«El alma dispuesta a partir se detiene en algún pecho afectuoso; los ojos que se cierran piden lágrimas de cariño; la voz de la naturaleza grita desde el fondo mismo de la tumba, y el fuego que nos animó vive hasta en nuestras cenizas».
Cray.
La propiedad de Mr. Wharton se extendía hasta cierta distancia, en torno a la casa que habitaba; pero la mayor parte de sus tierras, estaban sin cultivar. En distintos lugares de la finca, se veían algunas casitas dispersas, pero estaban sin ocupar y pronto se convertirían en ruinas. La proximidad de los ejércitos beligerantes había acabado casi completamente con las labores agrícolas. Los campesinos no tenían por qué dedicar su tiempo y el sudor de su frente a colmar los graneros, para que los vaciara la primera partida de merodeadores que llegase. Nadie trabajaba su tierra como no fuera para procurarse unos menguados medios de subsistencia, con excepción de los que, situados bastante cerca de cualquiera de los bandos, no temían las incursiones de las tropas del otro. A éstos, la guerra les prometía una cosecha de oro, sobre todo a quienes estaban en la proximidad del ejército real.
Mr. Wharton tampoco esperaba de sus tierras otra cosa que unos pocos medios de alimentación, ateniéndose a la política del día, y se limitaba a cultivar cosechas que pudieran consumirse prontamente en su casa, o que se escondieran fácilmente de los ojos de los furrieles. Por eso, en las cercanías del campo de batalla que describimos, no había otra vivienda habitada que la del padre de Harvey Birch. Estaba situada entre el terreno donde combatió la caballería y aquel en que los dragones americanos cargaron sobre el cuerpo de infantería de Wellmere.
Aquella jornada fue lo bastante fértil en incidentes para suministrar a Katy Haynes, temas de conversación inagotables para el resto de su vida.
Hasta entonces, la prudente mujer había mantenido sus opiniones políticas en estado de neutralidad. Su familia había seguido la causa de los rebeldes, pero ella no perdía de vista el momento de convertirse en esposa de Birch y no quería sobrecargar los vínculos del himeneo con otras trabas que las que la naturaleza ha provisto con tanta abundancia.
Katy no ignoraba que el lecho nupcial siempre estuvo rodeado de sobradas amarguras, para añadirles encima los altercados políticos; por otra parte, la curiosa vestal no sabía demasiado bien por qué partido debía declararse para evitar los males que tanto temía.
En la conducta del buhonero siempre hubo tanto misterio y tantas reservas, que ella contenía muchas veces sus palabras, cuando hubiera deseado manifestar su opinión, de acuerdo con la de Harvey. Lo único cierto era que sus prolongadas ausencias no comenzaron hasta la época en que los ejércitos enemigos aparecieron en el condado, pues antes solía regresar a casa de su padre con frecuencia y puntualidad.
La batalla de las llanuras había demostrado al prudente Washington la superioridad de los ingleses en armas y disciplina, ventajas que él sólo podría compensar a fuerza de cuidados y vigilancia. Así, retiró sus tropas a las alturas de las partes septentrionales del condado, desafió los ataques del ejército real y sir William Howe, volvió a disfrutar de victorias tan estériles como una ciudad abandonada y los territorios adyacentes. Desde entonces, ya nunca los ejércitos enemigos le discutieron la superioridad en el condado de West Chester.
Sin embargo, apenas pasaba día que no fuese señalado por alguna incursión de los partisanos y raramente se levantaba el sol, sin que los campesinos oyeran hablar de los excesos que encubrió la noche anterior. También el buhonero dedicaba a sus correrías por el condado las horas que los demás suelen dedicar al reposo. En cuanto el sol comenzaba a ponerse, era frecuente verle en un extremo del cantón, para encontrarle en el otro cuando se levantaba.
