CAPITULO XIII

«Resistiré bien y comeré,

aunque ésta fuera mi última comida,

porque siento que mis buenos tiempos han pasado.

—Hermano mío, milord duque,

vamos, haced como yo».

Shakespeare.

El olor de los preparativos de la comida, que Lawton ya había notado, salía cada vez más penetrante del reino subterráneo de César. El capitán de dragones concluyó que sus nervios olfativos —cuyo juicio en tales ocasiones era tan infalible como el de sus ojos en otras—, habían cumplido fielmente su deber; y para reconocer todavía mejor aquellos aromas, se asomó a una ventana colocada encima de la cocina. Sin embargo, Lawton no se procuró ese goce sino después de disponerse a honrar el banquete con un atuendo tan completo como se lo permitiera su escaso guardarropa.

El uniforme de su cuerpo era buen pasaporte para las más escogidas mesas, aunque el suyo se resentía un poco de sus largos y duros servicios; pero lo limpió y cepilló con gran cuidado. Sus cabellos oscuros, gracias a los polvos adquirieron la blancura de la paloma. Sus manos, tan proporcionadas a su talla como su fuerza al sable que manejaba con tan poca discreción, sólo se mostraban a medias, y con la modestia de una doncella, bajo unos puños de encaje.

A eso se limitó lo extraordinario del atuendo del dragón, aparte del brillo de sus botas, digno de un día de fiesta, y de sus espuelas, que relucían al sol con tal esplendor, que les permitiría competir con las salidas de las minas de Potosí.

Mientras, César recorría las habitaciones con aire de importancia, mayor que el que mostró por la mañana, cuando su lúgubre misión. Después de encargar un féretro para el padre del buhonero, siguiendo órdenes de su señora, había regresado para cumplir sus deberes en la casa. Tan serios eran, que sólo muy a la fuerza dio, al negro que acompañaba a miss Singleton, algunos detalles sobre los maravillosos incidentes de la noche terrible que había pasado. Sin embargo dijo lo bastante a su conciudadano para que se pusiera de punta la lana de su cabeza. Por último, los dos negros colocaron por encima de toda consideración su gusto por lo fantástico y miss Peyton se vio obligada a imponer su autoridad para que el resto de la historia se aplazara hasta ocasión más conveniente.

—¡Ay, miss Peyton! —dijo César, moviendo la cabeza y dando pruebas de sentir lo que contaba—. ¡Haber sido un terrible espectáculo, ver John Birch andar sobre pies, mientras estar tendido muerto en su cama!

Y de ese modo terminó la conversación, aunque sólo por el momento, pues César se prometió volver sobre tema tan solemne, y ciertamente no olvidó su decisión.

Ya conjurado felizmente el espíritu de Birch, las operaciones preparatorias de la comida continuaron con nueva actividad y en el preciso instante en que el sol terminaba su carrera de dos horas, a partir del meridiano, un numeroso cortejo salió de la cocina, para dirigirse al comedor, bajo los auspicios de César, que formaba la vanguardia y sostenía un pavo con las dos manos, tan diestramente que hubiera honrado a un equilibrista.

Detrás de él marchaba, con pesado paso y las piernas separadas como si fuese a caballo, un dragón que servía de criado al capitán Lawton; era portador de un auténtico jamón de Virginia, obsequio enviado a miss Peyton por su hermano, un rico propietario de Accomac.

En tercera fila iba el ayuda de cámara del coronel Wellmere, llevando un fricassé de pollo y un plato con ostras calientes.

Seguía el ayudante del doctor Sitgreaves, cuyo instinto le llevó a coger una enorme sopera, llena de sopa hirviendo, como si contuviese una materia más de acuerdo con su profesión. El vapor que se elevaba empañó de tal modo los cristales de sus anteojos, que llevaba como emblema de su oficio, que al llegar a la escena de la acción se vio obligado a depositar su carga en el suelo y devolver las gafas al bolsillo, para encontrar un camino a través de las pilas de platos de porcelana, puestos ante la chimenea para mantenerlos calientes.

