CAPITULO XI

«¡Oh, desgracia! ¡Oh día tres veces desgraciado! ¡Día más lamentable de los que nunca vi!

¡Oh día, odioso día! ¡Nunca se vio otro más espantoso que éste! ¡Oh día desgraciado! ¡Desgraciado día!»

Shakespeare.

La familia Wharton estuvo durmiendo o velando, mientras sucedían los acontecimientos que acabamos de describir, con una ignorancia completa de lo que ocurría en la cabaña de Birch. Los ataques de los skinners se producían siempre con tanto sigilo que, no sólo sus víctimas no podían esperar socorro alguno, sino que muchas veces, incluso se vieron privados de la conmiseración de sus vecinos, por temor a que su lástima les expusiera a parecidas violencias. Las damas de la casa, a quienes la presencia de nuevos y ocasionales huéspedes proporcionaba más trabajos y molestias, bajaron de sus habitaciones a hora más temprana que de costumbre.

El capitán Lawton, a pesar de los dolores que seguía padeciendo, también madrugó, siguiendo la regla que se había marcado de no estar en cama más de seis horas. Era casi el único artículo de régimen en que se encontró de acuerdo con el doctor Sitgreaves que, por cierto, no se había acostado en toda la noche, velando en la cabecera del capitán Singleton.

De vez en cuando hacía una visita al coronel Wellmere, que estaba más enfermo del alma que del cuerpo y no le agradecía lo más mínimo que fuese a turbar su sueño. Sólo una vez se atrevió a entrar en el dormitorio de Lawton y, estaba a punto de tomarle el pulso, cuando el capitán, moviéndose sin despertar y jurando en sueños, hizo estremecer al prudente cirujano y le recordó una frase que circulaba entre sus tropas: «el capitán Lawton sólo duerme con un ojo».

Los moradores de Locust estaban reunidos en una sala de la planta baja, cuando el sol se mostró por encima de las montañas del Este y dispersó las masas de niebla que cubrían el valle. Miss Peyton, en pie ante una ventana, miraba hacia la casa del buhonero, deseosa de saber cómo estaba el viejo enfermo, al que aún creía con vida; en aquel momento vio salir a Katy Haynes, surgiendo de la espesa bruma que comenzaba a disiparse bajo los bienhechores rayos del sol. La solterona caminaba a grandes pasos, en dirección a Locust y había algo en su aspecto que anunciaba una tremenda pena.

La buena miss Peyton le abrió la puerta de la sala, con la caritativa intención de endulzar un dolor que parecía tan agobiante. Al verla desde más cerca, confirmó en sus facciones que no se había equivocado y sintió ese golpe que siempre recibe un tierno corazón, con la noticia de una separación súbita y eterna, aunque se trate del más humilde de sus conocidos. Nada más verla, le dijo:

—¿Ya se marchó el buen hombre, Katy?

—No, señora —contestó la infortunada mujer, con amargo acento—: Pero ahora ya se marchará cuando le venga en gana. Le ha sucedido lo peor para él y estoy segura, miss Peyton, de que ellos no le han dejado ni para comprar un traje con que cubrir sus carnes. Porque el que ahora le queda no es de los mejores, se lo aseguro.

—¡Cómo, Katy! ¿Y quién pudo tener tan poco corazón para robar a un desgraciado en momentos tan dolorosos?

—¿Corazón? ¡Esos hombres no tienen corazón ni entrañas! Sí, miss Peyton: en el bote de hierro había cincuenta y cuatro buenas guineas del oro de la mejor ley. ¿Y cuánto habría debajo? Eso ya no lo puedo decir, porque para eso tenía que haberlo contado y no quise tocarlo, pues bien dicen que el dinero ajeno se pega fácilmente a los dedos. Sin embargo, a juzgar por las apariencias, muy bien habrían doscientas guineas, sin contar lo que guardaba la bolsita de piel… Después de esto, ¿qué se ha hecho del Harvey de antes? Ahora no es más que un mendigo y ya sabe usted que todos desprecian a los mendigos.

