«Hay gentes cuyos mudables rasgos expresan todas las pasiones inocentes del corazón; sobre cuya frente, el Amor, la Esperanza y la Piedad más tierna se reflejan como en la superficie de un espejo; pero la fría experiencia puede ocultar esos matices bajo colores calculados, y hacer triunfar así los viles planes de una maligna astucia».
Dúo.
El oficial a quien Dunwoodie confió la custodia del prisionero se descargó de la tarea confiándola al sargento de guardia. El líquido regalo del capitán Wharton fue bien aprovechado por el joven teniente; y le parecía que todos los objetos que se ofrecían a sus ojos se habían entregado a un inexplicable deseo de bailar, y se sintió incapaz de resistir a la naturaleza, que le ordenaba el reposo. Después de recomendar al suboficial que vigilase al prisionero con el mayor cuidado, se envolvió en su capa, se tendió sobre un banco ante el fuego, y no tardó en disfrutar del sueño que tanto necesitaba.
Un cobertizo toscamente construido se extendía a espaldas de las edificaciones, y en un extremo se había adaptado una pequeña habitación que solía servir como depósito para utensilios de labranza. El desorden de la época hizo que desaparecieran todos los objetos de algún valor, y cuando Betty Flanagan se instaló en la casa, escogió aquel reducto como dormitorio y almacén de sus riquezas. Los bagajes y lo innecesario de las tropas también se colocaron bajo el cobertizo, y un centinela cuidaba noche y día de aquellos tesoros.
Otro centinela, encargado de custodiar a los caballos, podía ver también el exterior del tosco edificio; y como en la habitación de que hablamos había una sola puerta y ninguna ventana, el prudente sargento creyó que no habría mejor sitio para guardar al prisionero hasta el momento de su ejecución.
Varias razones decidieron al sargento Hollister a tomar esta resolución. La primera era la ausencia de Betty Flanagan, entonces tendida ante el fuego de la cocina, soñando que el cuerpo de Dunwoodie atacaba a un destacamento enemigo, y tomando la música nasal que ella misma producía por las trompetas virginianas que tocaban al ataque. Otro de los motivos poderosos era la opinión particular del veterano sobre la vida y la muerte, que le valieron en todo el cuerpo una fama de piedad ejemplar y de vida santa.
Hollister tenía más de cincuenta años, y hacía casi treinta que abrazó la profesión de las armas. La muerte, después de mostrarse a sus ojos tan a menudo y bajo tantas formas, produjo en él un efecto completamente distinto al que suele ser consecuencia de tales encuentros: se había convertido, no sólo en el soldado más valiente del cuerpo sino también en el más digno de confianza. El propio capitán Lawton recompensó su buena conducta nombrándole su sargento de órdenes.
Precedió a Birch en silencio hasta la habitación que le destinaba como celda. Abriendo la puerta con una mano, mientras sostenía una linterna en la otra, alumbró al buhonero para que entrara. Y sentándose sobre un barril que contenía el licor favorito de la cantinera, hizo una seña a Birch para que se acomodara en otro, dejando la linterna en el suelo. Entonces miró severamente a su prisionero, y le dijo:
—Parece que se dispone usted a hacer frente a la muerte como un hombre, y le he traído a un lugar donde podrá entregarse a las convenientes reflexiones con toda tranquilidad y sin ser molestado.
—¡Dios mío! —exclamó Birch, mirando las paredes de su calabozo—. ¡Qué lugar para prepararse a entrar en la eternidad!
—En cuanto a eso —continuó Hollister—, poco importa el sitio donde se pase la última revista, con tal de ponerse en estado de no temer a la severa justicia del Comandante… Aquí tengo un libro que nunca dejo de leer cuando estamos en vísperas de combate; de él saco el valor cuando lo necesito.
Mientras lo decía, había cogido de su bolsillo una pequeña Biblia, y se la dio a su prisionero. Birch la recibió con el respeto habitual en él; pero sus ojos extraviados y su aire distraído hicieron pensar al sargento que el temor a la muerte era lo único que le preocupaba, y creyó que debía apelar a sus sentimientos religiosos.
—Si hay algo que le pesa en la conciencia, este es el momento de meditar sobre ello. Si ha cometido algunas faltas y es posible repararlas, bajo palabra de honrado dragón le prometo ayudarle a hacerlo, hasta donde sea capaz.
—¿Quién puede vanagloriarse de haber vivido sin cometer faltas? —dijo Harvey, mirando distraídamente a su guardián.
—Es verdad: el hombre es débil por naturaleza, y a veces hace cosas que luego quisiera no haber hecho. Pero después de todo, a nadie le gusta morir con la conciencia demasiado cargada.
