CAPITULO XIV

Ya no puedo ver aquellos blancos cabellos tan escasos en la cabeza, calva y respetable.

Ya no puedo ver aquel dulce aspecto, su mirada suplicante, cuando estaba orando, y aquella fe pura que le daba fuerzas. Pero ahora ya goza de la dicha y no me duelo del virtuoso sabio que vivió contento en su pobreza».

Crabbe.

Ya dijimos que, en América, es costumbre dejar poco tiempo entre el fallecimiento y las exequias, y que la necesidad de protegerse obligó a Harvey a abreviar más ese intervalo. En medio de la confusión producida por los acontecimientos relatados, la muerte del viejo Birch no llamó mucho la atención. Sin embargo, algunos vecinos próximos se reunieron apresuradamente, para rendir los últimos honores al difunto.

El cortejo fúnebre pasaba por delante de Locust en el momento en que Lawton y Sitgreaves se disponían a salir de la casa, y eso fue lo que detuvo su marcha. Cuatro hombres llevaban el féretro en que reposaba el cuerpo de John Birch y otros cuatro les acompañaban para relevarles en la carga. El buhonero caminaba detrás de ellos y a su lado iba Katy Haynes, cuyo aspecto revelaba el más triste dolor. Mr. Wharton y su hijo le seguían. Dos o tres viejos, otras tantas mujeres y unos cuantos niños, cerraban la marcha.

El capitán continuó firme en su silla, esperando a que el cortejo desfilara y Harvey, levantando los ojos, reconoció al enemigo que más temía. Su primer impulso fue echar a correr, pero un momento de reflexión le devolvió la serenidad; fijó la mirada en el féretro de su padre y pasó por delante del capitán con fingida serenidad, aunque el corazón le latía descompasadamente.

Lawton descubrió despacio su cabeza y así continuó hasta que Mr. Wharton y su hijo hubieron pasado a su vez. Entonces, acompañado por el cirujano, se fue detrás de la comitiva, guardando absoluto silencio.

César salió de la subterránea cocina y se unió al fúnebre grupo, con aire solemnemente melancólico —aunque con cierta humildad, teniendo en cuenta el color de su piel—, y a una respetuosa distancia del capitán de dragones, ya que una indefinible sensación de miedo sobrecogía al negro siempre que Lawton impedía que sus ojos se fijaran en objetos más agradables. Llevaba en torno del brazo, un poco por encima del codo, un lienzo de blancura deslumbrante; pues, desde que salió de New York, era la primera ocasión que se le presentaba para ostentar los signos exteriores del duelo entre los esclavos.

César tenía en mucho las apariencias y acabó de estimularle, para ponerse el brazalete, el deseo de demostrar a su amigo negro, de Georgia, el decoro que los de la ciudad observan en los funerales. Su celo pasó sin contratiempos y no trajo otro resultado que una suave reprimenda de miss Peyton al regresar. A ella le parecía muy bien que siguiese al cortejo, pero juzgaba que el lienzo blanco era un rito superfluo en los funerales de un hombre de la condición del difunto.

El cementerio era un simple cercado que Mr. Wharton destinó para ese fin, dentro de su propiedad, y que años antes hizo vallar con piedras. Sin embargo, no pensaba destinarlo a lugar de sepultura de la familia. Hasta el incendio ocurrido en New York, cuando los ingleses se apoderaron de la ciudad y que redujo a cenizas la Trinidad, en los muros de la iglesia lucía una inscripción, grabada en letras doradas, recordando las virtudes de sus antepasados, cuyos restos reposaban con la dignidad conveniente, debajo de grandes losas de mármol.

El capitán Lawton hizo un movimiento, como si fuera a seguir a la comitiva cuando se salió de la carretera para dirigirse hacia el humilde cementerio; pero fue sacado de su distracción por unas palabras de su compañero, indicándole que se equivocaba de camino.