—Al indigente hay que compadecerle y no despreciarle —dijo miss Peyton, que aún no podía imaginar la extensión de los males de sus vecinos—. ¿Y cómo está el pobre viejo? ¿Le afectó mucho esa pérdida de que me habla?

La fisonomía de Katy cambió repentinamente; perdió la expresión de sincera pena, para tomar la de una estudiada melancolía.

—Afortunadamente para él —contestó—, ya está libre de las preocupaciones de este mundo. El sonar de las guineas le hizo salir de la cama y su pobre alma no pudo resistir aquel golpe: ha muerto dos horas y diez minutos antes de que cantaran los gallos, por lo que pude juzgar y…

Al llegar a esta parte de su discurso, fue interrumpida por el doctor, que le preguntó lleno de interés por la enfermedad que padecía el difunto.

Katy observó a quien le hacía aquella pregunta y contestó, arreglándose el delantal:

—Fueron los malos tiempos y la pena de haber perdido su fortuna, los que le llevaron a la tumba. Iba decayendo por días, a pesar de todos los cuidados que yo le prodigaba… Y ahora, cuando Harvey no es más que un mendigo, ¿quién me pagará mis trabajos?

—Dios le recompensará sus buenas obras —dijo dulcemente miss Peyton.

—Así lo espero —respondió Katy, con un respeto que sustituyó al instante por una expresión que denotaba más solicitud por los bienes de este mundo—, porque hace tres años que Harvey me guardaba los sueldos. Y, ¿quién me los pagará ahora? Mis hermanos me aconsejaron muchas veces que reclamara mi dinero, pero me parecía que las cuentas siempre se arreglan fácilmente entre personas que viven tan juntas.

—¿Es usted pariente de Harvey Birch? —preguntó miss Peyton.

—Pues…, en realidad, no —respondió Katy, vacilando—: Pero, tal como están las cosas, no sé si tendré algún derecho para hacerlo valer sobre la casa y el huerto. Porque ahora, que ya son propiedad de Harvey, no dudo de que los confisquen.

Y volviéndose hacia Lawton, cuyos penetrantes ojos no se apartaban de ella, añadió:

—Me gustaría saber lo que opina de esto ese caballero, que tan interesado se muestra por lo que estoy diciendo.

—Señora —dijo el capitán, saludando irónicamente—, nada es más interesante que usted y su historia; pero mis pobres conocimientos se limitan a saber disponer un escuadrón para el combate y a cargar sobre el enemigo cuando llega el momento oportuno. Pero le invito a dirigirse al doctor Archibald Sitgreaves, cuya ciencia es universal y cuya filantropía no conoce límites.

El cirujano se irguió con desdeñoso orgullo y comenzó a silbar muy bajo, mirando unos frascos que había sobre la mesa; pero la solterona se dirigió a él y continuó diciendo, después de hacerle una reverencia:

—Supongo, caballero, que una mujer no tiene derecho a pretender parte en los bienes de su marido, a menos de que el matrimonio se haya celebrado efectivamente.

Una de las máximas del doctor decía que ningún tipo de ciencia era despreciable, de lo cual resultaba que era empírico en todo, ya que no en su profesión. Al principio le indignó la ironía del capitán y eso le hizo guardar silencio; pero, cambiando de opinión repentinamente, respondió con una sonrisa:

—Así lo creo. Si la muerte ha precedido al matrimonio, temo que no haya recurso posible contra nuestras rigurosas leyes.

Katy oyó muy bien aquellas palabras, pero sólo comprendió las de muerte y matrimonio. Así, su contestación se refirió a esa parte de la respuesta del doctor.

—Yo creí —dijo, con la mirada puesta en la alfombra—. Que sólo esperaba a la muerte de su viejo padre para casarse; pero ahora que sólo es un hombre despreciable, o lo que es lo mismo, un buhonero sin saco, sin casa y sin dinero, le sería difícil encontrar una mujer que lo quisiera… ¿Qué le parece a usted, miss Peyton?

—Mis pensamientos van rara vez a temas como ese —contestó miss Peyton gravemente, ocupada entonces en los preparativos del desayuno.