Otro dragón, éste del servicio del capitán Singleton, quizá proporcionando sus esfuerzos al débil estado de su señor, no llevaba otra carga que un par de patos asados, cuyo seductor aroma le hacía lamentar haber engullido tan tarde, además del desayuno general, otro que le preparó la hermana de su señor.

Cerraba el cortejo el joven criado blanco, de miss Peyton, gimiendo bajo el peso de varios platos de legumbres, que la cocinera había acumulado, uno sobre otro, sin calcular sus fuerzas.

Pero aquellos manjares estaban muy lejos de ser los únicos que aparecían en la mesa. Apenas se descargó César del ave desgraciada, que ocho días antes volaba por las montañas, cuando, dando una vuelta sobre los talones, volvió a la cocina; evolución que imitaron sucesivamente todos sus compañeros. Y el mismo cortejo regresó en el mismo orden al comedor, donde bandadas de palomos, compañías de codornices, nubes de becadas y bancos de pescados de toda clase, ocuparon su sitio en la mesa.

Una tercera visita a la cocina fue seguida por la llegada de una razonable cantidad de patatas, cebollas, zanahorias y todos los acompañamientos auxiliares de una buena comida, lo que completó el primer servicio. La mesa estaba surtida con profusión realmente americana, y César, lanzando una mirada satisfecha al buen orden de todo y colocando a su gusto algunos platos no puestos por su mano, salió para informar a la dueña de la casa que su tarea había terminado felizmente.

Media hora antes de la marcial procesión que acabamos de describir, las damas habían desaparecido tan inexplicablemente como las golondrinas al acercarse el invierno. Pero la primavera de su regreso no se hizo esperar demasiado y pronto estuvieron ellas y ellos, reunidos en el salón, porque no había mesa de comedor y sí un sofá tapizado de indiana.

La buena miss Peyton había juzgado que la ocasión exigía no sólo preparativos extraordinarios en la cocina, sino un atuendo digno de sus invitados, y llevaba un tocado de hermoso limón, adornado con un ancho encaje, que dejaba ver la guirnalda de flores artificiales que lo guarnecía. Sus cabellos estaban tan cubiertos de polvos que era imposible distinguir su color; pero sus extremos, ligeramente rizados, suavizaban la rigidez del peinado y daban a su rostro un aspecto de femenina dulzura.

Su traje era de seda violeta, con largo corpiño que le ceñía el talle y dibujaba sus elegantes proporciones. La amplia falda demostraba que la moda del momento no pretendía economizar tela; pequeños polisones la hinchaban graciosamente y daban aire de majestad a quien la llevaba. Su alta figura se realzaba más con unos zapatos de la misma tela que el traje, cuyos tacones pasaban de una pulgada.

Las mangas, cortas y estrechas, terminaban en el codo con manguitos de tres hileras, de encaje de Dresde, adorno de unos brazos y unas manos que todavía conservaban su redondez y su blancura. Una triple hilera de gruesas perlas rodeaba su cuello y un echarpe de puntilla cubría la parte del cuerpo que el vestido dejaba expuesta, pero que una experiencia de casi cuarenta años le aconsejaba velar.

Así ataviada y erguida con la graciosa nobleza que formaba parte de las maneras de la época, la tía hubiera eclipsado fácilmente a todo un enjambre de bellezas modernas.

El traje de Sara sólo difería del anterior por la tela y el color, de satén rosa pálido, realzando igualmente su espléndida figura. Sin embargo, como los veinte años no piden el mismo velo que la prudencia exige a los cuarenta, sólo un envidioso cuello de encajes ocultaba en parte lo que el satén dejaba descubierto.

