CAPITULO II

«La rosa de Inglaterra esplendía en las mejillas de Gertrudis. Aunque nacida a la sombra de los bosques americanos, su padre vino de Albión empujado por el amor a la independencia del inglés, para buscar otro mundo en Occidente. Aquí, su hogar fue embellecido largo tiempo por la dicha de un mutuo amor, y vivió muchos felices días, cortados por cruel calamidad cuando dejó de palpitar el corazón que respondía al suyo; ahora ella no existía ya, y el esposo acunaba en sus rodillas a la hija de tan querida esposa».

Th. Campbell. Gertrudis de Wyoming.

El padre de Mr. Wharton había nacido en Inglaterra, en una familia cuyo prestigio parlamentario le consiguió una plaza de cadete en la colonia de New York. Como tantos otros jóvenes en su misma situación, acabó por establecerse en el nuevo país; allí se casó, y envió a Inglaterra a su hijo único para que completara su educación. Después de haberse graduado en una universidad de la madre patria, el muchacho continuó algún tiempo más en Gran Bretaña, con el fin de conocer el mundo y disfrutar de las ventajas de vivir en la sociedad de Europa. Pero, al cabo de dos años, la muerte de su padre le llamó a América y le puso en posesión de un apellido honorable y de una hermosa fortuna.

Entonces estaba de moda entre ciertas familias el ingresar a sus hijos en el Ejército o la Marina de Inglaterra, para que hiciesen carrera. Los más altos cargos de las colonias, estaban ocupados por hombres que siguieron la profesión de las armas, y no era raro que un veterano dejase la espada para tomar el armiño y ocupase el rango más elevado en la jerarquía judicial.

Siguiendo esa costumbre, el padre de Mr. Wharton le destinó a la carrera militar; pero su débil carácter fue un obstáculo para el cumplimiento de tal proyecto. El muchacho tardó un año en sopesar las ventajas que ofrecían los diferentes Cuerpos en que podía servir, y entonces sucedió la muerte de su padre. Su holgada posición y las atenciones que se prodigaban a un joven que gozaba de una de las mayores fortunas de la colonia, le hicieron reflexionar sobre sus viejos proyectos.

El amor decidió la solución: Mr. Wharton, al convertirse en esposo, dejó de pensar en ser soldado. Durante algunos años disfrutó de una dicha perfecta en el seno de su familia, siendo respetado por sus conciudadanos como hombre importante y de carácter integro. Pero toda su felicidad le fue arrebatada, en cierto modo, de un solo golpe. Su único hijo —el joven que apareció en el capítulo anterior—, había ingresado en el ejército inglés; poco antes de que empezaran las hostilidades, volvió a su país natal, con los refuerzos que el Gobierno creyó prudente enviar a aquellas partes de América del Norte donde reinaba el descontento.

Sus hijas habían llegado entonces a una edad en que su educación requería todos los servicios que proporciona una ciudad. Hacía años que su esposa padecía de una salud vacilante y apenas tuvo el placer de abrazar a su hijo y de disfrutar viendo a toda la familia reunida. En seguida estalló la revolución y se prendió el incendio que había de extenderse desde Georgia hasta Maine. Vio cómo su hijo era obligado a volver bajo las banderas, para combatir contra miembros de su propia familia, en los Estados del Sur; aquel golpe fue demasiado doloroso para ella, su débil constitución no pudo resistirlo y murió.

En los alrededores de New York, capital de la colonia, las costumbres inglesas y las opiniones aristocráticas reinaban con mayor fuerza que en cualquier otra parte del continente americano. Aunque esa colonia fue fundada por holandeses, los hábitos de los primeros colonos se habían fundido poco a poco con los de los ingleses, que acabaron por prevalecer. A ello contribuyeron en buena medida las frecuentes alianzas entre oficiales británicos y señoritas de las familias más adineradas; de modo que, al comienzo de las hostilidades, en New York, la balanza parecía inclinarse en favor de Inglaterra. Sin embargo, el número de los que abrazaban la causa del pueblo, fue lo bastante considerable para organizar un gobierno independiente y republicano, y el ejército de la Confederación les ayudó con todo su poder.