Mientras se desarrollaba aquel diálogo, el capitán Lawton había estudiado la fisonomía de la solterona con cómica gravedad y, temiendo que la conversación decayera, le preguntó, afectando gran interés:

—¿De modo que usted cree que los muchos años y la debilidad son los que han puesto fin a los días del viejo?

—¡Y los malos tiempos! —se apresuró a añadir Katy—. La inquietud es una mala compañía en la cama de un enfermo. Pero supongo que le había llegado su hora, y, cuando eso sucede, ningún remedio puede salvarnos.

—¡Cuidado! —intervino el doctor—. En eso se equivoca usted. No cabe duda de que todos hemos de morir, pero siempre se puede pedir auxilio a la ciencia para esquivar los peligros que nos amenazan, hasta que…

—Hasta que morimos sectendum artem —acabó Lawton.

Sitgreaves no se dignó contestar a aquel sarcasmo; pero como su dignidad exigía que la conversación continuara, añadió:

—En el caso de que hablamos, es posible que un tratamiento bien elegido hubiese prolongado la vida del enfermo. ¿Quién estaba encargado de ese asunto?

—Nadie, todavía —respondió vivamente Katy—; pero creo que él escribió el testamento en la Biblia.

El cirujano no puso atención en la sonrisa de las damas y continuó con sus investigaciones.

—Siempre es prudente estar preparado para la muerte; pero yo le preguntaba quién le cuidó mientras estuvo enfermo.

—Yo —respondió Katy, tomando un aire de importancia—, y puedo decir que fueron cuidados perdidos. Porque Harvey es demasiado despreciable para tenerlos presentes ahora.

Los dos interlocutores no se entendían, pero cada uno creía comprender al otro, insistiendo en sus puntos de vista; y la conversación no dejó de continuar.

—¿Y cómo le trataba usted? —preguntó el doctor.

—¿Qué quiere decir que cómo le trataba? —exclamó Katy con cierta irritación—. Siempre le traté con la mayor dulzura, puede estar seguro.

—El doctor se refería a los medicamentos que usted le hacía tomar —dijo Lawton, con una cara tan larga como si asistiera al entierro del difunto.

—¿Era eso? —respondió Katy, sonriendo despectivamente—. Le daba hierbas hervidas.

—Simples infusiones —comentó Sitgreaves—: Se trata de remedios menos peligrosos, en manos de ignorantes, que otros medicamentos más poderosos. Pero, ¿por qué no llamó usted a algún oficial de sanidad?

—¿Un oficial? —exclamó Katy—. ¡Dios me libre! Los oficiales ya han hecho bastante daño al hijo para que yo llamase a uno para el padre.

—El doctor Sitgreaves se refiere a un médico, señora y no a un oficial militar —aclaró Lawton, con imperturbable seriedad.

—¡Ah! —exclamó la vestal, reconociendo otra vez su error—. No hice venir al médico porque no sabía dónde encontrarle: creo que es bastante razón; por eso cuidé yo misma al enfermo. Si hubiera tenido un médico a mano, le habría consultado de buen grado. Porque yo soy partidaria de la medicina, aunque Harvey pretende que me mato de tanto tomar drogas; claro que, ahora, el que yo viva o muera, es lo mismo para él.

El doctor Sitgreaves se acercó a una ventana, admiró la hermosura de la mañana, hizo cuanto pudo por evitar los ojos de basilisco de Lawton, pero todo fue inútil y una fuerza irresistible le llevó a mirarle de frente. El capitán había puesto en sus facciones un gesto de lástima, por la suerte del desgraciado niño; pero cuando sus ojos encontraron los del doctor, brillaron con tal expresión de triunfo, que se desconcertó hasta el punto de pretextar que sus enfermos podían necesitarle y retirarse precipitadamente.

Entonces, miss Peyton pidió informaciones más detalladas sobre cómo iban las cosas en casa de Harvey Birch y escuchó pacientemente, con todo el interés de su buen corazón, el relato circunstanciado de Katy sobre lo sucedido en la noche anterior. La solterona no dejó de destacar la magnitud de la pérdida sufrida por el buhonero, aunque sin ahorrar los insultos por haber descubierto lo que muy bien pudo guardar.

