CAPITULO XII

«Ese cuerpo, igual que el de las hadas, encierra un alma tan fuerte como la de un gigante.

Esos miembros delicados, que tiemblan como la hoja del sauce agitada por la brisa de la noche, son movidos por un espíritu que, cuando se exalta, puede alearse a la altura del cielo y poner en sus ojos, tan brillantes, un esplendor comparable al del firmamento estrellados».

Dúo.

El número y la calidad de los forasteros que se reunían en Locust, había acrecido considerablemente los cuidados domésticos de que estaba encargada miss Peyton. Por fortuna, el joven capitán de dragones, por el que Dunwoodie se tomaba tanto interés, era el único cuyo estado inspiraba alguna inquietud, aunque el doctor Sitgreaves aseguró que respondía de su vida.

Como vimos, el capitán Lawton se levantó muy temprano. El sueño de Henry Wharton sólo se vio turbado por una pesadilla en la que un aprendiz de cirujano se disponía a amputarle un brazo; pero, como no era más que una pesadilla, las horas de reposo le hicieron mucho bien y el doctor calmó los temores de la familia, asegurando que, antes de quince días, ya no se resentiría de su herida.

El coronel Wellmere aún no había aparecido, pues desayunó en la cama, pretendiendo que estaba demasiado dolorido para levantarse, a pesar de la sonrisa levemente burlona del discípulo de Esculapio. Sitgreaves le dejó que tascara el freno en la soledad de su habitación y fue a una visita más agradable para él. Al entrar en el dormitorio del capitán Singleton, observó un color algo subido en su rostro y avanzó más rápidamente, le cogió una mano para tomarle el pulso y, haciendo un gesto para que callase, se encargó él de llevar la conversación.

—La mirada es buena —dijo—, y hasta la piel tiene un cierto sudor, pero el pulso está un poco subido, lo que es síntoma de fiebre. Necesita reposo y tranquilidad.

—No, mi querido Sitgreaves —contestó Singleton, cogiéndole la mano—. No tengo fiebre. Mire, ¿ve en mi lengua lo que Jack Lawton llama escarcha?

—Ciertamente, no —dijo el cirujano, introduciendo una cuchara en su boca para mantenerla abierta, y mirándole la garganta como si hiciera un registro domiciliario—. Tiene usted bien la lengua y el pulso comienza a bajar. La sangría le hizo mucho bien: la flebotomía es un específico soberano para la constitución de las gentes del Sur. Y sin embargo, ese loco de Lawton se ha negado a que le sangrara, después de la caída que sufrió ayer.

Sin darse cuenta, el doctor se puso de lado la peluca y continuó:

Realmente, George, su caso es muy raro. Tiene el pulso regular y moderado y su piel está húmeda; pero sus ojos están ardiendo y sus mejillas casi inflamadas. Tendré que vigilar mucho esos síntomas.

—Despacio, mi querido amigo, despacio —replicó el joven, dejándose caer en la almohada y perdiendo algo del color que alarmaba al cirujano—. Con la extracción de la bala, ya hizo usted todo lo que me hacía falta; le aseguro que mi único mal de ahora es una gran debilidad.

—Capitán Singleton —dijo entonces el doctor, calurosamente—; es mucha presunción esa de enseñar al médico cuándo uno está enfermo o no lo está. ¿Para que sirven las luces de la ciencia, si no nos permiten hacerlo a nosotros? ¡No, George, no! ¡Ni el mismo Lawton, el descreído Lawton, sería tan obstinado!

Singleton sonrió, rechazando suavemente las manos del doctor, que intentaban deshacer los vendajes, y le preguntó, mientras nuevos colores volvían a sus mejillas:

—Se lo ruego, Archibald —nombre que nunca dejaba de enternecer al doctor—. Dígame, ¿quién es el ángel bajado del cielo que entró aquí, unos minutos antes que usted, mientras yo fingía dormir?

