«Por un momento, puso su mirada en el fondo del valle; aspiró el aire cargado de perfumes, y escuchó el ladrido de los perros, que se hacía más ruidoso a medida que se iban acercando; y cuando vio aparecer al más adelantado de sus enemigos, franqueó el seto, con un ligero salto, y lanzándose con rapidez, corrió hacia los silvestres berzales de Wam-Var».
Sir Walter Scott: La dama del lago.
Al frente de su compañía, el capitán Lawton había seguido a la infantería inglesa hasta la costa, siempre vigilándoles estrechamente y sin encontrar una sola ocasión para molestar su retirada. El experto oficial, que entonces llevaba el mando, conocía demasiado bien la fuerza de su enemigo para atreverse a abandonar las alturas, hasta verse obligado a hacerlo para llegar a la orilla del mar. Antes de disponer aquel peligroso movimiento, reunió a su batallón, formando un cuadro erizado de bayonetas por todas partes.
El impetuoso Lawton sabía muy bien que unos hombres valientes que adoptan esa disposición nunca pueden ser atacados con éxito por la caballería; y, en contra de su voluntad, se limitó a seguir al enemigo sin poder obstaculizar su marcha, tan lenta como firme. Una pequeña goleta les había transportado desde New York, y sus cañones protegían el lugar del embarque. Lawton cenia la suficiente prudencia para ver que sería una locura combatir contra tal combinación de fuerza y disciplina, y vio cómo los ingleses se embarcaban sin hacer ni intención de ataque. Los dragones quedaron cerca de la orilla hasta el último momento y después se retiraron a su vez, muy contrariados, para reunirse con el cuerpo principal del mayor Dunwoodie.
Las sombras de la noche comenzaban a oscurecer el valle, cuando el destacamento entró en él por el lado Sur, marchando al paso en una línea muy extensa. Lawton iba delante, con su teniente. Un joven corneta, situado detrás de ellos, tarareaba una canción, pensando en el placer de que pronto disfrutaría, tendiéndose sobre un montón de paja, después de tan fatigosa jornada.
—Así, ellas le han impresionado tanto como a mí —dijo el capitán a su teniente—. En cuanto la vi un momento, pude reconocerla: es uno de esos rostros que no se olvidan. A fe mía, Tom, honra el gusto del mayor.
—Y honraría a todo el cuerpo —respondió apasionadamente el joven—. Unos ojos azules como los suyos empujarían a cualquier hombre hacia ocupaciones más tranquilas que las de nuestra profesión. En cuanto a mí, una chica tan preciosa me haría dejar el sable y la montura, por la aguja de zurcir y el jergón de paja.
—¡Rebelión, caballero, eso es una rebelión! —exclamó Lawton—. ¿Cómo, Tom Masón? ¿Se atrevería usted a declararse rival del mayor Dunwoodie, tan elegante, tan admirado y, además, tan rico? ¿Usted, un simple teniente de caballería que sólo posee un caballo, y no de los mejores, y cuyo capitán es tan duro como un taco de roble y tiene más vidas que un gato?
—En mi opinión —replicó Masón, sonriendo a su vez—, bien podía suceder que el taco se abriera y que Micifuz perdiese todas sus vidas, si da usted muchas cargas como la de esta mañana. ¿Cuántas veces quisiera usted que le rozasen el cráneo como lo hicieron hoy?
—No me hable de eso, querido Masón: sólo con pensarlo me duele la cabeza —dijo el capitán, sacudiendo los hombros—. Es lo que yo llamo anticipar la noche.
—¿La noche de la muerte?
—No, caballero; la noche que sigue al día; he visto miles de estrellas de las que deberán ocultarse ante su soberano, el sol. Creo que debe usted el placer de verme, por algún tiempo más, al grueso casco que llevo.
—Sin duda le debo mucha gratitud a su casco, pero admito que el casco o el cráneo deben ser de un apreciable espesor.
—¡Vamos, Tom! Es usted un burlón como pocos y por eso no me enfadaré. Pero creo que el teniente Singleton sacará más que usted de los servicios prestados en esa jornada.
—Espero, capitán, que ni él ni yo pasemos por la pena de deber nuestro ascenso a la muerte de un camarada y un amigo.
—Pero, ¿qué animal es el que atraviesa el valle por nuestra derecha? —dijo Lawton, mirando hacia aquella parte.