La parte superior de su busto y la soberbia caída de sus hombros, brillaban con su belleza natural; lo mismo que su tía, adornaba su cuello con una triple hilera de perlas, con pendientes a juego. Llevaba los cabellos levantados sobre la frente, blanca como la nieve; unas pequeñas trenzas caían, graciosas, sobre el cuello y adornaba su cabeza con una guirnalda de flores artificiales, en forma de corona.

Miss Singleton había dejado la cabecera del lecho de su hermano con permiso del doctor, que procuró al enfermo un profundo sueño, después de calmar los síntomas febriles, causados por la entrevista mencionada. La dueña de la casa la convenció para que se uniera a los demás, ya reunidos en el salón, donde fue a sentarse junto a Sara. Vestía casi lo mismo que ella, con la diferencia de que sus negros cabellos no iban empolvados. Su frente, muy alta, y sus ojos grandes y brillantes, daban a su rostro un aspecto pensativo, aumentando la palidez de sus mejillas.

La menor de aquellas beldades, pero no la menos interesante, era Francés. Como ya explicamos, salió de New York antes de llegar a la edad en que se presenta en sociedad a las jóvenes. Ya entonces, algunos espíritus atrevidos comenzaron a sacudirse las trabas que embarazaban tanto tiempo a las muchachas y Francés no admitía que sus zapatos falsearan su estatura.

Aquella innovación era poca cosa, pero permitía ver una obra maestra. Durante la mañana, había decidido cuidar de su atuendo más que de ordinario y, cada vez que se disponía a hacerlo, miraba unos minutos al exterior, por el lado del Norte; después, cambiaba de opinión.

Por fin y en la hora oportuna, apareció en el salón vestida con un traje de seda azul cielo, de corte parecido al de su hermana. Pero sus cabellos no tenía más adorno que los bucles naturales, sujetos en lo alto por una peineta de concha, cuyo color apenas se distinguía de la rubia cabellera. Su vestido apenas llevaba pliegues ni adornos, pero dibujaba su talle con tal exactitud, que parecía que la traviesa chiquilla quería, en lugar de ocultar sus bellezas, que se adivinaran. Un echarpe de encaje de Dresde contorneaba su busto, y una cadena de oro, con una soberbia cornalina, rodeaba su cuello.

La mineralogía era una de las ciencias que Sitgreaves estudió más particularmente y aventuró una observación sobre la belleza de aquella piedra. El ingenuo doctor pretendió en vano explicarse por qué un comentario tan sencillo había llevado la sangre a las mejillas de Francés; y su sorpresa pudo durar hasta su muerte, si Lawton no le dice en voz baja que se debía su enfado porque no había reservado su admiración por el bello lugar en que la joya reposaba.

Los guantes de piel de cabritilla que cubrían las manos y parte de los brazos de Francés, aunque dejando ver lo bastante para apreciar las bellas proporciones, anunciaban que no había entre los comensales nadie que la tentara a mostrar todos sus encantos. Una vez, sólo una vez, pudo Lawton ver cómo salía por debajo de su vestido un encantador piececito, cubierto por un zapato de seda azul, sujeto por un broche de diamantes. Y el capitán se sorprendió mucho al sorprenderse dando un suspiro. Aquel pie no significaba nada puesto sobre un estribo, pensó. Pero, ¡qué gracia, qué encanto tendría bailando un minué!

Cuando César apareció en la puerta del salón, haciendo esa humilde reverencia que, desde hace siglos, se interpreta por la frase: «La señora está servida», Mr. Wharton —en traje de paño, adornado con grandes botones—, se adelantó ceremoniosamente hasta miss Singleton y, bajando casi hasta el nivel de sus manos una cabeza perfectamente empolvada, le ofreció la suya para conducirla.