—Capitán Lawton —preguntó gravemente el doctor, cuando ya se habían separado del grupo—: De todos los métodos que el hombre adopta para disponer de sus restos mortales, ¿cuál prefiere usted?… En unos países, dejan el cuerpo sobre la tierra, expuesto a ser devorado por las fieras; en otros, se les cuelga para que despidan su substancia, en forma de descomposición; aquí, los queman en una hoguera y allí los sepultan en las entrañas de la tierra. Cada país tiene sus costumbres. ¿Cuál prefiere usted?

—Sin duda todas son muy agradables —respondió el capitán, que no había prestado mucha atención al discurso de su compañero y aún seguía con los ojos la marcha de la comitiva. Y usted, ¿qué opina?

—El procedimiento último, el que nosotros hemos adoptado, es sin duda el más sabio —respondió el doctor, sin vacilar—, porque los otros tres no dejan lugar para la disección. Con el enterramiento, en cambio, mientras el féretro continúe apacible y decentemente en su sitio, se puede sacar el cuerpo para ampliar de modo útil las luces de la ciencia. ¡Ay, capitán Lawton! Ahora sólo disfruto muy raramente de ese placer, en comparación con lo que esperaba, al ingresar en el ejército.

—¿Cuántas veces goza al año de ese placer? —preguntó Lawton con tono seco y dejando de mirar hacia el cementerio.

—Doce veces, cuando más —respondió Sitgreaves, suspirando—. Mi mejor cosecha se da cuando la tropa está acantonada. Porque, cuando el ejército entrega los cadáveres, hay tantos cirujanos jóvenes a quienes contentar, que es muy raro que yo disponga de un sujeto, de un buen sujeto. ¡Son unos vampiros, unos buitres hambrientos!

—¿Doce veces? —se sorprendió el capitán—. ¡Cómo! ¡Si yo solo podría facilitarle más!

—¡Ay, Jack! —dijo el doctor, volviendo a su tema favorito—. ¡Es tan raro que yo pueda hacer algo con sus pacientes! ¡Los desfigura de modo tan espantoso! Créame: su sistema es esencialmente vicioso. No sólo destruye sin necesidad el principio de la vida, sino que es causa de que, ni después de muerto, el cuerpo pueda servir para lo único que sería útil.

Lawton no respondió, sabiendo que cuando el doctor abordaba aquel tema, el silencio era el único medio de mantener la paz entre ellos. Sitgreaves echó una última mirada hacia el cortejo fúnebre, antes de dar la vuelta a una colina que lo ocultaría a sus ojos y, lanzando un profundo suspiro, continuó:

—De tener tiempo, esta noche nos podíamos procurar en el cementerio un sujeto fallecido de muerte natural. Creo que el difunto era padre de la señora que vimos esta mañana.

—¡Cómo! —exclamó Lawton, con una sonrisa maliciosa que comenzó a poner incómodo a su compañero—. ¿Esa doctora, esa mujer de color azul cielo?… No, ella era sólo su enfermera. Y el Harvey del que no paraba de hablar, es ese famoso buhonero, ese espía.

—¿Qué me dice? —exclamó el cirujano, sorprendido—. ¿El que le desarzonó a usted?

—A mí nadie me ha desarzonado nunca, doctor Sitgreaves —dijo el dragón con toda gravedad—. Me caí de Roanoke porque dio un mal paso y mi caballo y yo besamos la tierra juntos.

—Un beso lleno de fuego —comentó el doctor, adoptando a su vez un tono irónico—, pues su piel conserva todavía las huellas. Pero es una lástima que no haya podido descubrir dónde está escondido el maldito espía.

—Iba detrás del cuerpo de su padre —dijo tranquilamente el capitán.

—¿Y usted lo ha dejado pasar? —se asombró Sitgreaves, deteniendo su caballo—. ¡Volvamos atrás y cojámosle! Esta noche le hace usted colgar y mañana yo le hago la disección.

—Ni lo piense, querido Archibald —replicó Lawton, con la misma suavidad—. ¿Detendría usted a un hombre, mientras rinde los últimos honores a su padre?… Confíe en mí: algún día le pagaré lo que le debo.

