«Aun con los ojos vendados, hubiera sabido el camino que debía seguir a través de las arenas de Soltvay y las charcas de Taross.
Con hábiles rodeos y atrevidos saltos, hubiera escapado a los mejores sabuesos de Percy.
No había vado del Este o del Liddel que no pudiese atravesar, uno tras otro.
No le preocupaba el tiempo ni la marea, las nieves de diciembre ni los calores de julio; no le preocupaba la marea ni el tiempo, ni las tinieblas de la noche, ni el crepúsculo de lo mañana».
Sir Walter Scott.
Todos los miembros de la familia Wharton se acostaron temiendo que algún incidente inesperado interrumpiera su reposo. Aquella inquietud impidió que las dos hermanas disfrutaran de un sueño apacible, y al día siguiente se levantaron fatigadas, casi sin haber pegado los ojos.
Con todo, cuando miraron presurosamente por una ventana que daba al valle, sólo vieron la serenidad que solía reinar de ordinario. La mañana comenzaba con el esplendor de esos días hermosos que a veces acompañan a la caída de las hojas, y cuya frecuencia permite que el otoño de América pueda compararse con las estaciones más deliciosas de los demás países.
Aquí no se conoce la primavera, pues la vegetación crece con pasos de gigante, mientras que sólo repta en las mismas latitudes del resto del mundo. ¡Con qué gracia se retira el estío! Setiembre y octubre, incluso noviembre y diciembre, son meses deliciosos. Algunas tormentas turban la serenidad de la atmósfera, pero no suelen durar demasiado y el aire no tarda en recobrar su transparencia.
Como nada vieron que pudiese impedir los goces y la armonía de tan hermosa mañana, las dos hermanas bajaron de su habitación llenas de nuevas esperanzas respecto a la seguridad de Henry, y por lo tanto respecto a su propia dicha. La familia se reunió temprano para desayunar, y miss Peyton, con esa minuciosa precisión que suelen adquirir las solteronas, declaró bromeando que ni su sobrino podía cambiar las horas que tenía establecidas.
Así, ya estaban todos en la mesa cuando apareció el capitán; pero el café estaba sin tocar todavía, prueba suficiente de que nadie se había olvidado de él.
—Creo —dijo, sentándose entre sus hermanas y rozando con un beso las mejillas que le ofrecían— que hice mucho mejor proporcionándome una buena cama y un excelente desayuno, en vez de recurrir a la hospitalidad del ilustre cuerpo de los vaqueros.
—Si has conseguido dormir —replicó Sara—, has sido más feliz que Francés y yo. El más pequeño ruido nos parecía anunciar la llegada de los rebeldes.
—Confieso —dijo el capitán, riendo—, que tampoco a mí me faltó la inquietud…
Luego, volviéndose hacia Francés, que evidentemente era su favorita, y dándole una palmadita en la mejilla, preguntó:
—¿Cómo has pasado la noche? ¿Viste banderas entre nubes? ¿Los sonidos del arpa eólica de miss Peyton te han parecido la música de los rebeldes?
—¡Ay, Henry! —respondió Francés, mirándole tiernamente—. Por mucho que sea mi amor a la patria, en estos momentos nada me apenaría tanto como la llegada de sus tropas.
Nada le contestó su hermano, pero le devolvió su mirada afectuosa. Estrechaba tiernamente su mano cuando César, que sintió la misma inquietud que el resto de la familia y se había levantado con la aurora para vigilar lo que sucedía en los alrededores, exclamó, mirando por una ventana:
—¡Huir! ¡Massa Harry, huir si querer al viejo César!… ¡Llegar la caballería de los rebeldes! ¡Estar aquí!… —y el terror daba a su rostro casi el color de un hombre blanco.
—¿Huir? —repitió el oficial inglés, irguiéndose con altivez militar—. ¡No, César, huir no es mi oficio!
Mientras lo decía, se adelantó serenamente al ventanal junto al que se había reunido la familia, ahora llena de consternación.
A más de una milla, unos cincuenta dragones descendían en dirección al valle, siguiendo una de las entradas laterales. Junto al oficial que marchaba delante, iba un hombre con ropas campesinas, que tendió un brazo señalando hacia Locust. Entonces se destacó del grupo un pequeño destacamento, que avanzó con rapidez hacia la casa.