El doctor siguió el mismo ceremonial con miss Peyton; pero ella, antes de darle su mano, le hizo esperar un momento hasta ponerse sus guantes con gracia majestuosa. El coronel Wellmere fue honrado con una sonrisa de Sara, cuando cumplía con ella el mismo deber, y el capitán Lawton se adelantó hacia Francés; la linda muchacha le presentó sus lindos dedos dando a entender que el individuo a quien concedía aquel favor lo debía menos a él que al cuerpo de caballería del que formaba parte.

Se sucedieron, durante unos momentos, situaciones embarazosas, hasta que todos los comensales se situaron en la mesa con los cumplidos que exigía la etiqueta. Sólo entonces respiró César pues sabía que los manjares se estaban enfriando y temía que su honor saliera comprometido.

Durante los primeros diez minutos, todos parecieron satisfechos, excepto Lawton: le aturdían las preguntas y las continuas atenciones de Mr. Wharton, cuya cortesía era guiada, sin duda, por el deseo de aumentar el placer de su invitado, pero lograba el efecto contrario. El capitán no podía hablar y comer al mismo tiempo y la necesidad de contestarle interrumpía una ocupación a la que deseaba dedicarse exclusivamente.

Llegó después la ceremonia de beber con las damas[12]. Pero como el vino era excelente y las copas de un tamaño admisible, el capitán soportó aquella nueva interrupción con ejemplar paciencia. Incluso temió tanto ofender a alguien, faltando a la formalidad de la etiqueta, que comenzó bebiendo con la dama junto a la que estaba sentado y después continuó haciéndolo con todas las demás, para que ninguna le acusara de parcialidad.

Hacía tanto tiempo que no bebía nada parecido a un buen vino, que esa circunstancia podía servirle de excusa, sobre todo cuando estaba expuesto a una tentación tan fuerte como la de aquellos momentos.

Mr. Wharton fue miembro, en New York, de una tertulia de políticos, cuyas principales hazañas, antes de la guerra, consistían en reunirse, para comunicarse unos a otros sus prudentes reflexiones sobre la marcha de los tiempos; pero, siempre inspirándose en cierto licor hecho con uvas del sur de Madera, que, pasando por las Indias Occidentales y permaneciendo algún tiempo en el Archipiélago del Oeste para experimentar las virtudes del clima, acaba por llegar a las colonias del Norte de América. El buen caballero había sacado de su bodega de New York una amplia provisión de aquel cordial, que ahora lucía en una botella situada ante el capitán, adquiriendo un nuevo brillo, a los rayos del sol que lo atravesaban en línea oblicua.

Mr. Wharton escanció una copa de vino a la dama que estaba junto a él, pasó la botella a un vecino y dijo a la hermana del herido, saludándola con una profunda inclinación de cabeza:

—Miss Singleton, ¿nos hará el honor de proponer un brindis?

Aunque aquella petición era normal en aquellas comidas, Isabel tembló, enrojeció, palideció, se empeñó vanamente en reunir sus pensamientos y atrajo las miradas de sus compañeros de mesa. Por último, haciendo un esfuerzo y como si no hubiese encontrado otro nombre, dijo con voz débil:

—Por el mayor Dunwoodie.

Los invitados brindaron con entusiasmo, excepto el coronel Wellmere, que no pasó de mojar los labios en su copa y que luego se entretuvo trazando lineas sobre la mesa con unas gotas de vino que había derramado. Mientras, Francés reflexionaba sobre el modo de ofrecer a Isabel el brindis, que por sí solo no podía dar lugar a sospecha alguna.

Por fin, el coronel Wellmere rompió el silencio, diciendo en voz alta al capitán Lawton:

—Supongo, caballero, que ese señor Dunwoodie obtendrá algún ascenso en el ejército de los rebeldes, por el éxito que mi infortunio le proporcionó.