Sitgreaves no parecía muy contento de lo que llamaba el aplazamiento de la justicia; pero se vio obligado a ceder para no comprometer su reputación de rígido observador de las conveniencias. Y los dos continuaron su marcha hasta reunirse con las tropas, conversando de diversos temas, relativos a la economía del cuerpo humano.

Mientras, Harvey Birch se mantenía con el talante grave y pensativo de un hombre en sus circunstancias; en cambio, eran de esperar en Katy las muestras de sensibilidad, peculiares en el bello sexo. Hay gentes constituidas de tal modo que sólo pueden llorar en compañía, y la solterona estaba dotada de esas cualidades, amigas del espectáculo. Después de echar una ojeada a las pocas mujeres de la comitiva y viendo que tenían los ojos puestos en ella con expresión de atenta espera, se decidió a verter un torrente de lágrimas; y tan abundantes, que los espectadores le hicieron el honor de suponerle el corazón más tierno y sensible.

Cuando comenzaron a cubrir de tierra el ataúd, que devolvió ese sonido hueco, sordo y terrible, que proclama con tanta elocuencia la poquedad del hombre, Harvey contrajo los músculos de su rostro; su cuerpo fue agitado por convulsiones; su cintura se dobló, respondiendo a un súbito dolor; y sus brazos cayeron, paralizados, mientras los dedos se le movían involuntariamente. Todo su ser anunciaba que tenía el alma desgarrada por la más cruel angustia.

Pero resistió a su emoción, que sólo fue momentánea; se irguió de nuevo, recobró aliento con fuerza y miró a su alrededor, con la cabeza levantada, como si se aplaudiera por haberse dominado. La fosa quedó cubierta muy pronto; una tosca piedra sin labrar fue colocada en uno de sus extremos, señalando el sitio del enterramiento y un trozo de estropeado césped, símbolo de la fortuna del difunto, cubrió con decorosa apariencia la pequeña colina funeraria. Los vecinos que le ayudaron en los últimos deberes para con su padre se volvieron hacia Harvey, descubriendo sus cabezas; y el buhonero, que se encontraba realmente solo en el mundo, se quitó a su vez el sombrero y les dijo, después de un momento para reunir fuerzas:

—Amigos míos, buenos vecinos, os agradezco que me hayáis ayudado a enterrar a mi padre y a separarme de él.

Una pausa solemne siguió a aquellas acostumbradas palabras y el grupo se dispersó en silencio. Algunos acompañaron a Harvey hasta su casa, pero tuvieron la discreción de marcharse, en cuanto llegaron. El entró con Katy, seguidos por un hombre muy conocido en la comarca a quien llamaban el usurero. El corazón de Katy se encogió, con funestos presentimientos al verle entrar, pero era evidente que Harvey esperaba aquella visita y le ofreció cortesmente una silla.

El buhonero se fue luego a la puerta, echó inquietas miradas a las lejanías del valle, volvió a entrar apresuradamente y dijo:

—El sol ya se ha ido y el tiempo se me acaba. Aquí tiene el contrato de venta de la casa y del huerto: está en debida forma, de acuerdo con las leyes.

Su interlocutor cogió el documento que le ofrecía y leyó con la lentitud obligada por su interés y porque su educación estuvo muy descuidada en la niñez. Mientras lo hacía, Harvey iba reuniendo diversos objetos que decidió llevarse, al dejar para siempre la vivienda. Katy ya le había preguntado si el difunto dejó testamento y soportó con serenidad que colocara la Biblia en el fondo de un nuevo saco, confeccionado por ella; pero, al ver que las seis cucharas de plata quedaban a un lado, no pudo soportar tal negligencia y rompió el silencio, diciendo:

—Cuando te cases, Harvey, echarás de menos esas cucharas.

—Nunca me casaré —respondió, lacónicamente.

—Eres muy dueño, Harvey: pero no hacía falta que me lo dijeras con ese tono. Estoy segura de que nadie piensa en casarse contigo; pero me gustaría saber qué necesidad tiene un hombre solo de tantas cucharas. En cuanto a mí, te diré que un hombre tan bien provisto, en conciencia debía tener una esposa y una familia.

