CAPITULO XVI

«Dejadme acariciar la botella;

un soldado es un hombre; la vida es sólo un instante;

no impidáis, pues, que un soldado

beba».

Yago.

La posición ocupada por los dragones del mayor Dunwoodie era, como ya dijimos, un alto preferido por su comandante. Un grupo de cinco o seis casuchas en mal estado formaba lo que se llamaba el pueblo de Cuatro-Esquinas, que debía ese nombre a las dos carreteras que lo cortaban en ángulo recto. Sobre la puerta del más importante y menos estropeado de aquellos edificios, se veía atado a un poste, semejando una horca, un cartel en el que se leía en grandes letras: Buen albergue a pie y a caballo. Y un ingenioso entre los muchos del escuadrón de Virginia había escrito por encima, con tiza encarnada: Hotel de Betty Flanagan.

La matrona a quien hacían tanto honor era cantinera, lavandera y, para servirnos de la expresión de Katy Haynes, doctor hembra del cuerpo expedicionario. Viuda de un soldado muerto en servicio y que, nacido como ella en una de las Antillas, fue a buscar fortuna en las colonias, seguía constantemente a las tropas de Dunwoodie, que raramente se estacionaban dos días en el mismo sitio. Pero lo hacía montada en una pequeña carreta, cargada con los objetos más propios para hacer agradable su presencia. Betty llegaba siempre la primera al sitio donde habían de acampar, y se cuidaba de buscar un local bien dispuesto para sus operaciones. Su celeridad en estos casos era casi sobrenatural.

Una veces le servía de tienda su carreta, y otras los soldados le construían un refugio con los materiales que encontraban a mano. En esta ocasión se apoderó de un edificio abandonado, sustituyó los cristales que faltaban con partes de la ropa sucia que iba a lavar, logrando alejar el rigor del frío, que comenzaba a ser severo, y formó lo que ella llamaba un elegante alojamiento. Los soldados se habían distribuido por las casas de labor del pueblo, y los oficiales se reunieron en el «Hotel Flanagan», que ellos llamaban en broma el Cuartel General.

No existía en todo el cuerpo un jinete a quien Betty no conociera y del que no supiese nombre de pila, apellidos y apodo; y aunque pudiera parecer insoportable a quien no estuviese acostumbrado a sus virtudes familiares, todo el cuerpo la tenía como favorita. Sus defectos eran: una afición irresistible por la bebida, una suciedad sin igual, y una licencia sin límites en sus expresiones. Pero estaban compensados por algunas buenas cualidades: un amor ardiente por su patria adoptiva, un excelente corazón, y unos principios de honestidad —a su manera— en su tratos con los soldados.

Además, tenía el mérito de haber inventado esa bebida —tan conocida hoy por quienes viajan en invierno de unas a otras capitales comerciales o políticas de este gran país— a la que han dado el nombre de coktail. La educación y las circunstancias se habían reunido para poner a Elizabeth Flanagan en estado de hacer ese gran progreso en la composición de los licores; desde su infancia había conocido lo que era su principal ingrediente, y sus prácticas en Virginia le enseñaron a rendir justicia al sabor de la menta, lo mismo en el humilde julep que en la bebida más perfecta de las que estamos hablando.

Así era la Betty Flanagan que, a pesar del glacial viento del norte, mostraba su rostro rubicundo a la puerta del hotel para recibir a su favorito, el capitán Lawton, que llegaba con el doctor Sitgreaves.

—¡Por todas mis esperanzas de ascenso, Betty! —exclamó—. ¡Me alegro mucho de verla! Esta maldita brisa que viene del Canadá me ha helado hasta el tuétano de los huesos; pero sólo con ver su roja cara de borracha, me ha calentado como un tronco encendido en Navidad.

—Ya sé, capitán Jack —dijo la cantinera, cogiendo la brida de su caballo—, que siempre tiene el gaznate lleno de cumplidos. Pero dése prisa y entre, porque aquí las vallas no son tan sólidas como en la montaña, y en la casa encontrará con qué calentarse cuerpo y alma.

—¡Así, que ha dispuesto de las vallas para hacer fuego! —dijo el capitán—. Eso quizá sea útil para el cuerpo. En cuanto al alma, acabo de acariciar una botella de cristal tallado colocada en bandeja de plata, y creo que en un mes su whisky ya no me tentará.

—Si piensa en el oro y en la plata, no los tengo, aunque no me falte el papel de los Estados… Pero —añadió Betty, con un expresivo guiño de ojos—, lo que puedo ofrecerle merecería servirse en vasos de diamante.