Su fardo no le abandonaba nunca, y quienes le trataban de cerca en sus operaciones comerciales, creían que sus pensamientos estaban centrados exclusivamente en su deseo de amontonar dinero. Muchas veces se le veía por las montañas del Este, con el cuerpo encorvado bajo su saco y, al poco, lo encontraban cerca del río de Haarlem, marchando con su paso ligero en dirección a poniente. Pero sus apariciones eran pasajeras e inseguras y nadie podía adivinar lo que hacía durante el intermedio. A veces anduvo ausente durante meses enteros, sin que se pudiera descubrir su rastro.
Las alturas de Haarlem, estaban ocupadas por fuertes destacamentos de tropas reales; su extremo septentrional aparecía erizado de bayonetas inglesas y, sin embargo, Birch pasaba a través de ellas sin que le molestaran, ni se fijaran en él. No por ello dejaba de acercarse a las líneas americanas, aunque con mayores precauciones y procurándose antes los medios de escapar a una eventual persecución. Más de un centinela situado en los collados de las montañas, hablaban de una extraña figura que vieron pasar a cierta distancia, en medio de las tinieblas. Ese rumor llegó a oídos de los oficiales y ya hemos dicho cómo Birch cayó en dos ocasiones en manos de los americanos.
En Ja primera, pudo escapar de Lawton, casi en el momento de ser arrestado; en la segunda, le condenaron a muerte. Pero, cuando fueron a buscarle para conducirlo al patíbulo, encontraron la jaula bien cerrada aunque el pájaro había volado. Aquella evasión era más extraordinaria todavía porque lo custodiaba un oficial protegido de Washington, y unos centinelas que se creían dignos de guardar la persona del propio General en Jefe. Hombres tan estimados no podían ser sospechosos de haber traicionado la confianza de sus oficiales ni de haberse dejado corromper; de modo que muchos soldados quedaron convencidos de que el buhonero tenía algún pacto con los poderes malignos.
Sin embargo, Katy siempre rechazó esa idea con la mayor indignación; pues en lo más íntimo de su alma, ella concluía que el espíritu maligno no pagaba con oro. Y lo mismo sucedía —pensaba ella—, con Washington; porque, hasta la llegada de las ayudas de Francia, el Jefe del ejército americano sólo pagaba con papel y con promesas. Y aun después de aquella época, aunque la solterona no dejaba ocasión de sondear las profundidades de la bolsa de cuero, nunca pudo descubrir una efigie de Luis, mezclada con las de George.
Más de una vez, los americanos pusieron vigilancia a la casa de Harvey, para detenerle en cuanto apareciera, pero siempre sin éxito. El supuesto espía debía tener algunos medios secretos de información, más fuertes que la red oficial de contraespionaje. En cierta ocasión, en que un cuerpo de ejército americano pasó un verano entero acantonado en Cuatro-Esquinas, una orden emanada del propio Washington dispuso que se vigilara sin interrupción, día y noche, la casa de Birch; la orden se cumplió con el mayor cuidado y sin un fallo, pero durante aquellos meses, Harvey no apareció por casa de su padre. Cuando las fuerzas fueron llevadas al interior del país, a la noche siguiente Harvey reapareció.
También el padre de Birch sufrió muchas molestias por el carácter sospechoso de su hijo. Se hicieron precisas investigaciones sobre la conducta del pobre viejo, pero no se pudo alegar contra él hecho alguno; por otra parte, sus medios eran demasiado módicos para excitar el celo de algún falso patriota, cuyo trabajo no tendría compensación suficiente haciendo confiscar su propiedad, para comprarla después. Además, la edad y las penas pronto lo pondrían al abrigo de cualquier persecución.
Las últimas separaciones de padre e hijo fueron muy penosas, pero tuvieron que someterse a ellas por lo que ambos consideraban un deber. El viejo había guardado en secreto su situación, para poder disfrutar de la compañía de su hijo, cuando ya estaba viviendo sus últimos días. La confusión que reinó durante toda aquella jornada y el temor a que Harvey llegara demasiado tarde, adelantaron un acontecimiento que él hubiese querido aplazar por unas horas.