En la época en que Katy se expresaba así, la fortuna de una mujer de su clase se reducía a una vaca, una cama, sábanas, toallas y además lencería, obra de sus propias manos; y, cuando la suerte le favorecía especialmente, media docena de cucharas de plata. La industria y la diligencia de la solterona le habían provisto ya de los primeros objetos, pero el de la solterona, le habían provisto ya de los primeros objetos, pero el último le faltaba todavía. Por eso puede imaginarse con qué dolor de corazón vio caer en el saco las cucharas que durante tanto tiempo contempló, creyendo que algún día sería su dueña.

En cuanto a Harvey, sin preocuparse por lo que ella podía pensar, continuó llenando su fardo, que pronto alcanzó las dimensiones de siempre. El usurero, por fin, terminó la lectura del documento y declaró:

—Tengo mis dudas sobre esta compra.

—¿Y por qué? —preguntó vivamente Harvey.

—Temo que no sea valedera ante la justicia. Estoy enterado de que dos vecinos quieren ir mañana a pedir la confiscación de esta casa, y si yo le diera cuarenta libras esterlinas y las perdiera, habría hecho un mal negocio.

—Nadie puede confiscar lo que me pertenece —replicó fríamente el buhonero—. Déme doscientos dólares y la casa es suya. Usted es un patriota bien conocido y no hay peligro de que le molesten.

Y, mientras lo decía, un extraño tono de amargura se mezclaba con el deseo de desprenderse de su propiedad.

—Digamos cien dólares y asunto concluido —replicó el usurero, con un gesto que quería ser una sonrisa de bondad.

—¿Concluido? —se asombró Harvey—. ¡Yo creí que esta mañana había terminado todo!

—Nada se termina hasta la firma de la escritura y el pago del precio —respondió el usurero, felicitándose interiormente por su listeza.

—Ya le entregué el documento.

—Sí —bromeó el otro—, y lo guardaría ahora mismo, si me dispensara del pago. Pero, vamos, tampoco quiero ser demasiado duro: ¡dejémoslo en ciento cincuenta dólares! ¡Aquí están!

Harvey se acercó a Ja ventana y vio con pena que el sol ya había bajado mucho en el horizonte. Sabía que estaba corriendo grandes peligros al permanecer en su casa y, sin embargo, no podía soportar que le engañaran de tal modo, en una operación que ya había sido discutida y cerrada. Vaciló. Mientras, el usurero se había levantado y le decía:

—Quizá encuentre algún otro comprador, antes de mañana por la mañana; pero si no es así, por la tarde su finca no valdrá ni un céntimo.

—¡Acepta, Harvey, acepta! —dijo Katy, cuyo corazón se enternecía a la vista de dinero contante y sonante.

Aquellas palabras acabaron con la indecisión del buhonero y pareció ocurrírsele una idea.

—Asunto concluido: acepto su oferta —dijo. Y, volviéndose a Katy le entregó parte de las monedas, diciendo—: Si hubiese tenido otro medio de pagarte, antes lo hubiese perdido todo que dejarme robar así.

—¡Cuidado, que aún podía perderlo! —dijo el usurero, con una sonrisa infernal, mientras salía.

—Tiene razón —exclamó Katy, siguiéndole con la mirada—. El le conoce bien y sabe, como yo, que ahora que su padre ya no vive, necesita a alguien que cuide de sus asuntos.

El buhonero, ocupado en sus preparativos, no puso atención a aquella insinuación y Katy volvió a la carga. Había pasado tantos años en espera de un hecho muy distinto del que estaba ocurriendo, que la idea de separarse de Harvey Birch, incluso después de todas las pérdidas que acababa de sufrir, le oprimió el corazón de un modo que a ella misma le asombraba.

—Y ahora, ¿dónde encontrarás otra casa? —le preguntó, con una emoción rara en ella.

—El cielo proveerá.

—Es posible. Pero también puede suceder que no sea de tu gusto.

—Los pobres no deben ser exigentes.

—Yo estoy muy lejos de serlo, Harvey; pero me gustan las cosas bien arregladas y cada una en su sitio. Por otra parte, a mí no me tira este valle ni quienes lo habitan.

