«Durante la paz, nada hay que más convenga al hombre que la tranquilidad, la humildad y la modestia.
Pero cuando se hace oír la trompeta de la guerra, imitad al tigre: tended vuestros músculos, armaos de todas vuestras fuerzas, esconded el carácter apacible bajo una rabia ciega.
Os veo como lebreles atraillados, queriendo romper el lazo.
Ya corre veloz el ciervo; entregaos a vuestro ardor y, así animados, lanzad tremendos gritos».
Shakespeare.
La naturaleza del suelo americano y los bosques de que estaba cubierto, la distancia que le separaba de Inglaterra y la facilidad que su dominio del océano daba a los ingleses para transportar sus fuerzas rápidamente, de un punto a otro del escenario de la guerra: todo se había reunido para que sus jefes se determinaran a emplear poca caballería ligera, en sus esfuerzos por subyugar a las colonias sublevadas.
En todo el transcurso de la guerra, no enviaron desde Gran Bretaña más que un regimiento de caballería regular; pero, ciñéndose a las circunstancias y a los planes de los jefes de las tropas reales, se crearon en distintos lugares, legiones y cuerpos independientes. Algunos se componían de hombres reclutados en la misma colonia; se convertía en jinetes a soldados de los regimientos de línea, y se dejaba que olvidasen el manejo del mosquetón y de la bayoneta, para enseñarles el manejo del sable y la carabina. Así, un cuerpo de infantería auxiliar, el de los cazadores de Hesse, se transformó en un escuadrón de caballería pesada que aún no había rendido grandes servicios.
Por el contrario, la caballería americana estaba integrada por las mejores tropas de las colonias. La de las provincias del Sur se destacaba, sobre todo, por la disciplina y el arrojo; además, tenía por jefes a celosos patriotas cuyo entusiasmo se comunicaba a los soldados, que eran hombres escogidos cuidadosamente y muy propios para el servicio al que estaban destinados. Por otra parte, mientras los ingleses se limitaban a mantenerse en los puertos de mar y en las ciudades importantes, las tropas ligeras de los americanos eran dueñas de las campiñas y de todo el interior del país.
Las tropas americanas de línea sufrían esfuerzos incomparables, pero el entusiasmo redoblaba sus fuerzas y su resignación. Los jinetes iban bien montados y los caballos estaban bien nutridos y, por lo tanto, unos y otros reunían condiciones suficientes para rendir buenos servicios. Quizá en todo el mundo no se podría formar un cuerpo de caballería más bravo, más emprendedor e irresistible, como algunos del ejército continental, en la época de que estamos tratando.
El regimiento de Dunwoodie ya se había distinguido varias veces, y ahora esperaba con impaciencia el momento de avanzar hacia unos enemigos contra quienes rara vez había cargado en vano. Sus deseos no tardaron en verse cumplidos, pues apenas el comandante se acomodó de nuevo en su silla, un cuerpo de tropa enemiga desembocó en el valle, contorneando la base de una montaña que cortaba el horizonte por el Sur. A los pocos minutos, el mayor ya podía distinguirlo claramente.
Entre los que marchaban en primera línea, reconoció el uniforme verde de los vaqueros y, en segunda, los cascos de cuero y las sillas de madera de los cazadores de Hesse. Su número no sería muy superior al de sus hombres.
El enemigo hizo alto cuando llegó frente a la choza de Birch, se puso en línea y tomó sus disposiciones para lanzar una carga. En aquellos momentos, apareció en el extremo del valle otro cuerpo de infantería, y se dirigió hacia el pequeño río que antes mencionamos.