—Un hombre —contestó Masón, después de mirar atentamente el objeto sospechoso.
—A juzgar por la espalda, es un dromedario —dijo el capitán.
Y, en seguida, dejando bruscamente el camino que seguían, gritó:
—¡Harvey Birch! ¡Cogedle, vivo o muerto!
Masón, con algunos dragones que iban en primera lila, fueron los únicos que comprendieron aquellas palabras, pero el grito fue oído en toda la línea. Una docena de jinetes, con el teniente a su cabeza, siguieron al impetuoso Lawton, cuya rapidez amenazaba a quien perseguía, con acabar muy pronto su carrera.
Birch, prudentemente, había conservado su posición, en lo alto de la roca donde Henry Wharton le vio al pasar, hasta que el crepúsculo comenzaba a cubrir el campo con sus sombras. Desde aquella altura, pudo ver todos los acontecimientos de la jornada, a medida que se producían; luego, con el corazón palpitante, esperó a que se marcharan las tropas de Dunwoodie, y le costó trabajo reprimir su impaciencia, hasta que la noche pusiera sus movimientos al abrigo de cualquier peligro. Sin embargo, aún no había hecho un cuarto del camino que le separaba de su casa, cuando su atento oído distinguió el rumor de una tropa de caballería que se le iba acercando.
A pesar de ello y confiando en la creciente oscuridad, resolvió continuar su camino seguro de que, agachándose y andando rápidamente, no le verían. El capitán Lawton, demasiado entretenido con la conversación que hemos transcrito, no dejó que su mirada errase, como de costumbre: y el buhonero, advirtiendo por el rumor de sus voces que continuaba alejándose y que su más temible enemigo ya había pasado, cedió a su impaciencia y dejó de inclinarse para avanzar más de prisa. En cuanto su cuerpo se destacó, sobresaliendo de las sombras del suelo, fue descubierto y comenzó la caza.
Birch quedó inmóvil un instante, con la sangre helada en las venas, al darse cuenta del peligro que le amenazaba; las piernas se negaban a servirle cuando más las necesitaba. Pero sólo fue un momento. Se descargó del saco, que abandonó allí mismo, y estrechándose instintivamente el cinturón, inició la huida. Sabía que adentrándose en el bosque se haría invisible y redoblaba su velocidad cuando varios jinetes pasaron a poca distancia, por la izquierda, cortándole aquel camino. Cuando los oyó llegar, se echó de bruces en el suelo; pero el menor retraso era demasiado peligroso para que continuara mucho tiempo en aquella posición. Se levantó, pues, y siguiendo siempre las lindes del bosque, corrió en dirección opuesta a la de los jinetes, que se animaban unos a otros para cazarle.
Ya todos los dragones hacían lo mismo, aunque sólo entendieron a Lawton los que estaban cerca de él; los demás no sabían muy bien lo que debían hacer y el corneta aún estaba preguntando lo que estaba sucediendo, cuando, a pocos pasos detrás de ellos, un hombre atravesó el camino, de un salto. En el mismo instante, la voz estentórea del capitán, resonó en el valle, con tal poder que, todas sus gentes supieron de qué se trataba:
—¡Harvey Birch! ¡Cogedle, vivo o muerto!
Cincuenta tiros de pistola partieron al mismo tiempo y las balas silbaron por todas partes, sobre la cabeza del desgraciado buhonero. La desesperación se apoderó de él, y exclamó con amargura:
—¡Que me cacen como a un animal salvaje!
Le pareció que la vida se le convertía en una pesada carga y ya estaba dispuesto a entregarse a sus enemigos, pero pudo más su instinto. Pensó que, si era cogido, ni siquiera le harían el honor de someterle a juicio; sino que, con toda probabilidad, en la mañana siguiente, sufriría una muerte ignominiosa, toda vez que ya antes fue condenado y sólo escapó gracias a una estratagema. Animado por esas reflexiones y por el ruido de los jinetes, volvió a emprender la fuga. Tuvo la suerte de encontrar en su camino un resto de muro que había resistido a los estragos de la guerra y, apenas lo había franqueado cuando, por el lado opuesto, llegó una veintena de perseguidores. Los caballos se negaron a saltar en la oscuridad y Birch consiguió llegar al pie de una colina, en cuyas alturas quedaría al abrigo de la caballería.
