CAPITULO IV

«Así son el rostro, la mirada, el sonido de la voz y el porte de ese lord extranjero.

Su figura viril, alta y erguida, semeja la torre de un castillo, aunque sus proporciones son tan armoniosas que muestra fácilmente la fuerza de un gigante.

La guerra y los años dejaron su huella en el majestuoso semblante, ¡pero qué dignidad hay en sus ojos! A él recurro como humilde suplicante, en medio de penas, de peligros, de injusticias, y confío en que seré consolado, protegido, vengado más que a la sentencia que pronunciara mi muerte.

—¡Basta! —exclamó la princesa—. ¡Esa es la esperanza, la dicha el orgullo de Escocia!»

Sir Walter Scott: El Lord de las Islas.

Después de salir el buhonero, se hizo en la estancia un largo silencio, Mr. Wharton había oído lo bastante para sentir nuevos temores por si hijo. El capitán deseaba con todo su corazón que Mr. Harper estuviese en cualquier sitio menos en el que ocupaba, con una tranquilidad en apa rienda tan perfecta. Miss Peyton disponía el almuerzo en su natural complacencia, aumentada quizá por la satisfacción que le produjo la compra de gran parte de los encajes de Birch. Sara examinaba y ordenaba las mercan cías adquiridas y Francés le ayudaba gustosamente, sin pensar en las suyas. De pronto, el forastero rompió el silencio, diciendo:

—Si es por culpa mía por lo que el capitán Wharton conserva su disfraz, le invito a que aparte todo temor. Aunque yo tuviese algún motive para denunciarle, ninguno bastaría en las actuales circunstancias.

Francés se dejó caer en una silla, pálida y sin movimiento. La tetera que miss Peyton llevaba en la mano, por poco se le escapa. Sara quede muda de sorpresa y olvidó los encajes que tenía sobre las rodillas; Mr Wharton quedó estupefacto. Sólo el capitán, después de vacilar un instante, llevado de su asombro, se adelantó al centro de la sala y se quitó cuanto le disfrazaba.

—¡Le creo a usted! ¡Le creo con toda mi alma! ¡Al diablo con el disfraz! Pero, ¿cómo ha podido reconocerme?

—Tiene usted tan buen aspecto con sus verdaderas facciones, capitán —respondió Harper con una ligera sonrisa—, que le ruego no las oculte nunca. Suponiendo que no hubiera otras razones para reconocerle, ¿cree que ésa no habría bastado?

Y al decirlo, señaló un retrato colgado en la pared, donde aparecía un oficial inglés vestido de uniforme. Henry se echó a reir:

—¡Me felicito por tener mejor aspecto en esa tela que bajo mi disfraz! Pero, es usted un buen observador, caballero.

—La necesidad me obliga —respondió Harper, levantándose.

Ya iba hacia la puerta cuando Francés, saliéndole al paso, le cogió una mano y la estrechó entre las suyas. Luego, aunque con las mejillas cubiertas de un vivo rubor, le dijo con sincero acento:

—¡Sé que usted no traicionará a mi hermano! ¡Es imposible que le traicione!

Mr. Harper se detuvo y quedó un momento contemplando con admiración a la deliciosa muchacha; después, poniendo una mano sobre su corazón, le dijo con tono solemne:

—Ni debo, ni quiero, ni puedo… —y extendiendo la mano sobre la cabeza de Francés, añadió—: Si la bendición de un extraño tiene algún valor para usted, recíbala, hija mía.

Y saludando a los presentes, se retiró a su habitación.

Las pocas palabras que había pronunciado Mr. Harper, el tono y los gestos con que las había acompañado, causaron una profunda impresión en los testigos de la escena; y todos, excepto el anciano, experimentaron un gran alivio. Encontraron en la casa unas ropas civiles del capitán, y el joven Wharton, encantado de verse libre de todo disimulo, pudo disfrutar, al fin, del placer que se había prometido, exponiéndose a tantos peligros, para visitar a su familia. Mr. Wharton se había retirado para cumplir con sus diarias obligaciones, y las tres damas y el joven continuaron gozando durante una hora de una grata conversación libre de reservas y sin acordarse un instante de que era de temer algún peligro. Pronto hablaron de la ciudad de New York y de las amistades que allí tenían y miss Peyton, que no había olvidado los agradables días pasados, pidió noticias a su sobrino, entre otros, del coronel Wellmere.

