CAPITULO XV

«Indicios ligeros como el aire

son para los celosos pruebas tan fuertes

como si fueran sacadas de las Santas Escrituras».

Shakespeare.

El tiempo, que había sido suave y hermoso después de la tormenta, cambió luego con la rapidez acostumbrada en el clima de América. Hacia la tarde un viento frío bajó de las montañas, y la nieve anunció que había llegado noviembre, ese mes que hace suceder sin transición los hielos del invierno a los ardores del estío.

Francés, desde una ventana de su apartamento, miraba desfilar lentamente el cortejo fúnebre de John Birch con una melancolía demasiado honda para que la causara sólo aquel espectáculo. En el triste deber que estaban cumpliendo su padre y su hermano, había algo que concordaba con las ideas que ocupaban su mente. Al pasear sus miradas por los alrededores, vio que los árboles se curvaban bajo la violencia del huracán, que hasta conmovía los edificios que no podían ofrecerle una gran resistencia.

El bosque, poco antes brillando al sol con los variados colores del otoño, perdía parte de su belleza porque el viento despojaba a los árboles de sus hojas, impulsándolas delante de él y arrastrándolas a gran distancia. A cierta distancia pudo distinguir a las patrullas de dragones de Virginia que guardaban los desfiladeros; marchaban con los cuerpos inclinados sobre el pomo de la silla para protegerse del viento glacial que acababa de atravesar los grandes lagos, y apretaban las capas sobre sus miembros para abrigarlos mejor.

Francés vio desaparecer el féretro, última morada del difunto, cuando lo bajaron lentamente a la fosa, y aquella escena añadió una nueva tristeza al espectáculo que le ofrecía la naturaleza. El capitán Singleton dormía y su ordenanza velaba con cuidado al lado de su cama. Consiguieron persuadir a su hermana para que tomara posesión del dormitorio preparado para ella, para que disfrutase del reposo que le robó el viaje de la noche anterior.

Una puerta de su dormitorio daba a la galería de que ya hablamos, pero había otra que comunicaba con el apartamento ocupado por las dos hermanas. Esta puerta quedó entreabierta, y Francés se acercó a ella con la caritativa intención de ver cómo se encontraba su nueva compañera. Con gran sorpresa se dio cuenta de que Isabel, a la que creía durmiendo, no sólo estaba despierta sino ocupada de forma que no permitía suponer que pensara en entregarse al sueño.

Las trenzas de negros cabellos que durante la comida aparecieron sujetas en torno de la cabeza y atadas en lo alto, ahora caían profusamente sobre su pecho y sus hombros, y daban un aspecto casi extraviado a su expresiva fisonomía; sus grandes ojos oscuros se fijaban con la más viva atención en un retrato que sostenía su mano.

Francés apenas pudo respirar cuando un movimiento de Isabel le permitió ver que era el de un hombre que vestía el conocido uniforme de los dragones de Virginia; pero aún tuvo que contener con una mano la agitación de su pecho, cuando creyó reconocer unas facciones siempre presentes en su imaginación. Se dio cuenta de que era incorrecto sorprender un secreto ajeno, pero su emoción era demasiado fuerte para poder hablar; y retrocediendo un paso, se sentó en una silla desde donde podía seguir viendo a Isabel, de quien sus ojos no podían apartarse aun sin quererlo.

Miss Singleton estaba demasiado absorta también en sus propios pensamientos para apercibir a la temblorosa joven, testigo de sus menores ademanes, y apretó sus labios sobre aquel inanimado retrato con todo el ardor de una pasión violenta. Las expresiones de su rostro eran tan cambiantes como siempre. Sin embargo, la admiración y la pena eran las pasiones que prevalecían, y la última se manifestaba con las gruesas lágrimas que, de vez en cuando, se desprendían de sus ojos.