El mayor Dunwoodie se distinguía tanto por su serenidad y su buen juicio como por una intrepidez a toda prueba, cuando la ocasión así lo exigía. Inmediatamente vio que las ventajas estaban de su parte y resolvió aprovecharlas. La columna que mandaba comenzó a retirarse despacio y, el joven alemán que mandaba la caballería enemiga, temiendo perderse una fácil victoria, dio la orden de cargar. Pocas tropas tenían la impetuosidad de los vaqueros y se lanzaron con la confianza que les infundía la retirada del enemigo y el avance de la columna que formaba su retaguardia. Los de Hesse les seguían más lentamente, pero en mejor orden. Entonces, las trompetas de los virginianos dejaron oír sus toques, largos y enérgicos, y las del destacamento emboscado respondieron con una fuerza que infundió el terror en el corazón de los enemigos. La columna de Dunwoodie dio la vuelta en aquel instante; y cuando recibió la orden de cargar, apareció la tropa de Lawton, con su capitán en cabeza, blandiendo su sable y animando a sus soldados con los acentos de una voz que se hacía oír por encima de los sones de la música marcial.
Aquella doble carga les pareció demasiado peligrosa a los vaqueros; huyeron sin esperar a más y se dispersaron por distintos lugares a toda la velocidad de sus caballos, los mejores del West Chester. Sólo un pequeño número resultó herido, pero los que fueron alcanzados por el brazo vengador de sus conciudadanos no vivieron lo suficiente para decir quién les asestó el golpe fatal.
Lo peor tuvieron que sufrirlo los pobres súbditos del príncipe alemán. Acostumbrados a una disciplina severa y a una obediencia pasiva, aquellos desgraciados aguantaron la carga con intrepidez; pero fueron barridos por los fogosos caballos y los nervudos brazos de sus antagonistas, como briznas de paja llevadas por el viento. Más de uno pereció materialmente aplastado por los cascos de los caballos y pronto el campo de batalla quedó sin un enemigo a la vista de Dunwoodie. La proximidad de la infantería inglesa impidió que los persiguiera y los pocos de Hesse que quedaron sin heridas fueron a protegerse detrás de aquellas tropas.
Los vaqueros, más hábiles y astutos, se dividieron en pequeñas bandas y tomaron caminos distintos, hasta regresar a su anterior posición ante Haarlem. Más de un pacífico labrador sufrió por aquella derrota, en su persona, en sus ganados o en sus bienes; pues la dispersión de un cuerpo de vaqueros no hacía sino extender a mayor terreno sus depredaciones.
Como era de esperar, pues, la batalla se dio muy cerca de Locust y los moradores de la casa la siguieron con un interés que estaba en todos los corazones, desde el salón hasta la cocina. Pero el miedo y el terror, impidieron a las damas ser espectadoras del combate. Francés continuó en la actitud que describimos, elevando al cielo oraciones por la seguridad de sus conciudadanos, aunque en el fondo de su alma la patria tenía las graciosas facciones del mayor Dunwoodie. La devoción de su hermana y de su tía era menos exclusiva; pero el triunfo que Sara esperaba le daba menor contento a medida que el testimonio de sus sentidos le hacía conocer los horrores de la guerra.
Los moradores de la cocina de Mr. Wharton eran cuatro: César y su mujer, su hija pequeña, una negrita de veinte años y el joven de quien ya hablamos. Aquellos negros eran el resto de una tropa de esclavos llevados a la finca por un antepasado materno de Mr. Wharton, descendiente de los primeros colonos holandeses; el tiempo, la depravación de las costumbres y la muerte, los había reducido a tan pequeño número. En cuanto al joven blanco, fue ingresado a la servidumbre por miss Peyton, para que ayudase a los trabajos de la casa y cumpliera las funciones habituales de un lacayo.
César, después de tomar la precaución de resguardarse detrás de una esquina, en previsión de cualquier bala perdida que llegase de aquel lado, fue fiel espectador de la acción y se interesó por ella. El centinela de la terraza sólo estaba a unos pasos de él y seguía la caza con el ardor de un sabueso. Mientras estaba vuelto hacia el enemigo, ofreciendo pecho descubierto a todos los peligros que le pudiesen amenazar, miraba con una sonrisa de desprecio la prudente posición que había tomado el negro.
Después de contemplarle unos instantes con infinito desdén, le dijo:
—Señor Piel-Negra, parece usted muy cuidadoso de su preciosa persona.