—¡Oh! —respondió el capitán alegremente—. Allí continúa, tan galante y tan solicitado como siempre.

Aunque el amor no ocupe el corazón de una mujer, raro será que oiga sin enrojecer el nombre de alguien a quien pudo amar y que estuvo unido al suyo por las comidillas del día y los chismes de sociedad. En esa situación se encontraba Sara en New York y ahora bajó los ojos con una sonrisa que, ayudada por el rubor que cubría sus mejillas, no le hizo perder ninguno de sus encantos.

El capitán Wharton no se dio cuenta de aquella especie de confusión de su hermana, y continuó:

—A veces está melancólico y sus amigos le decimos que debía enamorarse.

Sara levantó entonces los ojos hacia su hermano y luego se encontró con los de Francés, que exclamó, riendo a carcajadas:

—¡Pobre hombre! ¿Está desesperado?

—No lo creo —respondió el capitán—. ¿Qué motivos tiene para desesperarse, el hijo de un hombre rico, joven, bien plantado y coronel?

—Son poderosas razones para triunfar —dijo Sara, esforzándose en sonreír—. La última, sobre todo.

—Permíteme decirte —replicó Henry gravemente—, que un puesto de teniente coronel en la Guardia, también tiene su mérito.

—¡Oh, el coronel Wellmere, es un hombre perfecto! —dijo irónicamente Francés.

—Todos saben, hermana —replicó Sara con mal humor—, que el coronel nunca ha tenido la dicha de gustarte. Lo encuentras demasiado leal, demasiado fiel a su rey.

—¿Henry lo es menos? —preguntó Francés suavemente, cogiendo una mano del capitán.

—¡Vamos, vamos! —exclamó miss Peyton—. Nada de discusiones sobre el coronel. Confieso que es uno de mis favoritos.

—A Francés le gustan más los comandantes —dijo Henry con una sonrisa maliciosa y cogiendo a su hermana para ponerla sobre sus rodillas.

—¡Qué tontería! —se excusó ella, ruborizándose y haciendo esfuerzos por soltarse.

—Lo que me sorprende —siguió el capitán—, es que Dunwoodie, cuando libró a nuestro padre de su cautiverio, no intentase retener a Francés en el campo de los rebeldes.

—Eso hubiera sido poner en peligro su propia libertad —replicó Francés con sonrisa burlona, volviendo a su silla—. Y ya sabéis que el mayor Dunwoodie lucha por la libertad.

—¡La libertad! —repitió Sara—. ¡Bonita libertad la que da cincuenta dueños en vez de uno!

—El derecho a cambiar de dueños también es una libertad —dijo Francés de buen humor.

—Un derecho que las damas gustan de ejercer en muchas ocasiones —añadió el capitán.

—Yo diría que nos gusta elegir a los que han de ser nuestros dueños —dijo Francés, siempre en tono de broma—. ¿Verdad, tía?

—¿A mí me lo preguntas? —exclamó miss Peyton—. ¿Y cómo he de saberlo yo, querida? Si quieres instruirte sobre ese tema, tendrás que dirigirte a otras.

—¡Vamos! —le replicó Francés, mirándola con malicia—. ¿Quiere hacemos creer que nunca fue joven? Pero, dígame, ¿qué debo pensar de todo lo que me han contado de la preciosa Jeannette Peyton?

—Cuentos sólo, querida, puros cuentos —dijo la tía, intentando reprimir una sonrisa—. ¡Si fueras a creer todo lo que dicen!…

—¿A qué llama usted cuentos? —exclamó alegremente el capitán—. Todavía hoy, el general Montrose brinda por miss Peyton: aún no hace ocho días que he sido testigo, en la mesa de sir Henry.

—Eres tan perverso como tu hermana, querido —le replicó la tía—. Y para acabar con tanta bobada, tendré que enseñarte mis tejidos del país. Veréis cómo contrastan con los que Birch nos ha enseñado.