—En cuanto a mí, miss Peyton —añadió, después de tomar aliento un instante—, antes hubiera perdido la vida que decir una palabra. Lo peor que podían hacerle, era matarlo; y se puede decir que, en efecto, lo mataron en cuerpo y alma, convirtiéndole en un desgraciado vagabundo. ¿Quién querrá ser su mujer, ahora, ni cuidar su casa? En cuanto a mí, me interesa demasiado mi reputación para continuar viviendo con un soltero, aunque la verdad es que nunca está en su casa. De modo que estoy resuelta a decirle hoy mismo que, no estando casada, no me quedaré con él ni una hora después del entierro. Y respecto a lo de casarme, ni siquiera se me ocurriría como no llevase una vida menos errante y más normal.

La buena miss Peyton dejó que se agotara la verbosa elocuencia de la charlatana y con dos o tres preguntas inteligentes —que demostraban un conocimiento más íntimo del que podía esperarse en ella de los tortuosos caminos de Cupido—, le sacó a Katy suficientes datos para asegurarse de que no era probable que el buhonero, ni aúnen el ruinoso estado de su fortuna, pensara en ofrecer su mano a miss Catherine Haynes. Entonces le dijo que ella necesitaba una mujer experimentada para que le ayudase en los trabajos domésticos y le propuso que entrara a su servicio, si Harvey Birch no la conservaba al suyo.

Después de unas condiciones previas que dijo la prudente solterona, concluyeron un arreglo. Y todavía desahogándose con sus lamentaciones sobre las pérdidas que había sufrido y sobre la estupidez de Harvey, Katy volvió a casa del buhonero. Lo hizo tanto por la curiosidad de saber lo que sucedería, como por preparar los funerales que tendrían lugar en el mismo día.

Durante aquella conversación, Lawton se había retirado por delicadeza y su interés por Singleton le llevó al dormitorio de su camarada. Como ya dijimos, el carácter de ese oficial le había ganado el afecto especial de toda la tropa. Su dulzura casi femenina y sus maneras educadas, no impedían que estuviese dotado de una viril determinación, de la que dio sobradas pruebas, conquistando así el respeto de aquellos belicosos voluntarios.

El mayor le quería como a un hermano, y la docilidad con que se sometía a las recetas de Sitgreaves le convirtió también en favorito del doctor. La intrepidez de que hacían gala los virginianos en el campo de batalla, llevó a todos los oficiales a ser objeto de los cuidados del cirujano y él los clasificaba según su acatamiento a las doctrinas de Hipócrates; por eso situaba a Singleton en lo más alto de la escala y a Lawton en lo más bajo. En presencia de los demás oficiales, solía decir, con una ingenuidad tan abierta como complacida, que le gustaba más ver herido a Singleton que a los demás compañeros, pero que no sentía el menor placer cuando le llevaban a Lawton, cumplido que era recibido por el primero con una suave sonrisa y por el segundo con un grave saludo.

En aquella ocasión, el mortificado cirujano y el triunfante capitán volvieron a encontrarse en la habitación de Singleton, que era para ellos campo neutral. Pasaron allí algún tiempo, junto al compañero herido y después el doctor se retiró a su departamento. Apenas llevaba sólo unos minutos cuando, con gran sorpresa, vio entrar a Lawton. El capitán había conseguido una victoria tan completa, que se sentía en el deber de mostrarse generoso. Así, comenzando a quitarse el traje, dijo descuidadamente:

—Vamos, Sitgreaves, si le parece bien, que las luces de la ciencia vengan en auxilio de mi cuerpo.

Las luces de la ciencia, en aquel momento, eran un tema de conversación intolerable para el doctor. Pero se atrevió a echar una mirada al capitán, vio los preparativos que hacía y observó en él un aire de sincera seriedad que no le era frecuente, y, al instante, se desvanecieron todos sus resentimientos. Le dijo, con toda cortesía:

—¿Mis cuidados pueden ser de alguna utilidad para el capitán Lawton?

—Eso, usted ha de juzgarlo, mi querido señor —respondió amablemente el capitán—. Mire, ¿no ve en este hombro todos los colores del arco iris?