Con la cercanía de la noche, su estado empeoró hasta tal punto, que Katy, no sabiendo qué hacer y deseando tener alguna compañía en aquel momento de crisis, envió a Locust a un niño, que prefirió pasar el día en casa de Birch, antes que arriesgarse a atravesar el valle cubierto de combatientes. Como César era el único de quien miss Peyton podía prescindir, a él le encargó aquella misión de caridad, después de darle una cesta llena con lo que creyó más útil para un viejo agotado por los años. Pero el moribundo ya no estaba en situación de aprovecharlo, y el deseo de ver a su hijo era el único lazo que le ataba a la vida.
Los ruidos producidos por la caza del buhonero llegaron a su choza, pero no conocía sus causas; y como Katy y el negro sabían que un destacamento de dragones americanos iba en persecución de la infantería inglesa, cuando terminó el tumulto sé acabaron sus temores. Oyeron que la caballería pasaba por delante de la casa, pero cediendo a los prudentes consejos de César, la solterona contuvo su curiosidad. El viejo tenía los ojos cerrados y creyeron que estaba dormido.
La choza se componía de cuatro habitaciones, dos grandes y dos pequeñas. Una de las primeras servía de comedor y cocina y en la otra dormía el padre de Birch; de las pequeñas, una era santuario de la vestal, y la segunda se utilizaba como almacén para las provisiones. Una gran chimenea de piedra, situada en el centro del edificio, servía como separación de las piezas mayores. En el hogar chispeaba una buena lumbre y César y Katy con gesto impotente. Suponga que el viejo quisiera escribir su hablamos. El circunspecto africano intentaba convencer a su compañera de la necesidad de reprimir una curiosidad peligrosa.
—Nunca tentar a Satán —decía César, rodando expresivamente los ojos, cuyo blanco brillaba al resplandor de las llamas—; yo, por poco perder una oreja sólo por llevar una carta muy pequeña. Pero yo bien querer que Harvey estar aquí.
Es una vergüenza para él haberse marchado en estos momentos —dijo Katy con gesto imponente—. Suponga que el viejo quisiera escribir su testamento en la Biblia. ¿Quién lo haría, no estando él? Harvey es un hombre muy despreocupado y negligente.
—Quizá él haber hecho ya —repuso César, con el tono de quien hace una pregunta.
—No sería de extrañar —exclamó con viveza la mujer—. Se pasa el día entero con la Biblia entre las manos.
—El leer un libro, bueno —asintió el negro con voz solemne—. Miss Fanny leer mucho la Biblia a Dina.
—Pero él no la leería con tanta frecuencia si sólo hubiera en ella lo que en las demás.
Se levantó y, andando sobre la punta de los pies, entró en el dormitorio del moribundo; abrió el cajón de la cómoda, sacó una gran Biblia, adornada con cierres de cobre y volvió a reunirse con el africano. Abierto el volumen, ella se puso a examinarlo, sin perder un instante; pero estaba muy lejos de ser maestra en la ciencia de la lectura y César no conocía una letra. Dedicó un buen espacio de tiempo a deletrear la palabra «Mateo» que figuraba en lo alto de una página, escrita con grandes caracteres romanos, y en seguida dio parte de su descubrimiento a César, que esperaba lleno de atención.
—Muy bien. Ahora usted leer todo —dijo el negro, mirando por encima del hombro de la mujer, mientras sostenía una larga y delgada vela de amarillo sebo, de modo que su débil claridad iluminase las páginas.
—Sí, pero hay que buscar en el comienzo del libro —respondió Katy, volviendo las hojas descuidadamente, de dos en dos, hasta encontrar una que estuvo en blanco, pero que una pluma había cubierto de rasgos; entonces, apretó el libro con todo el calor de una curiosidad impaciente, mientras decía—: ¡Aquí está! ¡Daría cualquier cosa por saber a quién deja las hebillas de plata de sus zapatos!
—Leer usted —dijo lacónicamente César.
—Y la cómoda de nogal, porque Harvey nunca la necesitará.
