«Toda la región cercana quedó devastada por el hierro y por el fuego; perecieron por igual la madre en ciernes y el niño recién nacido; pero cosas así suceden siempre después de una gloriosa victoria».
Anónimo.
El silencio siguió a los últimos ruidos del combate, y los moradores de Locust, siempre hundidos en la inquietud, aún no conocían su resultado. Francés continuaba haciendo esfuerzos para impedir que aquellos terribles estruendos llegaran a sus oídos y, en vano, pretendía armarse de valor para escuchar las noticias que temía. El campo en donde tuvo lugar la carga contra la infantería estaba a una milla escasa de Locust, y hasta pudo oír los gritos de los soldados entre una y otra descarga.
Después de presenciar la fuga de su hijo, Mr. Wharton fue a reunirse con Sara y su cuñada, en la habitación que había escogido para retirarse; y Francés, no pudiendo soportar más su penosa incertidumbre, no tardó en ir junto al pequeño grupo. Encargaron a César que buscara alguna información sobre el estado de las cosas de fuera y de averiguar a qué bandera correspondió la victoria. Entonces, el padre contó a la asombrada familia cómo se había evadido Henry, con todas las circunstancias del hecho. Y aún estaban las tres damas debatiéndose con la sorpresa, cuando se abrió la puerta y vieron aparecer al capitán Wharton, acompañado por dos guías y seguido por César.
—¡Henry, hijo mío! —exclamó el padre, tendiéndole los brazos y sin fuerzas para levantarse. ¿Eres tú? ¿Vienes prisionero otra vez? ¿Sigue peligrando tu vida?
—La fortuna ha favorecido a los rebeldes —respondió Henry, esforzándose por sonreír y cogiendo las manos de sus afligidas hermanas—. Hice todo lo que pude por conseguir mi libertad, pero se diría que el espíritu de rebeldía se ha extendido hasta a los animales: el maldito caballo que montaba, me llevó, contra mi voluntad, hasta en medio de las tropas de Dunwoodie.
—¡Y estás prisionero por segunda vez! —exclamó el padre, mirando con horror a los dos guías armados que entraron con su hijo.
—Así es —respondió Henry—. Aquel señor Lawton, que tan buenos ojos tiene, me ha reducido nuevamente a cautiverio.
—¿Por qué usted no haber matado? —preguntó César, sin preocuparse de las inquietas miradas y de las pálidas mejillas de las tres damas.
—Eso es más fácil de decir que de hacer, señor César —le contestó Wharton, sonriendo, mirando a los guías—. Y más cuando a estos caballeros se les antojó privarme de mi mejor brazo.
—¡Estás herido! —exclamaron sus hermanas, que hasta entonces no habían reparado en el pañuelo que le sostenía el brazo derecho.
—Sólo es un arañazo —explicó Henry, extendiendo el brazo para demostrar que no les engañaba—. Pero me ha impedido que lo usara en los momentos más críticos.
—Obligaron a la ardilla a que subiera al árbol —dijo uno de los guías—, y sólo se han ido para dejar al pie un buen perro de caza que esperará a que baje.
—Si —añadió secamente su compañero—, y responde de que el capitán Lawton contará las narices de los que quedan, antes de que vuelvan a sus barcas.
Durante ese diálogo, Francés sólo pudo sostenerse, apoyándose en el respaldo de una silla; escuchaba con mortal inquietud cada sílaba que se pronunciaba, cambiando de color a cada momento y temblándole el cuerpo entero. Por último, armándose de un valor desesperado, preguntó:
—¿Hay algún oficial herido del lado de… de un lado o de otro?
—¡Qué duda cabe! —contestó rudamente el mismo guía—. Los jóvenes oficiales del Sur tienen tanto ardor, que rara vez nos batimos sin que caiga uno o dos. Un herido que llegó antes que los demás, me dijo que el capitán Singleton había muerto y que el mayor Dunwoodie…
Francés no oyó más, pues se habla desplomado en una silla, privada de sentido. Los auxilios que le prodigaron la volvieron pronto en sí, y Henry se volvió al guía para preguntarle:
—¿Acaso el mayor está herido?