A pesar de eso, la ciudad y el territorio contiguo no reconocieron a la nueva República; pero la autoridad real sólo pudo mantenerse hasta donde llegaba el alcance de sus armas. Como era natural, en ese estado de cosas, los leales adoptaron las medidas que más se acomodaban a su carácter y su situación. Un gran número de ellos cogieron las armas para defender la antigua ley; y con su esfuerzo y su valor intentaron sostener los que consideraban derechos de su soberano, al mismo tiempo que ponían sus bienes al abrigo de una sentencia de confiscación. Otros salieron del país y fueron a buscar en su patria un asilo momentáneo —así se complacían en desearlo—, contra las turbulencias y los peligros de la guerra. Algunos, y no fueron los menos prudentes, continuaron en el lugar donde habían nacido, con las precauciones que aconsejaba una considerable fortuna, o quizá cediendo a la atracción que sentían por el escenario de su juventud.

Mr. Wharton se contaba entre estos últimos. Después de tomada la discreta medida de situar en Inglaterra una suma respetable en dinero, se quedó en New York, al parecer ocupado exclusivamente en la educación de sus hijas. Con esa actitud confiaba en que, por cualquiera de los bandos que se decidiera la victoria, evitaría la confiscación de sus bienes; pero un pariente que ocupaba un alto cargo en el gobierno de la reciente República le dijo que, a los ojos de sus conciudadanos, continuar viviendo en una ciudad convertida en campo inglés, era casi lo mismo que emigrar a Londres. Entonces entendió que su permanencia en New York sería un crimen imperdonable si los republicanos triunfaban y, para no correr ese riesgo, resolvió abandonarla.

Poseía una finca llena de comodidades en el condado de West Chester, y como hacía muchos años que pasaba en ella los calores del verano, estaba bien amueblada y siempre dispuesta a recibirle. Su hija mayor ya figuraba entre las damas; pero Francés, la menor, necesitaba todavía un año o dos para terminar su educación y aparecer en sociedad con el esplendor deseable. Por lo menos así lo estimaba miss Jeannette Peyton; y como esta señora, hermana pequeña de su difunta esposa, había dejado su casa en la colonia de Virginia, llevada de su cariño y de la vocación de su sexo para cuidar de sus huérfanas sobrinas, Mr. Wharton creyó que las opiniones de su cuñada merecían todo respeto. En consecuencia, siguió su consejo y los sentimientos del padre cedieron ante el interés de las hijas.

Mr. Wharton partió hacia su finca de Locust con el corazón desgarrado por tener que separarse de todo lo que le quedaba de una esposa adorada, pero obedeció a la prudencia que le hablaba en favor de los bienes de este mundo de que era dueño. Mientras, sus dos hijas y la tía habían ocupado la hermosa mansión que tenía en New York. El regimiento al que pertenecía el capitán Wharton, figuraba entre la guarnición permanente de la ciudad, y la presencia de su hijo le pareció a Mr. Wharton una protección suficiente para sus hijas, tranquilizándole durante su ausencia. Pues Henry era joven, militar, franco, ajeno a toda sospecha y nadie podía imaginar que un uniforme ocultase un corazón corrompido.

De ello resultó que la casa de Mr. Wharton se convirtiese en lugar de cita frecuentado por los oficiales del ejército real, como hacían con todas las familias que juzgaban dignas de su atención. Las consecuencias de aquellas visitas fueron afortunadas para algunas y funestas para muchas más, que hacían nacer esperanzas que nunca llegarían a realizarse. Y hasta desgraciadamente ruinosas para la mayor parte. La riqueza de su padre, de sobra conocida, y quizá la presencia de un hermano, lleno de noble y valiente dignidad, no permitían temer que sucediera algo parecido a las hermanas; pero también era imposible que la admiración que los jóvenes mostraban ante la elegante figura y las bellas facciones de Sara Wharton no produjesen algún efecto en ella.