—¿En esta habitación? —exclamó el doctor—. ¿Y quién se atreve a visitar así a mis queridos estropeados? Ángel o no, yo le enseñaré a no meterse en los asuntos de los demás.

—No se equivoque usted, Sitgreaves: no hay rivalidad de ninguna clase. Examine el vendaje que colocó usted sobre mi herida y verá que nadie lo ha tocado. Pero, ¿quién es el ser encantador que unía a la ligereza de las hadas el aspecto y la dulzura de un ángel?

Antes de contestarle, el galeno comprobó si alguien se había atrevido a cuidar al herido mientras estuvo ausente; ya tranquilo sobre aquel punto, se sentó junto a la cabecera del lecho y preguntó, con un laconismo digno del teniente Masón:

—Ese espíritu alado, ¿llevaba faldas, George?

—Yo sólo he visto unos ojos celestes, unas mejillas sonrosadas, un andar majestuoso y lleno de gracia, unos…

—¡Silencio! —interrumpió el doctor, poniéndole una mano sobre los labios—: Habla demasiado para su estado de debilidad… Pues tiene que haber sido miss Jeannette Peyton. Es toda una señora, cuyo andar está lleno de dignidad y tiene… sí, tiene algo de gracioso. Sus ojos… respiran bondad; y su tez, cuando la anima los colores de la caridad, puede competir con la de sus sobrinas.

—¿Sus sobrinas? ¿Es que tiene sobrinas? El ángel que vi hace poco puede ser hija, hermana, sobrina, pero nunca tía.

—¡Silencio, George, silencio! Habla usted tanto que su pulso vuelve a latir con violencia. Tiene que permanecer tranquilo y prepárese a recibir a su hermana, que estará aquí dentro de una hora.

—¿Isabel? ¿Quién la mandó llamar?

—El mayor —respondió secamente Sitgreaves.

—¡El bueno, el magnífico Dunwoodie! —murmuró el joven, ya agotado, dejándose caer nuevamente en la almohada y obedeciendo, por fin, las órdenes reiteradas de Sitgreaves, exigiéndole silencio.

Cuando el capitán Lawton se presentó para desayunar, fue acogido con toda cortesía por los miembros de la familia, que se apresuraron a pedirle noticias de su estado. En cambio, un espíritu invisible se cuidaba de que nada le faltase al coronel inglés; la delicadeza de Sara no le permitía poner el pie en su dormitorio, pero en todo momento se enteró de lo que sucedía, con lo que le hacía llevar, preparado siempre por sus propias manos.

En la época de que hablamos, la nación estaba dividida; Sara creía cumplir con su deber y nada más, ligándose religiosamente a la tierra que fue cuna de sus antepasados; pero otras razones más fuertes todavía motivaban la silenciosa preferencia de Sara por el coronel inglés. Fue el primer hombre que llenó el hueco de su joven fantasía y adornó su imagen con todos los atractivos que impresionan el corazón de una mujer.

Ciertamente, no tenía la elevada estatura y el aspecto simpático de Dunwoodie, su imponente mirada, sus ojos expresivos y su acento viril, aunque lleno de sensibilidad; pero lucía el más bello color, tenía las mejillas coloradas y unos dientes magníficos y tan bien alineados como los que dejaba ver la sonrisa del virginiano. Antes de desayunar, Sara había recorrido varias veces la casa, echando a veces una inquieta mirada a la puerta del coronel Wellmere; se moría de ganas de saber su estado, pero no se atrevía a preguntar al doctor, para no traicionar su interés. Por último, su hermana, con toda la franqueza de la inocencia, hizo a Sitgreaves la deseada pregunta.

—El coronel Wellmere —respondió el cirujano— está en lo que yo llamo un estado de libre arbitrio, enfermo o sano, según más le plazca. Su enfermedad no está en las que pueden curar las luces de la ciencia. Creo que sir Henry Clinton es el mejor médico a quien puede consultar. Pero el mayor Dunwoodie ha puesto ciertos obstáculos para que los dos puedan comunicarse.