—¿Herido? —respondió, sin poner atención en las conmociones de la familia—. No, desde luego. Si alguna bala pudiese matarle, hace tiempo que ya no viviría. Pero, como dice el refrán, el que nace para ser colgado nunca se ahogará. Lo que iba a decir, es que el mayor se apenó mucho por la muerte del capitán Singleton. De haber sabido el interés que siente por él la señorita, me habría explicado mejor.
Francés enrojeció de nuevo; llena de confusión, se levantó precipitadamente y, apoyándose en su tía, iba a salir de la estancia, cuando apareció el propio Dunwoodie. Al verle, su primera impresión fue la de una alegría incontenible; pero pronto se le añadió una sensación de angustia cuando se dio cuenta de la inusitada expresión de su rostro. Su frente brillaba todavía por el calor del combate, y su mirada era grave, fija y penetrante; a la sonrisa cariñosa que solía iluminar sus facciones cuando estaba cerca de su amada, había sucedido un gesto inquieto y preocupado: toda su alma era presa de una fuerte emoción que se imponía a los demás, y comenzó por hablar del tema que más vivamente le preocupaba.
Dirigiéndose a Mr. Wharton, le dijo:
—Señor, en momentos como éste, se prescinde de ceremonias. Un oficial mío está peligrosamente herido, quizá mortalmente, y contando con su hospitalidad, le hice traer aquí.
—Y ha hecho usted muy bien, caballero —le respondió el anciano, dándose cuenta de la importancia que tenía para su hijo el conquistar la benevolencia de las tropas americanas—. Mi casa está siempre abierta para los conciudadanos a quienes sea útil y, sobre todo, a los amigos del mayor Dunwoodie.
—Se lo agradezco, señor, por mí y por quien ahora no puede darle las gracias personalmente. ¿Quiere indicarme una habitación donde el cirujano le reconozca inmediatamente y me dé un informe sobre el estado en que se encuentra?
No se podía hacer objeción alguna a aquella demanda; pero Francés sintió un frío glacial en el corazón, cuando su pretendiente se retiró sin haberle dirigido una sola mirada.
En el amor de la mujer hay una abnegación que no admite rivalidad de clase alguna. Para ella es una pasión tiránica y cuando alguien lo da todo, lo espera todo a su vez. Francés había pasado horas de angustia por Dunwoodie, él acababa de verla ¡y se había marchado sin dirigirle una sonrisa ni una palabra! No por ello se enfrió el ardor de su pensamiento, pero sus esperanzas se debilitaron. Cuando pasaban por su lado los que llevaban al amigo del mayor, miró al que suponía rival en el cariño de su amado. El rostro, pálido y macilento, los ojos hundidos y la respiración fatigosa, le dieron una visión de la muerte bajo su más angustioso aspecto.
Dunwoodie iba a su lado, cogiéndole una mano, y no dejaba de recomendar a quienes le llevaban, que anduviesen con precaución; en una palabra, daba muestras de la mayor solicitud que en una ocasión como aquella puede inspirar el más tierno amigo. Francés marchaba delante del grupo y volvió la cabeza, al llegar a la puerta de la habitación a donde les conducía. Sólo cuando el mayor rozó su traje, al entrar, se atrevió a levantar hasta sus ojos, los suyos azules, llenos de dulzura; pero él no le devolvió la mirada y Francés, sin darse cuenta, suspiró antes de retirarse a la soledad de su apartamento.
El capitán Wharton había dado palabra a quienes le custodiaban de no intentar evadirse y así pudo ayudar a su padre a cumplir los deberes de hospitalidad. Mientras estaba ocupado en ello, encontró al doctor que le había curado el brazo con tanta destreza en el mismo campo de batalla y que ahora se dirigía al dormitorio destinado al oficial herido.
—¡Hola! —exclamó el discípulo de Esculapio—. Veo con gusto que se encuentra bien, pero espere un momento… ¿Tiene usted un alfiler? No, no, aquí llevo uno. Hay que impedir que el aire llegue a su herida, porque de otro modo, algún joven cirujano podría encontrar ocasión para hacer prácticas.