Los jóvenes se levantaron para seguir a su tía, satisfechos los unos de los otros y en paz con el resto del mundo. Sin embargo, al subir a la habitación donde tenía sus telas, miss Peyton aprovechó la ocasión para preguntar a su sobrino si el general Montrose sufría tanto de gota como cuando ella le conoció.

Mr. Harper no reapareció hasta la hora de la cena y, terminada la comida, se retiró a su habitación, con el pretexto de resolver algunos asuntos. A pesar de la confianza que había inspirado con su proceder, su ausencia fue un alivio para la familia; la visita del capitán sólo podía durar pocos días, tanto porque su permiso era limitado como por el peligro que corría de ser descubierto.

A pesar de todo, el placer de estar juntos fue más fuerte que todos los temores. Un par de veces, Mr. Wharton había vuelto a repetir sus dudas en cuanto al forastero y el miedo a que diese alguna información que complicase en algo a su hijo. Pero todos los suyos rechazaron enérgicamente esa idea y la misma Sara se unió a la defensa calurosa de la lealtad y del aspecto de franqueza de Mr. Harper.

—Las apariencias son muchas veces engañosas, hijos míos —dijo el padre con acento pesimista—. Cuando se ve que hombres como el mayor André se prestan a la falsía, es inútil razonar sobre las cualidades de nadie y menos sobre las exteriores.

—¿Qué falsía, padre? —exclamó vivamente Henry—. Olvida usted que el mayor André servía a su rey y que los usos de guerra justifican su conducta.

—Y esos mismos usos de guerra, ¿no justifican también su muerte, hermano? —preguntó Francés con voz emocionada, no queriendo abandonar lo que consideraba como la causa de su país y, al propio tiempo, sin resistir a los impulsos de su sensibilidad.

—¡Sin duda que no! —exclamó el joven, levantándose con precipitación y paseando a grandes pasos—. Me indignas, Francés. Si en estos momentos mi destino me hiciera caer en manos de los rebeldes, ¿excusarías mi sentencia de muerte? ¿Aplaudirías, quizá, la crueldad de Washington?

—¡Henry! —replicó Francés con tono solemne, pero trémula y extremadamente pálida—. ¡Qué poco conoces mi corazón!

—¡Perdóname, hermana, querida Fanny! —repuso el joven, arrepentido, estrechándola contra su pecho y enjugando a besos las lágrimas que brotaban de sus ojos.

—He sido una loca tomando al pie de la letra unas palabras dichas con ligereza —explicó Francés, desprendiéndose de sus brazos y sonriéndole con los ojos todavía húmedos—. ¡Pero son tan crueles los reproches de quienes amamos, Henry, sobre todo cuando creemos… cuando sentimos que…!

Los colores volvieron a sus mejillas cuando añadió, bajando la voz y con la mirada puesta en la alfombra:

—… que no los merecemos…

Miss Peyton dejó su silla para sentarse al lado de Francés y le dijo bondadosamente, cogiéndole una mano:

—La impetuosidad de tu hermano no debiera afectarte tanto… —y añadió, sonriendo—: Tú sabes, y nadie lo ignora, que los jóvenes no saben contenerse, que son ingobernables.

—Y, a juzgar por mi conducta, podía añadir que también crueles —dijo el capitán, sentándose al otro lado de su hermana—. Pero cuando hablamos de la muerte de André, nuestra susceptibilidad se desboca. ¿No le conocíais? Era el hombre más valiente, el más cumplido, el más digno de admiración.

Francés sonrió débilmente, moviendo la cabeza, pero no contestó. Al observar en su rostro muestras de incredulidad, añadió su hermano:

—¿Lo dudas? ¿Su muerte te parece justa?

—Yo no dudo de sus buenas cualidades —respondió serenamente Francés—, ni tampoco de que mereciese mejor destino. Pero sí dudo de que Washington se haya permitido un acto ilegal. Conozco poco los usos de guerra, y no deseo conocerlos mejor; pero, ¿qué esperanzas de éxito podrían tener en esta lucha los americanos, si consintieran que los principios convenidos de antiguo sólo aprovecharan a los ingleses?

—¿Olvidas por qué es la lucha? —exclamó Sara, impaciente—. Por lo mismo que son rebeldes, todos sus actos son ilegales.