—¿Por qué no necesitar él como su padre? —preguntó el negro, secamente.
—Y las seis cucharas grandes, de plata, porque Harvey nunca utiliza otras que las de hierro.
—El decir, sin duda —comentó el negro, señalando la escritura, mientras escuchaba el inventario que Katy hacía de las riquezas del viejo Birch.
Así apremiada por el negro y no menos por su curiosidad, la solterona comenzó su tarea; y, para llegar cuanto antes a lo que más le interesaba, pasó a la mitad de la página y leyó lentamente:
—«Chester Birch, nacido el 1.° de septiembre de 1755».
—¿Qué darle? —preguntó el impaciente César.
—«Abigail Birch, nacido el 12 de julio de 1757».
—Sin duda ser para ella las cucharas —comentó rápidamente el negro.
—«1 de junio de 1760. En ese día terrible, el juicio de un Dios ofendido cayó sobre mi familia»…
Un hondo gemido que salía de la habitación vecina, interrumpió la lectura. La mujer cerró el libro instintivamente y César tembló de espanto. Ni uno ni otro decidieron entrar en el dormitorio del moribundo, al que oían respirar penosamente. Sin embargo, Katy no tuvo valor para abrir de nuevo la Biblia y, cerrando los broches con el mayor cuidado, la dejó sobre la mesa.
César volvió a sentarse, como si se encontrara mal y, después de pasear una tímida mirada por la habitación, dijo:
—Yo creer que él irse.
—No —contestó Katy con tono grave—. Vivirá hasta que acabe la marea o hasta que el gallo cante anunciando la mañana.
—¡Pobre hombre! —suspiró el negro, metiéndose más dentro de la chimenea. Yo esperar que quedar muy tranquilo después de morir.
—Pues yo no respondo de eso —respondió Katy, bajando la voz y mirando en torno—. Dicen que para estar tranquilos después de muertos, hay que haberlo sido mientras se estuvo con vida.
—John Birch ser un muy buen hombre.
—¡Ay, César! Sólo se es buen hombre cuando uno se porta como un buen hombre. ¿Puede decirme usted qué razones hay para esconder en las entrañas de la tierra un dinero honradamente ganado?
—Si él saber dónde estar ese dinero, ¿por qué no desenterrar?
—Pueden haber razones que usted no comprendería —respondió Katy, disponiendo su silla de modo que con las faldas cubría la piedra, bajo la cual se ocultaba el tesoro secreto del buhonero; luego, incapaz de no hablar de un tema que debía callarse, añadió—. Nunca se debe juzgar al pájaro por su jaula.
César abrió los ojos de par en par, incapaz de comprender el sentido oculto de aquel refrán, cuando de pronto su mirada quedó fija, sus dientes entrechocaron de espanto y Katy, que al darse cuenta del cambio de su fisonomía había vuelto la cabeza, vio en la puerta al propio buhonero.
—¿Vive todavía? —preguntó Harvey con voz temblorosa y como con miedo de oír la respuesta.
—Sin duda —contestó Katy, levantándose presurosamente y ofreciéndole su silla—. Tiene que vivir hasta que acabe la marea o hasta que cante el gallo.
El buhonero, sin hacer caso de las seguridades de la solterona, entró silencioso en la habitación del moribundo. Los lazos que unían a padre e hijo no eran de naturaleza ordinaria, pues cada uno significaba todo para el otro. Si Katy hubiera leído unas líneas más, habría conocido el triste relato de sus infortunios: una súbita catástrofe les había arrebatado bruscamente familia y bienestar, y desde aquel momento, la amargura y la persecución no se apartaron de su vida errante.
Acercándose a la cabecera del lecho, Harvey se inclinó y dijo, con voz entrecortada:
—¿Me conoces, padre mío?