—¿Qué quiere decir, Archibald? —preguntó animadamente Lawton al doctor—. Esta pobre urraca parece darnos a entender más de lo que dice.

—Sin duda es una aberración de las facultades mentales, producida por el uso excesivo de los licores fuertes —respondió el cirujano, mientras pasaba despacio la pierna izquierda por encima de su silla, para apearse por el lado derecho.

—Bien, doctor, tesoro mío —dijo Betty, haciendo un guiño de inteligencia al capitán—. Ya le esperaba por este lado, aunque todos los dragones bajan por el otro… En su ausencia he tenido mucho cuidado con sus heridos: los he alimentado como a reyes.

—¡Qué bárbara estupidez! —exclamó el doctor—. ¡Dar alimento a gente devorada por fiebres abrasadoras! ¡Usted pondría en ridículo al mismo Hipócrates!

—¡Vaya escándalo por unas gotas de whisky! —replicó Betty, sin desconcertarse—. Sólo les he dado un galón, y son lo menos veinte. Pero ha sido para que se durmieran, a modo de supurativo, como usted dice.

Lawton y el cirujano entraron en el «Hotel Flanagan», y los primeros objetos que vieron les explicaron el oculto sentido de las agradables promesas de la cantinera. Una larga mesa, formada con tablas arrancadas de un tabique, ocupaba el centro de la habitación más grande de la casa; y sobre ella habían colocado la poca vajilla de loza que poseía la dueña del albergue; un humo de aroma agradable salía de la habitación inmediata, habilitada para cocina. Pero lo que sobre todo atraía la atención era una damajuana de buenas dimensiones, que Betty colocó ostentosamente sobre un escabel, en medio de la mesa, como objeto que debiera atraer todas las miradas. Lawton se dio cuenta en seguida de que el líquido que encerraba era un verdadero zumo de uvas, y que se trataba de un obsequio enviado desde Locust al mayor Dunwoodie, por su amigo Wharton, capitán del ejército real.

—Y es un regalo verdaderamente real —añadió el suboficial que le daba esos detalles—. El mayor nos obsequió con el honor de la victoria, y ahora es el enemigo quien corre con los gastos, como es de razón… ¡Gran Dios! —exclamó, dándose unas palmaditas sobre el estómago—. Cuando metamos aquí algunos cartuchos de esa munición, creo que nos encontraremos en estado de echar a sir Henry de su cuartel general.

Lawton no se enfadó lo más mínimo por no encontrar la ocasión de rematar su jornada tan agradablemente como la había comenzado. Pronto le rodearon sus camaradas, con los que entabló conversación, mientras el doctor visitaba a sus heridos. El fuego que ardía en una inmensa chimenea era tan potente y tenía unas llamas tan vivas, que no hubo necesidad de encender bujías. Los militares reunidos en la sala, en número de quince o veinte, eran jóvenes en su mayoría y todos de un valor probado; sus maneras, lo mismo que su modo de expresarse, ofrecían una extraña mezcla de la elegancia de la ciudad y la rudeza del campo. Vestían limpia y sencillamente, y el tema inagotable de su charla se centraba en las cualidades y las proezas de sus caballos.

Algunos intentaban dormir, tumbados en los bancos que había a lo largo de las paredes; otros se paseaban por las habitaciones; y varios discutían animadamente sobre cuestiones relativas a su profesión. De vez en cuando se abría la puerta de la cocina, dejando oír el ruido de algún frito que crepitaba en la sartén, y una nube de vapores olorosos se extendía por la sala. Entonces todas las conversaciones se interrumpían, todas las miradas se dirigían hacia aquel santuario, y hasta los dormilones entreabrían los ojos para enterarse del estado de los preparativos.

Dunwoodie estaba sentado junto al fuego, parecía entregado a sus reflexiones, y ninguno de sus oficiales se atrevía a distraerle de ellas. Cuando Sitgreaves entró, le había hecho muchas preguntas sobre el estado de salud del capitán Singleton. Mientras, un respetuoso silencio reinó en la sala; pero en cuanto volvió a la chimenea, se reprodujo el rumor de contento y libertad que reinó hasta entonces.

El arreglo de la mesa no dio grandes trabajos a mistress Flanagan, y César se habría escandalizado al ver manjares con tan chocante semejanza entre ellos, y servidos sin ceremonia alguna a personas de tanta consideración. Sin embargo, al tomar asiento en la mesa, todos tuvieron buen cuidado de situarse en el lugar a que su grado les daba derecho; pues a pesar de la libertad que reinaba en cualquier alegre festín, las reglas de la etiqueta militar siempre eran observadas con respeto casi religioso.

