1

Volvía a estar encadenado a la pared. Las cosas iban de mal en peor. Habría sido mejor que no le hubiesen soltado; volver a su antigua situación era algo horrible. Golpeó la pared con las ruidosas cadenas hasta dejarla blanca detrás de él. Le dejaron que golpease cuanto quisiera. Aparte de esto, no hacía más que dormir todo el día. Dormía el sueño de los muertos, con las piernas sujetas por el cepo. Durmió hasta bien entrada la primavera. Kogin le dijo que estaban en abril. Dos años. Los registros proseguían salvo cuando enfermaba de disentería. Entonces, el alcaide auxiliar se mantenía alejado, aunque Berezhinsky le registraba a veces él solo. Un día, después de estar enfermo el remendón, limpiaron la celda y encendieron la estufa. Un anciano de rostro sonrosado y que vestía de invierno, entró en la celda. Llevaba capa negra y polainas negras, y se apoyaba en un bastón de puño curvo. Berezhinsky entró detrás de él, trayendo una silla de delicado respaldo, y el anciano se sentó en ella, muy erguido, a unos pasos del remendón, sosteniendo el bastón entre las enguantadas manos. Sus ojos acuosos recorrieron la estancia. Después, le dijo a Yakov que era un famoso exjurista, y que le traía buenas noticias. El remendón se sintió presa de una excitación parecida al mareo. Preguntó cuáles eran las buenas noticias. El exjurista le respondió que aquel año se cumplía el tercer centenario de la subida al trono de la Casa Romanov, y que el zar, para celebrarlo, se disponía a dictar un ucase de amnistía en favor de determinados delincuentes. El nombre de Yakov figuraría en la lista. Sería perdonado y podría volver a su pueblo. El rostro del anciano resplandecía de gozo. El preso se apoyó en la pared, abrumado por la emoción. Después, preguntó: «¿Perdonado como criminal, o perdonado como inocente?». El exjurista le respondió que esto importaba poco, ya que iba a salir de la cárcel. Era imposible borrar las culpas del pasado, pero no lo era que un gobernante humanitario, un caballero cristiano, perdonase una mala acción. El viejo estornudó, sin haber tomado rapé, y consultó su reloj de plata. Yakov le dijo que no quería el perdón, sino un juicio justo. Si le ordenaban salir de la cárcel sin juzgarle, tendrían que matarle para sacarle de ella. «No sea estúpido —le dijo el exjurista—. ¿Quiere seguir sufriendo en esta asquerosa celda?». El remendón agitó nerviosamente sus cadenas. «No tengo alternativa», dijo. «Acabo de ofrecerle una». «Esto no es una alternativa», dijo Yakov. El exjurista trató de convencer al preso, pero hubo de renunciar, irritado. «Es más fácil convencer a un campesino», murmuró. Se levantó y agitó el bastón en dirección al preso. «¿Cómo quiere que le ayudemos —gritó—, si es tan testarudo?». Berezhinsky, que había estado escuchando detrás de la mirilla, abrió la puerta para que saliera el viejo. El guardián entró después en busca de la silla, pero, antes de cogerla, dejó que Yakov orinase en el cubo y le vertió el contenido en la cabeza. El remendón permaneció encadenado toda la noche. Pensó que, por mucho que hubiera sufrido, siempre había algo peor.

Un día, durante el tercer verano que Yakov pasaba en la cárcel, le quitaron las esposas y los grilletes. Inmediatamente, empezó a latirle con fuerza el corazón, y, al oprimírselo con la mano, ésta latió al unísono con aquél. Al cabo de una hora, el alcaide, que había envejecido desde que el remendón le viera por última vez, y que caminaba a pasos más cortos, le trajo un nuevo auto de procesamiento dentro de un sobre de color castaño: un fajo de papeles dos veces más grueso que el primero. El remendón cogió el documento y lo leyó despacio, pero frenéticamente, temeroso de no llegar nunca al final; pero, inmediatamente, había descubierto lo que buscaba: el asesinato por motivos rituales era de nuevo esgrimido con violencia. En cambio, se había omitido toda referencia a sus experiencias sexuales con el chico y a su complicidad con la banda de ladrones y contrabandistas judíos que operaba en el sótano de la sinagoga de Kiev; es decir, a los insensatos embustes de la carta de Marfa Golov. De nuevo se acusaba a Yakov Bok de asesinato de un niño inocente, con el fin de extraerle la sangre necesaria para la confección de los massots y pasteles de Pascua.