—Yo suponer que bala atravesar piel de color, igual que piel blanca —respondió César de mal talante, pero mirando con aire satisfecho la pared que le servía de parapeto.
—Pero eso es sólo una suposición. ¿Quiere que hagamos una prueba? —dijo el dragón, soltando un pistolete del cinto y apuntando al negro.
Los dientes de César castañetearon de espanto, aunque no creyera que el dragón hablase en serio. En aquel momento, la columna de Dunwoodie comenzó a retroceder, mientras la caballería real se disponía a la carga.
—¡Usted, caballería ligera! —exclamó César, creyendo que, en verdad, los americanos emprendían la huida—. Rebeldes en derrota, tropa del rey George hacer correr tropa señor Dunwoodie… Ser buen hombre el mayor, pero no bastar para combatir a las tropas regulares.
—¡Al diablo con las tropas regulares! —dijo el dragón—. ¡Espera un momento, negro, y cuando el capitán Jack Lawton salga de su emboscada, ya verás cómo esos miserables vaqueros se dispersan como patos salvajes que han perdido a su guía!
César creía que el destacamento del capitán Lawton se había situado detrás de una montaña por el mismo motivo que le impulsó a él a poner una esquina entre su cuerpo y el campo de batalla; pero los hechos confirmaron pronto la predicción del centinela y el negro vio, lleno de consternación, la completa derrota de la caballería real.
El dragón manifestó su alegría por el éxito de sus camaradas, lanzando grandes gritos que pronto atrajeron a la ventana del salón al compañero que vigilaba de cerca al capitán Wharton.
—¡Mira, Tom! —le gritó el centinela, arrebatado—. ¡Mira cómo el capitán Lawton hace saltar el gorro de cuero de ese alemán! ¡Mira con qué golpe el mayor ha tirado del caballo a ese oficial! ¡Pardiez! ¿Por qué no le ha matado a él, en vez de matar a su montura?
Como aún disparaban algunos tiros contra los vaqueros en fuga, una bala perdida, ya sin fuerza, rompió un cristal a poca distancia de donde estaba César. Imitando en seguida la postura del gran Tentador de los hombres, el negro gateó, buscando una protección más segura en el interior de la casa y luego corrió hacia el salón.
Casi frente a la casa, había un campito cercado por una pequeña valla, donde los caballos de los dos dragones fueron atados, en espera de ser montados por sus dueños. Los victoriosos americanos perseguían a los de Hesse en su retirada, hasta quedar bajo la protección de la infantería; pero dos vaqueros, amigos del pillaje, se habían escondido en el cercado y, al abrigo de todo peligro inmediato, cedieron a una tentación a la que pocos soldados de su cuerpo podían resistir: la de apoderarse de dos caballos.
Con un atrevimiento y una presencia de espíritu que probaban una larga experiencia en esa clase de hazañas, corrieron hacia su presa con un movimiento casi espontáneo. Y estaban ocupados en desatar las cuerdas que ligaban a los caballos, cuando el dragón de guardia en el césped, disparó contra ellos dos tiros de pistola y corrió hacia el cercado, sable en mano, para oponerse al robo.
El compañero que estaba en el salón, al ver entrar a César, había redoblado su vigilancia del prisionero; pero el otro incidente le llevó de nuevo hacia la ventana. Avanzando medio cuerpo fuera, intentó que su presencia, sus imprecaciones y sus amenazas, espantaran a los merodeadores y soltaran la presa. El momento era propicio para Henry y la tentación muy fuerte: trescientos compañeros suyos estaban a una milla de distancia y caballos sin dueño corrían por todo el valle. Entonces, cogiendo bruscamente por los pies al sorprendido guardián, lo echó de cabeza sobre el césped. César se precipitó fuera de la habitación, salió al vestíbulo y corrió el cerrojo de la puerta principal de la casa.
Como la caída del soldado no fue peligrosa, se levantó en seguida y su furor se volvió contra el prisionero; sin embargo, le fue imposible escalar la fachada teniendo enfrente a su enemigo. Entonces, corrió a la puerta y la encontró cerrada.