Francés volvió la cabeza, sonriendo silenciosamente, y Sara, tomando el aire altivo de una Juno ofendida, salió rápidamente de la estancia. Sin embargo, la soledad de la suya no le ofreció recurso alguno contra sus pensamientos y pronto la abandonó también. Al pasar por una larga galería que comunicaba con todos los dormitorios de la casa, vio que la puerta de Singleton estaba abierta.

El joven capitán estaba solo y parecía dormir. Sara entró con ligero paso y se entretuvo unos instantes arreglando la mesa y poniendo orden en los diversos objetos preparados para atender al enfermo; todo ello sin saber bien lo que hacía y quizá pensando que se ocupaba del capitán como quisiera ocuparse de otro. Sus colores naturales estaban realzados por la indignación que le inspiraron las palabras del doctor y la misma causa reforzó el brillo de sus ojos. Oyó entonces cómo se acercaba Sitgreaves, salió precipitadamente por otra puerta y, desde allí, bajando una escalera secundaria, se reunió con su hermana. Entonces, las dos buscaron el aire fresco de la terraza, por donde comenzaron a pasear, cogidas del brazo.

—Hay algo tan desagradable —dijo Sara— en ese cirujano, que Dunwoodie nos ha hecho el honor de dejar en casa, que estoy deseando con toda el alma verle marchar.

Francés miró a su hermana con una sonrisa burlona y Sara, enrojeciendo, añadió con tono algo seco:

—¡Pero olvido que forma parte de la famosa caballería de Virginia, y por lo tanto debí hablar de él con más respeto!

—Con todo el respeto que quieras, hermana; no es de temer que le prodigues demasiados elogios.

—¡Eso te parece a ti! —replicó Sara, con calor—. Pero yo creo que Dunwoodie se ha tomado una libertad que excedía a sus derechos como pariente, convirtiendo esta casa en un hospital.

—Y demos gracias al cielo —dijo Francés, bajando la voz—, porque entre los heridos no hay ninguno de los que más nos interesan.

—¡Está tu hermano! —replicó Sara con tono de reproche.

—Es verdad —reconoció Francés, con los ojos bajos—, pero no está obligado a guardar cama y no lamenta demasiado una herida que le permite el placer de continuar entre nosotros. Si se pudieran apartar las terribles sospechas levantadas por su visita a Locust, ni me acordaría de su herida.

—Eso son los frutos de la rebelión —dijo Sara caminando con más rapidez—, y tú comienzas a probarlos: un hermano herido, prisionero y quizá futura víctima y un padre sin consuelo, obligado a recibir en su casa a unos extraños y cuyos bienes serán probablemente confiscados por su fidelidad al rey.

Francés continuó paseando en silencio. Cada vez que llegaban al extremo de la terraza que daba al Norte, sus ojos no dejaban de ponerse en el punto donde el camino se perdía de vista, oculto por una montaña; y en cada vuelta que daban, se detenía, hasta que un movimiento de impaciencia de Sara, la obligaba a seguir su paso. Por fin, vio una pequeña calesa tirada por un solo caballo, que avanzaba con precaución por entre las piedras esparcidas en el camino que, a través del valle, conducía a la casa de Locust.

A medida que el carruaje se acercaba, Francés perdía algo de sus bellos colores; y cuando pudo distinguir a una mujer sentada al lado de un negro con librea que llevaba las riendas, su cuerpo comenzó a temblar de tal modo, que tuvo que apoyarse en el brazo de su hermana para poder sostenerse. Al cabo de unos minutos, los viajeros llegaron a la puerta, que abrió un dragón: el mensajero enviado por Dunwoodie al coronel Singleton y que ahora escoltaba a su hija.