La mayoría de los comensales había ayunado demasiado tiempo para mostrarse muy exigentes, pero al capitán Lawton no le sucedía lo mismo. Los manjares preparados por las manos de Betty le causaron una aprensión insoportable; tuvo que darse cuenta de la herrumbre que oxidaba los cuchillos, y del polvo que cubría los platos. El buen carácter de Betty y el cariño que sentía por él le hicieron soportar en silencio, y por algún tiempo, aquella mortificación. Pero por fin, bostezando, Lawton se animó a coger un filete de carne negruzca que tenía delante, y después de llevarse un trozo a la boca, y de darle vueltas durante un minuto o dos, haciendo vanos esfuerzos por triturarlo, exclamó, con mal humor:

—Mistress Flanagan, ¿qué nombre llevaba en vida el animal cuyos tristes restos tenemos aquí?

—¡Ay, capitán: era mi pobre vaca! —respondió la cantinera, con una emoción causada en parte por el descontento de su favorito, y en parte por la pena de haber perdido a su útil animal.

—¡Cómo! ¿La vieja Jenny? —gritó Lawton con su voz de trueno y deteniéndose en el mismo instante en que se disponía a tragar, como una píldora, el trozo que ya desesperaba de triturar.

—¡Demonios! —exclamó otro oficial, dejando caer cuchillo y tenedor—. ¿La que hizo con nosotros la campaña de Jersey?

—La misma —respondió la dueña del hotel, con un gesto de tristeza—. ¡Qué pena más grande, caballeros! ¡Es muy duro tener que comerse a tan buena amiga!

—¡Muy duro! —repitió Lawton—. ¡Y miren a dónde ha ido a parar! —añadió, señalando el plato con la punta de su cuchillo.

—He vendido dos cuartos a los soldados de su compañía, capitán —siguió diciendo Betty—. Pero me he cuidado mucho de decirles que se trataba de su vieja amiga. Temí que se les fuera el apetito.

—¡Mil demonios! —exclamó entonces Lawton, con una cólera bien fingida—. ¿Qué haré con mis dragones, si los acostumbra usted a una alimentación tan sabrosa? Tendrán tanto miedo a un inglés, como un esclavo negro al capataz.

—¡Bueno! —dijo el teniente Masón, dejando caer cuchillo y tenedor con una especie de desesperación—. ¡Mi mandíbula tiene más sensibilidad que el corazón de mucha gente! Se niega en rotundo a triturar los restos de una vieja amiga.

—Probad unas gotas del regalo —dijo Betty, llenando una taza con el vino de la damajuana y bebiéndolo, como si estuviese encargada de las funciones de degustadora—. ¡A fe mía, después de todo no es para tanto! Esto no tiene más alma que una mala cerveza.

Roto el hielo, ofrecieron un vaso al mayor Dunwoodie, que lo bebió saludando a sus compañeros; después se observó el ceremonial de costumbre en los brindis políticos. Sin embargo, el vino produjo su efecto de siempre, y antes de relevar al segundo centinela de la puerta, ya nadie pensaba en la comida del momento anterior, ni en las preocupaciones que pudiera tener. El doctor Sitgreaves no regresó a tiempo para probar los platos preparados a expensas de la pobre Jenny, pero no demasiado tarde para beber su parte en el regalo del capitán Wharton.

De pronto, varios oficiales que habían observado que su camarada no parecía de tan buen humor como de costumbre, gritaron a coro:

—¡Una canción, capitán Lawton!… ¡Una canción!… ¡Silencio, que el capitán Lawton va a cantar!

—Caballeros —dijo el capitán, animado por los largos tragos bebidos, aunque su cabeza seguía firme como una roca—. No tengo nada de ruiseñor, pero ya que lo pedís, cantaré con mucho gusto.

—¡Jack! —exclamó Sitgreaves, balanceándose en su silla—. Cante esa canción que le he enseñado, y… ¡Espere, que llevo en el bolsillo una copia de la letra!

—No se moleste en buscarla, mi querido doctor —replicó el capitán, llenando su vaso con mucha calma—. Jamás podría dar media vuelta a los nombres bárbaros que contiene esa letra… ¡Caballeros, voy a darles una humilde muestra de mis habilidades!

—¡Silencio, caballeros! ¡Escuchen al capitán Lawton! —gritaron a la vez cinco o seis oficiales.