—Las mujeres —apuntó Henry— no son más que espejos que reflejan lo que su imaginación les presenta. Veo en Francés las facciones del mayor Dunwoodie, y en Sara reconozco las del…

—Del coronel Wellmere —añadió Francés, riendo y ruborizándose—. En cuanto a mí, confieso que debo al mayor las ideas que acabo de expresar. ¿Verdad, tía?

—Creo —respondió miss Peyton— que algo parecido decía la última carta que me ha escrito.

—No lo he olvidado —corroboró Francés—, y veo que Sara se acuerda también de las sabias disertaciones del coronel Wellmere.

—Yo siempre me he sentido orgullosa de recordar los principios de la justicia y de la lealtad —replicó Sara, levantándose para alejarse del fuego, como si un excesivo calor hubiera puesto en sus mejillas el carmín que las teñía.

Nada importante sucedió en el resto de la mañana; pero en el curso de la tarde, César contó que había oído un rumor de voces que hablaban en voz baja en la habitación de Mr. Harper. El apartamento que ocupaba el viajero estaba situado en una de las alas del edificio, y al parecer César había montado una red de espionaje para velar por la seguridad de su joven señor. La noticia produjo cierta alarma en la familia; pero la llegada de Mr. Harper, con su aspecto bondadoso y sincero a pesar de su habitual reserva, pronto barrió la sospecha de todos los corazones, excepto del de Mr. Wharton. Sus hijos y su cuñada creyeron que César se habría equivocado, y la tarde transcurrió sin más inquietud.

Al día siguiente, la tormenta seguía arreciando con todo su furor: el agua y el viento batían con fuerza sobre los tejados y ventanas; poco después de tomar el té, se calmó la tormenta como por arte de magia: cesaron los vientos impetuosos, paró la lluvia, y vio con gozo que un rayo de sol brillaba sobre el cercano bosque. Las húmedas hojas, teñidas con el bello color de octubre, mostraban toda la magnificencia del otoño de América.

La familia corrió a una gran terraza que daba al Sur. El aire era suave, fresco y embalsamado. Hacia el Este aún se veía un cúmulo de espesas nubes, semejando la masa de un ejército que se retira en buen orden después de una derrota. Unos condensados vapores, surgiendo por detrás de una colina cercana a Locust, seguían precipitándose hacia Oriente con pasmosa rapidez; pero en el Oeste el sol brillaba con todo su esplendor y daba a los verdes un nuevo brillo.

Son momentos que sólo se dan en el clima de América, y se disfruta más ele ellos porque el contraste es más rápido y se experimenta más placer a] escapar del furor de los elementos desencadenados y encontrar la tranquilidad de una tarde apacible, de una atmósfera tan fresca y suave como en las hermosas mañanas de junio.

—¡Qué magnífico espectáculo! —exclamó Mr. Harper a media voz, como olvidado de que no estaba solo—. ¡Qué grande y sublime escena!…

¡Ojalá terminaran así los crueles debates que desgarran a mi patria! ¡Que una tarde gloriosa y feliz sucediera a un día de sufrimientos y de calamidades!

Francés, que estaba a su lado, fue la única que lo oyó; al mirarle a hurtadillas, le vio con la cabeza descubierta y los ojos puestos en el cielo. Su rostro ya no mostraba la expresión apacible y casi melancólica que le era habitual: parecía animado por el fuego del entusiasmo, y un ligero color teñía su palidez.

«Un hombre así no puede traicionarnos —pensó—. Sentimientos como los suyos sólo pueden albergarse en un ser virtuoso».

Aún estaban los dos entregados a sus silenciosas reflexiones, cuando vieron llegar a Harvey Birch, que había aprovechado el primer rayo de sol para ir a Locust. Luchaba contra el viento, que aún soplaba fuerte, con la espalda inclinada, la cabeza tendida hacia adelante y balanceando los brazos alternativamente; pero caminaba con el ritmo que le era habitual, el paso vivo y largo de un comerciante que teme perder una venta si no llega a tiempo.

—¡Qué hermosa tarde! —dijo, saludando sin levantar los ojos—. Una tarde muy suave y agradable para el tiempo en que estamos.