—¡No lo quiera Dios! —replicó el capitán a media voz, arreglando el pañuelo que llevaba como cabestrillo.
Mientras, Dunwoodie había aparecido en la puerta del dormitorio; exclamando con tono impaciente:
—¡Sitgreaves, dése prisa o George Singleton morirá desangrado!
—¡Cómo! ¿Es Singleton? —replicó el doctor, acelerando el paso, sinceramente conmovido—. ¡Justo cielo! ¿Es el pobre George?… Pero, vive todavía y, mientras haya un resto de vida, quedarán esperanzas… Será la primera herida grave que vea hoy, antes de que el paciente haya muerto. ¡El capitán Lawton enseña a sus soldados a manejar el sable con tan poca discreción! ¡Pobre George! Por fortuna, dicen que sólo ha sido una bala la que le ha herido…
Entró en el dormitorio y el joven Singleton volvió los ojos hacia él, haciendo un esfuerzo por sonreírse y tendiéndole la mano. En la mirada y en el ademán había algo que habló al corazón del doctor Sitgreaves y tuvo que quitarse las gafas para enjugarse una lágrima que le nublaba la vista.
Inmediatamente entró en funciones; pero, mientras hacía los preparativos previos, se entregó a su habitual locuacidad:
—Cuando se trata de una bala —dijo—, siempre tengo esperanzas; siempre queda alguna posibilidad de que no haya alcanzado ninguna parte vital. Pero los soldados del capitán Lawton golpean a diestra y siniestra, cortan la yugular o ponen los sesos al descubierto, y esas heridas son muy difíciles de curar porque, de ordinario, el herido muere antes de que el cirujano tenga tiempo para acudir. Yo, sólo una vez he conseguido volver el cerebro de un hombre a su sitio, aunque hoy lo intenté con tres. Por eso conozco el sitio del campo de batalla donde la gente del capitán Lawton ha cargado.
El grupo que rodeaba el lecho del herido, estaba demasiado acostumbrado a las maneras del cirujano jefe, para interrumpir su monólogo ni para contestarle y esperaron al momento en que terminara su examen. Llegó por fin. Dunwoodie, con los ojos fijos en los del médico, mantenía entre sus manos una del paciente. A Singleton se le escapó un quejido y el doctor, levantándose con vivacidad, dijo en voz alta:
—¡Qué gusto da seguir en el cuerpo humano el camino de una bala que parece haber circulado evitando todas las partes vitales! En cambio cuando el sable del capitán Lawton…
—¡Pero, hable! —dijo Dunwoodie, con voz apenas articulada—. ¿Hay alguna esperanza? ¿Podrá usted encontrar la bala?
—No es difícil encontrar lo que se tiene en la mano, mayor —respondió el cirujano, enseñándole el proyectil; y luego, disponiendo sus instrumentos, añadió—: Ha seguido un camino que nunca tomará el sable del capitán Lawton, a pesar de todos mis trabajos para enseñarle a manejarlo científicamente. ¿Creerá que he visto hoy, en el campo, un caballo cuya cabeza estaba casi separada del cuerpo?
—Ese caballo tiene mi marca —dijo Dunwoodie, con una mirada de renacida esperanza, que devolvió la sangre a sus mejillas—. Soy yo quien mató a ese caballo.
—¡Usted! —exclamó el doctor, dejando caer su bisturí de sondeo—. ¿Pero, no sabía que era un caballo?
—Confieso que tenía algunas sospechas —contestó el mayor, acercando un brebaje a los labios de su amigo.
El doctor continuó:
Golpes así, descargados sobre un cuerpo humano, siempre son funestos; hacen inútiles todos los esfuerzos de la ciencia, y no son necesarios en la batalla, donde basta con poner al enemigo fuera de combate. Muchas veces, mayor, después de una escaramuza mandada por el capitán Lawton, he recorrido el campo con la esperanza de encontrar alguna herida que fuera honroso curar. Pero, nada: ¡Sólo arañados o golpes mortales! Mayor Dunwoodie, un sable en manos inexpertas es un arma terrible. ¡Cuánto tiempo he perdido para que el capitán Lawton comprendiera esa verdad!