El dragón ya había satisfecho las necesidades de su naturaleza muy a su gusto y quizá no existía en la tierra un solo ser cuyo disgusto le fuera más indiferente que el del coronel. Por tanto, estaba dispuesto a contestar a quien fuese, con la lengua o con el sable. Llenó la copa con su licor favorito y respondió con admirable serenidad:

—Perdón, coronel Wellmere. El mayor Dunwoodie debe fidelidad a los Estados confederados de América del Norte, a los que nunca ha faltado, y por lo tanto no es un rebelde. Espero que consiga algún ascenso, primero porque lo merece y después porque yo soy el primero en categoría detrás de él. En cuanto al infortunio de que usted habla, no sé a qué se refiere; a menos que considere infortunio haber tenido que combatir con la caballería de Virginia.

—No tengo el menor deseo de discutir sobre interpretación de palabras, caballero —replicó el coronel, con gesto desdeñoso—. Yo hablé como me lo dictaba el deber con mi soberano. ¿No considera usted infortunio, para una tropa, la pérdida de su comandante?

—Alguna vez puede que lo sea —respondió Lawton, con marcado énfasis.

—Miss Peyton —interrumpió Mr. Wharton, ya inquieto por el giro que tomaba el diálogo y temiendo que le pidiesen su opinión—. ¿Por qué ño propone otro brindis?

Su cuñada inclinó la cabeza con un movimiento lleno de dignidad, y Henry no pudo reprimir una sonrisa al oír cómo su tía pronunciaba el nombre del general Montrose, mientras que los colores, tanto tiempo ausentes de sus mejillas, le volvían furtivamente.

—No hay palabra más equívoca que la de infortunio —dijo el doctor, sin darse cuenta de la diestra maniobra de su huésped, para desviar la conversación—. Unos llaman infortunio a una cosa, en tanto que otros a lo contrario. Un infortunio engendra siempre otro. La vida lo es, puesto que nos expone a pasar por ellos y la muerte también lo es, puesto que pone fin a los goces de la vida.

—Un verdadero infortunio —exclamó Lawton, llenando de nuevo su copa—, es que la cantina de mi cuerpo no esté abastecida con un vino parecido a este.

—¡Cuánto me alegra que le parezca bueno! —dijo Mr. Wharton, no sabiendo todavía cómo acabarían sus infortunios—. Y yo bebería una copa con usted, si nos propone un brindis.

—Valga este —replicó el capitán, llenando su copa hasta el borde y poniendo sus ojos en los de Wellmere—. Por un campo de batalla, en número igual y con la victoria para el más valiente.

—Con todo mi corazón, capitán —dijo el doctor, cogiendo también su copa—, siempre que me deje usted algo que hacer y que su compañía no se acerque al enemigo a menos de un tiro de pistola.

—¡Señor Archibald Sitgreaves! —exclamó vivamente Lawton—. ¿Sabe usted que ese es el deseo más diabólico que podía formular?

Miss Peyton juzgó entonces que era momento de que las damas se retirasen de la mesa; lo indicó con un gesto y todas se levantaron. Lawton, reconociendo que su involuntario arrebato le había llevado a traspasar los límites prescritos por la sociedad, presentó sus excusas a Francés, que estaba a su lado y que las aceptó con bondad, por consideración al uniforme que llevaba; sin embargo, sabía muy bien que aquello sería motivo de triunfo para Sara y que lo explotaría durante un mes.

Pero, ya era demasiado tarde y las damas se retiraron con toda ceremonia, en medio de los respetuosos saludos de sus compañeros de mesa, con excepción del indiscreto capitán de dragones, cuyas ideas se encontraban demasiado turbias. Mr. Wharton, derramando excusas sobre sus invitados, se levantó entonces y salió del comedor, acompañado por su hijo.

En cuanto las damas salieron, el doctor cogió un cigarro y se lo puso en un extremo de los labios, de modo que no le molestara para hablar.

Y el coronel, porque fuera sensible a la hospitalidad que recibía, o porque experimentase un sentimiento aún más dulce, dijo con tono galante:

—Si algo puede suavizar la cautividad y los sufrimientos, es la dicha de soportar esos dolores en compañía de las damas que acaban de dejarnos.

