«Era la época
en que los campos estaban despojados de los tesoros del otoño;
en que vientos mugidores arrancaban las hojas caducas;
la hora en que un breve crepúsculo descendía lentamente
por detrás del Lotvmon y traía la noche,
cuando un flaco buhonero, de rostro melancólico,
saliendo de la ciudad tumultuosa,
proseguía su camino solitario».
Wilson.
Rara vez dura menos de dos días cualquier tormenta nacida en las montañas que bordean el Hudson y llevada por los vientos del Este. Así, cuando los moradores de Locust se reunieron para el desayuno, al día siguiente, la lluvia batía con fuerza, con caída casi horizontal, contra las ventanas de la casa, y era imposible que hombres y animales se expusieran a la tempestad.
Mr. Harper fue el último en llegar. Después de examinado el mal cariz del tiempo, dijo a Mr. Wharton cuánto sentía verse obligado a seguir recurriendo a su hospitalidad. El anciano le contestó con toda cortesía, pero su inquietud paterna denotaba algo muy distinto que la resignación de su invitado. Henry volvió a vestir su disfraz, muy a disgusto pero por deferencia a los deseos de su padre. Harper y él se saludaron en silencio. Francés creyó ver una sonrisa maliciosa en los labios del forastero, al mirar a su hermano, cuando entró en la habitación; pero aquella sonrisa sólo estaba en los ojos, sin llegar a mover los músculos del rostro y, en seguida dio paso a la expresión de benevolencia que parecía ser la habitual en su fisonomía.
Por un instante, los ojos de Francés miraron con inquietud a su hermano, para volverse en seguida hacia el huésped de su padre, que entonces le dirigía, con fina gracia, una pequeña atención de comensal. Y el corazón de la muchacha, que había comenzado a latir con violencia, latió tan moderadamente como podía permitirlo la juventud y una naturaleza llena de vivacidad. Estaban todavía en la mesa cuando entró César; en silencio, puso junto a su señor un pequeño paquete y se colocó discretamente detrás de su silla, con una mano apoyada en el respaldo, en una actitud casi familiar pero profundamente respetuosa.
—¿Qué es esto, César? —preguntó Mr. Wharton, mirando el paquete con cierta inquietud.
—Tabaco, señor, buen tabaco. Harvey Birch traer para usted de New York.
—No recuerdo que se lo encargara —dijo Mr. Wharton, mirando a Harper de reojo—: Pero ya que lo ha comprado para mí, tendré que pagárselo.
El forastero suspendió un momento su desayuno mientras el negro estaba hablando. Sus ojos fueron sucesivamente del criado al dueño, pero continuó envuelto en su impenetrable reserva.
Aquella noticia pareció alegrar a Sara. Se levantó precipitadamente y dijo a César que hiciera pasar a Harvey Birch; pero, recordando en seguida las atenciones que debía a un extraño, añadió:
—Siempre que el señor Harper quiera excusar la presencia de un buhonero…
El invitado expresó su consentimiento sólo con un gesto; pero la bondad reflejada en sus facciones era más elocuente que la frase mejor redondeada, y Sara repitió su orden sin el menor embarazo, pues la franqueza de Mr. Harper le inspiró confianza.
A los lados de las ventanas había unos banquitos de caña, medio ocultos por los amplios pliegues de unos hermosos cortinajes de Damasco; antes adornaron los salones de Queen Street, y fueron llevados a Locust demostrando así, y del modo más agradable, las precauciones tomadas con vistas al invierno. El capitán Wharton se sentó en el extremo de uno de los bancos, de modo que la cortina casi lo ocultaba, mientras Francés se acomodó en el otro, con una actitud de cierta confusión que contrastaba mucho con su soltura habitual.
Harvey Birch era buhonero desde su primera juventud; al menos eso decía él, y los talentos que mostraba en el ejercicio de su profesión inclinaban a creer que decía verdad. Se le creía oriundo de una colonia del Este, y la cultura superior que demostró su padre hacía pensar que vivieron mejores tiempos en su país de origen. En cuanto al hijo, nada parecía distinguirle de las gentes de su condición, como no fuera su destreza en el oficio y el misterio con que cubría sus operaciones. Hacía por entonces unos diez años que los dos llegaron al valle y compraron la humilde choza en cuya puerta llamó inútilmente Mr. Harper. Allí vivían apaciblemente, casi ignorados y sin pretender que los conocieran mejor.