El mayor, impaciente, le señaló en silencio a su amigo, y el doctor, poniendo más rapidez en sus movimientos, añadió:
—¡Pobre George! ¡Se puede decir que ha escapado por poco! Pero…
Fue interrumpido por un enlace que avisaba al mayor de que su presencia era necesaria en el campo de batalla. Dunwoodie estrechó la mano de su amigo y dirigió una seña al doctor para que saliese con él.
—¿Qué opina usted? —le preguntó al llegar al pasillo—. ¿Cree que curará?
—Curará —respondió el médico, dando la vuelta para regresar al dormitorio.
—¡Alabado sea Dios! —exclamó Dunwoodie al bajar la escalera.
Antes de salir de la casa, entró un momento en el salón donde estaba la familia. La sonrisa había reaparecido en sus labios y, aunque hizo sus cumplidos apresuradamente, puso cordialidad en ellos. No habló de la evasión de Henry Wharton ni de los acontecimientos que le hicieron prisionero por segunda vez, fingiendo creer que el capitán inglés continuó donde le dejó antes de la batalla; en realidad, no se encontraron durante la acción. El joven Wharton se retiró en silencio a una ventana, con aires altivos y dejó que el mayor hablara al resto de su familia sin interrumpirle una sola vez.
A la agitación producida en las dos hermanas por los acontecimientos de la jornada, había sucedido una languidez que las mantenía en silencio y fue miss Peyton quien dirigió la palabra al mayor:
—Primo —le dijo, yendo hacia él, con una sonrisa cariñosa—. ¿Hay alguna esperanza de que tu amigo sobreviva a su herida?
—Las mayores esperanzas, querida. Sitgreaves dice que curará y el doctor nunca me ha engañado.
—Esa noticia me alegra casi tanto como a ti. Es imposible no interesarse por alguien a quien quiere el mayor Dunwoodie.
—Y que merece ser querido, prima. Es el genio bienhechor de mis tropas; no hay un solo oficial ni un soldado que no le tenga cariño. ¡Hay en él tanta generosidad y tanto candor y su carácter es tan franco y noble! Dulce como un corderillo, tierno como una paloma, sólo a la hora del combate se convierte en león.
—Hablas de él como de una amante —dijo miss Peyton, sonriendo y mirando rápidamente a su sobrina que, pálida y silenciosa, seguía sentada en su rincón.
—¡Es que le quiero lo mismo! —exclamó Dunwoodie, arrastrado por el calor de la amistad—. Pero necesita de cuidados, de muchos cuidados; ahora todo depende de cómo se le cuide.
—Puedes estar seguro —dijo miss Peyton con dignidad—, de que en esta casa nada le faltará a tu amigo.
—Perdón, querida: eres la misma bondad. Pero el estado de Singleton exige atenciones que muchos encontrarían penosas. Y en momentos como estos, es cuando el soldado necesita más la ternura compasiva de una mujer.
Al hablar así, puso sus ojos en Francés, quien se levantó y dijo:
—Tendremos con tu amigo todas las atenciones que las conveniencias permitan dar a un extraño.
—¡Ay, las conveniencias! —exclamó Dunwoodie, moviendo la cabeza—. Una palabra tan helada lo mataría. Lo que necesita son cuidados afectuosos, delicados, de continua entrega…
—Los cuidados que convienen a una hermana o a una esposa —continuó Francés ruborizándose todavía más.
—¡Una hermana! —repitió el mayor, mientras la sangre volvía a su rostro—. Tiene una, que podía estar aquí mañana temprano.
Luego, reflexionando en silencio lanzó a Francés una mirada inquieta y murmuró a media voz:
—La situación de Singleton lo exige y habrá que hacerlo.
Las tres damas se sorprendieron con el cambio que se había operado en su rostro.
—Si el capitán Singleton tiene una hermana, mis sobrinas y yo estaremos encantadas recibiéndola —dijo miss Peyton.