Durante su conversación, Harvey había estado examinando el local en que pasaría la noche, y no vio medio alguno para escapar: pero la esperanza es el último sentimiento que muere en el corazón humano. Después concedió toda su atención al sargento, y fijando en él una mirada tan penetrante que Hollister bajó los ojos, le dijo:
—Me han enseñado a depositar el fardo de mis culpas a los pies de mi Salvador.
—Eso está bastante bien; pero además es preciso hacer justicia a quien tiene derecho a ella, si es posible. En este país han pasado muchas cosas desde la guerra; muchas gentes han sido despojadas de todo lo que les pertenecía legítimamente. Yo mismo he sentido escrúpulos algunas veces sobre lo que me apropié en ocasiones en que el pillaje nos estaba permitido.
—Estas manos —dijo Birch, extendiendo sus dedos delgados con una especie de orgullo— han consagrado muchos años al trabajo, pero jamás se entregaron al pillaje.
—Eso está mejor aún, y debe ser para usted un gran consuelo. Hay tres pecados principales y quien tiene la conciencia limpia respecto a ellos, puede esperar, con la gracia del Cielo, que un día le pasen revista junto con los santos. Son el robo, el asesinato y la deserción.
—¡Gracias a Dios, nunca he quitado la vida a un semejante! —dijo fervorosamente Birch.
—¡Oh, matar a un hombre en combate abierto, no es pecado! ¡Sólo es cumplir con el deber! —replicó Hollister, que en el campo de batalla era un celoso imitador de su capitán—. Y si la causa de la guerra es injusta, ya sabe usted que la culpa recae sobre toda la nación, y el castigo se recibe aquí abajo con el resto de las gentes. Pero el asesinato cometido a sangre fría es el crimen más grande a los ojos de Dios, después de la deserción.
—No he servido nunca, y por lo tanto no pude desertar —dijo el buhonero, apoyando su cabeza sobre una mano, en actitud melancólica.
—Pero se puede desertar sin abandonar las banderas, y esa deserción es, sin discusión posible, la más criminal de todas. Por ejemplo, puede… desertar de la causa nacional en horas de necesidad —añadió Hollister vacilando, pero haciendo resaltar sus últimas palabras.
Harvey apoyó ahora la cabeza en las dos manos, y su cuerpo tembló de emoción. El sargento le contempló más atentamente: sentía una antipatía instintiva por el hombre a quien consideraba traidor a su país, pero el celo religioso pudo más en él.
—Sin embargo —siguió diciéndole, en tono más suave—, es un crimen cuyo arrepentimiento puede obtener perdón. ¿Qué le importa a nadie el modo de morir y la época de su muerte, con tal de que muera como un hombre y como un cristiano?… Dedique algún tiempo a la oración, y después procure descansar un poco, para poder portarse como las dos cosas. Y no se haga la ilusión de conseguir gracia, pues el coronel Singleton ha dado órdenes severas para que la sentencia se cumpla en usted en cuanto le prendan. Se lo repito: no se haga ilusiones, porque nada le puede salvar.
—Ya lo sé —exclamó Birch—. Es demasiado tarde. He destruido mi única salvaguardia.
—¿Qué salvaguardia?
—Nada —respondió el buhonero, volviendo a su apostura natural y bajando la cabeza para rehuir las penetrantes miradas del sargento—. Pero al menos, El hará justicia a mi memoria.
—¿Quién es El?
—¡Nadie! —dijo Harvey, mostrando con toda evidencia que no quería decir más.
—¡Nada y nadie!… Eso no le será de mucha utilidad —dijo Hollister levantándose para marcharse—. Vamos, procure tranquilizarse. Yo vendré a verle cuando se haga de día. Quisiera con toda el alma serle de utilidad. No me gusta ver que cuelgan a un hombre como si fuera un perro.
—¡Pues entonces, líbreme de esa muerte ignominiosa! —exclamó Birch, incorporándose vivamente y cogiendo el brazo del sargento—. ¡Qué no le daría a usted en recompensa!
—¿Y cómo lo haría? —preguntó Hollister, muy sorprendido.
—Mire —dijo el buhonero, mostrándole unas cuantas guineas—. Esto no es nada comparado con lo que le daría si favoreciera mi evasión.
—Aunque fuera usted el hombre cuya imagen aparece en estas monedas de oro, no podría decidirme a cometer un crimen así —respondió el dragón, tirando las guineas al suelo con desprecio—. ¡Vamos, pobre desgraciado! ¡Haga las paces con Dios, pues sólo a El puede recurrir ahora!
El sargento volvió a coger su linterna, lleno aún de indignación, y dejó al buhonero libre para meditar tristemente en su próximo fin. Birch se dejó caer, ya desesperado, sobre el camastro de Betty, mientras Hollister ordenaba al centinela que vigilase con cuidado. Terminó sus instrucciones diciendo:
—No dejes que se acerque nadie al prisionero, y piensa que, si se escapa, tu vida responderá por la suya.