Mientras que Harvey se ocupaba de su negocio con infatigable actividad, su padre cultivaba un pequeño huerto y se bastaba a sí mismo; el orden y la tranquilidad que reinaban en su casa les había granjeado la suficiente consideración entre los vecinos para que una solterona de treinta y cinco años se determinara a entrar en la casa para encargarse de los quehaceres domésticos.
Las rosas que en otro tiempo florecieron en el rostro de Katy Haynes se habían marchitado hacía tiempo; había visto cómo, una tras otra, sus amigas contraían una unión que le parecía muy deseable, y ya había perdido toda esperanza de alcanzar nunca ese fin, cuando entró en la familia Birch, llevando determinadas intenciones. Era limpia, dispuesta, honrada y buena ama de casa; pero también supersticiosa, charlatana, egoísta y muy curiosa.
Tanto hizo por satisfacer esa última inclinación, que aún no estaba cinco años con la familia cuando se creyó con derecho a proclamar triunfalmente que sabía todo lo que el padre y el hijo pasaron en toda su vida. Sin embargo, la verdad es que todo su saber, después de mucho escuchar detrás de las puertas, se limitaba a la noticia de que un incendio les llevó a la miseria y redujo a dos el número de componentes de la familia. La menor alusión a ese hecho infortunado daba a la voz del padre un temblor que emocionaba hasta a la propia Katy.
Pero no hay barrera que detenga una curiosidad sin delicadezas, y la solterona persistió de tal modo en su afán de satisfacerla, que Harvey, amenazándole con dar su puesto a una mujer con menos años, le advirtió seriamente que todo tenía un límite, y que no le convenía sobrepasarlo. A partir de aquella época su curiosidad fue disminuyendo, y aunque nunca desperdició una ocasión de escuchar, sólo muy poco pudo añadir al tesoro de sus conocimientos.
Sin embargo, existía un secreto, cargado de interés para ella, y que consiguió desvelar; en cuanto hizo ese descubrimiento, dirigió todos sus esfuerzos al logro de un proyecto inspirado por el doble estímulo del amor y la codicia.
Harvey había dado en la costumbre de hacer frecuentes visitas, misteriosas y nocturnas, a la chimenea de la habitación que les servía de cocina y de comedor. Katy espió sus movimientos y cierto día, aprovechando su ausencia y las ocupaciones del padre, levantó una piedra del atrio de la chimenea y descubrió un bote de hierro en cuyo interior brillaba ese metal que rara vez deja de enternecer a los corazones más duros. Consiguió devolver la piedra a su sitio sin que se notara la visita hecha al tesoro, y ya nunca se atrevió a intentar una nueva excursión. Pero desde aquel momento, el corazón de la vestal perdió su anterior insensibilidad, y nada se opuso a la dicha de Harvey, aparte de su carencia de dotes de observación.
La guerra no interrumpió los tráficos del buhonero; incluso las trabas que sufría el comercio regular eran una circunstancia favorable para el suyo. Harvey parecía ocuparse sólo de ganar dinero, y durante los dos primeros años de la insurrección nada turbó sus operaciones, y el éxito respondió a sus trabajos. Por aquella época se corrieron unos rumores molestos para él: aquella especie de misterio que cubría sus movimientos le hizo sospechoso ante las autoridades civiles, que juzgaron oportuno mirar más de cerca su modo de vivir.
Sus encarcelamientos, aunque frecuentes, no fueron de mucha duración, y las medidas tomadas contra él por el poder judicial le parecieron muy suaves comparadas con las persecuciones que le hacía padecer la justicia militar. Sin embargo, Birch sobrevivió a ellas y no por eso interrumpió su comercio; pero se vio obligado a poner más reserva en sus movimientos, sobre todo cuando se acercaba a los límites septentrionales del condado: esto es, a la vecindad de las líneas americanas. Sus visitas a Locust fueron menos frecuentes, y las que hacía a su propia casa tan raras, que Katy contrariada en sus proyectos, no tuvo otro remedio que dar expansión a sus quejas y responder a Mr. Harper como antes dijimos.