Sitgreaves echó una mirada a la corbata de seda negra que rodeaba el cuello del coronel inglés y, sacudiendo la ceniza de su cigarro con su dedo meñique, corroboró:

—No cabe la menor duda, coronel. Una tierna consideración, una cariñosa bondad, tienen una influencia natural sobre el organismo humano. Existe una íntima conexión entre lo moral y lo físico. Pero, para realizar una cura, para devolver al cuerpo la salud que la enfermedad o cualquier accidente le han hecho perder, hace falta otra cosa, además de la conmiseración y la bondad. Las luces de la…

Al llegar a este punto, el doctor se encontró con la mirada burlona del capitán Lawton, que ya comenzaba a reponerse de su lapsus linguae y perdió el hilo de su discurso. Sin embargo, quiso continuarlo diciendo:

—Porque en esos casos, las…, sí, las luces de la ciencia…, esto es, los conocimientos que… que dimanan de las luces…

—¿Qué decía usted, caballero? —preguntó Wellmere, bebiendo su vino a pequeños sorbos.

—Sí, señor —dijo Sitgreaves, volviendo bruscamente la espalda a Lawton—: Decía que una cataplasma, hecha con miga de pan y con leche, nunca podrá curar una pierna rota.

—¡Me tiene sin cuidado! —exclamó Lawton, recobrando por fin el uso de la palabra.

—Apelo a usted, coronel Wellmere —continuó el doctor, con toda seriedad—, a usted, que ha recibido una educación distinguida.

El coronel inclinó la cabeza con una sonrisa complacida, mientras el doctor continuaba:

—Usted se habrá dado cuenta de que, con cada golpe que descargaban, la vida del adversario estaba inmediata e irrevocablemente perdida, sin dejar el menor recurso a las luces de la ciencia; que las heridas que resultaban de esos golpes, ofrecían tales soluciones de continuidad, que el arte del cirujano más experto no podría ponerles remedio… Ahora, caballero, le pongo por juez y estoy seguro de que su fallo me dará el triunfo. Dígame, ¿sus tropas no habrían sido igualmente derrotadas si se hubieran contentado, por ejemplo, con cortar el brazo derecho de los soldados, en vez de partirles la cabeza?

—Su triunfo, caballero, me parece un poco prematuro —respondió el coronel, ofendido por el modo de plantear la pregunta.

—Con una conducta tan poco juiciosa en el campo de batalla —continuó Sitgreaves sin considerar la violencia del coronel ni pensar en otra cosa que mantener su principio favorito—, ¿se hace adelantar un solo paso a la causa de la libertad?

—Me falta por saber —replicó vivamente Wellmere—, en qué puede ser útil a la causa de la libertad la conducta de quienes se encuentran en las villas rebeldes.

—¿A la causa de la libertad? —repitió el doctor, lleno de sorpresa—. ¡Justo cielo! ¿Y por qué combatimos, entonces?

—Por la esclavitud —respondió el coronel, confiado en su infalibilidad—: Para sustituir con la tiranía de la plebe el poder legítimo de un monarca lleno de bondades. Procuren, por lo menos, estar mas de acuerdo con ustedes mismos.

—¿De acuerdo con nosotros mismos? —repitió otra vez el doctor, aturdido, oyendo hablar así de una causa que consideraba sagrada.

—Sí, caballero, de acuerdo con ustedes mismos. Vuestro Congreso de sabios ha publicado un manifiesto que proclama la igualdad de derechos políticos.

—Un manifiesto magníficamente redactado.

—Yo no ataco a la redacción. Pero si vuestras declamaciones en favor de la igualdad son sinceras, ¿por qué no ponen en libertad a los esclavos? —exclamó Wellmere, con un tono que demostraba claramente que había conseguido la victoria.

