CAPITULO VI

«¡Prepara tu alma, joven Azim!

Has desafiado a los guerreros de Grecia, aunque aberrojada, poderosa todavía; has hecho frente a su falange, armada de toda su fama; has opuesto un corazón firme, una frente intrépida a las langas macedonias y a los globos de fuego; pero ahora te espera una prueba más peligrosa todavía:

Los brillantes ojos de una mujer…

Que los conquistadores se envanezcan de sus éxitos; aquel cuya virtud arma el corazón joven y ardiente contra los atractivos de la belleza; que es sensible a sus encantos pero desafía su poder, es el más valiente y el más grande de todos los héroes».

T. Moore: Lalla-Rookh.

Miss Peyton y sus sobrinas se acercaron a una ventana para mirar, llenas de interés, la escena que acabamos de describir. Sara vio llegar a sus conciudadanos, con una sonrisa despectiva, no viendo en ellos más que a unos hombres levantados en armas, para sostener la causa impía de la rebelión. Miss Peyton observaba el buen aspecto exterior de aquella tropa y experimentaba un sentimiento de satisfacción y orgullo, pensando que aquella selecta caballería, procedía de la colonia donde vio la luz primera. Y Francés la contemplaba con un profundo interés que borraba cualquier pensamiento.

Aún no se habían reunido los dos grupos, cuando su vista penetrante distinguió, entre los que llegaban, a uno rodeado por los demás. Hasta su corcel parecía darse cuenta de que no lo cabalgaba un hombre vulgar. Sus cascos tocaban ligeramente el suelo y su marcha, casi aérea, era el ambla del caballo de batalla.

El jinete se mantenía con gracia sobre la silla, mostrando una soltura y una firmeza que probaban que era tan dueño de sí mismo como de su cabalgadura. Su cuerpo reunía cuanto contribuye a dar fuerza y actividad, pues era alto, bien conformado y nervudo. El capitán Lawton dio su parte a aquel hombre y ya marchaban uno junto a otro, cuando llegaron al césped, frente a Locust.

Francés oyó latir su corazón y apenas respiraba cuando él se detuvo un instante para contemplar el edificio; cambió de color cuando le vio descabalgar con ligereza y tuvo que aliviar a sus temblorosas piernas sentándose un momento.

El oficial dio unas rápidas órdenes al segundo comandante, atravesó a buen paso el césped y avanzó hacia la casa. Francés se levantó entonces y salió de la habitación. El mayor subió los peldaños del peristilo y apenas había tenido tiempo para llamar en la puerta, cuando su prima le abrió para recibirle.

En la época en que Francés salió de la ciudad, sus pocos años le impidieron que sacrificase a la moda del momento las bellezas que debía a la naturaleza. Nunca torturó sus hermosos cabellos rubios, conservando todavía los bucles de la infancia, enmarcando un rostro en el que esplendían los reunidos encantos de la salud, la juventud y la ingenuidad. Sus ojos eran elocuentes, aunque sus labios guardaban silencio; llevaba juntas las manos, la esbelta cintura se inclinaba en actitud de espera y toda su figura estaba impregnada de un encanto que pareció privar de palabra a su enamorado.

Francés le guió hasta una habitación inmediata a la que ocupaba el resto de la familia y, volviéndose hacia el oficial con expresión sincera, le tendió la mano, mientras decía:

—¡Dunwoodie, cuántas razones tengo para alegrarme de tu llegada! Te he traído aquí para prepararte a que veas luego a una persona a la que no esperarías encontrar.

El joven le estrechó tiernamente la mano y le contestó:

—Cualquiera que sea la causa, también yo me siento dichoso al poder hablarte sin testigos. Francés, has sometido mi amor a una prueba demasiado cruel. La guerra y nuestro alejamiento pueden separarnos cualquier día para siempre.

—Hay que someterse a la necesidad que nos gobierna —contestó Francés, perdiendo los colores que le dio la agitación y tomando un aspecto más melancólico—. Pero no es de amor de lo que quiero hablarte ahora. He de pedir toda tu atención para un tema de la mayor importancia.