—Es preciso y no puedo hacer otra cosa —le replicó Dunwoodie, como arrepentido de la brusquedad que acababa de mostrar—. Esta misma tarde enviaré un mensajero.
Y, como si quisiera cambiar el tema de la conversación, se acercó al capitán Wharton y le dijo, en tono amistoso:
—Henry Wharton, el honor me es más caro que la vida, pero sé que puedo confiar en el tuyo. No te pondré guardias ni vigilancia alguna: tu palabra me basta. Sigue aquí hasta que nos vayamos de estos alrededores, lo que probablemente tardará unos días.
—Responderé a tu confianza, Dunwoodie —contestó Henry, ofreciéndole la mano, ya borrada la frialdad de su semblante—, aunque tuviese ante los ojos la horca que vuestro Washington destinó a André.
—Henry —replicó calurosamente el mayor—, demuestras conocer muy poco al hombre que manda nuestros ejércitos, porque de otro modo no le harías ese reproche… Pero, mi deber me llama. Adiós, te quedas donde quisiera estar yo, donde no se puede ser del todo desgraciado.
Y, al pasar junto a Francés la miró tan cariñosamente que le hizo olvidar la impresión recibida cuando llegó después de la batalla.
El coronel Singleton, padre de George, era uno de los tantos veteranos obligados por las circunstancias a renunciar al reposo merecido por sus años, para entregarse al servicio de la patria. Nacido en Georgia, desde su primera juventud se dedicó a la profesión de las armas. Ofreció su espada, cuando comenzó la lucha por la libertad y el respeto que inspiraba su reputación hizo que fuera aceptada. Pero su edad y su salud imposibilitaban toda tarea activa y se encargó sucesivamente de distintos puestos de importancia, en los que su patria pudo beneficiarse de su vigilancia y su fidelidad, sin inconvenientes para él.
Desde hacía un año tenía la responsabilidad de guardar los desfiladeros de las montañas y, en aquellos momentos, estaba a menos de una jornada del valle donde combatió Dunwoodie, acompañado de su hija, que era única; no tenía más hijo que el oficial herido de quien hemos hablado.
El mayor le envió un mensajero, con la desgraciada noticia del estado del capitán, con una invitación que, pronto y con seguridad, llevaría a la hermana junto al lecho del herido.
Cumplido ese deber, aunque con cierta resistencia que hacía sus inquietudes más vivas, Dunwoodie se dirigió al campo, donde estaban sus tropas. Mirando por encima de los árboles, se veía al resto de los ingleses, marchando por la montaña, en buen orden y con grandes precauciones, en dirección a sus barcas. El destacamento de Lawton los seguía a poca distancia, cabalgando en su flanco y esperando con impaciencia una ocasión favorable para atacarles. Por último, dejaron de verse unos y otros.
A poca distancia de Locust, había un pueblecito cruzado por varios caminos, desde donde resultaba fácil dirigirse a cualquier parte del país. Era un sitio favorito de la caballería para hacer alto y los destacamentos ligeros del ejército americano se detuvieron frecuentemente en él, cuando exploraban la comarca. Dunwoodie fue el primero en darse cuenta de las ventajas de su situación y como ahora se veía obligado a continuar por aquellos parajes, hasta recibir nuevas instrucciones, quiso aprovecharlo de nuevo. Así, ordenó a sus tropas que se pusieran en marcha en dirección al pueblecito, llevando sus heridos. Ya se había ocupado del penoso deber de dar tierra a los muertos.
Mientras tomaba sus disposiciones, se le presentó un nuevo motivo de molestia. Yendo de un lado a otro, vio al coronel Wellmere, solo y pensando en el revés sufrido, sin que nadie se ocupara de él como no fueran los oficiales americanos que pasaban por su lado y le demostraban su buena educación. Su inquietud por Singleton había borrado en la mente del mayor el recuerdo de su prisionero y se acercó a él para rogarle que excusara su negligencia.
El inglés acogió fríamente sus cortesías y se quejó de sufrir las consecuencias de lo que llamó una caída accidental del caballo. Dunwoodie, que vio cómo un dragón lo desarzonaba, por cierto con pocas ceremonias, sonrió ligeramente y le ofreció los servicios de un cirujano. Sólo podía hacerlo en Locust y, por tanto, hacia allí fueron los dos.