Miss Peyton se adelantó a recibir a la forastera y sus dos sobrinas se le unieron para darle la bienvenida. La curiosa mirada de Francés estudió la fisonomía de la hermana del capitán herido, y no conseguía apartarla de aquella figura. Era joven, de esbelto talle y aspecto delicado; pero su más poderoso encanto estaba en los ojos, negros, grandes, penetrantes y, a veces, como perdidos. Sus cabellos, largos y espesos, no estaban empolvados según la moda y por ello aparecían negros y brillantes como el ala de un cuervo.

Unos bucles que enmarcaban sus mejillas, ponían de relieve la blancura de su tez, pero aquel contraste daba a su rostro el aspecto glacial del mármol. El doctor Sitgreaves la ayudó a bajar del carruaje y, cuando estuvieron en la terraza, ella fijó sus expresivos ojos en los del cirujano, sin decirle una sola palabra. Pero aquella mirada reflejaba suficientemente lo que quería decir y el doctor le contestó en seguida:

—Su hermano está fuera de peligro, miss Singleton, y desea verla.

Ella juntó fervorosamente las manos, levantó los ojos al cielo y un ligero rubor, como el último matiz del sol poniente, coloreó sus facciones; después, cediendo a su sensibilidad, vertió un torrente de lágrimas. Francés había observado el rostro de Isabel y siguió sus movimientos con una especie de inquieta admiración, pero en aquel momento corrió hacia ella con el calor de una hermana, la cogió del talle y la guió hasta una habitación apartada.

Al obrar así demostraba tanta entrega, tanta delicadeza e ingenuidad, que la misma miss Peyton juzgó oportuno abandonar a la forastera al cuidado de su joven sobrina; así pues, se limitó a seguir con una sonrisa complacida a las dos jóvenes cuando vio que se retiraban. Isabel cedió a la dulce violencia de Francés y, cuando llegaron a la estancia, siguió llorando en silencio, con la cabeza apoyada en el hombro de su compañera, que la observaba atentamente mientras procuraba consolarla.

Por último, Francés pensó que las lágrimas de miss Singleton se vertían con más abundancia de lo que exigía la situación, pues sólo después de violentos esfuerzos sobre sí misma, y cuando ya Francés había agotado todos sus medios de persuasión, detuvo sus sollozos. Entonces, levantando los ojos, cuyo brillo se embellecía con una sonrisa, se excusó apresuradamente por el exceso de su emoción y le rogó que la acompañara a la habitación de su hermano.

La entrevista entre ellos no pudo ser más conmovedora, aunque Isabel se mostró más serena de lo que pudo temerse, después de la exaltación anterior, pues encontró a su hermano mucho mejor de lo que su susceptible imaginación suponía. Así, recobró proporcionalmente sus fuerzas y pasó del abatimiento a una especie de alegría; sus hermosos ojos brillaron con nuevo esplendor y sus labios se embellecieron con una sonrisa tan seductora, que Francés —que la acompañó hasta el dormitorio, atendiendo a ruegos insistentes—, no podía apartar su mirada de aquel rostro dotado de tan maravillosa versatilidad, como hechizada por un encanto irresistible.

La hermanita se había echado en brazos del herido y, apenas incorporado, lanzó una rápida ojeada a Francés; posiblemente fuese aquella la primera mirada que ponía sobre la seductora joven, que volvió el rostro con cierto malestar. Después de unos momentos de silencio, durante los cuales no apartó la vista de la puerta, que no se había cerrado, Singleton cogió la mano de su hermana y le dijo afectuosamente:

—¿Dónde está Dunwoodie, Isabel? Como ves, no se cansa de darnos pruebas de amistad. Después de una jornada tan fatigosa como la de ayer, ha pasado la noche trayéndome a una cuidadora, cuya sola presencia bastará para permitirme que deje este lecho de dolor.

Isabel, a su vez, le preguntó:

—¿No está aquí Dunwoodie? No le he visto y creí encontrarle a la cabecera de mi hermano.