—El valle es agradable y quienes viven en él son buenas gentes. ¡Pero, qué me importa! Ahora todos los sitios me tienen sin cuidado; en cualquier lugar sólo veré rostros extraños.

Mientras hablaba así, un objeto que iba a meter en el saco se le escapó de las manos y Birch fue a desplomarse en una silla, como anonadado.

—¡No, Harvey, no! —dijo Katy, sin pensar en lo que hacía, pero acercando su silla a la del buhonero—. ¿Acaso no me conoces a mí? Mi cara no te parecerá extraña.

Birch volvió sus ojos lentamente hacia ella y vio en aquel rostro una expresión de sensibilidad que nunca Je había visto. Le cogió una mano, y sus facciones perdieron algo de su gesto apenado mientras le decía dulcemente:

—No, mi buena Katy: no eres una extraña para mí; mientras otros me colmarán de insultos y me calumniarán, quizá tú me harás justicia y dirás algunas palabras en mi defensa.

—¡Lo haré! ¡Lo haré! —exclamó Katy con creciente energía—. Sí, Harvey, yo te defenderé hasta la última gota… ¡Que se guarden mucho de decir nada contra ti! Sí, Harvey, tienes razón, yo te haré justicia… ¿Qué importa que ames al rey? Según dicen, en el fondo es un buen hombre; pero en su viejo país no hay religión, y todos están de acuerdo en que sus ministros son diablos encarnados.

El buhonero se paseaba a grandes zancadas, con una agitación indescriptible. Sus ojos tenían una expresión extraviada que Katy nunca le vio, y en su porte había tal dignidad que quedó espantada.

—Mientras él vivió —decía Harvey, incapaz de contener los sentimientos que le turbaban— había alguien que leía en mi corazón. Después de mis secretas y peligrosas correrías, después de haber sufrido injusticias, injurias, ¡qué consuelo era para mí recibir sus elogios y su bendición! Pero ya no existe, y ahora nadie me hará justicia.

—¡Harvey! ¡Harvey! —exclamó Katy, con acento casi suplicante.

Pero él no la oía; sin embargo, una sonrisa de satisfacción afloró a su rostro descompuesto cuando siguió diciendo:

—Sí: aún hay alguien que me Ja hará, y que debe conocerme antes de que muera. ¡Qué terrible es morir y dejar tal reputación!

—¡No hables de muerte aquí!, Harvey —dijo Katy, paseando su mirada por la habitación, y añadiendo leña al fuego, para producir mayor claridad.

Pero ya había pasado el momento de efervescencia promovido por el recuerdo de los acontecimientos de la víspera y por la viva idea de sus sufrimientos. Las pasiones no conservaban mucho tiempo su imperio sobre Harvey Birch; y viendo que la noche ya cubría con sus sombras los objetos, cargó el saco sobre sus espaldas, y cogiendo afectuosamente la mano de Katy, se despidió de ella en estos términos:

—Me resulta penoso separarme de ti, buena mujer, pero ha llegado el momento y he de marcharme. Te doy todos los muebles de la casa, que a mí no me sirven y que a ti te serán útiles. Adiós: quizá nos volvamos a ver algún día.

—¡Sí: en el reino de las tinieblas! —dijo una voz que llevó la desesperación al alma del buhonero y le hizo desplomarse en la silla que acababa de abandonar.

—¡Vaya: un saco nuevo! —dijo la misma voz—. ¡Y bien lleno, por lo que veo!

—¿Es que no ha hecho usted bastante daño? —exclamó Harvey recobrando su firmeza, después de incorporarse enérgicamente—. ¿No era bastante con haber acelerado los últimos momentos de un viejo moribundo y haberme arruinado? ¿Qué más quiere?

—Tu sangre —contestó el skinner con fría maldad.

—¡Para cobrar su precio! —dijo Harvey con intensa amargura—. Como hizo Judas, quiere enriquecerse con el precio de una vida.

—¡Es un bonito precio, muchacho! Cincuenta guineas, casi el peso en oro de tus huesos.