Momentos después de recibir las órdenes de su joven señora, César introdujo en la habitación al sujeto de que hablábamos. Era un hombre bastante alto, delgado, pero con nervio y vigor. Parecía doblarse bajo el peso del gran fardo con que iba cargado, pero lo movía como si estuviese lleno de plumas. Sus ojos grises y hundidos, extremadamente móviles, cuando se detenían en el rostro de aquél con quien conversaba parecían leer hasta el fondo de su alma.
Harvey Birch aparecía con dos expresiones muy distintas, y eso le caracterizaba en buena parte; cuando se ocupaba de sus negocios de comercio, su fisonomía se tornaba animada, inteligente y activa en extremo; si la conversación se refería a los asuntos ordinarios de la vida, se hacía impaciente y distraído. Y si, por azar, el tema recaía en la revolución y en el problema de las colonias, se operaba en él un cambio total: todas sus facultades se concentraban, escuchaba largo tiempo sin pronunciar una palabra, y después rompía su silencio con un tono de ligereza y de broma, demasiado contrario a sus maneras anteriores para no ser fingido.
Aun así, sólo hablaba de la guerra cuando le era imposible no hacerlo, y se mostraba igualmente reservado en todo lo que se refería a su padre. Un observador superficial podía creer que la codicia era su pasión dominante, pero desde luego Katy Haynes no pudo encontrar un sujeto menos conveniente para sus ambiciones.
Al entrar en el salón, el buhonero se descargó del fardo que, una vez en el suelo, casi le llegaba hasta los hombros, y saludó a los presentes con modestas fórmulas de cortesía. También las empleó con Mr. Harper, pero en silencio y sin levantar los ojos de la alfombra. Los cortinajes le impidieron darse cuenta de la presencia del capitán.
Sara le dejó muy poco tiempo para aquellas ceremonias, y en seguida comenzó a pasar revista al contenido del gran saco; durante unos minutos, ella y el buhonero estuvieron ocupados sólo en sacar a luz las mercancías que encerraba. Las mesas, las sillas y la alfombra no tardaron en cubrirse con sedas, crepés y muselinas, guantes, cintas y todo cuanto suele componer el repertorio comercial de un vendedor ambulante. César mantenía el saco abierto con sus dos manos, mientras sacaban tan diversos objetos; de vez en cuando se permitía guiar las preferencias de su señora, invitándola a que admirase algún adorno, que estimaba más digno de atención cuanto más fuerte era su colorido.
Por último, después de escoger unas cuantas cosas, cuyo precio fue fijado como ella quería, Sara dijo, con tono alegre:
—Harvey, todavía no nos ha dado ninguna noticia. ¿Lord Cornwallis ha vuelto a pegar a los rebeldes ?
Quizá el buhonero no oyó la pregunta, pues entonces tenía la cabeza casi metida en su saco, del que sacó un paquete de encajes muy finos, que en seguida ofreció a las damas para que lo admirasen con la atención que merecían. A miss Peyton se le había escapado la taza de las manos, y Francés mostró por entero su gracioso rostro, del que hasta entonces sólo se vieron los vivísimos ojos: un rostro de mejillas tan encamadas, que el damasco las pudo envidiar.
Luego le llegó el turno de compradora a miss Jeannette, y Birch se desprendió muy pronto de buena parte de sus preciosas mercancías. Los elogios que hizo de ellas decidieron a Francés a abandonar su reserva, y ya se levantaba lentamente para dejar la ventana, cuando Sara repitió su anterior pregunta, con un tono de triunfo más debido a la satisfacción por sus compras que a sus sentimientos políticos. Entonces su hermana volvió a su asiento, casi escondida por la cortina, y pareció entregarse a la contemplación de las nubes.
El buhonero, viendo que no podía dispensarse de contestar, se expresó con ciertas vacilaciones:
—He oído decir que Tarleton ha derrotado al general Sumpter junto al río Tigre.
El capitán Wharton sacó involuntariamente la cabeza de entre los cortinajes. Francés, siempre silenciosa y sin respirar apenas, se dio cuenta de que los ojos tranquilos de Mr. Harper se fijaban en Harvey por encima del libro que fingía leer; su expresión demostraba que estuvo escuchando con un interés poco común.