Y el dragón, con voz bella y sonora, cantó las siguientes coplas, con la música de una canción báquica bien conocida por la mayoría de sus camaradas, que repitieron el estribillo con un entusiasmo que estremeció el ruinoso edificio:

Pasad la botella, alegres camaradas, y vivamos mientras podamos hacerlo. Mañana puede llegar el fin de vuestros placeres, pues la vida del hombre es corta, y quien combate con valor al enemigo se expone a acortar el planeo de su vida.

Vieja madre Flanagan, ven a llenar nuestros vasos, pues tú los puedes llenar como nosotros vaciarlos, buena Betty Flanagan.

Si el amor a la vida se apoderó de vuestro corazón; si el amor a las comodidades ocupa vuestros cuerpos, abandonad la senda del honor y gustad de un pacífico reposo, llevando el nombre de cobarde. Pues tarde o temprano conoceremos el peligro, nosotros los que nos mantenemos firmes sobre la silla de montar.

Vieja madre Flanagan, etc.

Cuando enemigos extranjeros invadan nuestras tierras, y nuestras esposas y nuestras amantes nos llamen para que las defendamos, sostendremos con valor la causa de la libertad, o sucumbiremos, con valor también. Viviremos como dueños del hermoso país que el cielo nos ha dado, o iremos a vivir en el cielo.

Vieja madre Flanagan, etc.

Cada vez que cantaban el estribillo, Betty no dejaba de obedecer literalmente la orden que contenía, con gran satisfacción de los cantores y quizá de la suya también. Al propio tiempo, la hostelera se servía a sí misma un brebaje muy de acuerdo con su paladar, acostumbrado a los licores fuertes; y por ese medio había llegado fácilmente a la alegría un poco ruidosa a la que también llegaron la mayoría de los comensales.

Todos cerraron con prolongados aplausos la canción del capitán, con excepción del cirujano, que se había levantado al terminar el primer coro y se paseaba a lo largo y a lo ancho de la sala, en uno de sus clásicos arranques de indignación. Los «¡Bravo! ¡Bravísimo!», sofocaron por algún tiempo cualquier otro ruido; pero en cuanto el tumulto comenzó a apaciguarse, el doctor se dirigió al cantante y le dijo con encendido tono:

—Capitán Lawton: estoy asombrado de que un hombre bien nacido, un valiente oficial, en estos tiempos de prueba no pueda encontrar para su musa un tema más conveniente que las indignas invocaciones a una corretona de cuerpo de guardia, a una Betty Flanagan. Me parece que la diosa de la libertad podría alimentar más nobles inspiraciones, y la opresión de nuestra patria un tema más afortunado.

—¡Vive Dios! —exclamó la hostelera, avanzando hacia él con los brazos en jarras—. ¿Y quién me insulta? ¿Es usted, señor Cataplasma, señor Jeringa, señor…?

—¡Haya paz! —dijo Dunwoodie, con una voz que no se elevaba por encima del tono ordinario, pero que fue seguida por un silencio parecido al de la muerte—. Bueno mujer, salga de esta habitación. Doctor Sitgreaves, vuelva a su sitio en la mesa y no turbe el curso de nuestros placeres.

—¡Está bien! —dijo el cirujano, irguiéndose con tranquila dignidad—. Me precio, mayor Dunwoodie, de conocer un poco las reglas de la buena educación, y de no ignorar por completo lo que uno puede permitirse en una reunión de amigos.

Betty hizo una rápida retirada, aunque no en línea recta, a los dominios de su cocina, pues no estaba acostumbrada a replicar a una orden del comandante.

—¿El mayor Dunwoodie nos haría el honor de cantar una canción sentimental? —dijo entonces Lawton, saludando a su jefe con la cortesía de un fino caballero, y con el aire de calma que tan bien sabía adoptar.

Dunwoodie vaciló unos instantes, pero cantó en seguida, con una afinación perfecta, las coplas siguientes:

A unos les gusta el calor de los climas meridionales, donde una sangre ardiente circula con rapidez por las venas; yo prefiero la dudosa claridad que dan, temblando, los rayos más suaves de la luna.

Otros prefieren el brillante colorido del tulipán, donde el oro disputa al azul su magnífico esplendor; pero más feliz es aquella cuya guirnalda nupcial, trenzada por el amor, exhala el suave perfume de la rosa.