—¿Y qué puede haber más importante para mí que asegurarme tu mano con un lazo indisoluble? ¿Por qué me hablas con esa frialdad? ¿A mí, que he conservado fielmente tu imagen en mi corazón, durante tantos días de fatiga y tantas noches de alarma?

—¡Mi querido Dunwoodie! —exclamó Francés, con los ojos húmedos y tendiéndole de nuevo su mano—. Ya conoces mis sentimientos: en cuanto acabe la guerra, esta mano te pertenecerá para siempre. Pero no puedo unirme a ti por un lazo más estrecho que el que ya ata nuestros corazones, mientras estés en armas contra mi hermano…; contra ese hermano que, en estos momentos, espera tu decisión para recobrar la libertad o ser llevado hacia una muerte probable.

—¿Tu hermano? —exclamó Dunwoodie, estremeciéndose y súbitamente pálido—. ¡Explícate! ¿Qué significan las palabras con que me has alarmado?

—¿No te ha dicho el capitán Lawton que esta mañana detuvo a Henry como espía? —le respondió Francés, con una voz que el exceso de emoción hacía casi inaudible y levantando hacia él unos ojos que parecían esperar la vida o la muerte.

—Me ha dicho que había detenido a un capitán del 60.° regimiento que encontró disfrazado, pero ignoraba que fuese tu hermano —explicó Dunwoodie, presa de una confusión que quiso ocultar poniendo la cabeza entre sus manos.

—¡Dunwoodie! —exclamó entonces Francés, entregándose libremente a sus temores—. ¿Qué significa esa emoción? ¡Estoy segura de que no abandonarás a tu amigo, a mi hermano, al tuyo! ¡Tú no puedes enviarlo a una muerte ignominiosa!

—¡Francés! —dijo el joven oficial lleno de desesperación—. ¿Qué puedo hacer yo? ¿Qué quieres que haga?

—¿Cómo? —exclamó Francés, mirándole con aire extraviado—. ¿El mayor Dunwoodie pondría en manos de un verdugo a su amigo, el hermano de la que quiere llamar su esposa?

—¡Querida Francés! —contestó el mayor—. ¡No me hagas esos reproches! En este momento quisiera morir por ti, por tu hermano. Pero, ¿puedo acaso traicionar mis deberes? ¿Puedo faltar a mi honor? Tú misma me despreciarías si fuera capaz de ello.

—Peyton Dunwoodie —dijo Francés con el rostro cubierto de mortal palidez—, me has dicho, me has jurado que me amabas.

—Y vuelvo a jurarlo —respondió fervorosamente el mayor.

Pero Francés le pidió con un gesto que guardara silencio y añadió con voz emocionada:

—¿Crees que podría llamar esposo a un hombre cuyas manos estuvieran teñidas con la sangre de mi hermano?

—¡Francés! —exclamó el mayor en el colmo del desespero—. ¡Me estás rompiendo el corazón!

Calló un momento, mientras luchaba con sus emociones y luego siguió diciendo, con una forzada sonrisa:

—Pero, después de todo, ¿por qué nos hemos de torturar con temores inútiles? Cuando conozca todas las circunstancias, es posible que Henry sea considerado sólo como prisionero de guerra; y en ese caso, yo tengo derecho a concederle la libertad, bajo palabra de honor.

De todas las pasiones, la esperanza es la que más se presta a la ilusión y parece feliz privilegio de los jóvenes entregarse a ella ciegamente. Cuando más confianza merecemos, menos inclinados estamos a la sospecha; y lo que consideramos que debía suceder, toma a nuestros ojos los colores de la realidad.

El joven militar, más con miradas que con palabras, comunicó a la desolada hermana sus inciertas ilusiones. Ella se levantó precipitadamente y exclamó, mientras las rosas volvían a sus mejillas:

—¡Sí no podía caber la menor duda! Estaba segura, Dunwoodie, de que no nos abandonarías cuando tanto necesitamos de ti.

Y no pudiendo resistir a la violencia de los sentimientos que la agitaban, vertió un torrente de lágrimas.