Cada gesto de Isabel estaba realzado por la exaltación propia de su carácter, y cada pasión triunfaba a su vez en su corazón. El furor del viento, que silbaba al tropezar con las esquinas de la casa, estaba de perfecto acuerdo con sus sentimientos, y se levantó para asomarse a una ventana de la habitación. Estaba entonces oculta por completo a la mirada de Francés, quien iba a levantarse para entrar en ella, cuando unos sonidos cuya melodía le llegaban al corazón la encadenaron a su silla.

La canción tenía algo de extraño; la voz no era muy potente, pero su ejecución sobrepasaba a todo lo que Francés oyó nunca; quedó inmóvil, queriendo sofocar el débil ruido de su aliento hasta que Isabel terminase de cantar los versos siguientes:

Un viento frío sopla en la cima de las montañas y los robles que la cubren están despojados de su follaje; un vapor se levanta lentamente del manantial, el hielo brilla en los bordes del riachuelo, y la naturaleza entera busca la calma de esta estación del año. Pero el reposo abandonó mi pecho.

La tormenta ha volcado su furor sobre mi país durante largo tiempo; durante largo tiempo sus guerreros han soportado sus golpes; nuestro jefe, baluarte levantado sobre la roca de la libertad, hace tiempo que ennobleció su puesto, y toda ambición desmesurada se aparta de sus pretensiones. Y sin embargo, una ternura desgraciada^ destierra la sonrisa de mis labios.

Afuera se oye mugir el salvaje furor del invierno; los árboles se ven como áridos, despojados de sus hojas: pero el sol vertical del Sur aparece y deja caer sobre mí sus rayos devoradores. Afuera se muestran los signos de la estación glacial; pero por dentro el fuego de la pasión me sigue consumiendo.

Francés se había abandonado por entero a los encantos de aquella melodía, aunque encontrara en las palabras de la canción un sentido que, unido a los acontecimientos de aquel día y del precedente, hizo nacer en su pecho un sentimiento de inquietud como antes jamás lo había sentido. Isabel se retiró de la ventana cuando acababa de hacerse oír el último sonido de su voz, y sólo entonces se dio cuenta del rostro pálido de su compañera. Un fuego repentino animó al mismo tiempo las mejillas de las dos jóvenes; los ojos azules de Francés encontraron un instante los negros de Isabel, y sus miradas se bajaron inmediatamente hasta la alfombra. Sin embargo, avanzaron una hacia la otra y se dieron la mano antes de que ninguna se hubiera atrevido a mirar de frente a su compañera.

—El cambio repentino de tiempo —dijo Isabel con voz baja y temblorosa—, y quizá el estado de mi hermano, han contribuido a inspirarme esa canción.

—Creemos que no tiene que temer nada por su hermano —respondió Francés con el mismo tono embarazoso—. Si lo hubiera visto usted cuando Dunwoodie lo trajo…

Se interrumpió: sin saber por qué, se sentía avergonzada. Luego, al poner sus ojos en Isabel, la vio que estudiaba su fisonomía con la más viva atención y se sonrojó de nuevo.

—Ha nombrado usted al mayor Dunwoodie… —dijo miss Singleton con voz débil.

—Sí: él trajo aquí a su hermano.

—¿Conoce a Dunwoodie? ¿Le ha visto con frecuencia? —exclamó Isabel, ahora con una voz tan intensa que hizo estremecer a su compañera.

Francés se atrevió por segunda vez a mirarla de frente, y vio sus penetrantes ojos todavía fijos en ella, como si quisiera penetrar en sus más secretos pensamientos. Mientras, Isabel le insistía:

—Conteste, miss Wharton… ¿Conoce mucho al mayor Dunwoodie?

—Es pariente mío —respondió, casi espantada por el estado de su compañera.

—¿Pariente suyo? —repitió miss Singleton—. ¿En qué grado? ¡Responda, miss Wharton, se lo suplico! ¡Respóndame!

—Mi abuelo materno era primo de su padre —contestó Francés, cada vez más confusa por la vehemencia de Isabel.

—¿Y va a casarse con usted? —exclamó vivamente miss Singleton.

El orgullo de Francés se rebeló contra un ataque tan directo, y levantó los ojos con altivez, mirando a quien así la interrogaba; pero al ver las pálidas mejillas y los labios temblorosos de Isabel, su resentimiento comenzó a desaparecer.