La voz de Dunwoodie no perdía en ninguna ocasión su autoridad sobre los oficiales, y los aplausos que siguieron a su canción, aunque menos estruendosos que los obtenidos por el capitán, fueron mucho más halagüeños.

—Mayor —dijo el cirujano, después de haber unido su aplauso al de sus compañeros—, con sólo que añadiera algunas alusiones clásicas a su inspiración, llegaría a ser un estupendo poeta aficionado.

—Quien critica debe dar ejemplo —replicó el mayor, sonriendo—. Así, requiero al doctor Sitgreaves para que nos obsequie con una canción del estilo que tanto admira.

—¡Sí! ¡Sí! —gritaron todos los comensales, arrebatados de entusiasmo—. ¡El doctor tiene que cantar! ¡Una oda clásica del doctor Sitgreaves!

El doctor asintió saludando en redondo a sus compañeros, y después de toser dos o tres veces como preámbulo —con gran contento de los jóvenes cornetas que estaban en el extremo de la mesa—, cantó con voz cascada y desentonando en cada nota, la siguiente estrofa:

¿Te ha herido alguna vez la flecha de Cupido, amada mía? ¿Has exhalado un suspiro tembloroso? ¿Has pensado en el que se fue muy lejos y siempre está presente ante tus brillantes ojos? Entonces, ya sabes lo que es tener una enfermedad que el arte de Galeno no puede curar.

—¡Hurra! —exclamó Lawton con entusiasmo bien fingido—. Archibald eclipsa a las mismas musas. Sus versos fluyen con la suavidad de un riachuelo que serpentea en el bosque a media noche, y su voz es de una raza con cruce de ruiseñor y mochuelo.

—Capitán Lawton —dijo el cirujano, muy animado—, es ridículo despreciar las luces de los conocimientos clásicos, y también lo es hacerse despreciar por su ignorancia.

Unos fuertes golpes que sonaron en la puerta hicieron cesar repentinamente el tumulto, y los oficiales tomaron sus armas con prontitud, dispuestos para cualquier eventualidad. La puerta se abrió, y entraron los skinners llevando entre ellos al buhonero, curvado bajo el peso de su fardo.

—¿Quién de ustedes es el capitán Lawton? —preguntó el jefe de la banda, mirando con sorpresa a los oficiales reunidos.

—Aquí me tiene, para lo que quiera —dijo el capitán con tono seco pero con una calma perfecta.

—En este caso, pongo en sus manos a un traidor ya condenado. Este es el buhonero Harvey Birch, el espía.

Lawton se estremeció al verse frente a su antiguo conocido y volviéndose hacia el skinner con el entrecejo fruncido, exclamó:

—¿Y quién es usted, caballero, para hablar tan libremente de su prójimo?… Pero perdón —añadió, saludando a Dunwoodie—, aquí está el señor Comandante: tiene que dirigirse a él.

—¡No! —respondió el skinner con tono brusco—. Es a usted a quien entrego el espía, y es de usted de quien espero la recompensa prometida.

—¿Es usted Harvey Birch? —preguntó Dunwoodie al prisionero, adelantándose con un gesto de autoridad que hizo retroceder al skinner hasta un extremo de la sala.

—Ese es mi nombre —respondió Birch, con gesto orgulloso.

—Es usted culpable de traición a su país —continuó Dunwoodie con tono firme—. ¿Sabe que tengo derecho a hacer ejecutar la sentencia pronunciada contra usted?

—No es voluntad de Dios enviar un alma a su presencia con tanta precipitación —respondió el buhonero solemnemente.

—Es cierto —dijo Dunwoodie—. Por ello añadiré algunas horas a su vida. Pero como el espionaje es un delito imperdonable según las leyes de guerra, prepárese a morir mañana a las nueve de la mañana.

—¡Que se haga la voluntad del señor! —respondió Birch con la mayor impasibilidad.

Entonces se acercó el skinner y dijo al mayor:

—He pasado mucho tiempo acechando a ese granuja, y espero que me dará usted un certificado para cobrar la recompensa. Está prometida en oro.

—Mayor Dunwoodie —dijo el oficial que estaba de guardia aquel día, entrando en la sala—, una patrulla acaba de informar de que la noche última fue incendiada una casa en el valle, casi frente al campo donde se dio el combate.

—Es la choza del buhonero —dijo el skinner: no le dejamos ni el abrigo de un tablón. A fe mía, hace tiempo que la hubiese quemado, pero antes había de servirme como cepo para coger al zorro.