Ya había alcanzado la precoz madurez que da el clima, y los cuidados que dedicó a mejorar sus gracias le concedían la palma entre todas las bellas de New York. Ninguna podía discutirle esa superioridad, como no fuese su hermana. Pero Francés apenas llegaba a sus diez y seis años y toda idea de rivalidad entre las dos estaba muy lejos de su corazón. Después del placer de conversar con el coronel Wellmere, Sara no conocía otro mayor que el de contemplar los nacientes encantos de la joven Hebe, que jugaba a su lado con toda la inocencia de la juventud, con todo el entusiasmo de un carácter fogoso y, muchas veces, con la traviesa alegría que le era natural.

Quizá porque los galantes militares que frecuentaban la casa no dirigían a Francés los cumplidos que prodigaban a su hermana, intercalados en las interminables discusiones sobre la marcha de la guerra, lo cierto es que sus discursos producían un efecto muy distinto en las dos hermanas. Entonces estaba de moda que los oficiales ingleses hablaran de sus enemigos en tono despectivo, y los relatos que hacían de las primeras acciones entre republicanos y realistas estaban llenos de sarcasmo. Sara los consideraba como verdades redondas, pero Francés era más incrédula; y aún lo fue más cuando oyó que un viejo general inglés hacía justicia a la conducta y a la valentía de sus enemigos, para que así se la hicieran a él mismo. El coronel Wellmere era uno de los que más se complacían en lucir su ingenio a costa de los americanos; y por ello, estaba muy lejos de ser el favorito de Francés, que le escuchaba siempre con mucha desconfianza y un poco de resentimiento.

Un día muy cálido de verano, el coronel y Sara estaban sentados en un sofá del salón, entretenidos en una escaramuza de miradas, mezcladas con palabras sin importancia. Francés bordaba en su bastidor, en otro rincón de la estancia, cuando, de pronto, Wellmere, exclamó:

—¡Qué alegría, miss Wharton, va a producir en la ciudad la llegada del ejército del general Burgoyne!

—¡Será estupendo! —respondió Sara—. Se dice que detrás de ese ejército vienen unas damas muy amables. Como usted dice, eso dará a New York una nueva vida.

Francés levantó la cabeza y, apartando sus bucles de hermosos cabellos rubios, dijo, con un tono en el que se mezclaban la malicia y el candor:

—¡La cuestión está en saber si les dejarán llegar!

—¿Si les dejarán? —repitió el coronel—. ¿Y quién podrá impedirlo, si el general lo ha decidido, mi gentil miss Fanny?

Francés estaba en esa edad, precisamente, en que las jóvenes son más celosas de su rango en sociedad, pues ya no era niña y aún no era mujer. Aquel «mi gentil miss Fanny» era demasiado familiar para satisfacerle; puso los ojos en su bordado, sus mejillas tomaron un color carmesí y respondió con voz grave:

—En cierta ocasión, el general Stark hizo prisionera a la guarnición alemana. ¿No cree posible que el general Gates considere a los ingleses demasiado peligrosos para dejarles en libertad de movimientos?

—¡Pero eran alemanes, tropas mercenarias! —replicó Wellmere, picado por verse en la necesidad de dar explicaciones—. Cuando se trate de regimientos ingleses, ¡ya verá usted qué resultado más distinto!

Sara, que no compartía en lo más mínimo el resentimiento del coronel contra su hermana, pero cuyo corazón se estremecía de gozo pensando en el futuro triunfo de las armas inglesas, intervino, diciendo:

—No cabe la menor duda.

—¿Podría decirme usted, coronel —preguntó entonces Francés, con una sonrisa maliciosa y levantando de nuevo los ojos hasta Wellmere—, si ese lord Percy del que se habla en la balada de Chevi Chase, era un antepasado del lord del mismo nombre que llevaba el mando, cuando la derrota de Lexington?