Mientras, su compañero le pedía ayuda a grandes gritos y el desconcertado dragón, apartando todo pensamiento, se dirigió al cercado. Aún quedaba suelto uno de los caballos, pero el otro ya estaba atado a la silla de un vaquero. Los dos escaparon en dirección a la fachada trasera del edificio, perseguidos por los dragones; pronto se entabló combate y sonaron los golpes de los sables y el grito de sus imprecaciones. César abrió rápidamente la puerta, y señalando a su joven dueño el caballo que pastaba tranquilamente la hierba del cercado, exclamó:
—¡Usted correr ahora, massa Henry! ¡Correr, correr rápido!
El capitán Wharton saltó ágilmente a la silla, diciendo:
—¡Sí, viejo amigo, ahora sí es momento de correr!
Hizo un rápido gesto de adiós a su padre, que estaba en una ventana, mudo por la emoción, aunque tendió su mano como para bendecirle…
Henry aún tuvo tiempo para decir al negro:
—¡Que Dios le bendiga, César! ¡Salude a mis hermanas por mí!
Y partió con la velocidad del rayo.
Afortunadamente para el capitán Wharton, los ojos clarividentes de Lawton estaban ocupados entonces en examinar, con ayuda de un catalejo de bolsillo, a la columna de infantería inglesa que mantenía sus posiciones en la orilla del río, mientras que el resto de los cazadores de Hesse continuaba reuniéndose detrás de sus líneas. El caballo montado por Wharton era uno de los mejores de Virginia y lo llevaba, a lo largo del valle, con la rapidez del viento. El corazón del joven latía ya con el placer de la libertad recobrada, cuando oyó que una voz, que reconoció en seguida, le gritaba muy alto:
—¡Bravo, capitán! ¡No escatime el látigo, y gire a la izquierda, antes de atravesar el río!
Muy sorprendido, Wharton miró hacia el sitio de donde salió la voz, y vio a Harvey Birch en la cima de una roca avanzada, que dominaba todo el valle. A sus pies estaba el eterno fardo, cuyo volumen había disminuido mucho y agitó su sombrero en el aire, como para mostrar su alegría, cuando pasó ante él el capitán inglés. Wharton siguió el consejo de aquel hombre misterioso y, encontrando a su izquierda un sendero que llevaba a la gran carretera que atravesaba el valle, corrió hacia él, llegando muy pronto frente a la posición de sus amigos y, después de atravesar el puente, detuvo su corcel ante un antiguo compañero, el coronel Wellmere.
—¡El capitán Wharton! —exclamó el coronel—. ¡Con traje azul y montando un caballo de los dragones rebeldes! ¿Viene del cielo, con ese equipo?
—¡Gracias a Dios —respondió Henry, todavía sin aliento—, me veo seguro y lejos de mis enemigos! Aún no hace cinco minutos que estaba prisionero y amenazado con la horca.
—¿Con la horca? ¿Esos traidores a su rey se hubieran atrevido a otro asesinato a sangre fría? ¿No les basta con haberse cubierto con la sangre del infortunado André? ¿Y qué motivo alegaban para amenazarle de ese modo?
—El mismo que exhibieron para quitar la vida a André —contestó el capitán.
Dunwoodie tenía a sus tropas dispersas, hacía llevar a sitio seguro a los pocos prisioneros que habían cogido, y se retiraba al terreno en donde estaba cuando apareció el enemigo. Satisfecho por el éxito ya logrado, y creyendo a los ingleses demasiado prudentes para facilitarle ocasión de otro, pensaba en llamar a sus guías, dejar en el campo un fuerte destacamento que vigilase los movimientos del enemigo y retirarse unas millas más lejos, en lugar conveniente para pasar la noche. El capitán Lawton escuchaba de mala gana los argumentos de su jefe y seguía utilizando su querido catalejo, en busca de algún modo de atacar ventajosamente a la infantería inglesa. De pronto, exclamó:
—¿Qué significa esto? ¿Un traje azul en medio de todos esos caballeros vestidos de encarnado?