—¡Pero tengo la consigna de dejar entrar y salir a Betty Flanagan cuando le parezca! —contestó el centinela.
—Está bien —terminó Hollister— pero ten cuidado de que ese astuto buhonero no salga escondido entre los plieges de su falda… —Y fue a dar instrucciones parecidas a los otros centinelas de guardia por aquellos lugares.
Después de la marcha del sargento, el silencio reinó durante algún tiempo en la solitaria prisión de Harvey; por último, el dragón que velaba a su puerta oyó el rumor de una respiración fuerte, que muy pronto se convirtió en sonoros ronquidos. Continuó haciendo su guardia, mientras reflexionaba sobre la indiferencia que debía tener por la vida un hombre que podía dormir en vísperas de ser colgado. Además, el nombre de Harvey Birch hacía demasiado tiempo que horrorizaba a todo el cuerpo para que despertara en el pecho del dragón sentimiento alguno de lástima. Quizá no hubiera otro que le hablara con tanta bondad como hizo Hollister, ni que imitase la conducta del veterano al rehusar una oferte tan seductora, y aun así por motivos probablemente menos meritorios.
El centinela incluso sintió un secreto despecho al oír que su prisionero gozaba de un descanso que él no podía disfrutar, y al ver que daba pruebas de tanta indiferencia ante el castigo más severo que la ley marcial inflige a un traidor. Más de una vez estuvo tentado de turbar el extraordinario sueño del buhonero, colmándole de injurias; pero la disciplina a que estaba sometido, y una involuntaria vergüenza por su propia brutalidad, le retuvieron dentro de los límites de la moderación.
La cantinera vino a interrumpir sus reflexiones. Llegó por una puerta que comunicaba con la cocina, profiriendo maldiciones contra los ordenanzas de los oficiales que, con sus travesuras, turbaron el sueño de que disfrutaba junto al fuego. El centinela comprendió por sus imprecaciones lo que había sucedido; pero fueron vanos todos sus esfuerzos por entrar en conversación con ella, y la dejó entrar en su dormitorio sin advertirle que estaba ocupado.
Betty cayó pesadamente en su camastro; y muy pronto, después de un momento de silencio, el centinela volvió a oír la ruidosa respiración del prisionero. Entonces llegaron sus camaradas a relevar la guardia, y el centinela, siempre excesivamente picado por la indiferencia de Birch, después de transmitir la consigna al dragón que iba a reemplazarle, le dijo mientras regresaba al cuerpo de guardia:
—Si quieres, John, puedes calentarte los pies bailando. ¿No oyes cómo el espía ha afinado el violín? ¡Pues Betty no tardará en hacerle dúo!
El cabo y tres dragones que le acompañaban respondieron a la broma con grandes carcajadas, y continuaron su ronda. Algún tiempo más tarde, se abrió la puerta de la prisión y Betty salió por ella, dirigiéndose hacia la cocina.
—¡Alto! —exclamó el centinela, reteniéndola por el vestido—. ¿Estás bien segura de que el espía no se ha escondido en tu bolsillo?
—¡Canalla! ¿No le oyes roncar en mi habitación? —exclamó Betty, temblando de rabia—. ¡Vaya modo de tratar a una mujer honrada! ¡Acostar a un hombre en mi dormitorio! ¡Perros, bergantes!
—¡Pues sí que es desgracia! —replicó el dragón—. ¡Un hombre que colgarán mañana por la mañana!
—¡Aparta las manos, sinvergüenza! —exclamó la cantinera, pero sin recuperar una botellita que el dragón había logrado quitarle—. Voy en busca del capitán Jack, a preguntarle si es él quien ordenó que pusieran al espía en mi dormitorio… ¡En la cama de una viuda, bandidos!
—¡Silencio, vieja Jezabel! —dijo el centinela, retirando de su boca la botella para tomar aliento—. ¡No despiertes al prisionero! ¿Te gustaría estorbar el último sueño de un hombre?
—A quien despertaré es al capitán Jack, malvado, réprobo, y lo traeré para que haga justicia. ¡A todos os castigará por haber insultado a una viuda decente!
Dichas estas palabras, de las que el dragón se burló, Betty dio la vuelta al edificio y se dirigió al alojamiento de su oficial favorito para reclamar justicia. Sin embargo, ni el capitán Lawton ni la cantinera, cada uno ocupado en sus asuntos, aparecieron en toda la noche. Y ya no ocurrió ningún otro incidente que turbara el reposo del buhonero, quien, con gran sorpresa del centinela, siguió demostrando con sus ronquidos que ni el pensamiento de la horca podía interrumpir su sueño.