El anciano abrió los ojos lentamente y una sonrisa de satisfacción apareció en sus pálidas facciones para, en seguida y en contraste, quedar el rostro más claramente marcado por las huellas de la muerte. Harvey aproximó a los secos labios del viejo una poción cordial que le traía, y que por unos momentos pareció reanimar sus fuerzas. Pudo hablar a su hijo, aunque con lentitud y dificultad. En la habitación vecina, la curiosidad impuso silencio a Katy y el terror produjo el mismo efecto en César.
Harvey parecía respirar apenas, escuchando las últimas palabras de su expirante padre.
—Hijo mío —iba diciendo, con su voz quebrada—. Dios es tan misericordioso como justo. Ha castigado los errores de mi juventud, pero siento que en mi vejez no me niega la copa de salvación del arrepentimiento: El castiga para purificar. Voy a reunirme con las almas de nuestra desgraciada familia. Tú, Harvey, vas a quedarte solo en el mundo y te conozco bastante para prever que continuarás viviendo solo. La caña rota puede conservar un resto de existencia, pero nunca levantará la cabeza. Llevas en ti lo que te guiará por el camino de la justicia. Persevera en lo que has comenzado, pues nunca deben descuidarse los deberes de la vida y…
Un ruido sordo que se oyó en la habitación vecina interrumpió al moribundo y el buhonero, impaciente, corrió para saber la causa. Una sola mirada sobre el individuo que estaba en la puerta le dijo claramente y en seguida que él era el motivo de aquella visita y el destino que probablemente le esperaba.
—¡Vamos, dinos dónde tienes tus mercancías y te dejamos ver a tu padre!
Harvey les indicó el lugar donde dejó el saco, al huir; uno de los bergantes fue a buscarlo y pronto estuvo de regreso. Entonces lo tiró al suelo, jurando que parecía lleno de plumas, de tan poco como pesaba.
—Sí —exclamó el jefe—, pero en algún sitio ha de estar el dinero cobrado por lo que contenía… Danos el dinero, Harvey Birch: ya sabemos que tienes, porque no haces caso del papel del Congreso.
—No estáis manteniendo lo prometido —respondió Harvey, con voz sombría.
—¡Danos tu dinero! —repitió el jefe, ya furioso y haciendo sentir al buhonero la punta de su bayoneta, de tal modo que unas gotas de sangre enrojecieron su ropa.
En aquel instante, en la habitación inmediata se oyó un ligero movimiento y Harvey exclamó, en tono de súplica:
—¡Dejadme! ¡Dejadme ir con mi padre y lo tendréis todo!
—¡Te prometo que lo verás en seguida!
—¡Pues tomad el maldito metal! —respondió Birch, echándole la bolsa que tuvo la destreza de ocultar a sus ojos cuando cambió de ropas.
El bandido la cogió y le dijo con una sonrisa demoníaca:
—¡Vas a ver a tu padre, pero será al padre que está en los cielos!
—¡Monstruo! —exclamó Birch—. ¿Es que no tienes sentimientos, ni fe, ni honor?
—¿No le oís? ¡Cualquiera diría que no siente la cuerda en el cuello! Puedes estar bien tranquilo, Birch, porque si el buen hombre te toma la delantera por unas horas, puedes estar seguro de que te reunirás con él antes del mediodía de mañana.
Aquel aviso, hecho con brutal maldad, no produjo ningún efecto en el buhonero que, sin respirar apenas, escuchaba los menores ruidos procedentes de la habitación de su padre. Por último, se oyó una voz débil, sepulcral, que pronunciaba su nombre y, no pudiendo resistir más su impaciencia, exclamó:
—¡No te inquietes, padre, no te inquietes, que ya voy!
Al mismo tiempo, hizo un rápido movimiento para escaparse, pero se encontró clavado en la pared por la bayoneta del skinner. Afortunadamente, la destreza con que se había apartado evitó el golpe que amenazaba su vida y sólo quedó enganchado por la ropa.
—No, Birch, no. Sabemos de sobra que eres muy escurridizo para perderte de vista ni un segundo. ¡Tu dinero, venga, tu dinero!