El corazón del buhonero latía anhelosamente y ya le renacían las esperanzas, cuando volvió a resonar en sus oídos la voz de Lawton, que pedía a sus soldados que le dejaran paso. La orden fue cumplida al instante y el intrépido capitán corrió al galope, en dirección al muro; clavó las espuelas y su corcel franqueó el obstáculo con la rapidez del rayo y sin rozarlo. Los gritos de triunfo de los dragones y el estruendo de los cascos del caballo, que ya seguía corriendo, anunciaron con demasiada claridad al buhonero que el peligro era inminente. Estaba casi agotado de fatiga y su destino ya no parecía admitir dudas.
—¡Detente o eres hombre muerto! —exclamó el capitán, con acento decidido.
Harvey lanzó una mirada temerosa a su espalda y a la claridad de la luna pudo ver al hombre que más temía en el mundo y que ahora avanzaba hacia él con el sable levantado. El espanto, el agotamiento y el desespero, produjeron tal impresión en él, que se desplomó en tierra, sin movimiento. El caballo de Lawton tropezó con su cuerpo y cayó a su vez, quedando encima del jinete.
Birch se levantó con la rapidez del pensamiento y se apoderó del sable del capitán. La venganza es una pasión natural en el hombre; pocos serán los que no experimenten placer devolviendo una injuria a su autor, aunque haya unos pocos que sepan devolver bien por mal. Acudió a la mente del buhonero lo que había sufrido, el demonio se apoderó de él por un momento y le hizo blandir en el aire el arma fatal; pero en seguida la tiró cerca de Lawton, que recobraba el sentido, aunque su estado no le permitía defenderse y Birch siguió su carrera hacia la montaña protectora.
—¡Ayudad a levantarse al capitán! —gritó Masón, que llegaba con un grupo de dragones—. Apeaos algunos y subid por la montaña. ¡Ese maldito se estará escondiendo!
—¡Alto! —exclamó entonces Lawton, con su voz de trueno y levantándose trabajosamente—. Como alguno baje del caballo, perecerá a mis manos… Tom, amigo, ayúdame a montar en Roanoke.
El teniente, en el colmo del asombro, le obedeció en silencio y los dragones, no menos asombrados, continuaron inmóviles en sus sillas, como si formaran un solo cuerpo en sus caballos.
—Temo que esté usted herido —dijo Masón, con tono compasivo, cuando ya estaba del todo en marcha.
—Es muy posible —respondió el capitán, respirando y hablando con cierta dificultad—. Me gustaría tener aquí a nuestro zurcidor, para que examinase el estado de mis costillas.
—Sitgreaves se ha quedado con el capitán Singleton, en casa de Mr. Wharton.
—Entonces haré alto allí esta noche, Tom. En tiempos como estos, las ceremonias están de más. Por otra parte, ya recordará usted que Mr. Wharton mostró mucha consideración por nuestro cuerpo. No podría pasar delante de la puerta de tan buen amigo, sin hacerle una visita.
—Y yo llevaré la tropa a Cuatro-Esquinas, porque si todos entramos en Locust, les haremos pasar hambre.
—Estoy muy lejos de desearlo, Masón. El recuerdo de los excelentes pastelillos de aquella amable solterona presenta a mi imaginación una perspectiva muy agradable.
—¡Vamos, vamos! —exclamó alegremente Masón—. ¡Ya veo que no morirá de esta caída, cuando está pensando en comer!
—En cambio, si no comiera, seguramente moriría —respondió gravemente Lawton.
—Capitán —dijo entonces un furriel, acercándose—: Estamos frente a la casa de ese espía, del buhonero. ¿Quiere que le prendamos fuego?
—¡No! —respondió Lawton entre juramentos y con un tono que hizo temblar al sargento—. ¿Es usted un incendiario? ¿Quemaría una casa, a sangre fría? ¡Que alguien acerqué una chispa y perecerá a mis manos!
—¡Diablos! —exclamó el corneta, que iba medio dormido sobre su caballo y a quien los gritos de Lawton habían despejado—. ¡A pesar de la caída, aún le queda vida al capitán!
Lawton y Masón hicieron el resto del camino en silencio, reflexionando el teniente sobre el maravilloso cambio que podía operar una caída del caballo. Por fin, llegaron a casa de Mr. Wharton; la tropa continuó su marcha pero los dos oficiales echaron pie a tierra y, seguidos por el ordenanza del capitán, avanzaron a paso lento hasta la puerta.
