CAPITULO XVIII

«¡Es un Daniel quien ha venido a juagar!

¡Sí: un Daniel!

—Oh, joven y sabio magistrado, ¡cuánto te reverencio!

Shakespeare: El mercader de Venecia.

Los skinners siguieron apresuradamente a Lawton hacia el alojamiento de su compañía. El capitán había mostrado en toda ocasión tanto entusiasmo por la causa que defendía; despreciaba de tal manera el peligro cuando se trataba de combatir; su alta estatura y su severa mirada contribuían tanto a hacerle más terrible en semejantes momentos, que muchos le atribuían un carácter muy distinto al del cuerpo en que militaba: daban a su bravura el nombre de ferocidad, y a su celo impetuoso, el de sed de sangre. Por el contrario, algunos actos de clemencia —o mejor dicho, de justicia imparcial—, valieron a Dunwoodie, en el espíritu de quienes le conocían mal, una reputación de tolerancia culpable. Es así como la opinión pública se equivoca en sus juicios al distribuir el elogio o la censura.

Mientras estuvo en presencia del mayor, el jefe de los skinners había sentido ese malestar del hombre que se ha ensuciado con todos los vicios posibles, al encontrarse ante un ser virtuoso. Por eso se sintió más a sus anchas en presencia de Lawton, cuya alma creía parecida a la suya. En realidad, si no estaba con sus íntimos, Lawton presentaba un aspecto grave y austero que engañaba a los demás; en su compañía era sabido que el capitán sólo reía cuando iba a castigar. Así, acercándose a él con un sentimiento íntimo de satisfacción, el skinner inició la conversación de esta manera:

—Siempre es bueno saber distinguir a los amigos de los enemigos.

A esta frase, dicha como preámbulo, el capitán sólo respondió con un sonido inarticulado que parecía reconocer su acierto.

—Supongo que el mayor Dunwoodie está en buenas relaciones con Washington —continuó en seguida el skinner, con un tono que más parecía ponerlo en duda que preguntarlo.

—No falta quien lo crea —respondió Lawton con gesto indiferente.

—Los verdaderos amigos del Congreso y de la nación querrían que se confiase a otro oficial el mando de la caballería. En cuanto a mí, si me cubriera, en caso necesario, una tropa de buenos jinetes, podría prestar servicios mucho más importantes que la captura de un espía.

—¿De veras? —dijo el capitán, con tono familiar—. ¿Y qué servicios?

—Serían unos asuntos tan buenos para el oficial como para nosotros —añadió el skinner, lanzando una expresiva mirada a Lawton.

—¿Pero qué servicios? —volvió a preguntar el capitán, ya un poco impaciente y apretando el paso para que los otros no oyeran la conversación.

—Muy cerca de las líneas del ejército real, casi bajo los cañones de sus baterías, se podrían dar unos buenos golpes, si yo tuviese una tropa de caballería para protegerme de Delancey y para impedir que nos cortaran la retirada por King Bridge.

—Yo creí que los vaqueros no dejaban hacer nada a los demás.

—No se descuidan, desde luego; pero tienen que conformar algo a la gente de su partido —dijo el bribón con toda confianza—. Yo entré en arreglos con ellos un par de veces; en la primera se portaron honradamente, pero en la segunda nos traicionaron, cayeron sobre nosotros y se apoderaron de todo el botín.

—¡Los sinvergüenzas! —exclamó gravemente Lawton—. Estoy sorprendido de que usted haga tratos con tales granujas.

—Nuestra seguridad nos exige tratar con algunos… Sin embargo, un hombre sin honor es peor que una bestia. ¿Cree usted que el mayor Dunwoodie es de fiar?

—¿Quiere decir según los principios del honor? —preguntó Lawton.

—Exactamente. Ya sabe usted que Arnold gozaba de buena reputación hasta la captura de cierto mayor del ejército real.

—¡A fe mía, no creo que Dunwoodie quisiera vender a su país como Arnold! Pero tampoco que se pueda confiar enteramente en él en asunto tan delicado como el que usted decía.

—¡Eso es, precisamente, lo que yo pensaba! —replicó el skinner, muy satisfecho de sí mismo y de su astucia.

Llegaron entonces a una gran casa de labor, cuyas edificaciones se mantenían en bastante buen estado, dadas las circunstancias de la época. Los dragones se habían acostado vestidos, y los caballos estaban ensillados y dispuestos a ser montados a la primera señal, comiendo tranquilamente su pienso en un gran cobertizo que les protegía del frío viento del Norte.

Lawton pidió a los skinners que esperasen un instante, y entró en su alojamiento. Volvió en seguida con una gran linterna de cuadra en la mano, y les guió hacia una huerta que rodeaba la edificación por tres lados. La banda siguió en silencio a su jefe, quien imaginaba que el capitán iba a conducirle a un sitio donde pudieran hablar del interesante asunto sin peligro de que les oyeran.