Cuando estuvo lo bastante repuesta de su emoción para dominarse, se apresuró a llevarle a la habitación vecina, para enterar a la familia de la agradable noticia que ya consideraba como cierta.

El mayor la siguió casi con remordimientos y haciéndose siniestros augurios; pero en presencia de los familiares de Henry llamó en su ayuda a toda su voluntad para sufrir con firmeza el momento que le esperaba. Después, los dos hombres se saludaron con sincera cordialidad, y el capitán mostró una tranquila entereza, como si nada turbase la serenidad de su espíritu.

Sin embargo, el horror por haberse convertido, en cierto modo, en instrumento de la detención de su amigo, el peligro que corría la vida del capitán Wharton y las desesperadas manifestaciones de Francés, infundieron en el corazón del mayor una inquietud difícil de dominar. Los demás miembros de la familia le acogieron tan amistosamente como podía esperarse de su cariño de siempre, y quizá también de las esperanzas que leían en los expresivos ojos de Francés.

Después de los primeros cumplidos, Dunwoodie hizo salir de la estancia al centinela que la prudencia de Lawton había colocado para vigilar de cerca al prisionero. Entonces se volvió hacia él y le dijo, con tono firme pero sin acritud:

—Dime, Henry, por qué el capitán Lawton te encontró disfrazado. Pero recuerda bien, capitán Wharton, que tus respuestas son enteramente voluntarias.

—Me disfracé, mayor Dunwoodie —respondió Henry con igual gravedad—, para no correr el peligro de que me hiciesen prisionero de guerra cuando vine a ver a los míos.

—Por lo tanto, no te disfrazaste hasta ver que se acercaban las tropas de Lawton —replicó vivamente el mayor.

—Su inquietud —intervino Francés— le hizo olvidar todas las circunstancias. Sara y yo le ayudamos a disfrazarse cuando oímos llegar a los dragones; y si le descubrieron fue por culpa de nuestra torpeza.

La frente del mayor se despejó, y volvió sus ojos hacia Francés con una mirada de admiración. Fue él quien continuó:

—Y probablemente, os servísteis de lo primero que encontrasteis a mano, llevadas de la urgencia del momento.

—¡No! —intervino Wharton, impulsado por la dignidad—. Ya salí de New York disfrazado. Allí me procuré todos los elementos, con la finalidad que te he dicho, y pensaba hacerlo de nuevo para regresar hoy mismo.

Francés, que en su ardor se había puesto entre su hermano y su amante, retrocedió consternada, dándose cuenta de la exacta verdad de los hechos; y dejándose caer en una silla, miró con aire extraviado a los dos jóvenes, que seguían en pie ante ella.

—¿Y nuestras patrullas? —preguntó Dunwoodie, palideciendo—. ¿Y los destacamentos de la Llanura Blanca?

—Los pasé disfrazado —respondió Wharton orgullosamente—. Utilicé este pase, que había comprado. Y como lleva el nombre de Washington, no dudé de que la firma era falsa.

Dunwoodie cogió el documento con un vivo ademán, y durante un momento estuvo examinando la firma. La voz de su deber de militar se impuso frente a cualquier otro sentimiento, se volvió hacia su prisionero y le dijo, acompañando sus palabras con una mirada penetrante:

—Capitán Wharton, ¿cómo te has procurado este pase?

Henry respondió fríamente:

—Creo que el mayor Dunwoodie no tiene derecho a hacerme esa pregunta.

—Perdóname; quizá lo que nos está sucediendo me haya dictado una pregunta poco discreta.

Mr. Wharton, que escuchaba aquella conversación con un tremendo interés, dijo entonces, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo:

—Estoy seguro, mayor, de que ese papel no tiene importancia. Todos los días se hace uso de parecidos engaños.

—La firma de Washington no está falsificada —dijo Dunwoodie, examinándola de nuevo y bajando la voz—. Y eso quiere decir que entre nosotros hay algún traidor que habrá que desenmascarar. Se ha abusado de la confianza del general, porque el nombre supuesto que aquí figura está escrito con otra letra que el resto del salvoconducto.