Cuando llegaron al camino que atravesaba el fondo del valle, se dirigieron al Norte. Todos los Wharton habían quedado en silencio, como encadenados a la ventana, mientras seguían con inquietud los movimientos de la tropa. El destacamento llegó frente a la casa de Harvey, describió un círculo en torno de ella, y en un instante quedó rodeada por una docena de soldados.
Dos o tres dragones se apearon y entraron en la choza; pero salieron a los pocos minutos, seguidos por Katy, cuyos violentos ademanes demostraban que no se trataba de un asunto de pequeña importancia. Una corta conversación con la charlatana siguió a la llegada del escuadrón principal; el destacamento que se había adelantado volvió a montar, y toda la tropa corrió a trote largo en dirección a Locust.
Hasta aquel momento, nadie tuvo suficiente presencia de ánimo para buscar un modo de poner al capitán en lugar seguro; pero el peligro se hacía inminente y no admitía el menor retraso. Precipitadamente, fueron propuestos algunos recursos para esconderle; pero Henry los rechazó con orgullo, como indignos de su condición. Ya era demasiado tarde para adentrarse en los bosques que se extendían por detrás de la casa; parecía imposible que una tropa de caballería no le viese y persiguiera, prendiéndole inevitablemente.
Por último, las temblorosas manos de sus hermanas le pusieron el disfraz con que llegó, y que César había guardado por si surgía alguna amenaza. La importante operación se realizó entre prisas y muy imperfectamente. Apena6 había concluido, cuando llegaron los dragones al césped que se extendía frente a la casa, que rodearon también.
Sólo quedaba la esperanza de resistir el examen mostrando la mayor indiferencia posible. El jefe de la tropa echó pie a tierra y, seguido por dos soldados, se acercó a la puerta, que César abrió muy despacio y de mala gana. El ruido de los pasos del oficial, creciendo a medida que se acercaba, resonó en los oídos de las damas: toda la sangre de sus rostros se había acumulado en el corazón, y eran sacudidas por estremecimientos que casi les privaban de sentido.
Un hombre de colosal estatura, y de vigor al parecer proporcionado a su talla, entró en el salón y saludó con unos modales que su aspecto exterior no prometía. Sus negros cabellos iban sin empolvar, aunque esa fuera la moda de entonces, y unos enormes bigotes cubrían sus labios y parte de sus mejillas. Los ojos eran penetrantes, pero su mirada nada tenía de dura ni de siniestra; también su voz era fuerte, aunque de acento agradable. Francés le echó una tímida mirada al entrar, y en seguida creyó reconocer en él al virginiano que Harvey Birch describió como temible.
—No se alarmen, señoras —dijo el oficial, que se había dado cuenta del miedo que inspiró su presencia—. Sólo vengo a pedirles que me contesten francamente algunas preguntas, y me iré en seguida.
—¿De qué se trata, caballero? —preguntó Mr. Wharton con voz trémula, levantándose y esperando la respuesta con evidente impaciencia.
—Durante la tormenta, ¿han recibido aquí a algún extraño? —preguntó el oficial, que mostraba un gran interés y que, al parecer, compadecía la inquietud del anciano.
—Este señor —respondió, tartamudeando y señalando a su hijo— nos ha honrado con su presencia y todavía no se ha marchado.
—¿Señor? —repitió el dragón, examinando atentamente a Henry; luego, acercándose a él y saludando con cómica gravedad, añadió—: Caballero, lamento mucho encontrarle con tanto dolor de cabeza.
—¿Dolor? ¡A mí no me duele la cabeza!
—Perdóneme —prosiguió el oficial—; pero al ver tan hermoso cabello cubierto con una fea peluca, creí que necesitaba abrigarse la cabeza… Veo que me equivoqué, y le ruego que me excuse.
Mr. Wharton no pudo reprimir un gemido; pero las damas, ignorando hasta dónde habían llegado las sospechas del oficial, guardaron un silencio cada vez más angustioso. Henry, involuntariamente, se había llevado la mano a la cabeza y entonces se dio cuenta de que sus hermanas, en su precipitación al disfrazarle, habían dejado fuera de la peluca un mechón de sus cabellos. El dragón vio aquel gesto sonriendo maliciosamente, pero fingió no apercibirse, y se dirigió al anciano:
—Entonces, caballero, debo concluir que no ha recibido aquí, en estos días, a un tal Mr. Harper.