—Tiene deberes que le retienen en otro lugar —dijo el capitán con aire pensativo—. Parece que los ingleses avanzan por la parte del Hudson y eso permite poco descanso a la caballería ligera. Sólo esa razón pudo impedir que viniese a ver a un amigo herido… Pero, ¿qué te pasa, Isabel? ¿Este encuentro está por encima de tus fuerzas? Estás temblando como una hoja de álamo.

Su hermana no le contestó, pero tendió la mano hacia la mesa donde estaban las medicinas del capitán. Francés, siempre atenta, comprendió en seguida lo que deseaba y le ofreció un vaso de agua, que calmó la emoción de Isabel y le permitió decir, sonriendo débilmente:

—Sin duda sus deberes le retienen. Antes de venir, me dijeron que un destacamento de tropas reales remontaba el río; yo pasé a unas dos millas de allí.

Las últimas frases fueron pronunciadas con tan débil voz, que apenas las entendieron, pues parecía hablar consigo misma.

—¿Las tropas estaban en marcha, Isabel? —preguntó su hermano, con cierta animación.

—No —respondió ella, con su mismo aire distraído—. Los jinetes habían echado pie a tierra y parecían descansar.

—Si me perdona la indelicadeza —dijo Singleton, haciendo un esfuerzo para incorporarse—, desearía ver un momento al capitán Lawton.

Francés corrió a comunicar al capitán el deseo de su camarada y, cediendo a un interés que no podía resistir, volvió a sentarse junto a miss Singleton.

En cuanto el herido vio entrar a su amigo, exclamó con ansiedad:

—Lawton, ¿tiene noticias del mayor?

—Ya envió a dos enlaces para preguntar cómo estamos todos en este lazareto.

—¿Y por qué no ha venido personalmente?

—¡Ahí Esa es una pregunta a la que sólo el mayor puede contestar! —dijo Lawton secamente—. Pero ya sabe usted que los de la levita encarnada están en campaña y como Dunwoodie tiene el mando de este condado, ha de vigilarlos.

—No cabe la menor duda —respondió lentamente Singleton, como si le hubieran extrañado los motivos que alegaba su compañero para justificar la ausencia del mayor—. ¿Pero cómo está usted aquí, con los brazos cruzados, habiendo cosas que hacer?

—El brazo derecho —dijo Lawton, frotándose el hombro— no está en el mejor estado y Roanoke aún sigue casi cojo, de resultas de la caída. Pero, aún hay otra razón que la daría si no temiese que miss Wharton no me lo perdone jamás.

—Le ruego que hable y no tema molestarme, caballero —le dijo Francés, apartando por un momento los ojos del rostro de miss Singleton y devolviendo la sonrisa de buen humor al capitán, con la alegría maliciosa que le era natural.

—¡Pues bien! —exclamó Lawton, cuya expresión se ensanchó, mientras hablaba—: El olor que sale de su cocina, miss Wharton, me impide partir, antes de haberme informado de los recursos de la comarca.

—¡Mi tía Peyton se esfuerza mucho para hacer honor a la hospitalidad de mi padre! —dijo Francés, sonriendo—. Por cierto, que he de ir a compartir sus trabajos, si quiero tener parte en los cumplidos.

Rogando a Isabel que la excusara, fue a reunirse con su tía y a reflexionar sobre el carácter y la extremada sensibilidad de la nueva conocida, que las circunstancias habían llevado a Locust.

El herido la siguió con la mirada, mientras Francés se retiraba, con una gracia que aún tenía algo de infantil; y, cuando hubo salido, dijo a su camarada:

—No es fácil encontrar una sobrina y una tía como estas, Jack; ésta parece un hada, pero la tía es un ángel.

—¡Bravo, George! ¡Ya veo que está mejor, pues ha recobrado su entusiasmo!

—Sería tan ingrato como insensible, si no hiciera justicia a la amabilidad de miss Peyton.

—Es una matrona de buen ver —respondió secamente Lawton—. En cuanto a la amabilidad, ya sabe que es cuestión de gustos. Para mí, y con todos los respetos posibles para el bello sexo —añadió, dirigiendo una reverencia a miss Singleton—, confieso que unos cuantos años menos, me parecerían mejor.