—¡Ya lo tenéis! —exclamó Birch en la agonía de su desesperación.
—Nos has dado la bolsa, pero debes tener más. El rey George es buen pagador y tú le has hecho buenos servicios. ¿Dónde tienes el gato?… ¡Date prisa, si quieres ver a tu padre!
—Levantad la piedra que está debajo de esa mujer.
Pero Katy exclamó, poniéndose rápidamente sobre la piedra inmediata:
—¡No sabe lo que dice, está loco!
En un instante quedó levantada la piedra y debajo no apareció otra cosa que tierra.
—¡No sabe lo que dice! —repitió la solterona, temblando—. ¡Le habéis hecho perder la cabeza! ¿Qué hombre en su cabal juicio, pensaría en poner su dinero debajo de una piedra del hogar?
—¡Cállate, charlatana! —le dijo Harvey—. Levantad la piedra del rincón y te harás rico, mientras yo me convierto en un mendigo.
—¡Un despreciable mendigo! —exclamó Katy—. ¿Qué es un buhonero sin mercancías y sin oro? Todos te despreciarán, tenlo por seguro.
—Siempre le quedará con qué pagar una cuerda —dijo el skinner, al ver una razonable cantidad de guineas inglesas.
Y en seguida fueron a parar a un pequeño saco de piel, a pesar de las protestas de la solterona, que aseguraba que le debían sus sueldos, y que diez de aquellas guineas le pertenecían con todo derecho.
Encantados con una presa que sobrepasaba en mucho a lo que esperaban, los bandidos se dispusieron a marcharse, llevándose con ellos al buhonero, con el propósito de entregarlo a la primera fuerza americana que encontrasen y cobrar la recompensa prometida por su arresto. Como Birch se negaba obstinadamente a irse, ya iban a llevárselo a viva fuerza, cuando se vio entrar en la cocina a una especie de fantasma, que heló de espanto a todos los espectadores.
Llevaba el cuerpo envuelto en una sábana de su cama, de la que acababa de levantarse, y su mirada fija, su rostro lívido, le daban el aspecto de un ser llegado del otro mundo. Katy y César creyeron incluso que era el espíritu del viejo Birch y salieron a escape de la casa, seguidos por toda la banda de skinners, no menos asustados.
Las fuerzas, que una viva emoción habían dado al moribundo, desaparecieron prontamente; y su hijo, cogiéndole en brazos, lo volvió a acostar en su lecho. Ya no podía tardar el final de aquella escena.
Los ojos medio extinguidos del padre estaban fijos en su hijo y sus labios se movían, pero ya no lograba que su voz se oyera. Harvey se inclinó sobre él y recibió al mismo tiempo, la bendición y el último suspiro de su padre.
Privaciones, preocupaciones e injusticias, llenaron una gran parte del resto de la vida de Harvey Birch. Pero ni sufrimientos, ni desgracias, ni calumnias, borraron jamás de su pensamiento el instante en que recibió la última bendición de su padre. De ella extrajo consuelo para el pasado, alivio para el presente y esperanza, para el porvenir. Supo que un alma bienaventurada rogaba por él al pie del altar de la divinidad y la certeza de que había cumplido fielmente todos los deberes de la piedad filial le daba confianza en la misericordia del cielo.
La huida de César y de Katy fue demasiado precipitada para que pusieran en ella cálculo alguno. Sin embargo, aunque sólo por instinto, tomaron otro camino que los skinners. Después de correr unos minutos, se detuvieron, obligados por la fatiga.
—¡Ay, César! —exclamó ella, con tono solemne—. ¡Ver aparecer a un muerto de ese modo, antes de que le hubiesen llevado a la tumba!… Tuvo que ser el dinero lo que le turbó. Dicen que el alma del capitán Kid aún se pasea todas las noches por el sitio en donde enterró su oro, durante la última guerra.
—Yo creer nunca que John Birch tener ojos tan grandes —dijo César, todavía temblando de espanto.