Y volviendo a su catalejo, continuó:
—Tan cierto como que espero volver a Virginia, ese es mi amigo disfrazado, el guapo capitán Wharton, del 60° regimiento, que se ha escapado de los dos mejores dragones de mi compañía.
Apenas acababa de hablar, cuando llegó el héroe virginiano que había sobrevivido a su compañero, montado en su caballo y llevando los dos de los vaqueros. Dio cuenta al capitán de la muerte de su camarada y de la evasión de su prisionero y Lawton le escuchó muy molesto pero sin enfado; el difunto era el encargado de vigilar al prisionero y el otro no merecía ser reñido por defender los caballos que estaban bajo su especial custodia.
Aquella noticia produjo un completo cambio en las ideas del mayor Dunwoodie, pues en seguida se dio cuenta de que la evasión del prisionero comprometía su reputación. Anuló la orden que acababa de dar para el retorno de los guías y buscó con tanto interés como el impetuoso Lawton, un modo ventajoso de atacar al enemigo.
Sólo dos horas antes, Dunwoodie consideraba como la peor desgracia de su vida el azar que hizo cautivo a Henry Wharton; ahora, ardía en deseos de encontrar ocasión para volver a apresar a su amigo, aun con riesgo de su propia vida. Todas las demás consideraciones desaparecieron de su mente, y quizá no hubiese tardado en imitar la temeridad de Lawton si, en aquel momento preciso, Wellmere, en cabeza de su tropa, no atraviesa el río para entrar en la llanura.
—¡Aquí está! —exclamó el capitán, lleno de alegría, señalando con la mano el movimiento que se estaba iniciando—. ¡Aquí está John Bull, entrando en la ratonera con los ojos abiertos!
—Es imposible que quiera desplegar su columna en esta llanura —dijo Dunwoodie—. Wharton tiene que haberle avisado de que hay gente emboscada.
—¡Pues como lo haga —terminó Lawton, saltando sobre su caballo—, no dejaremos diez pieles enteras en su batallón!
Las dudas no se prolongaron mucho tiempo; las tropas inglesas, después de haberse internado un corto trecho en la llanura, comenzaron a desplegarse con una precisión que les hubiera honrado mucho, en un día de revista, en Hyde Park.
—¡A caballo! —gritó Dunwoodie—. ¡A caballo!
La orden fue repetida por Lawton con voz tan poderosa, que llegó a los oídos de César, asomado entonces a una ventana de la casa.
Mientras que la línea británica avanzaba despacio y en el más perfecto orden, los guías iniciaron un fuego mortífero, cuyos efectos se hicieron sentir duramente en la parte de las tropas reales que marchaban por aquel lado. Atendiendo a los consejos de un veterano que mandaba el cuerpo como segundo jefe, Wellmere ordenó a dos compañías que desalojaran a los americanos de su posición emboscada. Aquel movimiento originó una ligera confusión, que Dunwoodie aprovechó para dar una carga.
Difícilmente se hubiera encontrado un terreno más favorable para las maniobras de la caballería y el ataque de los virginianos fue irresistible. Estuvo dirigido principalmente contra el flanco opuesto al bosque, para no exponer a los americanos al fuego de sus escondidos compañeros. Wellmere estaba a la izquierda de su línea y fue derribado por la furia de los asaltantes. Dunwoodie llegó a tiempo para salvarle la vida, parando el golpe que iba a asestarle uno de sus dragones; después de levantarlo, le hizo montar a un caballo y lo puso bajo la guardia de un suboficial.
En el otro flanco, el jefe inglés que había aconsejado el ataque contra los guías se encargó de dirigirlo, pero aquella tropa irregular no esperó a que se hiciese realidad aquella amenaza; en fin de cuentas, ya había cumplido su misión y se retiró a lo largo de las lindes del bosque, para volver a montar en sus caballos, dejados en el otro extremo del valle, bajo la custodia de un piquete.