Se acercó a él, y queriendo ganarse la confianza de Lawton y darle una mejor opinión de su inteligencia, el jefe de los merodeadores se apresuró a reanudar la interrumpida conversación.

—¿Cree usted que las colonias ganarán al rey? —preguntó con el aire de suficiencia de un político profesional.

—¿Cómo si lo creo? —exclamó impetuosamente Lawton, aunque en seguida recuperó su sangre fría—. Sin duda lo creo. Si Francia nos da dinero y armas, en seis meses echaremos a las tropas reales.

—También lo espero yo —dijo el skinner, aún recordando que más de una vez proyectó unirse a los vaqueros—. Entonces tendremos un gobierno libre, y los que combatimos por él seremos recompensados.

—Tendrá usted un derecho indiscutible, y los que se han quedado pacíficamente en sus casas se verán cubiertos por el desprecio que merecen. ¿Es usted dueño de alguna granja?

—Todavía no; pero poca suerte tendré si no cojo alguna antes de que llegue la paz.

—Eso está bien: pensar en los propios intereses es como pensar en los de nuestro país. Haga valer sus servicios, grite contra los Torys, y apuesto mis espuelas de plata a que terminará por ser un personaje del condado.

—¿No cree usted que la gente de Paulding hizo una tontería no dejando escapar al ayudante-general del ejército del rey? —dijo el bandido, abandonando toda precaución ante el tono de confianza con que el capitán le estaba hablando.

—¡Una tontería, ya lo creo! —exclamó Lawton, sonriendo con amargura—. El rey George les hubiese pagado mejor, porque tiene más dinero: les hubiera enriquecido para toda la vida. Pero, gracias a Dios, en el país reina un espíritu que parece milagroso. Gentes que no tienen nada, se comportan como si todas las riquezas de las Indias fueran el premio a su fidelidad… Seguiríamos esclavos de Inglaterra por muchos años, si todos nuestros conciudadanos fueran tan miserables como usted.

—¡Cómo! —gritó el skinner, dando un paso atrás y llevando la mano al fusil para abatir al capitán—. ¿Qué traición es esta? ¿Es usted mi enemigo?

—¡Infame! —exclamó Lawton, apartando el fusil con un golpe de sable, cuya hoja resonó en la funda de acero—. ¡Haz un sólo movimiento para apuntarme, y te parto la cabeza!

—¿Entonces no nos pagará, capitán Lawton? —dijo el bandido temblando al ver cómo un destacamento de dragones rodeaba silenciosamente a su banda.

—¿Pagarles? ¡Claro que sí! Cuento con pagarles todo lo que les debemos. ¡Tenga! —dijo el capitán, echando al suelo una bolsa llena de guineas—. Aquí tiene el dinero enviado por el coronel Singleton para quienes detuvieran al espía. Pero abajo las armas, sinvergüenzas, y comprobad si la suma está justa.

La banda, intimidada, obedeció su orden. Y mientras los skinners estaban agradablemente entretenidos viendo cómo su jefe contaba las monedas de ore, unos dragones quitaron a escondidas las piedras de sus mosquetones.

—¿Está bien la cuenta? —preguntó Lawton—. ¿Ya tienen la recompensa ofrecida?

—No falta nada —contestó el jefe—. Y ahora, con su permiso, vamos a retirarnos.

—¡Un momento! —replicó Lawton, con su gravedad acostumbrada—. Ya hemos cumplido nuestra promesa, pero ahora nos queda el hacer justicia. Les pagamos por detener a un espía, pero les castigamos por ladrones, incendiarios y asesinos… ¡Cogedles, mis valientes, y tratadles conforme a la ley de Moisés! ¡Cuarenta golpes de estriberas, menos uno!

Una orden como aquella era una tiesta para los dragones. En un abrir y cerrar de ojos, los skinners fueron despojados de sus ropas y atado cada uno a un manzano. Luego, los dragones cortaron a golpe de sable unas cincuenta varas, cuidando de escoger las más flexibles.

Lawton les dio la señal para que se pusieran a la tarea, recomendándoles con toda humanidad que no se excedieran en la cantidad de golpes prescritos por la Jey de Moisés. Y en el huerto se oyeron en seguida gritos comparables al tumulto de ja rorro de Babel. El jefe de los bandidos levantaba su voz por encima de las otras, y tenía buenas razones para ello: el capitán había advertido al dragón encargado de administrarle la corrección, que tenía que entendérselas con un oficial superior, y que debía rendirle los honores convenientes.

