía que sólo pasó un minuto desde que emprendió la cartera cuando, desde una cima, pudo ver el solitario valle. Luego, mientras descendía para entrar en él, entrevió a cierta distancia a Henry Wharton con su escolta, en un desfiladero que conducía a su lugar de destino. Aquello le hizo redoblar su velocidad, y después de contornear otra colina, apareció ante él lo que buscaba.
Francés había seguido de lejos al destacamento que se llevaba a su hermano, y al perderlo de vista sintió que le había abandonado lo que más quería en el mundo. La inconcebible ausencia de Dunwoodie y la pena de ver marcharse a su hermano, en tales circunstancias, abatieron totalmente su valor; se sentó sobre una piedra al borde del camino, y lloraba como si su corazón se rompiera, cuando Dunwoodie descabalgó de un salto, dijo al ordenanza que siguiera adelante, y corrió junto a la muchacha.
—¡Francés! —exclamó—. ¡Mi querida Francés! ¿Por qué ese llanto? No te alarme la situación de tu hermano; en cuanto cumpla con el deber que ahora me ata, me echaré a los pies de Washington y le pediré la libertad de Henry. El padre de su pueblo no puede negar ese favor a un discípulo predilecto.
—Mayor Dunwoodie —respondió firmemente Francés, levantándose con aire de dignidad y secándose los ojos—, te agradezco el interés que te tomas por mi hermano. Pero no me parece muy conveniente que te dirijas a mí con ese lenguaje.
—¿Que no es conveniente? —repitió el mayor, sorprendido—. ¿No vas a ser mía, con el consentimiento de tu padre, de tu familia entera y del tuyo, mi querida Francés?
—Yo no quiero ser obstáculo para los derechos que otra dama pueda tener sobre tus atenciones —respondió Francés, reanudando el camino hacia su casa.
—¡Nadie más que tú tiene derechos sobre mi corazón! —exclamó él, fogosamente—. ¡Juro por el cielo que sólo tu imagen lo llena por entero!
—Tienes tanta experiencia y has conseguido tales éxitos, mayor Dunwoodie, que no es de asombrar que engañes fácilmente la credulidad de mi sexo —replicó Francés con amargo tono, intentando en vano que apareciera una sonrisa en sus labios.
—¿Pero qué soy para ti para que me hables de ese modo? ¿Cuándo te he engañado yo? ¿Quién ha podido abusar así de la pureza de tu corazón?
—¿Y por qué hace días que el mayor Dunwoodie no honra con su presencia la casa de quien deberá llamar suegro? ¿Ha olvidado que allí está un amigo herido, y otro sumido en la mayor desgracia?… ¿No le ha recordado su memoria que esa casa guarda a la que debía hacer su esposa? ¿Acaso temía encontrar allí a más de una persona con derecho a pretender ese título?… ¡Ay, Peyton, cómo me has engañado! ¡A mí, que con la loca credulidad de la juventud, te consideraba el más bueno del mundo, el más leal, el más noble y generoso!…
—¡Ahora me doy cuenta de quién te ha engañado, Francés! —exclamó Dunwoodie, con el rostro arrebatado—. ¡Pero no tienes razón! Te juro por lo más sagrado que eres injusta conmigo.
—¡No jures, Dunwoodie! —replicó Francés, con un orgullo que la embellecía más—. ¡Para mí ya ha pasado el tiempo en que fiaba en juramentos!
—¿Es que quieres que me porte como un fatuo, que me haga despreciable ante mis propios ojos, oyendo cómo me envanezco de lo que podía devolverme tu estimación?
—No creas que sería tan fácil —replicó ella, continuando su camino—. Estamos hablando a solas por última vez, aunque a mi padre seguramente le encantará recibir a un pariente de su esposa.
—No, Francés: ya no puedo entrar en su casa, después de portarme de un modo indigno de mí. Me desesperas, Francés, cuando parto para una expedición peligrosa de la que quizá no salga con vida. Si la fortuna me es adversa, al menos haz justicia a mi memoria y recuerda que mi último suspiro llevará el deseo de tu felicidad.
Al terminar estas palabras, puso el pie en el estribo; pero se detuvo al ver a la dueña de su amor con el rostro pálido por la emoción y dirigiéndole una mirada que le penetró hasta lo más hondo del alma.
—¡Peyton! ¡Dunwoodie! —dijo ella—. ¿Acaso podrás olvidar nunca la causa que defiendes? Tu deber para con Dios y tu patria, te prohíbe todo acto de temeridad. Tu país necesita tus servicios; además… —y entonces la voz le falló y no pudo acabar la frase.