—¡Entonces, es verdad: mis conjeturas eran acertadas! —siguió diciendo miss Singleton, siempre exaltada—. ¡Hable, miss Wharton, se lo suplico! Por compasión, respóndame: ¿ama usted a Dunwoodie?

Había en la voz de Isabel tal acento quejumbroso, que borró todo resto de resentimiento en Francés, que por toda respuesta se cubrió el encendido rostro con las dos manos y se dejó caer sobre una silla.

Isabel se paseó unos instantes en silencio, hasta que pudo dominar la violencia de su pecho. Entonces se acercó a su compañera, tratando de disfrazar ante sus ojos la vergüenza que sentía, le cogió una mano y le dijo, con evidente esfuerzo por mostrarse tranquila:

—Perdóneme, miss Wharton, si un sentimiento irresistible me ha hecho olvidar las conveniencias. El poderoso motivo, la cruel razón…

Se detuvo, vacilante. Francés levantó la cabeza, y los ojos de las dos jóvenes se encontraron otra vez. Pero ahora se echó una en los brazos de la otra, y sus mejillas encendidas se tocaron. Fue un abrazo largo, sincero; pero ninguna habló cuando se separaron, y Francés se retiró a su apartamento sin que mediara más explicación.

Mientras esta extraordinaria escena sucedía en el dormitorio de miss Singleton, otros temas de gran importancia se discutían en el saloncillo. La tarea de disponer de los restos de una comida como la que acababa de tener lugar, exigía no pocos cálculos y reflexiones.

Una larga y confidencial conferencia tuvo lugar entre César y su dueña, lo que trajo como primera consecuencia que el coronel Wellmere quedase abandonado a la hospitalidad de Sara. Todos los temas habituales de conversación quedaron pronto agotados, cuando el coronel se decidió a intentar otros; y lo hizo con un poco de ese malestar que siente quien ha de reprocharse un error, aludiendo a los acontecimientos del pasado día.

—Miss Wharton —dijo Wellmere con una sonrisa despectiva—, cuando vi por primera vez a ese Mr. Dunwoodie, en su casa de Queen Street, nunca hubiera pensado que se trataba de un guerrero tan renombrado.

—Renombrado, si se tiene en consideración al enemigo que ha vencido —respondió Sara, penetrando en los resentimientos de su amigo—. El incidente que le sucedió a usted ha sido desgraciado en todos los aspectos; porque sin esa circunstancia, las armas de nuestro rey hubiesen triunfado como siempre.

—Sin embargo —dijo el coronel, con su tono más dulzón—, el placer le la compañía que el accidente me ha proporcionado me compensaron creces de la mortificación y de las heridas que lo causaron.

—Espero que esas heridas serán poca cosa —replicó Sara, tratando le ocultar su sonrojo, inclinándose para cortar con los dientes un hilo le la labor que sostenía sobre sus rodillas.

—En efecto, las heridas del cuerpo son poca cosa en comparación con otras —dijo el coronel, siempre en el mismo tono—. ¡Ah, miss Wharton! ¡En momentos como estos es cuando se aprecia todo el valor de la amistad y de la compasión!

Difícilmente puede figurarse nadie, si no lo ha experimentado, los rápidos progresos que en amor puede hacer el corazón de una mujer, en el corto espacio de media hora. Cuando la conversación comenzó a referirse a la amistad y a la compasión, Sara encontró el tema demasiado interesante para confiar en su voz. Sin embargo, levantó la mirada hacia el coronel, y vio que él contemplaba su bello rostro con un gesto de admiración tan manifiesto, que para explicarla no eran necesarias las palabras.

Su entrevista a solas duró una hora, sin interrupción. Y aunque el coronel no pronunciase lo que una matrona experta hubiera llamado una frase decisiva, dijo un montón de cosas que encantaron a su compañera, Sara se retiró a su apartamento con el corazón más ligero que nunca desde que su hermano cayó prisionero de los americanos.