—¿Es cierto? —exclamó Sara, con aire de triunfo—. Sumpter… ¿Pero quién es ese Sumpter?… No le compraré ni una aguja más hasta que me haya contado todas las noticias que sabe.
Continuaba riendo, y dejó sobre una mesa la pieza de muselina que estaba examinando.
El buhonero dudó unos instantes; lanzó una rápida mirada a Mr. Harper, que continuaba con sus ojos expresivos puestos en él, y se produjo un cambio total en sus maneras. Se acercó al fuego y, sin respetar los brillantes morillos de miss Peyton, vació su boca de la generosa ración de hierba de Virginia[9] y del exceso de jugos que les había exprimido; luego regresó junto a sus mercancías, y dijo con tono ligero:
—Vive por el Sur, entre los negros…
—¡El no más negro que usted, señor Birch! —exclamó César, excitado y dejando caer con malhumor la tela que envolvía el fardo.
—¡Silencio, César! —le dijo Sara, intentando calmarle y muerta de impaciencia por saber más—. No piense ahora en esas cosas.
—Hombre negro valer tanto como blanco, miss Sally —continuó el ofendido negro—, siempre que se porte bien.
—Ya veces mucho más —dijo su dueña—. Pero, Harvey, ¿quién es ese Sumpter?
Una ligera expresión de malicia apareció en el rostro de Birch mientras contestaba:
—Como le digo, vive en el Sur, entre las gentes de color, y hace muy poco tuvo una escaramuza con el coronel Tarleton.
—En la que fue derrotado —continuó Sara—, como había de suceder.
—Eso es, por lo menos, lo que cuentan en Morrisania —añadió el buhonero.
—Pero usted, ¿qué dice?
—Yo sólo puedo repetir lo que oigo a los demás —respondió Harvey presentando otra pieza de tela a Sara, que ni siquiera quiso poner sus ojos en ella, decidida a saber más cosas antes de proceder a nuevas compras.
—Pues en las llanuras —siguió Birch, después de pasear su mirada por la habitación y de detenerla un instante sobre Mr. Harper—, por el contrario, se cuenta que entre las filas americanas sólo Sumpter y dos más resultaron heridos, mientras que las tropas regulares quedaron destrozadas. Parece que los milicianos se habían situado muy ventajosamente en una granja construida con troncos de árbol.
—Es muy poco probable —dijo Sara, con tono desdeñoso—. Y con ello no quiero decir que yo dude de que los rebeldes se hayan escondido detrás de unos troncos de árbol.
El buhonero le ofreció nuevamente la pieza de seda, mientras decía con voz tranquila:
—Creo que hay más inteligencia en poner un tronco entre uno mismo y un fusil, que ponerse entre un fusil y un tronco.
Los ojos de Mr. Harper volvieron al libro, y Francés se levantó para acercarse sonriendo al buhonero y preguntarle, con una afabilidad que nunca le había mostrado:
—¿Le quedan más encajes?
Harvey se los presentó, y la bella muchacha le compró algunos. Luego ordenó que sirvieran a Birch una copita de licor, y él, después de dar las gracias y de saludar al dueño de la casa y a las tres damas, la vació a su salud.
Mr. Wharton, examinando los trozos de la taza rota por la precipitación de su cuñada, preguntó entonces:
—¿De modo que se cuenta que el coronel Tarleton aventajó al general Sumpter?
—Creo que así lo piensan en Morrisania —respondió Birch.
—¿Y qué otras noticias ha oído usted, amigo? —preguntó el capitán Wharton, avanzando de nuevo la cabeza entre dos cortinas.
—¿Sabe ya que han colgado al mayor André? —le respondió Harvey cargando sus palabras de intención.
El capitán y el buhonero cruzaron unas miradas expresivas, y Harvey añadió a continuación, con tono indiferente:
—Ya hace cinco semanas que eso ocurrió.
—¿Ha hecho mucho ruido esa ejecución? —preguntó Mr. Wharton, siempre examinando los restos de la taza, como para ver si aún podrían unirse.
—Como todos saben, señor, no se puede impedir que la gente hable —respondió el buhonero, que seguía mostrando sus mercancías a las damas.