—Veo, miss Francés —dijo el coronel, pretendiendo ocultar con su tono de broma, el despecho que le devoraba—, que se está convirtiendo usted en una pequeña rebelde. Lo que se complace en llamar una derrota, no fue más que una retirada prudente…, una… una especie de…

—De combate… corriendo —terminó la traviesa muchacha, acentuando la última palabra.

—Precisamente, señorita.

En aquel momento, el coronel fue interrumpido por una carcajada cuyo autor aún no había sido visto. El viento acababa de abrir una puerta de comunicación entre la sala donde estaban los tres y otra pequeña estancia. Cerca de ella, apareció sentado un joven que había escuchado con gusto la anterior conversación; se levantó en seguida y se adelantó, con el sombrero en la mano. Era un hombre de buena estatura, lleno de distinción, con la tez morena y unos brillantes ojos negros, donde aún quedaban restos de la risa a que se había abandonado.

—¡Dunwoodie! —exclamó Sara, con gesto de sorpresa—. No sabía que estuvieras en casa. Entra, que aquí estarás más fresco.

—Te lo agradezco mucho, Sara, pero he de marcharme. Tu hermano me puso de centinela en esta puerta, diciéndome que le esperase; ya hace una hora que estoy ahí y voy a ver si le encuentro.

Sin dar más explicaciones, saludó a las damas con toda cortesía y al coronel con cierto aire altivo y se retiró.

Francés le acompañó hasta el vestíbulo y le preguntó, ruborizada:

—¿Por qué nos dejas, Dunwoodie?; Henry no puede tardar mucho en volver.

Dunwoodie le cogió una mano:

—Le has abofeteado admirablemente, querida prima —le dijo—. No olvides nunca, nunca, la tierra donde has nacido. Acuérdate de que si eres nieta de un inglés, también eres hija de una americana, de una Peyton.

—Sería muy difícil que lo olvidase —respondió ella, sonriendo—. Mi tía me da sobradas instrucciones sobre la genealogía familiar. Pero, ¿por qué no te quedas?

—Salgo para Virginia, amable prima —respondió él, estrechándole tiernamente la mano—, y tengo que hacer muchas cosas antes de partir. Adiós y continúa fiel a nuestra patria: sé siempre americana.

La muchacha, viva y cálida, le envió un beso con la mano, mientras él se retiraba; después, apretando las dos manos sobre sus ardorosas mejillas, subió a su dormitorio, para esconder allí su confusión.

Acorralado entre los sarcasmos de miss Fanny y el desdén mal disfrazado del joven Dunwoodie, el coronel Wellmere se encontraba en desagradable situación ante su cortejada Sara; pero, no atreviéndose a mostrar el resentimiento en su presencia, se contentó condecir, irguiéndose con aires de importancia:

—¡Vaya ademanes los de ese muchacho! ¿Se trata, sin duda, de un viajante de comercio o del dependiente de una tienda?

A Sara nunca se le hubiera ocurrido asociar la idea de un dependiente de comercio con el amable y elegante Peyton Dunwoodie, y miró al coronel con gesto de extrañeza.

—Me refiero —dijo él—, a ese señor Dum… Dum…

—¡Dunwoodie! —exclamó Sara—. Y salga de su error: es pariente nuestro y amigo íntimo de mi hermano. Aquí hicieron juntos sus primeros estudios y sólo se han separado en Inglaterra, donde uno ingresó en el ejército y el otro en una escuela militar francesa.

—Donde habrá gastado mucho dinero para no aprender nada —dijo Wellmere, disfrazando torpemente su despecho.

—Así lo deseamos, por lo menos, pues se dice que está a punto de unirse al ejército rebelde. Llegó aquí en un buque francés y es posible que se encuentren ustedes en el campo de batalla.

—Me alegraré con todo mi corazón —replicó el coronel—. ¡Y deseo que Washington tenga cientos de héroes como ese!

A continuación, procuró dar otro tema a su charla.