Aquellas palabras descargaron de un gran peso a Mr. Wharton, que siguió diciendo:
—¡Perdone usted, señor, pero lo había olvidado! Mr. Harper ya se marchó, y si en su persona hay algo sospechoso, lo ignorábamos por completo. Nunca le habíamos visto.
—¿No vieron nada sospechoso en su persona? —replicó secamente el dragón—. ¿Pero cuándo se fue, cómo, a dónde iba?
—Se marchó como había venido —respondió el anciano, a quien los modales del oficial habían devuelto alguna confianza—. Se marchó en su caballo, ayer tarde, y tomó la carretera que va hacia el Norte.
El dragón le escuchó atentamente, y una sonrisa de satisfacción animó su semblante. En cuanto Mr. Wharton acabó su respuesta, dio la vuelta y salió de la estancia. La familia, juzgando por las apariencias, imaginó que se pondría en seguimiento del individuo sobre el que tantas preguntas había hecho. Mientras, el dragón estaba en el césped delantero, hablando animadamente, y al parecer muy contento, con dos oficiales subalternos. Al cabo de unos instantes se oyeron nuevas órdenes y una parte de los dragones salieron del valle, a galope tendido y tomando diversos caminos.
La incertidumbre de los espectadores de aquella escena no duró mucho, pues el ruido de pasos del oficial, pronto anunció su regreso. Al entrar en el salón, saludó a todos con igual cortesía y acercándose al capitán Wharton, le dijo, con cómica gravedad:
—Ahora que ya terminé el asunto principal que me trajo aquí, ¿me permite que examine la calidad de su peluca?
Henry le contestó con el mismo tono, entregándosela deliberadamente, mientras decía:
—Aquí la tiene, señor; espero que sea de su gusto.
—No podría decirlo sin faltar a la verdad —respondió el oficial—. Me gustan más sus cabellos negros, de los que se ha quitado cuidadosamente el polvo. ¿Y esa cosa negra que le oculta un ojo y casi toda una mejilla? Sin duda cubre una terrible herida.
—Observa usted con tanto acierto todo esto —replicó Henry arrancándose el trozo de seda que le desfiguraba—, que me encantaría saber lo que piensa sobre ello.
—Por mi honor, caballero —siguió el oficial con la misma seriedad—, gana usted muchísimo con el cambio; y si pudiera convencerle para que se quitara el gabán que parece tapar un hermoso traje azul, confesaría que nunca vi tan agradable metamorfosis, desde que me transformaron de teniente en capitán.
El joven Wharton, sin perder su sangre fría, hizo lo que le pedía el oficial republicano, mostrando ante sus ojos a un joven bien conformado y vestido con elegancia. El dragón lo miró un instante con la expresión de benigna ironía que parecía caracterizarle, y dijo:
—Ha entrado en escena un nuevo personaje. Como usted sabe, la costumbre obliga a que los extraños se presenten. Me llamo Lawton y soy capitán en la caballería de Virginia.
—Y yo, caballero, me llamo Wharton y soy capitán en el 60° Regimiento de Infantería de Su Majestad británica —contestó Henry, saludándole con cierta tiesura, que en seguida dio paso al suelto talante que le era habitual.
El rostro de Lawton cambió repentinamente y toda su disposición burlona desapareció. Miró al joven oficial que se mantenía ante él con el pecho erguido y un aire de orgullo que indicaban que había renunciado a toda clase de disfraz y le dijo, con sincero acento:
—Capitán Wharton, lo siento de todo corazón.
—Y si lo siente —exclamó el padre, fuera de sí—, ¿por qué ha de molestarle? No es un espía; si vino disfrazado, fue para visitar a su familia. No hay sacrificio que yo no esté dispuesto a hacer por su seguridad y puedo pagar lo que…
—¡Caballero! —le interrumpió altivamente Lawton—. ¡Olvida usted con quién está hablando! Pero el interés que muestra por su hijo es demasiado natural para que no le sirva de excusa. Cuando usted vino aquí, capitán, ¿no sabía que las patrullas de nuestro ejército estaban en la Llanura Blanca?
—No lo supe hasta llegar aquí y era demasiado tarde para retroceder. Sólo he venido para ver a mi familia, como le ha dicho mi padre; me habían asegurado que sus puestos de batalla estaban en Peekskill, en las montañas. En otro caso, no habría salido de New York.