La flagelación se realizó con mucho orden y rapidez. La única irregularidad cometida consistió en que los dragones comenzaron a contar los golpes después de haber probado las varas, según dijeron para reconocer los lugares en que debían golpear. Terminada la sumaria operación a gusto del capitán, éste ordenó que dejaran vestirse a los skinners y que luego montaran a caballo, ya que formaban parte de un destacamento que debía adentrarse más en el condado.

—Ya ve, mi querido amigo —dijo Lawton al jefe de la banda cuando ya estuvo en disposición de marchar—, que estoy presto a cubrirle, si hay necesidad. Y si nos encontramos con frecuencia, le prometo que verá su cuerpo cubierto de cicatrices, quizá no muy honorables, pero al menos bien merecidas.

El bandido no contestó y, recogiendo su fusil, dio prisas a sus compañeros para marchar. Ya preparados todos, se pusieron silenciosamente en camino, dirigiéndose hacia unas rocas no lejanas, cerca de las que había un espeso bosque. La luna se levantó en aquel momento, y era fácil distinguir a los dragones, que seguían en el mismo sido.

De pronto, los skinners dieron media vuelta, echaron cuerpo a tierra, y dispararon a un tiempo. Todo fue claramente percibido, y pudo oírse el ruido de los percutores golpeando las planchetas. Los soldados respondieron con grandes carcajadas, y el capitán les gritó:

—¡Bandidos! ¡Como os conozco, hice quitar las piedras de vuestros fusiles!

—¡Pero no la que yo llevaba en el bolsillo! —gritó el jefe, y casi en el mismo instante hizo fuego.

La bala silbó en los oídos del Lawton, que movió la cabeza y dijo, sonriente, que sólo había fallado por una pulgada. El jefe se había quedado solo, pues su banda había huido al ver que fracasaba el proyecto inspirado por la rabia y la venganza. Entonces, un dragón vio sus preparativos para un segundo tiro, y acababa de clavar espuela al caballo en el instante en que el skinner disparó.

La distancia hasta las rocas no era grande, y mayor la velocidad del corcel, y el bandido, en su precipitación por huirle, dejó caer su fusil y también la bolsa de guineas. El dragón la cogió y quiso devolverla al capitán; pero Lawton se negó a tomar el dinero, y le dijo que lo conservara hasta que el skinner volviera para reclamarlo personalmente.

Hubiera sido difícil que algún tribunal de los Estados de entonces ordenase la devolución de aquel dinero, y poco tiempo después fue distribuido equitativamente por el sargento Hollister entre los soldados de la compañía. Pero en aquel momento, el escuadrón se puso en marcha para su destino, y él se volvió despacio a su alojamiento, con la intención de acostarse.

Pero al hacerlo, sus ojos vigilantes percibieron en las lindes del bosque, por donde los skinners habían desaparecido, un bulto que caminaba con paso ligero entre los árboles. Volviendo rienda rápidamente, el capitán se acercó no sin ciertas precauciones y se asombró al ver en lugar tan solitario y a una hora semejante, a la propia cantinera.

—¿Qué hace aquí, Betty? —exclamó—. ¿Es usted sonámbula, o está soñando despierta? ¿No teme encontrar al espectro de la vieja Jenny, en su prado favorito?

—¡No, capitán Jack! —respondió ella, con su acento ordinario y contoneándose exageradamente—. No es a Jenny ni a su espectro lo que busco, sino hierbas para los heridos, que son más dicaces cuando se cogen al salir la luna. Las encontraré detrás de esas rocas, pero tengo que darme prisa porque si no, el encanto perderá su poder.

—¡Qué loca está usted! —dijo Lawton—. Haría mejor en irse a la cama, en vez de correr por esas rocas, expuesta a romperse los huesos en una caída. Además, los skinners han huido por esa montaña, y quizá quisieran vengar en usted una disciplina que acabo de administrarles. Créame, buena mujer, retírese a descansar. He oído decir que nos ponemos en marcha mañana por la mañana.

Betty no atendió sus consejos, y continuó avanzando de lado por las rocas. Cuando Lawton mencionó a los skinners, se detuvo un instante; pero en seguida volvió a ponerse en marcha y pronto desapareció entre los árboles.

Cuando el capitán llegó al «Hotel Flanagan», el centinela de la puerta le preguntó si se había encontrado con Betty, y añadió que acababa de salir, vomitando amenazas contra los insolentes que la habían maltratado y diciendo que iba en busca del capitán para pedirle justicia.

Lawton escuchó el relato con mucha sorpresa, pareció que se le ocurría una nueva idea, y regresó hacia el huerto; pero luego volvió sobre sus pasos. Durante unos minutos se paseó rápidamente por delante de la puerta de la casa; por último se decidió a entrar, se echó sin desvestirse en la cama, y no tardó en quedar dormido.