—¡El coronel Wellmere! —exclamó el joven Wharton, muy sorprendido al verles entrar—. ¿La suerte de la guerra no le ha tratado mejor que a mí? Sea bien venido a la casa de mi padre, aunque hubiese preferido presentarle a él en más felices circunstancias.
Mr. Wharton recibió a su nuevo huésped con la circunspección y la reserva que le eran habituales, y Dunwoodie salió de la estancia para dirigirse al dormitorio de Singleton. Allí le confirmaron sus esperanzas y dio cuenta al doctor de que necesitaba sus servicios otro herido, al que encontraría en el salón. Aquellas palabras bastaron para poner en movimiento al doctor que, cogiendo su estuche, se apresuró a buscar al personaje que reclamaba sus cuidados.
En la puerta del salón encontró a las señoras, que salían. Miss Peyton le detuvo un instante para pedirle noticias del capitán Singleton. Francés no pudo contener una sonrisa burlona, al ver la grotesca apariencia del médico calvo.
—Así, caballero —dijo miss Peyton, después de escuchar la explicación del cirujano sobre el estado del joven herido—, ¿podemos alegrarnos con la esperanza de su cura?
—Seguramente, señora —respondió el médico intentando, por respeto a la dama, encasquetarse la peluca—. Puede darse por segura, si recibe los cuidados y las atenciones convenientes.
—Nada le faltará, caballero —prometió dulcemente miss Peyton—. Todo cuanto tenemos aquí está a su servicio, y el mayor Dunwoodie acaba de enviar a un mensajero para que venga su hermana.
—¡Su hermana! —repitió el cirujano, con acento especialmente expresivo—. ¡Pues si el mayor la ha llamado, vendrá!
—Es de suponer que la peligrosa situación de su hermano la decida.
—Sin duda, señora —respondió lacónicamente el doctor, inclinándose y poniéndose a un lado para dejar pasar a las tres damas.
Pero lo que Sitgreaves acababa de decir y el tono de sus palabras no pasaron desapercibidos para Francés, en cuya presencia nunca se pronunciaba el nombre de Dunwoodie sin despertar toda su atención.
—Caballero… me han dicho que necesitaba mi ayuda —dijo el doctor al entrar en el salón, dirigiéndose al único uniforme encarnado que había—. Quiera el cielo que no haya tomado usted contacto con el capitán Lawton, porque en ese caso, probablemente, llego demasiado tarde.
—Creo que ha habido una confusión —dijo altivamente Wellmere—. El mayor Dunwoodie tenía que enviarme un doctor y no a una vieja.
—¡Si es el doctor Sitgreaves! —exclamó el capitán, conteniendo trabajosamente la risa—. Sus muchas ocupaciones le han impedido hoy que pusiera más cuidado en su apariencia.
—Excúseme, señor —dijo el coronel con gesto poco amable, y se quitó la levita para enseñar lo que llamaba su herida.
—Caballero —dijo secamente el doctor—; sin mis diplomas conseguidos en Edimburgo, mi práctica en vuestros hospitales de Londres, la amputación, de cientos de miembros, la teoría y la experiencia dé las operaciones más sabias a que pueda someterse el cuerpo humano, más una buena conciencia y el cargo de doctor en cirugía, encomendado por nuestro Congreso, pueden hacer un buen cirujano, tengo derecho a ostentar ese título.
—Perdón, señor —repitió el coronel, sin abandonar su tiesura—. El capitán Wharton acaba de explicarme el motivo de mi equivocación.
—Doy las gracias al capitán —le replicó Sitgreaves, mientras disponía sobre una mesa los instrumentos necesarios para una amputación, y ello con una sangre fría que hizo estremecer al coronel—. Ahora, caballero, dígame dónde está su herida, ¡cómo! ¿Este arañazo en la espalda? ¿Quién le ha herido así?
—Un dragón del bando rebelde.