Así lo afirmaba el profesor Manilius Zagreb, el cual, junto con su distinguido colega, el cirujano doctor Sergei Bul, había practicado dos veces la autopsia al cadáver de Zhenia. Ambos declaraban categóricamente que las crueles heridas habían sido infligidas en grupos predeterminados y con intervalos entre éstos, a fin de prolongar la tortura y de facilitar la sangría. Calculaban que se había extraído un litro de sangre de cada grupo de heridas, y que un total de cinco litros había sido recogido en botellas. Ésta era también la conclusión del padre Anastasy, conocido especialista en asuntos judíos, quien había estudiado detenidamente el Talmud y detallado sus razones en un dictamen de ocho páginas escritas a un solo espacio. Y así opinaba también Yefim Balik, magistrado instructor, quien había estudiado cuidadosamente todas las pruebas y las consideraba «concluyentes».

En cuanto a la comisión del sanguinario crimen, era descrita en términos parecidos a los empleados por Grubeshov en la cueva, más de dos años atrás, con especial mención del fanático tzadik hasid, el cual fue visto en la fábrica de ladrillos por el capataz Proshko y ayudó sin duda al acusado a extraer la sangre necesaria del cuerpo todavía vivo del muchacho, así como a transportar el cadáver a la cueva donde había sido descubierto por dos horrorizados niños. En la nueva acusación, también se incluían algunas pruebas que se habían omitido en la primera. Se decía que medio saco de harina para massot había sido escondido en la habitación de Yakov Bok, encima del establo, así como algunos pedazos duros de massot ya elaborado, que sin duda contenía sangre de la inocente criatura, y del cual, con toda probabilidad, habían comido ambos judíos. También se había encontrado en la habitación un paño ensangrentado que, según confesión del propio acusado, era un pedazo de su camisa. Según declaración de Vasya Shiskovsky, éste y Zhenia habían visto una botella de roja sangre sobre la mesa de Bok, en la habitación del establo, pero dicha botella había desaparecido cuando la buscó la Policía. Por último, se había descubierto en la misma habitación, después de ser detenido Yakov Bok, una bolsa de herramientas de carpintero que contenía varias leznas y cuchillos manchados de sangre, «a pesar del complot urdido y llevado a cabo más tarde por los conspiradores judíos para destruir estas y otras pruebas importantes, prendiendo fuego al establo de la fábrica de ladrillos».

En la última parte del prolijo y terrible documento, se hacía referencia a una nueva cuestión: el confesado ateísmo de Yakov Bok. Se observaba que, a pesar de que el acusado había confesado ser judío de nacimiento y nacionalidad al ser interrogado por primera vez por las autoridades, había sostenido después que era ateo; a saber, que era librepensador y no profesaba la religión judía. El motivo de una autodefinición tan odiosa era fácilmente comprensible por poco que se reflexionase sobre el asunto. Tendía a crear circunstancias atenuantes y detalles desorientadores, con el fin de desviar la investigación legal, ocultando el móvil del horrendo crimen. Sin embargo, esta profesión de ateísmo pudo ser rebatida, puesto que testigos fidedignos, entre ellos varios guardianes y oficiales de la prisión, observaron que Yakov Bok, aun persistiendo en su falsa declaración de ateísmo, rezaba diariamente en su celda a la manera de los judíos ortodoxos, cubierto con un manto de oración, y con filacterias negras atadas a la frente y al brazo izquierdo. También leía piadosamente un libro del Antiguo Testamento, el cual, al igual que los previamente mencionados ornamentos religiosos ortodoxos, había sido clandestinamente introducido en su celda por sus compañeros judíos de la sinagoga. Resultaba claro, para cuantos le observaban, que estaba practicando un devoto rito religioso. Había seguido empleando el manto de oración hasta gastarlo del todo, e incluso ahora guardaba un resto de este ornamento en el bolsillo de su chaqueta.