Dicho esto, se volvió hacia el prisionero para decirle:

—Capitán Wharton, mi deber me impide concederte la libertad bajo palabra. Tendrás que venir conmigo al Cuartel General.

—Así lo esperaba, mayor Dunwoodie —respondió Henry dignamente, y luego dirigió a su padre unas frases en voz baja.

Dunwoodie se volvió entonces hacia las hermanas; sus ojos se encontraron con los de Francés, que se había levantado y estaba ante él, con las manos juntas en actitud suplicante. Incapaz de luchar más contra sí mismo, el mayor buscó apresuradamente una excusa para salir de la habitación. Francés le siguió, y con la mirada le invitó a entrar en la estancia donde antes estuvieron hablando.

Una vez allí, le hizo señas de que tomara asiento. Sus mejillas, que hacía poco estaban blancas como la nieve, aparecían ahora cubiertas por un vivo carmín. Con voz tan débil que apenas se dejaba oír, comenzó diciendo:

—Peyton Dunwoodie, ya conoces los sentimientos que me inspiras, y hasta en estos momentos, en que tanto daño me haces, no quiero ocultarlos. Créeme: Henry es inocente, sólo se le puede culpar de imprudencia.

Y su muerte no haría ningún bien a nuestra patria…

Se interrumpió, pues apenas podía respirar. Empalideció de nuevo, pero su sangre no tardó en cubrir su rostro de vivos colores. Entonces añadió, con voz contenida:

—Te prometí ser tu esposa en cuanto acabe la guerra. Pero si devuelves la libertad a mi hermano, estoy dispuesta a seguirte al altar cuando quieras, incluso hoy mismo. Te acompañaré a tu campamento, seré la esposa de un soldado, y sabré afrontar las privaciones que me esperen.

Dunwoodie cogió la mano que ella le tendía, y la apretó un instante contra su corazón. Luego, levantándose de su silla, recorrió la estancia a grandes pasos, presa de una agitación indescriptible.

—¡Por favor, Francés! —exclamó—. ¡No me digas más, si no quieres destrozar mi corazón!

—¿Rehúsas entonces la mano que te ofrezco? —dijo entonces la muchacha con aire de dignidad herida, aunque la palidez de sus mejillas, su seno palpitante y sus labios temblorosos denunciaban claramente las sensaciones que la estaban conmoviendo.

—¿Rehusarla? —exclamó él—. ¿No la he pedido con insistencia y con lágrimas? ¿No es lo que más deseo en este mundo? Pero, ¿cómo aceptar unas condiciones que nos deshonrarían a los dos?… Sin embargo, no todo está perdido; Henry no será condenado, quizá ni siquiera le sometan a juicio. Puedes estar segura de que no ahorraré gestiones ni ruegos para salvarle; y ya sabes, Francés, que no me faltan consideraciones ni amigos cerca del general Washington.

—¿Y el maldito pasaporte? Ese abuso de confianza del que hablabas, ¿no hará que sus corazones sean insensibles ante la suerte de mi hermano?

Si las amenazas y los ruegos pudieran doblegar a la justicia, ¿habría perecido André?

Francés pronunció aquellas palabras con acento desesperado, y en seguida salió precipitadamente de la habitación, para esconder la violencia de sus emociones.

Por un momento, Dunwoodie quedó en un estado de estupor en el que la pena de su amada se sumaba a la que él mismo sentía. Por último salió también, con la intención de serenar sus temores. Pero al llegar a la antesala que separaba las dos habitaciones, se encontró con un niño cubierto de harapos que, después de mirar el uniforme del mayor, le puso en la mano un papel y desapareció como un relámpago por la otra puerta del vestíbulo.

La prontitud de su retirada y el turbado espíritu del mayor apenas le habían dado tiempo para darse cuenta de que el mensajero era un niño de pueblo, mal vestido, que llevaba en la mano uno de esos juguetes, tan caros a su edad, que sólo se venden en las ciudades, y que contemplaba con la alegría de no haberlo pagado sino llevando el mensaje que acababa de entregar.

La nota, que era un trozo de sucio papel, y cuya escritura apenas pudo leer, decía:

«Las tropas regulares están a dos pasos, infantería y caballería».