—Todo eso puede ser verdad —dijo Lawton, después de reflexionar—, pero lo sucedido con André nos obliga a estar alerta. Cuando un oficial superior acepta un papel así, capitán, los amigos de la libertad tienen que ponerse en guardia.
Henry no respondió nada y Sara se atrevió a decir unas palabras en favor de su hermano. Lawton la escuchó atentamente y hasta interesado; pero quiso atajar ruegos inútiles y embarazosos y le respondió:
—Miss Wharton, voy a ocuparme de que su hermano sea tratado con las consideraciones que merece, pero nuestro comandante, el mayor Dunwoodie, es quien ha de decidir de su suerte.
—¡Dunwoodie! —exclamó Francés, cuya palidez desapareció con la esperanza—. ¡Alabado sea Dios, porque ahora Henry no tiene nada que temer!
Lawton la miró con gesto compasivo y también admirado y, moviendo la cabeza, añadió:
—Así lo deseo, pero permítame que le repita que hemos de esperar su decisión.
Los temores de Francés por su hermano habían disminuido en mucho, pero aún agitaba su cuerpo un temblor involuntario. Sus ojos se fijaron un instante en el oficial americano, para volver en seguida al suelo. Se hubiera dicho que deseaba hacerle una pregunta, sin atreverse a ello.
Entonces, miss Peyton se adelantó hacia Lawton, con aire digno, y le dijo:
—¿Es de esperar, caballero, que veamos pronto al mayor Dunwoodie?
—Muy pronto —respondió el capitán—; le envié un mensaje urgente para informarle de lo que pasaba aquí y no dudo de que ya se habrá puesto en camino… A menos —siguió, dirigiéndose a Mr. Wharton y pellizcándose los labios con aire burlón— que no tenga alguna razón particular para creer que su visita será desagradable.
—Siempre nos encantará ver al mayor Dunwoodie —se apresuró a responder el anciano.
—No lo dudo, caballero —siguió Lawton—. Es el favorito de quien le conozca. ¿Podría pedirle a usted que tenga la bondad de dar algún refresco a los soldados de su regimiento que tengo el honor de mandar?
Había en las maneras del oficial algo que hubiese llevado a Mr. Wharton a perdonar fácilmente el olvido de una petición como aquella, pero fue arrastrado por sus deseos de conciliarse con él; por otra parte, pensó que sería mejor concederle de buen grado lo que podía coger a la fuerza. Y, haciendo virtud de necesidad, ordenó lo preciso para que cumpliesen los deseos del capitán Lawton.
Los oficiales fueron cortesmente invitados a almorzar con la familia y ellos aceptaron con gusto, después de tomar todas sus precauciones en el exterior de la casa. El prudente revolucionario no descuidó ninguna de las prudentes medidas que exigía la situación de su destacamento. También colocó patrullas en las montañas situadas a cierta distancia, velando así por la seguridad de los soldados que ahora gozaban, en medio de los peligros, de una tranquilidad sólo posible con las atenciones y la vigilancia de la disciplina.
Lawton y dos oficiales de graduación inferior se sentaron a la mesa de Mr. Wharton para almorzar. Los tres eran hombres que, bajo la descuidada apariencia a que obliga un servicio activo y penoso, tenían los modales de la clase más elevada de la sociedad. Por lo tanto, y aunque la familia pudiese mirarles como a intrusos, se observaron las reglas de la más estricta educación. Las dos hermanas dejaron a sus invitados en la mesa y ellos continuaron haciendo honor, sin excesivas modestias, a la hospitalidad de Mr. Wharton.
Por último, el capitán suspendió el ataque vivísimo contra unos excelentes pastelillos, y preguntó al señor de la casa si un buhonero llamado Birch vivía en aquel valle.
—Creo que sólo viene de tarde en tarde —respondió en seguida el anciano—. Raramente está por aquí. Podría decirse que no le veo nunca.
—Me extraña —dijo el capitán, mirando fijamente a su desconcertado huésped. Viviendo tan cerca de usted, sería natural que viniese a ofrecerles sus mercancías; para estas damas debe ser muy cómodo… Estoy seguro de que han pagado a doble precio las muselinas que veo en ese asiento, junto a los cortinajes…
Se volvió Mr. Wharton, todo consternado, y vio que aún estaba allí buena parte de las recientes compras.