Los investigadores y otras autoridades opinaban que el confesado ateísmo era una invención de Yakov Bok, para ocultar a las autoridades judiciales que había cometido el vil asesinato religioso de un niño con el único y malvado propósito de suministrar a sus compatriotas hasidim la sangre humana e incorrupta que necesitaban para cocer los massots y los bollos sin levadura de la Pascua.

Cuando hubo terminado de leer el documento, el remendón, abrumado, pensó: «No hay manera de librarse de la sangre. Mancha cada palabra del auto de procesamiento y es imposible lavarla. Cuando me juzguen, será para crucificarme».

El remendón se sintió profundamente desolado. Ahora que le habían dado este papel, ¿se lo quitarían también, para darle otro más adelante? ¿Sería ésta su nueva tortura? ¿Le irían entregando acusaciones diferentes, a intervalos y durante otros veinte años? ¿Tendría que leerlas hasta morir desesperado, o hasta que le estallara el cerebro? ¿O quizá, después de esta acusación, o de la tercera, o de la séptima, o de la trigésima, celebrarían por fin el juicio? ¿Lograrían acumular suficiente número, de pruebas circunstanciales contra él? Ahora, esperaba que así fuese. O, al menos, pruebas casi suficientes. De no ser así, ¿le tendrían eternamente encadenado? ¿O le reservaban un destino todavía peor? Un día, cuando iba a limpiarse con un trozo de periódico, leyó en él: «EL JUDÍO SERÁ CONDENADO SIN REMISIÓN». Febrilmente, quiso leer el artículo para saber en qué se fundaba aquella afirmación, pero aquel trozo del periódico había sido rasgado.

2

Le habían dicho que un abogado acudiría a la cárcel, pero, una noche cálida de julio, cuando se abrió la puerta de la celda, no entró el abogado, sino Grubeshov, vestido de etiqueta. El remendón se despertó cuando Kogin, sosteniendo una vela goteante, le soltó los grilletes de los pies.

—Despierta —dijo el guardián, sacudiéndole—. Ha llegado Su Señoría.

Yakov se despertó como si emergiese de aguas sucias y profundas. Miró la cara húmeda y carnosa de Grubeshov, sus lacias patillas, sus ojos enrojecidos, brillantes, inquietos. El pecho del fiscal se hinchaba y se hundía. El hombre paseó indeciso por la celda y, al fin, se sentó en el taburete, apoyando una mano en la mesa y proyectando una enorme sombra en la pared de atrás. Miró un momento la lámpara, pestañeó y, después, contempló a Yakov. Al empezar a hablar, exhaló una vaharada de comida y alcohol que dio náuseas al remendón.

—Me dirigía a casa después de un banquete en honor del zar —dijo Grubeshov al preso, respirando ruidosamente—, cuando, al pasar en mi coche por este distrito, ordené al chófer que se detuviera en la cárcel. Quería hablar con usted. Usted es muy testarudo, Bok, pero quizás aún conserva la razón. He querido hablarle por última vez. Tenga la bondad de levantarse para escucharme.

Yakov, que se había sentado en la cama de madera, con los pies descarnados y descalzos apoyados en el húmedo suelo, se levantó despacio. Grubeshov le miró a la cara y tuvo un estremecimiento. El remendón sintió un odio feroz contra él.

—Ante todo —dijo Grubeshov, enjugándose el congestionado cogote con un grande y húmedo pañuelo—, no se deje llevar por la esperanza, Yakov Bok. Erraría si lo hiciese. No crea que, por el hecho de haber sido procesado, se acabaron sus tribulaciones. Por el contrario, ahora empieza lo peor para usted. Será públicamente desenmascarado y todos le verán tal como es.

—¿Qué quiere de mí, señor Grubeshov? Es muy tarde, y necesito un poco de descanso antes de que vuelvan a encadenarme por la mañana.