—¡Oiga! —exclamó apresuradamente Katy—. Aquí tiene quince guineas. Esa cama, esa cómoda, las sillas, todos los muebles de esta casa son míos, y se los doy si concede a Harvey una hora para que se escape.

—¿Una hora? —dijo el skinner, enseñando los dientes y sin apartar la vista de las monedas.

—Sí: no hace falta más. Tome, aquí está el dinero.

—¡No lo hagas! —exclamó Harvey—. ¡No confíes en ese descreído!

—Que confíe en lo que quiera, pero ya tengo el dinero —dijo el skinner—. En cuanto a ti, Birch, soportaré tu insolencia en gracia a las cincuenta guineas que me valdrá tu cuerpo en la horca.

—¡Pues hágalo ya! —replicó el buhonero con gesto orgulloso—. Lléveme ante el mayor Dunwoodie; quizá sea severo, pero no insultará a un desgraciado

—Haré algo mejor, porque no deseo emprender un largo viaje con tan mala compañía. Las tropas del capitán Lawton están media milla más cerca, y el recibo que me dé para cobrar la recompensa servirá lo mismo que si lo firmase el mayor. ¿Qué me dices? ¿No te encantaría cenar esta noche con el capitán Lawton?

—¡Devuélvame mi dinero, o deje a Harvey en libertad! —exclamó Katy, ya alarmada.

—Su dinero es muy poca cosa, buena mujer, a menos que tenga más escondido en la cama.

Y desgarrando a bayonetazos el colchón y los jergones, el skinner pareció disfrutar de un maligno placer desperdigando la lana y la paja por toda la habitación.

—¡Si hay leyes en este país —exclamó Katy, a quien el interés por sus nuevas propiedades hizo olvidar su peligro personal—, yo conseguiré que castiguen este robo!

—La ley de un territorio neutro es la ley del más fuerte —dijo el skinner, con una sonrisa burlona—. Pero lleve cuidado, porque mi bayoneta es más larga que su lengua, y sus golpes más peligrosos que los de otra cualquiera.

Cerca de la puerta había un individuo que parecía querer esconderse entre el grupo de los skinners; de pronto, una llamarada surgida de los enseres echados a la chimenea por su cabecilla, permitió a Harvey reconocer al usurero que le había comprado la casa. Hablaba en voz baja y con aire misterioso al bandido que tenía al lado, y Birch comenzó a sospechar que había sido víctima de un complot en que el traidor fue cómplice.

Pero los reproches hubieran sido tardíos; siguió, pues, a la banda, con paso firme y tranquilo, como si lo condujeran a un triunfo y no al cadalso. Al atravesar el patio, el jefe tropezó con la raíz de un árbol, cayó, y al levantarse un poco dolido, exclamó con ira:

—¡Maldita sea esta raíz de los infiernos! La noche es demasiado oscura para que salgamos bien de aquí. ¡A ver, vosotros: echad un tizón en ese montón de lana para que nos alumbre!

—¡Deteneos! —gritó el usurero, consternado—. ¡Vais a prender fuego a la casa!

—Pero nosotros veremos mejor —replicó un skinner, echando por entre las materias combustibles extendidas por la habitación toda la leña encendida de la chimenea, de modo que en un instante el edificio entero fue presa del fuego.

—¡Vámonos! —ordenó el jefe—. ¡Aprovechemos esta claridad para subir a la montaña!

—¡Miserable! —decía el desesperado comprador—. ¿Esa es tu amistad? ¿Así me pagas por haberte entregado el espía?

—Si quieres seguir hablando en ese tono —le respondió el jefe de la banda—, harías bien en buscar las sombras; porque donde estás, te veo demasiado claro para fallar el tiro.

Momentos después hacía realidad su amenaza; pero afortunadamente, la bala no dio en el espantado usurero ni en Katy, no menos asustada y dolida: pues después de haber sido dueña, durante unos instantes, de lo que le parecía una fortuna, se encontraba reducida a la más completa pobreza.

La prudencia aconsejó a los dos que emprendieran una pronta retirada, y al día siguiente no quedaba de la casa del buhonero otra cosa que la gran chimenea de piedra.