Mr. Wharton se mostró de acuerdo con él, y le preguntó bondadosamente cómo estaba su padre.

Aunque Harvey oyó la pregunta, siguió callado; sólo cuando el anciano la formuló de nuevo respondió, con la voz entrecortada por un ligero temblor:

—Se va a toda marcha. ¿Qué se puede hacer contra la edad y las penas?

Al pronunciar esas palabras, una lágrima asomó a sus ojos, y se volvió para enjugarla. Pero aquel gesto de sensibilidad no se escapó a Francés, quien por segunda vez veía crecer su estima por el buhonero.

El valle donde estaba enclavada la finca llamada Locust, se extendía de Noroeste a Sudeste, y la casa se levantaba en mitad de una colina; un hueco que había frente a la terraza, entre una montaña y los bosques, dejaba percibir el lejano mar. Las olas que antes rompían furiosamente sobre la costa, ya no mostraban sino esas ondulaciones regulares que suceden a las tormentas, y el ligero viento que soplaba del Suroeste contribuía a calmar un resto de agitación.

Sobre la superficie de las aguas se veían unos puntos negros, cuando una ola los levantaba sobre el nivel de las demás; pero desaparecían cuando bajaban, para no hacerse visibles hasta momentos después. Nadie puso atención en ellos, excepto el buhonero. Se había sentado en la terraza, a cierta distancia de Mr. Harper, y parecía haber olvidado el motivo de su visita. Cuando sus ojos, siempre en movimiento, distinguieron el espectáculo que hemos descrito, se levantó con premura, mirando hacia el mar.

Se quitó las hierbas que llevaba en la boca, cambió de sitio, miró con inquietud a Mr. Harper, y por fin dijo con intencionado acento:

—Se conoce que las tropas realistas ya están en marcha.

—¿En qué lo nota? —preguntó el capitán Wharton—. ¡Pero, así lo quiera Dios! No me sabría mal llevar escolta.

—Esas diez grandes barcas —respondió Birch— no avanzarían tan rápidamente si llevaran una tripulación más numerosa que de costumbre.

Mr. Wharton intervino para decir, lleno de alarma:

—¿No podría ser un cuerpo de… de americanos?

—A mí me parece que son tropas reales —repitió el buhonero, acentuando las últimas palabras.

—¡Pero si sólo se pueden distinguir unos puntitos negros!

Harvey no respondió a aquella observación; pero, como si hablara consigo mismo, se le oyó decir:

—Ahora comprendo lo que ha sucedido. Salieron antes de la tormenta, y han pasado dos días en la isla; y como la caballería de Virginia está en camino, no tardarán mucho en combatir cerca de aquí.

Mientras hablaba, dirigía de vez en cuando una mirada hacia Mr. Harper, que apenas parecía escucharle y que, sin mostrar la menor emoción, gozaba apaciblemente del cambio habido en la atmósfera.

Sin embargo, cuando Harvey dejó de hablar, el viajero se volvió a su huésped y le dijo que sus negocios no le permitían un retraso inútil; por lo tanto, aprovecharía aquella hermosa tarde para cubrir algunas millas. Mr. Wharton le expresó cuánto lamentaba privarse tan pronto de su compañía; pero conocía demasiado bien lo que eran los deberes para oponerse a sus deseos de partir. Inmediatamente dio las órdenes necesarias.

Mientras, la inquietud del buhonero aumentaba de modo inexplicable. A cada momento dirigía sus ojos hacia el extremo del valle, como si esperase alguna irrupción por aquel lado. No tardó en presentarse César, conduciendo al noble animal que había de cabalgar el viajero, y Harvey se apresuró a ayudarle a sujetar las cinchas y atar sólidamente sobre la grupa una maleta y una capa azul.

Terminados todos los preparativos, Mr. Harper se despidió de sus huéspedes. Saludó a Sara y a miss Peyton con fáciles cumplidos, pero cuando se acercó a Francés se detuvo un momento; su rostro tomó una expresión más bondadosa que nunca, y sus ojos repitieron la bendición que ya pronunció el día anterior con los labios. La muchacha sintió cómo el color subía a sus mejillas, y su corazón latió como nunca al recibir su despedida.