—Lo de las cadenas, ha sido por su culpa, por no obedecer las órdenes. Pero yo no tengo nada que ver con esto. He venido a hablarle de otras cosas. Marfa Golov, la madre de la víctima, me ha visitado hoy en mi oficina. Se arrodilló ante mí, con lágrimas en los ojos, y juró ante Dios que había dicho toda la verdad en lo tocante a Zhenia y a las circunstancias que provocaron el asesinato. Es una mujer absolutamente sincera, y sus palabras me conmovieron mucho. Estoy plenamente convencido de que, desgraciadamente para usted, el jurado creerá todo lo que dice. Su testimonio y la sinceridad de su actitud destruirán cualquier línea de defensa que se haya usted trazado.

—Que declare lo que quiera —dijo Yakov—. ¿Por qué no empiezan el juicio de una vez?

Grubeshov, que se movía en su taburete como si estuviese sentado sobre una estufa encendida, respondió:

—No voy a discutir con un criminal. Sólo he venido a decirle que, si usted y sus compinches judíos siguen apremiándome para que se celebre el juicio antes de que haya reunido los últimos elementos de prueba o investigado todos los detalles, conviene que sepa a lo que se expone. No hay dicha que no se acabe, Bok, si entiende lo que quiero decir. La cafetera puede echar humo, pero no se sorprenda si el agua se ha evaporado por entero.

—Señor Grubeshov —dijo Yakov—, me es imposible seguir en pie. Estoy agotado y tengo que sentarme. Puede matarme si quiere. Llame al guardián. Lleva una pistola.

Yakov se sentó en las tablas de la cama.

—Es usted un caradura —dijo Grubeshov, con irritación—. El pueblo ruso está hasta la coronilla de los trucos y engaños de los judíos. Esto se aplica también a sus investigadores, a sus quejas, a sus calumnias. Lo que está ocurriendo, Bok, revela la complicidad oculta de los judíos en la conspiración contra Rusia, y le advierto que no pueden dejar de producirse tumultuosas represalias contra los enemigos del Estado. Aunque, mediante alguna treta, lograse que el jurado se pronunciase contra lo demostrado por pruebas evidentes, debo decirle que el pueblo ruso, justamente irritado, se vengaría del dolor y los tormentos que infligió usted al pobre Zhenia. Puede desear que le juzguen, pero recuerde esto: incluso una sentencia condenatoria provocará un baño de sangre en la ciudad que superará la ferocidad de la llamada matanza de Kishinev. El juicio no le salvará a usted, ni tampoco a sus amigos judíos. Le convendría más confesar. Y, dentro de un tiempo, cuando el público se hubiese apaciguado, diríamos que ha muerto en la cárcel, o algo parecido, y le sacaríamos de Rusia. Si insiste en ser juzgado, no le extrañe ver rodar muchas cabezas barbudas por la calle. Las plumas vuelan. El acero cosaco penetra bien en la tierna carne de las jóvenes judías.

Grubeshov se había levantado del taburete y volvía a pasear arriba y abajo; su sombra, en la pared, se movía en dirección contraria a la de él.

—El Gobierno tiene que defenderse contra la subversión, por la fuerza, cuando falla la persuasión. Yakov se contempló los blancos y torcidos pies. El fiscal, en el colmo de su exaltación, siguió diciendo:

—Mi padre me refirió una vez un incidente relativo a la cripta de una sinagoga. Estaba llena de judíos, hombres y mujeres, que pretendían ocultarse durante una incursión de los cosacos. El sargento les ordenó salir de uno en uno. Al principio, ninguno se movió, pero, después, salieron unos cuantos con los brazos en alto. De nada les sirvió, pues fueron muertos a culatazos. Los demás, aunque estaban como sardinas en banasta, no quisieron moverse, a pesar de que les habían dicho que sería peor para ellos. Y así fue. Los impacientes cosacos irrumpieron en la cripta y les mataron a tiros y a golpes de bayoneta. Algunos que fueron sacados a rastras y todavía con vida, fueron después arrojados desde trenes en marcha. Otros fueron quemados vivos, después de haberles empapado las barbas con gasolina, y algunas mujeres fueron arrojadas al pozo en paños menores y se ahogaron. Puede creerme si le aseguro que, una semana después de su juicio, habrá disminuido en un cuarto de millón el número de zhidy del Pale.