Dunwoodie se sobresaltó y, pensando sólo en sus deberes profesionales, salió precipitadamente de la casa. Mientras avanzaba a grandes pasos hacia sus soldados, vio sobre una altura, aún a cierta distancia, cómo un centinela montado descendía corriendo a rienda suelta. Unos disparos de pistola se sucedieron rápidamente, y a poco oyó que las cornetas de su cuerpo tocaban a bota-silla. Cuando llegó al campo que ocupaba su escuadrón, todo se había puesto en movimiento. Lawton ya estaba a caballo, con la mirada puesta en el otro extremo del valle, ardiendo de impaciencia y gritando a los cornetas, con voz casi tan fuerte como la de sus instrumentos juntos:

—¡Más fuerte, amigos! ¡Que los ingleses se enteren de que la caballería de Virginia está entre ellos y el sitio a donde marchan!

Entonces fueron llegando los centinelas y las patrullas avanzadas, que dieron su informe al oficial comandante del cuerpo. El, con la sangre fría y la prontitud que son garantía de obediencia, dio sus órdenes. Sólo una vez, mientras hacía volver a su caballo sobre el césped, echó una ojeada a la casa que acababa de abandonar; su corazón latió descompasadamente al ver a una mujer, en pie y con las manos juntas, en la ventana de la habitación donde habló con Francés. La distancia era demasiado grande para que distinguiera sus facciones, pero su corazón le dijo que era la dueña de sus pensamientos.

Sin embargo, su emoción y la languidez de sus ojos sólo duraron un instante. Dirigiéndose al lugar del valle que había elegido como campo de batalla, el ardor marcial tiñó de vivo color sus facciones oscurecidas por el sol; y los dragones, que estudiaban el rostro de su jefe como un libro en que pudiesen leer su destino, encontraron en él la mirada llena de fuego y el gesto enérgico y decidido que tantas veces le vieron en el combate.

Incluyendo a los centinelas y a las patrullas de reconocimiento que estaban de regreso, la caballería a las órdenes del mayor Dunwoodie sumaba unos doscientos hombres. Disponía, además, de un pequeño cuerpo de jinetes, cuya misión solía ser la de guía, pero que en caso de necesidad podía actuar como infantería. Hizo que descabalgasen, y les ordenó que derribaran unas cuantas cercas que podían entorpecer los movimientos de la caballería.

Dunwoodie había recibido de sus batidores todos los informes necesarios para tomar sus disposiciones. El fondo del valle formaba una llanura continua, que descendía en suave y gradual pendiente desde el pie de las montañas que se levantaban a ambos lados. Su parte media era una pradera natural, atravesada por un pequeño río cuyas aguas solían inundar el valle, contribuyendo así a su fertilidad. Era vadeable por cualquier sitio, y no presentaba obstáculos al movimiento de la caballería, excepto en un punto donde, cambiando el curso de las aguas, se dirigía de poniente a levante. Allí, las orillas eran más escarpadas y de acceso más difícil. También lo atravesaba el camino real, por medio de un puente de madera toscamente construido, lo mismo que otro situado media milla más lejos de Locust.

Las montañas eran más abruptas al Este del valle, y algunas colinas se adentraban en él, disminuyendo su anchura hasta casi la mitad en determinados trechos. En una de esas colinas, a poca distancia de la retaguardia del escuadrón, el mayor situó a Lawton, con ochenta hombres y la orden de permanecer emboscado. La misión más bien repugnaba al capitán, pero su disgusto disminuyó al reflexionar sobre el efecto que produciría un ataque imprevisto al frente de sus jinetes.

Dunwoodie conocía bien a sus hombres, y tuvo sus razones para encomendarles aquel servicio. Temía que se dejaran llevar de su ardor si mandaba la primera carga, y en cambio estaba seguro de que no dejarían de aparecer al frente de sus gentes cuando se presentara el momento más favorable para hacerlo. Lawton sólo se arrebataba con excesiva precipitación cuando estaba frente al enemigo; en cualquier otra circunstancia tenía tanta sangre fría como prudencia, cualidades que sólo olvidaba por su afán de combatir.