El coronel Wellmere se había retirado temprano a su dormitorio, para esconder allí su mortificado orgullo. El dueño de la casa se había encerrado con su hijo. Sitgreaves tomaba el té con las damas, después de haber ordenado que se acostase uno de sus enfermos y de ver que el otro gozaba de las dulzuras de un sueño apacible. Miss Peyton le inspiró confianza con unas cuantas preguntas; resultó que el doctor conocía a toda su familia de Virginia y hasta le parecía increíble que no la hubiese visto antes. Miss Peyton no abrigaba la menor duda a ese respecto, pues sólo con haber mirado una sola vez al cirujano, nunca hubiera olvidado tan extraña persona. Aquella circunstancia disipó el embarazo de la situación de todos y movió una charla que las sobrinas se limitaron a escuchar, pero en la que su tía tuvo la mayor parte.
—Como decía a su señor hermano —explicaba el doctor—, los fétidos vapores de un pantano próximo han hecho malsano para el hombre el habitar la llanura, porque los animales…
—¡Dios mío! ¿Qué pasa? —exclamó miss Peyton, palideciendo al oír los tiros de pistola que se disparaban contra Birch.
El doctor, bebiendo su té con la mayor sangre fría, repuso:
—Esos ruidos se parecen prodigiosamente al choque producido en la atmósfera por unos disparos de armas de fuego. Creería que se trata de la tropa del capitán Lawton que regresa, si no supiese que él nunca se sirve de pistola, sino que abusa terriblemente del sable.
—¡Divina providencia! —exclamó miss Peyton—. ¡Pero sin duda no será con ánimo de herir a nadie!
—¿Herir? —repitió Sitgreaves—. Los golpes del capitán no hieren a nadie, señora: producen la muerte, una muerte inevitable, a pesar de lo mucho que le tengo advertido.
—¡Pero el capitán Lawton es el oficial que estuvo aquí esta mañana y seguramente es amigo suyo! —dijo Francés, viendo el espanto pintado en el rostro de su tía.
—Es amigo mío, desde luego. Y una buena persona, a la que sólo le falta el deseo de aprender el manejo científico del sable, para así dejarme alguna posibilidad de curar a los heridos. Todos debemos vivir de nuestra profesión, señora. ¿Y qué sucede con un cirujano que encuentra muertos a los pacientes cuando va a curarles?
Aún seguían discutiendo la posibilidad o la imposibilidad de que los disparos oídos fuesen hechos por la tropa del capitán Lawton, cuando unos grandes golpes en la puerta de la casa alarmaron seriamente a las damas.
Sitgreaves se levantó inmediatamente y cogiendo, por instinto, la pequeña sierra que fue su compañera fiel durante toda la jornada —con la vana esperanza de encontrarse con alguna amputación—, les pidió que se tranquilizaran, les garantizó contra todo peligro y se dirigió personalmente hacia la puerta.
—¡El capitán Lawton! —exclamó el doctor, viéndole entrar en el vestíbulo, caminando con trabajo y apoyándose en el brazo del teniente.
—¡Aquí está mi querido zurcidor! —dijo alegremente el capitán—. No sabe cuánto me alegro, porque quisiera que examinara mi osamenta. ¡Pero, antes que nada, tire al infierno esa condenada sierra!
En pocas palabras, Masón explicó al cirujano el tipo de accidente que había sufrido el capitán y miss Peyton consintió amablemente en darle hospitalidad. Mientras le preparaban una habitación y el doctor daba órdenes de siniestro augurio, el capitán fue invitado a entrar en el comedor.
La mesa estaba surtida con unos manjares más sustanciosos que los habitualmente servidos en una cena y atrajeron la mirada de los dos oficiales. Miss Peyton pensó que el desayuno que les dio aquella mañana habría sido probablemente la única comida que hicieron en toda la jornada y les invitó a que la terminasen con otra. No tuvo que apremiarles mucho; al instante estaban sentados cómodamente ante la mesa, aunque de vez en cuando se interrumpiera el capitán para hacer una mueca, provocada por los dolores que sentía. No por ello perdió bocado y terminaba felizmente aquella importante operación, cuando volvió el doctor para anunciarle que estaba dispuesto el dormitorio que le habían destinado.