—¡Si no tiene ni veinte! —exclamó vivamente Singleton.

—Desde luego; supongamos diecinueve —dijo Lawton con toda seriedad—. Sin embargo, parece tener algunos más.

—Has tomado a la sobrina mayor por la tía —dijo Isabel, cerrándole la boca con su linda mano—. Pero tienes que estar callado: una conversación tan animada no es buena para ti.

La llegada del doctor Sitgreaves, que observó con alarma un aumento en los síntomas febriles del enfermo, hizo que se pusiera en práctica la prudente medida y Lawton fue a rendir visita de condolencia a Roanoke, que salió tan magullado como su dueño en la caída de la víspera. Su alegría fue muy grande al comprobar que su corcel estaba como él, en plena convalecencia; a fuerza de frotar durante horas los miembros del animal, le había devuelto lo que el capitán llamaba el movimiento sistemático de las piernas. Así, pues, ordenó que lo ensillaran y embridaran para cuando fuese a Cuatro-Esquinas, a reunirse con su cuerpo, una vez terminada la comida, cuya hora estaba próxima.

Mientras todo esto sucedía, Henry Wharton había entrado en la habitación de Wellmere y como una feliz simpatía les hacía opinar lo mismo, sobre un asunto en que eran igualmente desgraciados, el coronel no tardó en conciliarse consigo mismo. Como consecuencia, se encontró en estado de levantarse, para ver ante él a un enemigo del que había hablado tan ligeramente y con tan poca razón, como luego le probaron los hechos.

Wharton sabía que el infortunio —como los dos llamaban a su derrota— fue causado por la temeridad del coronel; pero se abstuvo de hablar de otra cosa que no fuera el desgraciado accidente que privó a los ingleses de su jefe y del apresamiento que siguió.

—En una palabra, Wharton —dijo el coronel, disponiéndose a levantarse y sacando una pierna fuera del lecho—, que esa jornada ha sido el resultado de una combinación de acontecimientos contrarios. El caballo de usted, negándose a dejarse guiar, le impidió llevar al mayor mis órdenes de atacar a los rebeldes por el flanco.

—Esa es la verdad —respondió Henry, acercándole con el pie una zapatilla—. Si llegamos a hacer unas buenas descargas de mosquetería sobre su flanco, esos bravos virginianos hubieran dado la vuelta.

—¡Y a paso redoblado! —añadió Wellmere—. Pero ya sabía usted que había que desalojar a los guías y ese movimiento les dio una buena oportunidad para la carga.

—Y Dunwoodie nunca pierde una ocasión para aprovecharse de las ventajas que se le presentan —dijo el capitán.

—Creo que, si volviésemos a empezar, las cosas sucederían de modo muy distinto. Por otra parte, ellos no pueden presumir de haberme hecho prisionero, pues ya ve usted cómo fueron rechazados después, cuando intentaban sacarnos del bosque.

—Por lo menos lo hubieran sido, de atreverse a atacarnos —respondió Wharton, poniendo el traje al alcance del coronel.

—¡Viene a ser lo mismo! —dijo Wellmere, continuando su tocado—. Tomar una actitud capaz de intimidar al enemigo es precisamente el objetivo del arte de la guerra.

—Sin duda —respondió Wharton, con orgullo de soldado—, y ya recordará usted que una de nuestras cargas les puso al borde de la derrota.

—¡Cierto, exactamente cierto! —exclamó el coronel, animado—. Si llego a estar allí para aprovechar la ventaja, los yankees lo hubieran pasado mal.

La noticia de que el coronel sería uno de los comensales, no disminuyó en nada los preparativos que se hacían para el festín; y Sara, después de recibir los cumplidos del oficial inglés y de haberle preguntado si sufría menos de sus heridas, fue a prodigar sus cuidados a lo que iba a prestar nuevo interés a la escena.