Los dos oficiales se miraron, sonriendo y Lawton, sin más observaciones, volvió a su tarea con un apetito que hacía creer que aquella era su última comida. Sin embargo, cuando se hizo una pausa, necesaria para que Dina trajese un suplemento de manjares, el capitán la aprovechó para seguir diciendo:
—Me gustaría corregir a ese Birch de sus costumbres antisociales. Si llego a encontrarle en su casa, le hubiera puesto en un sitio donde no le faltara compañía, aunque sólo fuese por unas horas.
—¿Y dónde le hubiera puesto? —preguntó Mr. Wharton, creyendo que debía decir algo.
—En el cuerpo de guardia.
—¿Pues qué ha hecho, el pobre Birch? —preguntó miss Peyton, ofreciendo una quinta taza de café.
—¿Pobre? —exclamó el capitán americano—. Si es pobre, será porque John Bull le paga mal.
—No hay duda —añadió un oficial—, que el rey George le debe un ducado.
—Lamento mucho —dijo Mr. Wharton— que un vecino mío haya incurrido en desagrado del gobierno.
—Como yo lo coja —dijo el capitán de dragones, extendiendo mantequilla sobre un nuevo trozo de pan—, le haré bailar bajo las ramas de algún álamo.
—También haría una buena figura —añadió el teniente con toda tranquilidad—, colgado de una escuadra en su propia puerta.
—Os aseguro que pasará por mis manos, antes de que ascienda a mayor —afirmó Lawton.
Después del tono resuelto con que los oficiales se expresaban, nadie juzgó oportuno llevar más lejos aquel tema de conversación. Ya hacía tiempo que la familia estaba enterada de que Birch era sospechoso para los oficiales americanos. Le habían detenido varias veces y el modo, siempre extraño y a veces misterioso, de salir del asunto, levantó demasiados comentarios para haberlo olvidado. En realidad, gran parte del rencor del capitán Lawton contra el buhonero provenía deque encontró medios para sustraerse a la vigilancia de dos de sus más fieles dragones.
Haría un año, vieron a Birch rondando por las cercanías del Cuartel General americano, en una época en que se esperaban algunos importantes movimientos. Cuando el oficial que guardaba las cercanías del campo fue avisado, ordenó al capitán Lawton que le buscara y le detuviese. Gran conocedor de los bosques, las montañas y los desfiladeros, salió airoso de su misión. Después, se detuvo en una granja para descansar y refrescarse, poniendo al prisionero en una habitación separada, con dos centinelas de su confianza en la puerta. Todo lo que pudo saber más tarde es que una mujer se ocupó muy activamente de los trabajos de la casa, siempre cerca de los soldados, y que se afanó mucho por que nada faltara al capitán hasta que pusiera toda su atención en el serio negocio de cenar.
Ya no volvieron a ver a la mujer ni al buhonero. Mejor dicho, encontraron su saco, abierto y casi vacío y también abierta una puertecita que comunicaba con la habitación vecina, que sirvió para encerrar a Harvey.
El capitán Lawton nunca le perdonaría aquella jugarreta. No había moderación en su odio por los enemigos, la huida del buhonero era un insulto para su astucia y le conservó un profundo rencor. Aun en aquellos momentos recordaba la hazaña de su ex-prisionero, pero guardaba silencio y no perdía bocado. Tuvo tiempo para almorzar largamente y muy a su gusto, hasta que se oyó el sonido marcial de una trompeta, que se extendió por todo el valle. Entonces, se levantó bruscamente, exclamando:
—¡A caballo, señores! ¡Pronto, a caballo! ¡Dunwoodie ya a llegar!
Y salió precipitadamente, seguido de los oficiales.
Todos los dragones, con excepción de los centinelas que guardaban al capitán Wharton, montaron y salieron al encuentro de sus camaradas.
El prudente capitán Lawton no olvidó en esta ocasión ninguna de las precauciones necesarias en una guerra en que el parecido de un idioma, de los trajes y de las costumbres, hacía doblemente precisa la cautela. Por eso, cuando estuvo bastante cerca de un cuerpo de caballería dos veces más numeroso que el suyo, Lawton clavó espuela a su corcel y en pocos momentos estuvo al lado de su comandante.
El prado, frente a la puerta de la casa, fue nuevamente ocupado por la caballería. Los oficiales tomaron las mismas cautelas que antes y los soldados recién llegados se apresuraron a beber su parte de los refrescos preparados para sus camaradas.