—¿Cree usted que algún movimiento de los ejércitos haga peligrosas las carreteras para el viajero? —preguntó entonces Mr. Harper, con los ojos fijos en Harvey y una expresión indicando que esperaba la respuesta.
Al oír aquello, Birch dejó caer unos paquetes de cinta que llevaba en la mano; su fisonomía cambió repentinamente, y en vez de recobrar el tono de ligereza que había adoptado hasta aquel momento, habló con la seriedad de quien deja entender más de lo que se atreve a decir:
—Hace algún tiempo que la caballería regular está en campaña, y al pasar cerca de sus campamentos he visto que los soldados de Delancey estaban limpiando sus armas. No sería extraño que olieran pronto la pista, pues la caballería de Virginia entró ya en el condado.
—¿Se trata de una gran fuerza? —preguntó Mr. Wharton con inquietud, y dejando de atender a la taza rota.
—No la he contado —respondió el buhonero, reanudando sus operaciones comerciales.
Francés fue la única en observar el cambio en las maneras de Birch, y al volverse hacia Mr. Harper le vio con los ojos fijos de nuevo en el libro. Cogió una pieza de cinta, la dejó sobre la mesa, la volvió a tomar… Luego, inclinándose sobre las mercancías hasta el punto de que sus hermosos bucles le cubrían el rostro, dijo, con un rubor que sólo podía advertirse en su cuello:
—Yo creí que la caballería del Sur marchaba hacia el Delawara.
—Es posible —respondió Harvey—: He pasado a bastante distancia de ese río.
César había escogido una pieza de indiana en la que el amarillo y el rojo se destacaban fuertemente sobre el fondo blanco, y después de admirarla unos instantes la puso en la mesa y dijo, con un suspiro:
—Ser muy bonita esta indiana, miss Sara.
—Sí: sería un bonito traje para su mujer, César.
—¡Ah, miss Sara! Hacer bailar de alegría el corazón de la vieja Dina. ¡Ser tan bonita esta indiana!
—Sí —añadió el buhonero con tono burlón—: Haría parecer a Dina un arco iris.
César tenía sus ojos puestos en Sara, que preguntó sonriendo el precio de la tela.
—Según —respondió Birch.
—¿Cómo, según? —exclamó Sara, sorprendida.
—Desde luego, según me parezca en el momento. Para mi amiga Dina, sólo serán cuatro chelines.
—Es demasiado cara —replicó Sara, buscando otras mercancías para ella.
—Ser un precio monstruoso —exclamó César, soltando el extremo del saco.
—¡Bueno! —dijo Harvey—. Lo dejaremos en tres, si usted lo prefiere.
—¡Claro que yo preferir! —exclamó el negro, muy contento y volviendo a coger el borde del saco—. Miss Sara preferir tres chelines cuando ella dar, y cuatro chelines cuando ella recibir.
La operación quedó rematada en seguida; pero al medir la tela, se vio que el retal no llegaba a las diez yardas que requerían las dimensiones de Dina. Sin embargo, a fuerza de tirar de ella con sus vigorosos brazos, el experto buhonero consiguió que llegara a la medida precisa. Con todo, tuvo suficiente generosidad para añadirle gratuitamente una cinta que hacía juego con la brillante indiana y César se marchó presuroso a anunciar la buena noticia a su vieja Dina.
Mientras estaban ocupados en aquello, el capitán Wharton había surgido de entre las cortinas, dejándose ver por entero, y preguntó a Harvey, que comenzaba a cerrar su fardo, cuándo había salido de New York.
—Esta mañana, al amanecer.
—¡Pues qué poco hace! —exclamó el capitán, sorprendido, añadiendo con tono indiferente—: ¿Cómo ha podido pasar por los piquetes?
—Los he pasado —respondió Birch con frío laconismo.
—Ya deben conocerle bien los oficiales del ejército inglés —dijo Sara.
—Conozco de vista a algunos —respondió Harvey, paseando su mirada por la sala y deteniéndose un momento, primero en el capitán y después en Mr. Harper.
Mr. Wharton había escuchado atentamente todo lo que se habló; ya no afectaba indiferencia ni miraba los trozos de la taza rota. Al ver que el buhonero ataba el último nudo del fardo, le preguntó con cierta viveza:
—¿Así que vamos a ser inquietados de nuevo por el enemigo?