Los americanos, entre tanto, habían rebasado el flanco izquierdo de la línea inglesa, Ja atacaban por retaguardia, completando la derrota por aquel lado. Pero el oficial que mandaba como segundo el cuerpo británico, viendo lo que sucedía, dio un cuarto de vuelta con su destacamento y comenzó un nutrido fuego sobre los dragones. Henry Wharton, que le acompañó como voluntario para desalojar a los guías del bosque, fue alcanzado por una bala en el brazo derecho, lo que le obligó a coger la brida con la mano izquierda. Mientras los dragones pasaban, llenando el aire con sus gritos y con los sones guerreros de sus trompetas, el corcel virginiano que montaba el joven capitán se puso ingobernable: se desbocó, se encabritó y como la herida de Henry le impedía dominarlo, en menos de un minuto y muy en contra de su voluntad, se vio galopando junto al capitán Lawton. El gigante comprendió con una sola mirada la triste situación de su nuevo compañero; pero en aquellos momentos estaba cargando ya sobre la línea inglesa y sólo tuvo tiempo para decir:
—El caballo conoce la buena causa mejor que el caballero. ¡Capitán Wharton, sea bien venido a las filas de los amigos de la libertad!
En cuanto terminó el ataque, Lawton no perdió un instante para hacerse cargo, por segunda vez, de su prisionero; vio que estaba herido y ordenó que le condujeran a la retaguardia.
Los jinetes virginianos no trataron demasiado bien a la parte de las tropas reales que estaban a su merced. Dunwoodie, viendo que los de Hesse que escaparon del primer encuentro aparecían de nuevo en la llanura, mandó que se les atacara; los caballos de los alemanes, cansados y mal nutridos, no pudieron resistir el choque de la caballería de Virginia y los restos de aquel cuerpo fueron muy pronto destruidos o dispersados.
En cambio, una parte de los soldados ingleses se aprovecharon de la humareda y de la confusión que reinaba en el campo de batalla y consiguieron situarse detrás de sus camaradas; luego, se alinearon con buen orden en una línea paralela al bosque, aunque no se atrevían a abrir fuego, por miedo a herir a sus amigos. Por último, recibieron orden de internarse entre los árboles y de formar una segunda línea, al abrigo de los troncos.
Apenas ejecutada la maniobra, el capitán Lawton llamó a un joven que mandaba una compañía junto a la suya y le propuso cargar contra la segunda línea para intentar romperla. La proposición fue aceptada con el mismo ardor con que fue hecha y en el mismo instante dieron las órdenes precisas.
Su impetuosidad impidió a Lawton tomar las precauciones necesarias para asegurar el éxito; la caballería fue rechazada en desorden y Lawton y su compañero se contaron entre las víctimas. Afortunadamente para los virginianos, el mayor Dunwoodie llegó en el momento crítico y vio a sus tropas en desorden: al joven Singleton —a quien estimaba mucho por sus excelentes cualidades—, tendido a sus pies y nadando en sangre; a Lawton, caído del caballo y sin conocimiento…
Los ojos del joven guerrero brillaron con más fuego que nunca y se lanzó entre el enemigo y sus dragones, recordándoles su deber. Su presencia y sus palabras obraron milagros: cesaron los clamores, la línea volvió a formarse con rapidez y precisión y las trompetas llamaron al ataque. Conducidos por su jefe, los virginianos partieron a la carga con un ímpetu al que nada podía resistir. En pocos instantes, la llanura fue barrida de los ingleses que allí se encontraban y el que no cayó bajo el sable del vencedor, buscó refugio en el bosque. Dunwoodie se mantuvo a cierta distancia para no exponer a su tropa al fuego de los ingleses escondidos y comenzaron a ocuparse del penoso deber de recoger a los muertos y a los heridos.
El sargento encargado de la custodia del capitán Wharton, se apresuró a llevarle hasta donde estaba el doctor Sitgreaves para que se sometiese a una primera cura.
—Aquí está el doctor, caballero —dijo el sargento a Henry con la mayor calma. En un abrir y cerrar de ojos, le arreglará el brazo.