—Sin duda, no se equivoca usted —replicó el Esculapio, pasando ligeramente su mano por la piel magullada—. Pero, afortunadamente, no hay nada roto. Es un milagro que haya escapado con tan poco.

—Es que, desde niño, siempre he sabido dar saltos peligrosos; por eso no me importan las caídas del caballo… —y, señalando una cicatriz, añadió el dragón—: ¿Se acuerda usted de esta pequeñez?

—Perfectamente, Jack —respondió el doctor, sonriendo—. La herida fue recibida con valentía y la extracción de la bala fue muy rápida. Pero, ¿no cree usted que sería acertado aplicar un poco de aceite a estas magulladuras?

—Desde luego —contestó Lawton, con inesperada sumisión.

—Ahora, querido amigo —siguió el doctor comenzando su tarea—, dígame si no hubiera sido mejor ponerle estos fomentos anoche.

—Muy probablemente —replicó el capitán con la misma sensatez.

—Muy seguramente, Jack —continuó el cirujano—. Y si usted me hubiese dejado hacer la flebotomía en el momento de llegar, le hubiera sido de mucha utilidad.

—¡Nada de sangrías! —exclamó Lawton rotundamente.

—Pero ya es demasiado tarde —respondió el doctor, desconcertado—. Sin embargo, una dosis de aceite tomada por vía oral, detergería admirablemente los humores.

Lawton respondió a aquella proposición rechinando los dientes y apretándolos como para demostrar que su boca era una fortaleza que no se conquistaría sin una vigorosa resistencia. De modo que el doctor, que lo conocía bien, cambió el tema de su conversación.

—Es una lástima —dijo—, que después de tantos trabajos y de tantos peligros, no haya podido coger a ese bribón de buhonero.

El capitán no respondió nada. Y el cirujano, mientras colocaba unos vendajes para sujetar las compresas, añadió:

—Si tengo algún deseo contrario a la prolongación de la vida humana, es el de ver colgado a ese pillastre.

—Yo creí que su profesión era la de curar y no la de matar —dijo el dragón, secamente.

—De acuerdo. Pero ese espía nos ha hecho tanto daño con sus informaciones, que a veces me encuentro con disposiciones muy poco cristianas respecto a él.

—Pues no debía usted alimentar sentimientos de animosidad contra ninguno de sus semejantes —dijo el capitán, en tal tono, que sorprendió al doctor, hasta hacer caer de sus manos el imperdible con que iba a sujetar el vendaje.

Miró el rostro del hombre que estaba curando, como para convencerse de su identidad, y no pudiendo dudar de que era su viejo camarada, el capitán John Lawton, quien decía aquellas cosas, intentó dominar su sorpresa, diciéndole:

—Su doctrina es muy justa y yo la suscribo como principio general, pero… ¿No le molesta un poco el vendaje, querido Lawton?

—En modo alguno.

—Pues sí, como principio general, estoy de acuerdo con usted. Pero así como la materia es divisible hasta lo infinito, del mismo modo no hay regla sin excepción y… ¿Se siente cómodo, Lawton?

—Perfectamente.

—Es un acto de crueldad respecto a la víctima y, a veces, también una injusticia respecto a los demás, privar a un hombre de la vida, cuando un castigo menor podría producir el mismo efecto. Pero, Jack, si me hace el favor…, mueva un poco el brazo… si usted quisiera… Espero que pueda moverse con libertad, querido amigo…

—Del modo más libre.

—Decía que, si usted quisiera, querido Jack, enseñar a sus soldados a manejar el sable con más discreción, conseguirían el mismo fin y… me daría usted tanta satisfacción…

El doctor lanzó un profundo suspiro, pues aquel era un tema muy querido para él. El dragón, que acababa de vestirse, le respondió, antes de retirarse, con la mayor tranquilidad:

—No conozco a ningún soldado que maneje el sable más juiciosamente que los míos. Con un solo golpe, suelen hendir la cabeza, desde la tapa del cráneo hasta la mandíbula.

El doctor suspiró de nuevo, arregló sus instrumentos y se dispuso a visitar al coronel Wellmere.