—Después de todo —continuó Katy—, ¿por qué un muerto no había de enfadarse, lo mismo que un vivo, al perder tanto dinero? Pero, piense usted en Harvey. ¿Quién se casaría ahora con él?
—Pero quizá el espíritu haberlo llevado.
La palabra llevado hizo surgir una nueva idea en la imaginación de Katy. ¿No sería posible que los bandidos, en su espanto momentáneo, se olvidaran de llevarse el dinero? Aquella reflexión le quitó el miedo y después de comunicárselo a César, decidieron los dos, no sin madura reflexión, regresar a la casa, asegurarse del importante hecho y, si era posible, conocer la suerte de Birch. Perdieron mucho tiempo acercándose con toda precaución al temido lugar, y porque Katy tomó por el sendero de retirada de los skinners; así, mientras caminaba, pudo examinar cada piedra, para ver si era una moneda de oro.
Pero, aunque la súbita alarma y los gritos de César determinaron a los merodeadores a una precipitada fuga, se habían llevado el oro y sujetándolo con tal fuerza, que la misma muerte no habría podido obligarles a soltarlo. Viendo que todo estaba tranquilo en la cabaña, Katy se armó del valor suficiente para entrar en ella. Encontraron a Harvey tristemente ocupado en cumplir los últimos deberes con su padre. Unas pocas palabras bastaron para que Katy reconociese su error. En cuanto a César, hasta los últimos días de su vida, continuó espantando a los negros que habitaban la cocina de Mr. Wharton, contándoles lo terrible que fue la aparición de John Birch.
El peligro que había corrido forzó a Harvey a abreviar el corto espacio de tiempo que usualmente se deja en América entre la muerte y la sepultura; y con la ayuda de Katy y del negro, pronto terminó su tarea. César se encargó inmediatamente de ir a encargar un féretro, en el pueblo inmediato, y el cuerpo quedó envuelto en una sábana hasta su regreso.
Entre tanto, los skinners habían corrido sin detenerse hasta llegar a los bosques más próximos a la casa de Birch. Allí hicieron alto, y su descontento jefe les gritó con voz de trueno:
—¡Sangre y muerte! ¿Por qué habéis huido así, miserables cobardes?
—Podíamos hacerle la misma pregunta —respondió con mal humor uno de los suyos.
—Al veros tan asustados, creí que un destacamento de la compañía de Delancey estaba sobre nuestros talones. ¡La verdad es que corréis bien!
—No hicimos más que seguir a nuestro capitán.
—Entonces, seguidme ahora a la cabaña y vamos a apoderarnos de ese perro buhonero para cobrar la recompensa.
—¡Sí, para que ese negro granuja nos ponga en manos del rabioso virginiano! ¡Yo le temo más que a cincuenta vaqueros!
—¡Imbécil! —le gritó su jefe, encolerizado—. ¿No sabes que Dunwoodie está en Cuatro-Esquinas, a más de dos millas de aquí?
—Yo no me refiero a Dunwoodie; pero estoy seguro de que el capitán Lawton está en casa del viejo Wharton. Le vi entrar cuando esperaba ocasión para sacar de la cuadra el caballo del coronel inglés.
—Y aunque Lawton viniera a atacarnos, ¿es que la piel de un dragón americano es más impenetrable a las balas que la de un caballero inglés?
—No; pero a mí no me hace ninguna gracia meter la cabeza en un avispero. Si amotinamos contra nosotros a esos rabiosos virginianos, ya no tendremos una noche tranquila para descansar.
—¡Está bien! —murmuró el jefe, mientras se ponían de nuevo en camino para adentrarse más en el bosque—. Ese imbécil buhonero querrá quedarse para enterrar al viejo chocho de su padre. No le tocaremos hasta que lo entierre, pero pasará aquí el día de mañana para velarle y cuando llegue la noche, le pagaré lo que le debo.
Después de esta amenaza, se retiraron a uno de sus escondites habituales, para permanecer en él hasta que una nueva noche les deparase ocasión de cometer sin peligro otras depredaciones.