—¡Cómo, capitán! ¿Está usted comiendo? —exclamó el Esculapio, inmóvil por la sorpresa—. ¿Es que quiere morir?
—¡En absoluto! —respondió Lawton, levantándose de la mesa y saludando a las damas—. Por eso me cuidé de renovar los principios de la vida.
Sitgreaves murmuró unas palabras de descontento y salió del comedor, seguido del capitán y su teniente.
Había entonces, en todas las casas de América, lo que se llamaba la habitación hermosa; y la de Locust, gracias a la invisible influencia de Sara, se destinó al coronel Wellmere. La noche, muy fría, debió hacer aún más confortable, para los miembros del oficial inglés, un precioso edredón que servía de cubierta en su lecho; un vaso de plata, adornado con las armas de la familia Wharton, contenía el brebaje que debía tomar durante la noche. En cambio, los dos capitanes americanos sólo tenían en sus dormitorios unos vasos de buena porcelana. Sara no se confesaba aquellas preferencias por el inglés, pero era cierto que, excepto por el dolor de sus magulladuras, Lawton se habría preocupado muy poco del lecho y de los vasos, con tal de que la bebida fuera de su gusto; ya estaba acostumbrado a acostarse enteramente vestido y, hasta, de vez en cuando, pasaba la noche sobre su silla.
Después de tomar posesión de una pequeña estancia —donde, por otra parte, no faltaba nada para hacerla cómoda—, el doctor le preguntó en qué parte de su cuerpo estaba el mal que le aquejaba; y ya comenzaba a pasar su mano por él, cuando el capitán exclamó con viva impaciencia:
—¡Por el amor del cielo, Sitgreaves, tire usted esa maldita sierra! Sólo verla me hiela la sangre en las venas.
—Capitán Lawton —contestó el doctor—, es inconcebible que un hombre que ha expuesto su vida y sus miembros en tantos combates, se espante al ver un instrumento tan útil.
—¡Que el cielo me preserve de probar su utilidad! —replicó Lawton, estremeciéndose.
—Estoy seguro de que usted no cerraría los ojos a la luz de la ciencia —continuó el incorregible operador—. ¿Acaso rehusaría los socorros del cirujano, si una sierra le fuera necesaria?
—Los rehusaría.
—¿Cómo es eso?
—Sí. Mientras me quedaran fuerzas para defenderme, usted no me despedazaría como a un cuarto de vaca. Pero, vamos adelante, porque el sueño me puede. ¿Tengo rota alguna costilla?
—No.
—¿Todos mis huesos están en buen estado?
—Sí.
—Masón, acérqueme esa botella.
Y después de beber un gran vaso de vino, volvió la espalda a sus dos compañeros con gesto deliberado, y les dijo con el mejor humor:
—¡Buenas noches, Masón! ¡Buenas noches, Galeno!
El capitán Lawton sentía un profundo respeto por los conocimientos quirúrgicos del doctor Sitgreaves, pero también un completo escepticismo por los remedios medicinales, cuyos efectos se operaban interiormente. Solía decir que un hombre que tiene el estómago lleno, el corazón firme y la conciencia limpia, podía desafiar al mundo y a todas sus vicisitudes. La naturaleza le había concedido la firmeza de corazón; y en cuanto a los otros dos puntos necesarios para completar la prosperidad humana, la verdad nos obliga a confesar que también procuraba no hacerse muchos reproches. Una de sus máximas favoritas, era que las últimas partes del cuerpo humano atacadas por la muerte, eran: primero, las mandíbulas y después los ojos; de lo cual, concluía, que la dieta era contra natura y que los ojos debían velar para que no entrara en el santuario de la boca nada que no fuese agradable.
El cirujano, que conocía perfectamente las opiniones del capitán, le lanzó una mirada de lástima, mientras él le daba la espalda con tan poca consideración. Volvió a meter en su caja farmacéutica, con un cuidado que rayaba en la veneración, algunos frascos que había sacado, blandió con aire de triunfo su sierra, y sin dignarse dirigir una palabra al capitán, fue a visitar al oficial instalado en la «habitación hermosa». Masón iba a desear buenas noches a su capitán, pero dándose cuenta, por su respiración, de que ya estaba dormido, se apresuró a despedirse de las damas, volvió a montar a caballo y partió al galope para reunirse con sus hombres.