Hizo una pausa para recobrar aliento, y prosiguió:

—Sabemos que lo que ustedes pretenden es que se produzca un pogrom de esta clase. Sabemos, por los informes de la policía secreta, que quieren provocar una reacción violenta con fines revolucionarios, para estimular la subversión activa de los revolucionarios socialistas. El zar está enterado de ello y dispuesto a aumentar la dosis del medicamento que acabo de indicarle, si persisten en quebrantar su autoridad. Un destacamento de cosacos de los Urales se encuentra ya acuartelado en Kiev.

Yakov escupió en el suelo.

O Grubeshov no lo vio, o fingió que no lo había visto. Después, como si hubiese agotado su ira, habló con voz pausada:

—He venido a decirle esto para su propio bien, Yakov Bok, y, en definitiva, para el bien de sus camaradas judíos. No añadiré nada más, absolutamente nada. Dejo el resto a su consideración y buen criterio. ¿Puede sugerirme algo para evitar tan horrible, catastrófica y, lo diré francamente, inútil tragedia? Apelo a sus sentimientos humanitarios. Una persona en su situación debería hallarse dispuesta a transigir para que la balanza no se incline hacia el desastre. Le hablo con toda seriedad. ¿Tiene algo que decir? Si es así, dígalo.

—Quiero que me juzguen, señor Grubeshov. Esperaré el juicio, aunque me cueste la vida.

—Éste será su precio, Bok. La muerte pende sobre su cabeza.

—O sobre la suya —dijo Yakov—. Por lo que le hizo a Bibikov.

Grubeshov miró fijamente al remendón con ojos vacíos. La sombra de un pájaro enorme huyó de la pared. Se apagaron las luces y la puerta de la celda se cerró de golpe.

Kogin, malhumorado, cerró los grilletes sobre los pies del remendón.

3

El abogado, Julius Ostrovsky, llegó y se marchó.

Se presentó pocas semanas después de la visita del fiscal y habló durante una hora con el preso, informándole de las cosas que pasaban; algunas, ya las había adivinado el remendón; otras, le llenaron de asombro.

Le asombró mucho que personas extrañas supieran más que él acerca de las causas de su desdicha, y que las complicaciones fueran tantas y tan fantásticas.

—Dígame la verdad, por mala que sea —suplicó Yakov—. ¿Cree que llegaré a salir de aquí?

—Lo malo es que no sabemos lo peor —le respondió Ostrovsky—. Sabemos que usted no lo hizo. Lo peor es que ellos también lo saben, pero dicen lo contrario.

—¿Sabe cuándo se celebrará el juicio…, si es que se celebra algún día?

—Imposible decirlo. Si no quieren decirnos lo que ocurre hoy, ¿cómo saber lo que ocurrirá mañana? También nos ocultan el mañana. Como nos ocultan los hechos más fundamentales. Temen que, si llegamos a saber algo, esto pueda convertirse en un truco en manos de los judíos. ¿Qué puede usted esperar, si está empeñado en una guerra a muerte y todos pretenden que estamos en paz? Pero, créame, es una guerra.

El abogado se había levantado al entrar Yakov en la estancia.

Ahora, no había establecida ninguna reja que separase al preso de su visitante. Ostrovsky le había impuesto prudencia con un ademán y le había murmurado al oído:

—Hable en voz baja…, mirando al suelo. Dicen que no hay ningún guardia detrás de la puerta, pero hable como si Grubeshov, si no el diablo, estuviera presente.

Era un sesentón robusto, de rostro apergaminado y cabeza calva, de la que brotaban unos cuantos pelos grises. Tenía las piernas encorvadas y llevaba zapatos con botones de dos colores, corbata negra y barbita recortada.

Al aparecer Yakov, se lo había quedado mirando fijamente, como resistiéndose a creer que era el preso a quien había venido a visitar. Al fin, lo creyó, y la sorpresa que expresaban sus ojos se trocó en conmiseración. Le habló en voz baja, en yiddish, sinceramente emocionado.

—Me presentaré, señor Bok: soy Julius Ostrovsky, abogado de Kiev. Me alegro de estar aquí, pero no se anime demasiado, pues nos queda aún mucho camino que recorrer. En fin, me han enviado unos amigos suyos.

—Se lo agradezco.