A la izquierda del terreno donde el mayor pensaba encontrarse con los ingleses, había un bosque muy espeso, que bordeaba el valle casi en una milla; en él situó a la compañía de guías, que se ocultó cerca de los últimos árboles, de modo que pudiese mantener un fuego corrido sobre la columna enemiga, en cuanto la viera avanzar.

Todos aquellos preparativos se hacían a la vista de Locust, y puede asegurarse que sus moradores no los contemplaban como espectadores desinteresados. Muy al contrario, aquellas escenas les hacían experimentar todos los sentimientos que pueden agitar el corazón humano. Sólo Mr. Wharton no esperaba nada del resultado del combate, cualquiera que fuese.

Si los ingleses acababan venciendo, ciertamente su hijo ya no correría riesgo alguno; pero, ¿qué le sucedería a él? Hasta entonces había mantenido una posición de neutralidad, en medio de las circunstancias más embarazosas. El hecho, sobradamente conocido, de tener un hijo en el ejército real —o ejército regular, como también lo llamaban—, apenas pudo evitar la confiscación de sus fincas; sólo las conservaba gracias a las amistades de un pariente bien situado cerca del nuevo gobierno, y a una conducta siempre guiada por la prudencia.

En lo íntimo de su pecho se sentía ligado a la causa del rey. Y cuando, en la pasada primavera, al volver del campamento americano, Francés le comunicó entre rubores los deseos matrimoniales de su pretendiente, una de las razones que le impulsaron a dar su consentimiento fue el deseo de procurarse apoyos poderosos en el partido republicano, más que la consideración de la felicidad de su hija.

Ahora, todo cambiaba: si Henry, detenido por los rebeldes, era salvado por las tropas reales, él pasaría ante la opinión pública como conspirador contra la seguridad de su patria; si, al contrario, su hijo permanecía cautivo y era sometido a juicio, las consecuencias podían ser más terribles todavía. Sin embargo, por apegado que estuviera a sus bienes, Mr. Wharton lo estaba más a sus hijos, y miraba lo que sucedía en el valle con una vaga inquietud que probaba la debilidad de su carácter.

Al capitán Wharton le animaban sentimientos muy distintos. Había quedado bajo la custodia de dos dragones, uno de los cuales estaba de guardia en el exterior, recorriendo con paso mesurado la terraza, mientras que el otro tenía órdenes de no perderle de vista un solo instante. Henry siguió con admiración las disposiciones tomadas por el mayor Dunwoodie, haciendo justicia a los talentos de su viejo amigo; tanto era así, que no dejaba de temer la suerte de aquellos bajo cuyas banderas hubiese querido combatir.

La emboscada de Lawton, sobre todo, le inspiró vivas inquietudes. Su ventana estaba situada de modo que podía verle, paseando a pie por delante de sus hombres en armas, y moderando difícilmente su impaciencia. Más de una vez miró Henry en torno suyo, buscando algún medio para escapar, pero siempre encontraba los ojos de su argos[11] puestos en él; y por muchos que fueran sus deseos de tomar parte en la batalla que iba a comenzar, tuvo que limitarse al papel poco glorioso de simple espectador.

Miss Peyton y Sara seguían mirando los preparativos para la batalla con una emoción movida por distintas causas, destacando entre todas la inquietud por la suerte del capitán Wharton; pero cuando llegó el momento en que la sangre iba a verterse, cedieron a la timidez de su sexo y se retiraron a una habitación interior de la casa. A Francés no le sucedía lo mismo; había vuelto a la estancia donde estuvo con Dunwoodie, y desde su ventana siguió todos sus movimientos con el más profundo interés.

Sin embargo, no vio cómo las tropas se disponían en buen orden, ni ninguno de los demás preparativos para un encarnizado encuentro: ella sólo tenía ojos para el amado de su corazón. La sangre le circulaba con mayor rapidez cuando veía al gallardo guerrero haciendo alardes de gracia y destreza sobre su corcel, o infundiendo actividad y ánimo en los soldados a quienes se dirigía: pero en seguida se le helaba en las venas al pensar que aquella misma valentía que tanto estimaba, podía abrir pronto una tumba entre ella y el dueño de sus amores. De modo que las miradas de Francés sólo siguieron aquellas escenas mientras pudo soportarlas, y procuró mirar a otros sitios.