—¡Imposible, caballero! Sé muy bien cómo hieren los dragones. Hasta el pobre Singleton lo hubiera hecho con más fuerza. Por otra parte, señor —añadió, aplicándole en un hombro un trozo de lo que comúnmente se llama tafetán de Inglaterra—, creo que esto será suficiente: porque estoy seguro de que era todo lo que deseaba de mí.
—¿Qué quiere decir, caballero? —preguntó, altivamente, el coronel.
—Que usted quería incluirse entre los heridos, cuando redactara su informe —respondió el doctor—. Puede añadir que le ha curado una vieja; no es exactamente la verdad, pero lo cierto es que, a falta de cirujano, con una vieja le hubiera bastado.
—¡Qué modo más raro de expresarse! —murmuró el coronel inglés.
El capitán Wharton tuvo que intervenir nuevamente y explicar que el error de Wellmere debía atribuirse a su legítimo enfado y a los sufrimientos de su cuerpo; así consiguió ablandar al insultado doctor, que consintió en examinar las demás heridas del oficial inglés. No pasaban de ser contusiones producidas por la caída del caballo, y Sitgreaves se retiró, después de haberles aplicado apresuradamente los oportunos remedios.
La caballería, después de refrescarse como necesitaba, se dispuso a marchar hacia el pequeño pueblo que mencionamos, y Dunwoodie se ocupó de los prisioneros. Resolvió que Sitgreaves continuara en casa de Mr. Wharton, para que cuidase más asiduamente al capitán Singleton, y Henry le solicitó que el coronel Wellmere permaneciese también allí, dando su palabra de honor, hasta que las tropas americanas salieran de los alrededores.
El mayor consintió con facilidad; a los demás prisioneros los reunió y los hizo conducir al interior de la comarca, bajo la guardia de una fuerte escolta. Poco después se pusieron en marcha los dragones y los guías se distribuyeron en pequeños grupos; acompañados por algunas patrullas de jinetes virginianos, se extendieron por toda la comarca, formando una línea de centinelas, que iba desde el mar hasta el río Hudson.
Después de despedirles, Dunwoodie se detuvo frente a Locust; le costaba alejarse de allí, aunque lo atribuía a la solicitud por su amigo herido.
Lanzando una última mirada a aquella casa de cuya proximidad no podía arrancarse, recordó únicamente que encerraba lo que le era más precioso. El amigo de su juventud estaba prisionero allí, en circunstancias que amenazaban su vida y su honor; un querido compañero de armas, que sabía embellecer las ruidosas diversiones de un campamento con las gracias serenas de la paz, estaba tendido en el lecho del dolor, víctima del éxito que había conseguido. Por último, la imagen de la muchacha que, durante todo el día, sólo ejerció sobre su corazón una soberanía compartida, volvía a presentársele con sus más amables rasgos, alejando definitivamente a la gloria, rival suya.
El último rezagado de su cuerpo había desaparecido ya detrás de las montañas del Norte, y el mayor, muy contra su gusto, dirigió a su caballo hacia aquel camino. Francés, agitada por una inquietud que no le permitía el menor reposo, se adentró tímidamente en la terraza. El día fue puro y suave y el sol aún brillaba con todo su esplendor en un cielo sin nubes. Al estrépito que turbó el valle hasta poco antes, sucedía un silencio tan profundo como el de la muerte; y el hermoso panorama que se ofrecía a sus ojos, parecía no haber sido nunca escenario de pasiones humanas.
Sólo una nube, formada por el polvo y el humo del combate, flotaba aún sobre el campo de batalla y se disipaba gradualmente, como para no dejar sombra alguna sobre las humildes tumbas de las víctimas de la guerra. Todos los sentimientos que agitaban a Francés, todo el estruendo de una jornada tan fértil en acontecimientos, le parecieron, por un momento, sólo fantasías. Volvió la cabeza y vio cómo se alejaba el que fue principal actor de aquellas escenas. La realidad se le impuso, al reconocer a su amado y otros recuerdos la impulsaron a retirarse a su apartamento, con el corazón tan entristecido como el de Dunwoodie, cuando salía del valle.