—Parece usted un patriota muy ingenioso —dijo Lawton con mucha gravedad—. Mayor Dunwoodie, ¿me permitiría usted que apoye la petición de esta digna persona, y que le pague la recompensa que se le debe, lo mismo que a sus compañeros?

—Encárguese de ello —dijo el mayor—. Y usted, desgraciado, prepárese para la muerte que sufrirá seguramente mañana, antes de la puesta del sol.

—La vida tiene muy pocas cosas que me tienten —dijo Harvey, alzando despacio los ojos y mirando con aspecto de extravío a los rostros que le rodeaban.

—En marcha, dignos hijos de América —dijo Lawton a los skinners—. Síganme, vengan a recibir la recompensa que merecen.

La banda no se hizo rogar más, y siguió al capitán hacia el lugar donde estaba acontanada su compañía. Dunwoodie guardó silencio un instante, pues no le gustaba triunfar ante un enemigo ya vencido. Por fin, volviéndose hacia el buhonero, le dijo gravemente:

—Ya le juzgaron, Harvey Birch, y quedó probado que es usted un hombre demasiado peligroso para la libertad de América para que podamos dejarle con vida.

—¿Probado? —repitió el prisionero, estremeciéndose, y luego irguiéndose con dignidad, como para mostrar que el fardo no era nada para él.

—Sí: probado. Fue convicto de espiar los movimientos del ejército continental, de dar noticias a nuestros enemigos y proporcionarles de ese modo medios con que frustrar los proyectos de Washington.

—¿Y cree usted que Washington diría lo mismo? —preguntó Birch, palideciendo.

—Indudablemente: es el propio Washington quien, por mi boca, pronuncia su sentencia.

—¡No, no! —gritó Harvey, con una energía que hizo estremecer a Dunwoodie—. Washington tiene la vista más penetrante que muchos pretendidos patriotas. ¿No se jugó su fortuna a los dados? Si se prepara una horca para mí, ¿por qué no se prepara otra para él?… ¡No, no! Washington nunca pronunciaría contra mí esas palabras de «Llevadlo al patíbulo».

—¿Tiene usted algún motivo que alegar para que se recurra a la clemencia del General en Jefe? —le preguntó Dunwoodie, cuando se repuso de la sorpresa que le había causado la energía del buhonero.

Tan violenta era la lucha interior en que se debatía Harvey, que tembló de pies a cabeza y su rostro se cubrió con la palidez de la muerte. Sacó de su pecho una cajita de estaño, la abrió, y cogió de ella un papel. Sus ojos lo miraron un instante; y ya alar baga el brazo hacia Dunwoodie para dárselo, cuando, de pronto, retiró su mano y exclamó:

—¡No! ¡Este secreto morirá conmigo! Sé cual es mi deber, y no compraré mi vida faltando a él. ¡Morirá conmigo!

—Déme ese papel: es posible que obtenga gracia —dijo el mayor, esperando algún descubrimiento importante.

—¡El secreto morirá conmigo! —repitió Birch, cuya palidez había sustituido al más vivo sofoco.

—¡Cojan a ese traidor! —gritó Dunwoodie—. ¡Arránquenle ese papel!

La orden fue ejecutada al instante; pero los movimientos del buhonero fueron más rápidos todavía, y se tragó el papel sin dejar tiempo para que se lo cogieran. Los oficiales quedaron inmóviles, viendo aquel acto de audacia y destreza.

—¡Cogedle! —gritó entonces el doctor—. ¡Cogedle bien, y le administraré unos gramos de emético!

—¡No! —replicó Dunwoodie, haciéndole una señal para que se apartase—. Su crimen es grande, pero su castigo será ejemplar.

—¡Pues vamos ya! —dijo el prisionero, dejando su fardo en el suelo y dando unos pasos hacia la puerta, con una inconcebible dignidad.

—¿A dónde? —preguntó Dunwoodie, sorprendido.

—A la horca.

—Todavía no —dijo el mayor, estremecido ante lo que la justicia exigía de él—. Mi deber me obliga a ordenar su ejecución, pero no a que lo haga tan precipitadamente. Tiene usted hasta mañana a las nueve para disponerse al terrible cambio que le espera.

Dunwoodie dio unas órdenes en voz baja a un oficial subalterno, y luego indicó al buhonero que se retirara. El incidente había interrumpido los placeres de la reunión, pero nadie pensó en prolongarla. Los oficiales se fueron a sus cuarteles respectivos, y pronto se oyó sólo el pesado paso del centinela que montaba guardia ante la puerta del «Hotel Flanagan», pisando sobre la tierra helada.