—¿A quién llama usted enemigo? —replicó Harvey, irguiéndose y mirando al anciano de modo que le hizo bajar los ojos con aire confuso.
—Todos los que turban nuestra paz, son enemigos —dijo miss Peyton, que se dio cuenta de que su cuñado no podía casi hablar—. ¿Pero, han salido de sus campamentos las tropas reales?
—Es probable que salgan pronto —respondió el buhonero, levantando el saco y terminando sus preparativos para marcharse.
—Y los americanos —siguió miss Peyton, con acento suave—, ¿están en campaña?
La llegada de César y de su vieja y fiel compañera, cuyos ojos chispeaban de contento, evitó a Birch el compromiso de una respuesta.
César pertenecía a una clase de negros que es más rara cada día. Hoy apenas se encuentra ya a esos viejos servidores que, nacidos o por lo menos criados en casa de sus dueños, confundían con el suyo el interés de aquellos a quienes el destino obligó a servir. Han dejado su sitio a una raza de vagabundos, que va creciendo desde hace treinta años, y que recorren el país sin cariño por nadie y sin sujetarse a principio alguno; pues uno de los castigos de la esclavitud consiste en que, quienes fueron sus víctimas, sean incapaces de adquirir las virtudes del hombre libre.
La edad daba a los cabellos de César, cortos y crespos, un tono grisáceo que aumentaba su aspecto venerable. El uso del peine durante muchos años, había levantado los cabellos de su frente y ahora se mantenían rígidos y erguidos sobre el cráneo, lo que parecía añadir un par de pulgadas a su estatura. La piel, de un negro brillante cuando fue joven, había perdido su brillo para ser de un negro oscuro. Los ojos, engarzados a enorme distancia uno de otro, eran pequeños, pero casi siempre con una expresión de buen humor, sólo interrumpido por cortos accesos de petulancia, cosa excusable en un viejo servidor; sin embargo, en aquellos momentos estaban animados por una vivísima alegría. A su nariz no le faltaba nada de lo preciso para el sentido del olfato, pero le sobraba modestia para avanzar y sus anchas aletas nunca incomodarían a quien se les acercase. Su boca, abierta de oreja a oreja, sólo se podía soportar por las dos hileras de perlas que en ella había. Era corto de estatura y se podría decir que fornido si las líneas curvas y angulosas no fueran un obstáculo invencible para toda simetría. Los brazos, largos y nerviosos, terminaban en dos manos flacas, de gris negruzco por un lado y de rojo desvaído por el otro.
Pero donde la naturaleza se había mostrado más caprichosa era en las piernas; no faltaba materia, aunque no se empleó juiciosamente. Las pantorrillas no estaban situadas detrás ni delante sino a un lado y tan cerca de las rodillas, que se podía dudar que usara libremente esa articulación. En cuanto al pie, considerado como la base en la que el cuerpo debe apoyarse, César no tenía derecho a queja, como no fuese que la pierna estaba enclavada tan en el centro, que sería discutible que pudiera andar hacia atrás. Pero por muchos defectos que un escultor pudiera encontrar en su figura, el corazón de César estaba indudablemente bien colocado y era de una dimensión conveniente.
Acudía entonces, con su vieja compañera, a dar las gracias a Sara, que les acogió bondadosamente y felicitó al marido por su buen gusto, asegurando a la esposa que la tela le iba de maravilla. Francés se acercó a Dina —que fue su nodriza—, cogió entre las suyas la mano seca y arrugada, y le dijo que ella misma se encargaría de coser el traje, oferta que fue aceptada con nuevas muestras de gratitud.
El buhonero se marchó, seguido por los negros, y mientras César cerraba la puerta, se le oyó recitar este monólogo:
—¡Buena amita! Miss Francés cuidar mucho a su buen padre y aún querer hacer el traje de Dina.
Se ignora lo que siguió diciendo, pero su voz se dejaba oír aún después de cerrada la puerta.
Mr. Harper había descansado el libro en sus rodillas para atender a la pequeña escena; y Francés gozó de una íntima satisfacción al ver una sonrisa aprobatoria de aquel rostro que, manifestando siempre el hábito de la meditación, expresaba los más nobles sentimientos del corazón humano.