Hubo un intercambio de cortesías entre el viajero y sus huéspedes. Al tender su mano al capitán, con gesto franco, Mr. Harper dijo gravemente:

—Se ha metido usted en una aventura peligrosa, que puede tener desagradables consecuencias; si así sucede, es posible que encuentre ocasión para demostrar mi gratitud por la acogida que me dispensó su familia.

—Estoy seguro, caballero —exclamó el anciano, que sólo pensaba en su hijo—, de que usted guardará el secreto que descubrió gracias a mi hospitalidad.

Mr. Harper frunció el entrecejo y se volvió vivamente hacia Mr. Wharton; pero la serenidad volvió en seguida a su rostro, y le contestó calmosamente:

—No me enteré de nada de su familia que no supiese ya. Pero puede resultar beneficioso para su hijo el que yo conozca su visita y los motivos que la ocasionaron.

Saludó a todos, y agradeciendo al buhonero su atención del momento, montó con soltura a su caballo, franqueó la puerta y pronto desapareció por detrás de una montaña que cerraba el valle por el Norte.

Birch siguió al viajero con los ojos mientras fue visible, y luego respiró hondamente, como aliviado de una gran inquietud. Mientras, toda la familia Wharton había meditado en silencio sobre la visita y el carácter del desconocido. Por último, el dueño de la casa se dirigió al buhonero diciéndole:

—Estoy en deuda con usted, Harvey. Aún no le he pagado el tabaco que se molestó en traerme de la ciudad.

—Si no es tan bueno como el anterior —respondió Birch, lanzando una última mirada al camino que había tomado Mr. Harper— es porque esa mercancía se hace cada vez más rara.

—Yo lo encuentro muy bueno; pero sigue sin decirme el precio.

El rostro del comerciante cambió súbitamente de expresión, borrando la de inquietud para dejar paso a una de fina astucia.

—Me resulta difícil señalar un precio —dijo—. Sería mejor que lo señalase su generosidad.

Mr. Wharton sacó de su bolsillo un puñado de efigies de Carolus[10] y tendió la mano a Birch llevando tres monedas entre índice y pulgar. Los ojos del buhonero brillaron al ver el rico metal, y tendió la suya serenamente, mientras masticaba una considerable cantidad de hierbas. Las monedas cayeron produciendo un agradable sonido, pero aquella música no le bastaba, y la hizo repetir saltándolas, una tras otras, sobre los peldaños de la escalera; después las hizo desaparecer en una bolsa de cuero con tal habilidad, que nadie podría decir cómo había sucedido.

Terminado a satisfacción aquel asunto, se levantó para acercarse al capitán, que estaba en pie junto a sus hermanas; las tenía cogidas del brazo, y ellas le escuchaban con cariñosa atención.

—Capitán Wharton —le dijo—, ¿se marcha usted esta tarde?

—No, Birch —contestó Henry, mirando afectuosamente a las muchachas—. ¿Cómo quiere que deje tan pronto a esta amable compañía, que quizá ya no volveré a ver?

—¡Hermano, eres muy cruel bromeando sobre eso! —dijo Francés, con voz cargada de emoción.

Pero Birch añadió, lleno de sangre fría:

—Es que sigo con la idea de que, una vez pasada la tormenta, es muy posible que los skinners recorran los campos. Debía hacerme caso y abreviar su visita.

—¿Sólo por eso? —replicó Henry con tono ligero—. Si me encontrara con esos pillastres, unas guineas me sacarían del apuro… No, señor Birch: me quedo hasta mañana.

—Pues el mayor André no salió de su apuro con unas guineas —exclamó secamente el buhonero.

Las dos hermanas comenzaron a alarmarse, y Sara rogó a su hermano:

—Henry, harías bien siguiendo el consejo de Harvey. Sus opiniones en estos asuntos no deben desdeñarse.

Y Francés añadió:

—Si, como imagino, Birch te ayudó a llegar hasta aquí, tu seguridad y nuestra dicha exigen que le escuches ahora.

—Salí solo de New York —afirmó el capitán con firme acento— y estoy dispuesto a volver solo. Birch se encargó de proporcionarme un disfraz y de avisarme cuándo estaban libres los caminos, pero de nada más… Y en lo último, Birch, confiese usted que estaba equivocado.