En un campo situado a la izquierda de Locust, un poco retirado detrás del cuerpo de caballería, vio a un pequeño grupo entregado a una ocupación muy diferente. Lo componían tres individuos, dos hombres y un joven mulato. El personaje principal era un sujeto cuya delgadez hacía que su elevada estatura pareciera casi gigantesca; llevaba anteojos, iba sin armas y a pie, y repartía su atención entre un cigarro, un libro, y lo que sucedía delante de él.

Francés, al darse cuenta de quién era, decidió enviarle una nota para que la hiciese llegar a Dunwoodie; y escribió, con lápiz y apresuradamente, estas palabras: «Ven a verme, Dunwoodie, aunque sólo sea por un momento».

César, encargado de llevarla al primer destinatario, tomó la precaución de salir por la puerta trasera; quería evitar al centinela apostado en la terraza, que había prohibido enérgicamente que nadie saliera de la casa. El negro entregó el papel al personaje que acabamos de describir, rogándole que lo hiciera llegar en seguida al mayor.

Se trataba del cirujano del regimiento, y los dientes del negro castañetearon al ver, dispuestos ordenadamente en el suelo, los diversos instrumentos preparados para las operaciones que se harían necesarias. El doctor, que parecía contemplarlos con mucha satisfacción, levantó los ojos del libro para ordenar al joven mulato que llevara el mensaje al comandante; luego volvió a la página abandonada y continuó leyendo.

Ya se retiraba César, sin prisa alguna, cuando el tercer hombre del grupo, que por su atavío parecía ser el ayudante del cirujano, le preguntó tranquilamente si no quería que le cortase una pierna. Aquella pregunta pareció recordar al negro que tenía dos, y tan velozmente se sirvió de ellas, que llegó a la terraza al mismo tiempo que el mayor Dunwoodie, que había acudido a trote largo.

El centinela presentó armas con precisión militar cuando su jefe pasaba por delante de él; pero en cuanto hubo entrado, se volvió a César y le dijo con acento amenazador:

—Escucha, negrito: como intentes salir otra vez sin que yo me entere, te cortaré una de esas orejas de ébano.

Amenazado así en otro de sus miembros, César se retiró apresuradamente a la cocina, murmurando entre dientes unas palabras; las de skinner y perros rebeldes llenaron la parte más notable de su discurso.

En cuanto el mayor entró en el saloncillo, Francés le dijo:

—Dunwoodie, quizá he sido injusta contigo…, quizá te hablé con dureza…

Su emoción le cortó la palabra, y rompió en llanto.

—¡Francés! —exclamó él, calurosamente—. Nunca me has hablado con dureza; nunca fuiste injusta conmigo sino al poner en duda mi amor.

—¡Ay, Dunwoodie! —pudo seguir ella, todavía sollozando—. Vas a arriesgar tu vida en un combate, y quiero que recuerdes que hay un corazón cuya felicidad depende de ella. Sé que eres bravo, pero procura ser prudente.

—¿Por tu amor? —preguntó, arrebatado, el joven militar.

—Por mi amor —respondió Francés, bajando la voz y descansando su cabeza en el pecho del amado.

Dunwoodie la estrechó contra su corazón, y ya iba a responderle cuando se oyó la estridencia de una trompeta en el extremo del valle, por la parte que daba a mediodía. Después de un tierno beso, el mayor se arrancó de los brazos de su amada y corrió al galope hasta el escenario de la futura batalla.

Francés se echó sobre un diván, escondiendo la cabeza debajo de los cojines y cubriendo el rostro con su chal, para impedir en lo posible que le llegaran los ruidos del combate. Y en esa posición continuó hasta que dejaron de oírse los gritos de los soldados, las descargas de la mosquetería y el precipitado correr de los caballos.