Y dirigiendo una señal a los guías para que se acercaran, les dijo unas palabras en voz baja, señalando al prisionero, y partió al galope, para reunirse con sus camaradas.
Wharton se acercó al extraño personaje y viendo que no le prestaba la menor atención, iba a dirigirle la palabra rogándole que le curase el brazo, cuando oyó pronunciar el monólogo siguiente:
—Estoy tan seguro de que este hombre ha sido muerto por el capitán Lawton como si yo mismo hubiera descargado el golpe. Y, sin embargo, ¡cuántas veces le habré dicho el modo de poner fuera de combate a un adversario, sin destruir el principio de la vida! Es una crueldad obrar así con el género humano, y además, una falta de respeto por la ciencia. Es no dejarla hacer nada.
—Caballero —dijo entonces Henry—, si tuviese usted tiempo, ¿podría examinar una ligera herida?
—¡Ah! —exclamó el doctor, observándole de pies a cabeza—. ¿Viene usted de allí? Dígame, ¿qué tal van las cosas?
—Puedo decirle que hacía calor —contestó Henry, mientras el cirujano le ayudaba a quitarse la levita.
—¡Calor! —repitió el médico, siguiendo su operación—. Me alegro. Como usted sabe, mientras haya calor, hay vida y hay esperanza. Pero aquí mi arte no tiene utilidad alguna. He vuelto a meter el cerebro en la cabeza de un herido, pero creo que estaba muerto antes de que lo tocara. Es un caso muy curioso, caballero, y se lo enseñaré; está ahí, detrás de esa cerca, donde verá tantos cuerpos amontonados… ¡Ah!, la bala no ha hecho más que atravesar las carnes, sin tocar el hueso. Puede considerarse dichoso por haber caído en manos de un viejo doctor, pues de otro modo hubiese perdido el brazo.
—¿De veras? —dijo Henry, ligeramente inquieto—. No creí que la herida fuera tan seria.
—¡No, la herida no es nada! —replicó el cirujano con toda tranquilidad—. Pero el placer de cortar un brazo así, hubiera tentado a un novato.
—¿Qué diablos dice usted? —exclamó el capitán, horrorizado—. ¿Qué placer puede encontrarse mutilando a un semejante?
—Caballero —se explicó el médico con toda gravedad—, una amputación científica es una operación muy bonita. Y no cabe la menor duda de que, con las prisas del momento, un aprendiz pudiera muy bien sentirse tentado de no perder el tiempo en pensar.
La conversación fue interrumpida por la llegada de unos dragones, y varios soldados, ligeramente heridos, reclamaron a su vez las atenciones del doctor.
Los guías se hicieron cargo de Henry, y el joven, cuyo corazón no latía de placer precisamente, fue devuelto a casa de su padre.
Los ingleses perdieron en el encuentro alrededor de un tercio de su infantería, pero el resto se había reunido en el bosque; Dunwoodie, juzgando imprudente atacarles allí, dejó en los alrededores un fuerte destacamento, mandado por el capitán Lawton, con la orden de vigilar sus movimientos y aprovechar toda ocasión de acosarles, antes de que reembarcasen.
El mayor estaba enterado de que otro cuerpo inglés llegaba por el Hudson, y su deber exigía que estuviese dispuesto a recibirlo, poniendo en claro sus intenciones. Al dar sus órdenes al capitán Lawton, le recomendó con mucha insistencia que no atacara al enemigo mientras no encontrase una oportunidad muy favorable. Cuando su ataque al bosque, el capitán sólo quedó aturdido por una bala que le rozó la parte superior del cráneo. Al separarse, Dunwoodie le dijo, entre bromas, que, si seguía descuidándose le creerían tocado en aquella importante región del cuerpo humano.
El destacamento inglés no llevaba bagaje alguno, pues sólo tenía que destruir ciertos aprovisionamientos que, según les habían dicho, iban a recibir los americanos. Por ello pudo atravesar el bosque, llegando a la cima de la montaña; luego continuó por caminos inaccesibles a la caballería, y se retiró hasta llegar donde estaban las barcas en que habían llegado.