Unas semanas después, se supo que el ejército del general Burgoyne se había rendido. Y Mr. Wharton, viendo que su fortuna basculaba entre los dos partidos, hasta el punto de que ya no podía saberse por cuál se inclinaría, resolvió satisfacer enteramente a sus conciudadanos —y contentarse a sí mismo—, llamando a sus hijas a Locust. Miss Peyton consintió en acompañarlas, y desde entonces hasta la época en que comienza esta historia, todos formaron una sola familia.

El capitán Wharton había acompañado a las tropas que guarnecían a New York en cuantos movimientos hicieron; de ese modo, encontró oportunidad para, protegido por los fuertes destacamentos que operaban en las proximidades de Locust, hacer dos o tres escapadas y visitar brevemente a su familia. Pero en la época en que le conocimos, hacía casi un año que no le veían; por eso Henry, impaciente, se había disfrazado y llegó a su casa, desgraciadamente, el día en que estaba en ella un huésped desconocido y dudoso, lo que sucedía muy raramente.

Después de oír lo que César dijo sobre los skinners, Henry preguntó:

—¿Creéis que haya concebido alguna sospecha?

—¿Y cómo puede tenerlas —respondió Sara—, si tu padre y tus hermanas ni siquiera te han reconocido?

—Veo en él algo misterioso —siguió el capitán—, y sus ojos se fijaban en los míos con demasiada insistencia para no hacerlo sin intención.

Y hasta creo que su figura no me es desconocida. Lo ocurrido hace poco con el mayor André, es para inquietar[8]. Sir Henry nos amenaza con represalias para vengar su muerte y Washington se muestra tan firme como si le obedeciera medio mundo. En estos momentos, los rebeldes me considerarían como un sujeto muy apropiado para llevar a cabo sus planes, si tuviera la desgracia de caer en sus manos.

—¡Pero tú no eres un espía, hijo mío! —exclamó Mr. Wharton muy alarmado—. Y tampoco estás en las líneas de los rebeldes…, quiero decir, de los americanos; aquí no hay nada que espiar.

—Eso es discutible. Los republicanos tienen piquetes en la Llanura Blanca; pasé disfrazado por allí y podrían decir que esta visita es sólo un pretexto para encubrir otros designios. Recuerde usted cómo le trataron no hace mucho tiempo, sólo por haberme enviado una provisión de frutas para el invierno.

—De acuerdo: pero se debió a la caridad de unos buenos vecinos que, esperando la confiscación de mis bienes, pensaban comprar baratas algunas de mis granjas. Por otra parte, sólo estuvimos detenidos un mes y Peyton Dunwoodie consiguió que nos soltaran.

—¿Nos? —exclamó Henry, asombrado—. ¿Cómo? ¿Mis hermanas fueron detenidas? Nada me dijiste en tus cartas, Francés.

—Creí haberte dicho —respondió Francés, enrojeciendo—, que tu viejo amigo Dunwoodie tuvo las mayores atenciones para nuestro padre y consiguió que le pusieran en libertad.

—Eso sí me lo dijiste; pero no que vosotras estuvieseis en el campo de los rebeldes.

—Sin embargo, hijo mío, es verdad. Francés se negó a dejarme ir solo. Jeannette y Sara se quedaron en Locust para vigilar la casa y esta chiquita me acompañó en mi cautiverio.

—¡Para volver más rebelde que nunca! —saltó Sara, indignada—. Sin embargo, la injusticia de que fue víctima nuestro padre debió curarla de semejante locura.

—¿Qué tienes que responder a esa acusación, Francés? —preguntó el capitán con tono ligero—. ¿Dunwoodie ha conseguido que odies a nuestro rey más que él mismo?

—Dunwoodie no odia a nadie —respondió Francés con vivacidad, enrojeciendo—. Por otra parte, te quiere mucho, Henry; no se puede dudar. Me lo ha dicho y repetido mil veces.

—Sí —replicó Henry. Y acariciando su mejilla con una sonrisa maliciosa, añadió, bajando la voz—: ¿Y no ha dicho también que quiere todavía más a mi hermanita Fanny?

—¡Qué tontería! —dijo Francés.

Y gracias a su diligencia, los manteles fueron levantados en seguida.