Mientras eso sucedía, los merodeadores habían llegado a la cima de la montaña y se dispersaron por todos lados en la espesura del bosque. Al ver que no les perseguían —en realidad la persecución era imposible para la caballería—, el jefe llamó a su banda dando un silbido, y poco después se reunían en un lugar a donde no llegarían sus nuevos enemigos.

—¡Bueno! —dijo uno, mientras sus camaradas encendían una gran hoguera para defenderse del frío de la noche—. Después de esto, ya nada podemos hacer en el West Chester: hará demasiado calor, teniendo a los talones a la caballería de Virginia.

—¡Me cobraré con su sangre! —exclamó el jefe—, aunque muera después.

—¡Qué valiente eres aquí, escondido en un bosque! —dijo otro, burlonamente—. ¡Te vanagloriabas de ser tan buen tirador, y has fallado el blanco a cuarenta pasos!

—Sin aquel jinete que me persiguió, hubiese tumbado al capitán Lawton. Además, el frío me hacía temblar y no tuve la mano firme.

—Di que tenías miedo, y será más cierto. ¡Frío!… Creo que ha de pasar mucho tiempo antes de que me queje de eso: ¡la espalda me arde como si estuviera en unas parrillas!

—Y sin embargo, no piensas en vengarte. ¡Besarías la vara que te ha golpeado!

—¿Besarla? Difícil sería, porque la gastaron tanto sobre mis hombros, que ya no quedará ni un pedacito. Sin embargo, prefiero haber perdido unas tiras de piel, que dejarla entera. Y eso nos pasará con un enemigo como ese rabioso virginiano… Debiste entenderte con el mayor Dunwoodie, que no sabe ni la mitad de nuestras hazañas.

—¡Silencio, charlatán! —gritó furiosamente el jefe—. ¡Me volvéis loco con tanto disparate! ¿No es bastante con que nos hayan robado y apaleado, para que encima nos aturdamos con tonterías?… ¡Vamos! Registrad las mochilas y veamos qué provisiones nos quedan. A ver si cerráis la boca llenándola.

Entre quejidos y contorsiones, ocasionados por sus espaldas en carne viva, los skinners se prepararon a comer. Una gran fogata de leña seca ardía en un hueco de la roca, y pronto comenzaron a reponerse de la confusión de la huida. Ya satisfecho el apetito, se quitaron parte de sus ropas para curar las heridas, entregándose al mismo tiempo a imaginar planes de venganza. Durante una hora estuvieron proponiendo proyectos de represalia; pero como tenían que ejecutarlos en persona y se exponían a grandes peligros, todos fueron desechados.

Era imposible atacar por sorpresa a los dragones, pues su vigilancia nunca tuvo fallos; y aún había menos probabilidades de encontrar solo a Lawton, pues siempre estaba ocupado con sus deberes militares, y sus movimientos eran tan rápidos que sólo por azar podía salírsele al camino. Además, era muy dudoso que el encuentro les resultara favorable.

La habilidad del capitán era bien conocida, y aunque el West Chester fuese un territorio desigual y montañoso, el intrépido virginiano había enseñado a su corcel a dar saltos extraordinarios, y los muros de piedra eran sólo ligeros obstáculos para un ataque de su caballería. Sin embargo, poco a poco la banda terminó por adoptar un plan que parecía asegurarle venganza y provecho al mismo tiempo.

El asunto se discutió con gran cuidado, y se precisó la fecha y el modo de la ejecución. Ya no faltaba nada para las previas disposiciones del nuevo acto de bandidaje, cuando los skinners temblaron al oír que alguien gritaba:

—¡Por aquí, capitán Lawton! ¡Aquí están esos granujas cenando tranquilamente junto al fuego! ¡Acabemos con ellos antes de que se escapen!… ¡Pronto: desmonten y armen las pistolas!

Aquellas espantosas palabras acabaron con toda la filosofía de la banda. Se levantaron precipitadamente, adentrándose más en el bosque, y como ya tenían convenido un lugar donde encontrarse, se dispersaron hacia los cuatro puntos cardinales. Oyeron más ruidos y voces de personas, llamándose unas a otras; pero como los merodeadores tenían los pies ligeros, muy pronto estuvieron a distancia suficiente para dejar de oírlos.

No pasó mucho tiempo antes de que Betty Flanagan, saliendo de las tinieblas, tomara posesión tranquilamente de cuantas provisiones y ropas habían abandonado los skinners. La cantinera se sentó con la mayor sangre fría, y comenzó a comer hasta sentirse satisfecha. Durante una hora se quedó con la cabeza apoyada en la mano, entregada a profundas reflexiones, y después escogió entre los trajes de los skinners lo que podía convenirle.

Por fin se metió en el bosque, dejando que las llamas iluminaran las rocas próximas, hasta que la última brasa se apagó. Luego todo quedó sumido en una solitaria oscuridad.