—¿Además? —repitió el mayor, volviendo rápidamente a su lado y queriendo cogerle una mano.
Pero Francés ya había recobrado su serenidad: le rechazó con frío ademán, y continuó andando hacia Locust.
—¿Así nos separamos, Francés? —exclamó Dunwoodie, desesperado—. ¿Tan miserable soy para que me trates con esa crueldad?… Nunca me has amado, y ahora quieres ocultar tu ligereza haciéndome reproches que luego te niegas a justificar.
Francés se detuvo repentinamente, y puso en sus ojos tanto candor, tanta sensibilidad, que el mayor se arrepintió hasta el punto de echarse a sus pies y de implorarle perdón. Pero ella le dijo, después de pedirle silencio con un gesto:
—Escúchame por última vez, Dunwoodie. Cuando una descubre su propia inferioridad se entera de algo muy cruel; pero yo no comprendí esa verdad hasta hace muy poco. Yo no te acuso, no te reprocho nada, ni siquiera con el pensamiento más involuntario. Aunque no tuviese justos derechos sobre tu corazón, soy indigna de ti. No es una muchacha tímida y débil como yo quien puede hacerte feliz…
«No, Peyton: tú estás hecho para las grandes acciones, para empresas atrevidas, para gloriosas hazañas, y debes unirte a un alma del temple de la tuya: a un alma capaz de alzarse por encima de las debilidades de su sexo. Yo te ataría demasiado a la tierra; pero con una compañera dotada de espíritu distinto, podrías desplegar tus méritos y elevarte hasta las cimas de la gloria. En favor de esa compañera, renuncio a ti libremente, aunque no con gusto, y te ruego… ¡con cuánto ardor te ruego que seas feliz con ella!».
—¡Qué hermoso entusiasmo! —exclamó Dunwoodie—. Ni me conoces a mí ni te conoces mejor a ti misma. Yo sólo puedo amar a una mujer dulce, sensible y débil como tú. No te dejes engañar por visiones de generosidad que sólo me harían desgraciado.
—Adiós, mayor Dunwoodie —dijo Francés—. Olvida que me has conocido, y piensa en los derechos que tiene sobre ti tu desgraciada patria. ¡Que seas muy feliz!
—¡Feliz! —repitió amargamente el mayor, viéndola entrar en el jardín de su casa, entre cuyos bosquecillos no tardó en desaparecer—. ¡Sin duda que estoy en el colmo de la felicidad!
Montó en su caballo, clavó las dos espuelas, y pronto se reunió con sus tropas, que marchaban al paso por los caminos montañosos del condado, avanzando hacia las orillas del Hudson.
Por muy penosas que fueran las sensaciones de Dunwoodie al ver que la entrevista con su amada acababa de modo tan inesperado, mucho peores eran las que ella sentía. Pues Francés, con la mirada clarividente de un amor celoso, había descubierto sin mucho esfuerzo los sentimientos de Isabel Singleton por Dunwoodie.
Dotada de tanta reserva y tanta delicadeza como ningún novelista pudo prestar nunca a sus imaginarias heroínas, ni por un momento creyó poseer el amor de Dunwoodie sin que intentara conseguirlo. Pero ardiente en sus afectos, y desconociendo el arte de ocultarlos, desde muy pronto atrajo las miradas del joven militar. Aun así, fue necesaria la viril franqueza del mayor para cortejarla, y su sincera entrega para conseguirla. Una vez logrado eso, su poder sobre ella había de ser absoluto y duradero.
Pero los extraordinarios incidentes de aquellos días, el cambio que Francés notó en el rostro de su amado, la rara indiferencia que le mostró, y sobre todo la novelesca pasión que Isabel sentía por él, despertaron en su pecho nuevas sensaciones. El temor a que su pretendiente no fuera sincero con ella, le hizo nacer ese sentimiento que siempre acompaña a las pasiones puras: la desconfianza en los propios méritos. Y dejándose llevar de un momento de entusiasmo, creyó fácil la tarea de ceder su amor a otra que pudiera ser más digna de él. Pero fue en vano que su fantasía intentara engañar a su corazón.
Apenas desapareció Dunwoodie, Francés sintió toda la amargura de su situación; y si su amado encontró algún alivio para sus preocupaciones en la atención que le exigía el mando de sus tropas, ella no fue tan dichosa entregándose a los deberes de su ternura filial. La partida de Henry había quitado a Mr. Wharton la poca energía que le restaba, y fue necesario todo el cariño de sus hijas para convencerle de que aún podía cumplir con las misiones ordinarias de la vida.