No hay americano que no se sienta humillado cuando le obligan a justificar a su nación de tal reproche. Sus emociones se parecen a las de un hombre forzado a responder de una acusación vergonzosa, aunque sepa que no está bien fundada. En el fondo, el doctor tenía muy buen sentido y al verse interrogado así, tomó en serio el argumento.

—Para nosotros —dijo—, la libertad consiste en tener voz y voto en los consejos que nos gobiernan. Consideramos insoportable vernos sometidos a una nación situada a miles de millas de nosotros y que no tiene ni puede tener un solo interés político, común con los nuestros. Yo no hablo de opresión, sino de que el niño ya es adulto y tiene derecho a los mismos privilegios que los demás. Y como no existe un tribunal ante el que se pueda apelar en casos así, como no sea el de la fuerza, a ella recurrimos.

—Una doctrina como esa puede convenir a vuestros proyectos —dijo Wellmere, sonriendo desdeñosamente—; pero es contraria a las opiniones y a los principios de todas las naciones civilizadas.

—Pero está de acuerdo con sus prácticas —replicó enérgicamente el doctor, animado por una mirada a Lawton, que hacía justicia al buen sentido y a las buenas palabras de su compañero, aunque se burlara de lo que llamaba su jerga médica—. ¿Quién quisiera ser esclavo, cuando puede ser libre? El único punto razonable de donde se puede partir es que toda sociedad tiene derecho a gobernarse a sí misma, con tal de que no viole las leyes de Dios.

—¿Y creen ustedes seguir esas leyes, teniendo como esclavos a unos semejantes?

Sitgreaves bebió una copa de vino, tosió y volvió a la carga:

—Caballero —dijo—, la esclavitud tiene un origen muy antiguo y está extendida por el mundo entero. Todas las religiones y todas las formas de gobierno, pasadas y presentes, la han admitido y no hay una sola nación en la Europa civilizada que no haya reconocido y siga reconociendo ese principio.

—Supongo, caballero, que exceptúa usted a Gran Bretaña.

—No, no la exceptúo en modo alguno —respondió enérgicamente el doctor, dándose cuenta de que iba a llevar la guerra al territorio enemigo—. Son sus hijos, sus navíos, sus leyes, las que introdujeron y naturalizaron la esclavitud en mi país. Sobre ella, pues, deben recaer las culpas; sólo a ella cabe acusar. Nosotros no hacemos más que seguir el camino que nos trazó. ¿Que por qué continuamos siguiéndole? Porque sólo gradualmente pueden corregirse los abusos, sin incurrir en el peligro de promover peores males. Con el tiempo nos desprenderemos de nuestros esclavos y en todo este hermoso país no quedará una sola imagen del Creador reducida a ese estado de envilecimiento que apenas le permite reconocer sus celestiales beneficios.

Hay que recordar aquí que el doctor Sitgreaves hablaba de ese modo hace cuarenta años y que, por tanto, Wellmere no podía desmentir su profecía.

El coronel inglés, encontrando aquel combate superior a sus fuerzas, fue a reunirse con las damas en el salón. Sentado entre miss Peyton y Sara, se encontró más a gusto, recordando los placeres disfrutados en New York y otras mil pequeñas anécdotas relativas a sus recuerdos comunes. Miss Peyton escuchaba con agrado, mientras disponía el té con su gracia habitual, y Sara, con los ojos puestos en su labor, se empurpuraba y se estremecía, oyendo los lisonjeros cumplidos que Wellmere le dirigía, en el curso de la conversación.

El diálogo que hemos transcrito había restablecido la paz y la armonía entre el doctor y Lawton. Fueron a visitar a Singleton, volvieron para despedirse de las damas, montaron a caballo y partieron juntos en dirección a Cuatro-Esquinas: el capitán, para reunirse con su cuerpo y Sitgreaves para cuidar a los heridos. Pero, en la misma puerta, les detuvo una circunstancia de la que daremos cuenta en el capítulo siguiente.