—Así fue —respondió el buhonero, con interés más vivo todavía—; y esa es otra razón para que se marche usted esta misma tarde. El pasaporte que le facilité sólo servía para una vez.

—¿Y no podrá proporcionarme otro?

Las pálidas mejillas del buhonero se cubrieron de un rubor que aparecía raramente, pero guardó silencio y continuó con la mirada fija en el suelo.

—Suceda lo que suceda —determinó Henry—, no me iré hasta mañana.

—Entonces, capitán Wharton —siguió Harvey con grave acento—, sólo me queda decirle unas palabras. Tenga mucho cuidado con un virginiano alto y de grandes bigotes. Sé que no está lejos, y ni el diablo le engañaría; yo mismo sólo pude conseguirlo una vez.

—Pues que también él tenga cuidado conmigo —respondió Henry—. Por otra parte, Birch, le descargo de toda responsabilidad.

—¿Me daría por escrito ese descargo? —preguntó el prudente Birch.

—¡Sin el menor inconveniente! —exclamó el capitán, echándose a reir—. ¡Pronto, César: papel, pluma y tinta! Voy a dar un descargo en toda forma a mi fiel servidor Harvey Birch, buhonero, etc…

Cuando le llevaron lo que había pedido, el capitán, cada vez de mejor humor, escribió con estilo semejante el descargo que le solicitaban. El buhonero lo recibió, lo guardó junto a las efigies de Su Majestad, saludó a toda la familia y se marchó como había venido. Pronto se le vio a lo lejos, entrando en su humilde casa.

El padre y las hermanas del capitán estaban demasiado contentos de tenerlo con ellos para expresar temores por su situación, y hasta para concebirlos. Pero cuando ya se disponían para la cena, unas más maduras reflexiones hicieron que Henry cambiara de opinión. No queriendo exponerse fuera de Locust, envió a César para que dijese a Harvey que deseaba entrevistarse nuevamente con él. El negro no tardó en regresar con la mala noticia de que era demasiado tarde: según le dijo Katy, Birch debía estar ya a varias millas, en dirección Norte, pues salió de casa, con su fardo, al llegar el crepúsculo. El capitán no tenía otro remedio que continuar donde estaba, en espera de lo que la prudencia le dictara en la mañana siguiente.

Después de hacer algunas reflexiones, en las que el peligro de su situación entró en buena parte, Henry Wharton concluyó:

—Ese Harvey Birch, con sus aires de suficiencia y sus avisos misteriosos, me preocupa más de lo que quisiera confesar.

—¿Cómo es posible —preguntó miss Peyton— que en las actuales circunstancias recorra el país sin ser molestado?

—No sé cómo se las arreglará con los rebeldes —respondió el capitán—, pero sir Henry Clinton no consentiría que le arrancaran un cabello.

—¿Es cierto? —exclamó Francés, muy interesada—. ¿Sir Henry conoce a Harvey Birch?

—¡Por lo menos debiera conocerlo! —contestó su hermano, con una sonrisa que dejaba entender muchas cosas.

—¿Y no temes, hijo mío —preguntó Mr. Wharton— que pueda traicionarte?

—Antes de confiarme a él lo pensé mucho; pero al parecer cumple sus promesas, y por otra parte su interés responde de él. Si me traicionara, no se atrevería a volver por New York.

—Creo —dijo Francés— que a Birch no le faltan virtudes; por lo menos así lo demuestra en muchas ocasiones.

—Tiene lealtad —exclamó Sara—, y para mí esa es una virtud cardinal.

Henry se echó a reir:

—Yo diría que el amor al dinero es una pasión más fuerte en él que el amor al rey.

—En ese caso —dijo Mr. Wharton—, tú no estás seguro. ¿Qué amor puede resistir a la tentación del dinero para un codicioso?

—¡Oh! —respondió alegremente Henry—. Hay un amor que lo resiste todo, ¿verdad, Francés?

—¡Aquí tienes tu bujía! —respondió su hermana, desconcertada—. ¡Estás reteniendo a nuestro padre más de lo que acostumbra!