—Todavía tiene amigos, aunque siento decirle que no todos los judíos son amigos suyos. Quiero decir que, si un hombre esconde la cabeza dentro de un pozal, ¿puede ser amigo de alguien? Aunque sienta decirlo, los hay que tiemblan en plena canícula. Se ha organizado un comité para ayudarle, pero sus precauciones son excesivas. Y esto es ya, de por sí, una calamidad. Disparan con escopetas de juguete, y el estampido les hace huir. Sin embargo, ¿quién tiene todos los amigos que quisiera?

—Entonces, ¿quiénes son mis amigos?

—Yo soy uno de ellos, y hay más. Tenga la seguridad de que no está solo.

—¿Puede hacer algo por mí? No puedo soportar más esta cárcel.

—Haremos lo que se pueda. La lucha es larga, no hace falta decirlo, y las probabilidades están en contra nuestra. Sin embargo, hay que tener calma, calma, calma… Como dicen los sabios, siempre hay dos posibilidades. Una de ellas la conocemos por experiencia inmemorial. La otra, el milagro, debemos esperarla. Es fácil tener esperanza, aunque la espera la echa a perder. En fin, la existencia de dos posibilidades hace que se igualen las apuestas. Y basta de filosofía. En este momento, las noticias no son muy buenas. Al fin, hemos logrado que le procesen, lo cual significa que tienen que señalar una fecha para el juicio, aunque nadie sabe cuándo será. Pero permita que le dé la noticia peor. —Ostrovsky suspiró—. Lamento decirle que su padre político, Shmuel Rabinovitch, a quien tuve el placer de conocer el verano pasado y que era una excelente persona, murió de diabetes. La esposa de usted me lo comunicó en una carta.

—¡Oh! —dijo Yakov.

La muerte era así. «¡Pobre Shmuel! —pensó Yakov—, ya no volveré a verte. Esto suele ocurrir cuando uno se despide de un amigo y se va a correr mundo».

Se cubrió la cara con las manos y lloró.

—Era un buen hombre. Trató de instruirme.

—Así es la vida —dijo Ostrovsky—. Pasa de prisa.

—Cuanto se diga es poco.

—Usted padece por todos nosotros —dijo el abogado, con voz ronca—. Consideraría un honor encontrarme en su lugar.

—Es un padecimiento sin honor —dijo Yakov, enjugándose los ojos con los dedos y frotándose las manos—. Es una sucia manera de sufrir.

—Merece usted todo mi respeto.

—Si no le importa, dígame cómo está mi caso. Dígame toda la verdad.

—La verdad es que las cosas están bastante mal, aunque ni yo mismo sé hasta qué punto. El caso está bastante claro: es una comedia pensada desde el principio hasta el fin. Pero, desgraciadamente, se halla mezclado con la situación política. Kiev es una ciudad medieval, llena de misticismo y de estúpidas supersticiones. Siempre ha sido el corazón de la reacción rusa. Las Centurias Negras, así se pudran en la tumba, han levantado contra usted a las masas más brutales e ignorantes. Tienen un miedo mortal a los judíos y, a su vez, los aterrorizan mortalmente. Esto le enseñará algo acerca de la condición humana. Ricos o pobres, nuestros hermanos que pueden escapar de aquí, lo hacen a toda prisa. Los que no pueden hacerlo, se visten de luto por anticipado. Huelen el pogrom en el aire. Aunque, como le he dicho, nadie sabe con exactitud lo que se está fraguando. Por una parte, circula el rumor de que todo, incluso su procesamiento, tiende a demorar el juicio, y que éste, perdóneme por decirlo, no se celebrará jamás. En cambio, otros dicen que éste empezará inmediatamente después de las elecciones a la Duma que han de celebrarse en setiembre. En todo caso, la acusación carece de base. Esto lo sabe el mundo civilizado, incluyendo al Papa y sus cardenales. Si Grubeshov «prueba» algo, será gracias a las mentiras de «los peritos». Pero también nosotros tenemos nuestros peritos, entre los cuales se cuenta un profesor ruso de Teología. Incluso he escrito a Pavlov, cirujano del zar, pidiéndole que dictamine sobre la autopsia del muchacho, y, hasta ahora, no me ha dicho que no. Grubeshov sabe quiénes son los verdaderos asesinos, pero cierra los ojos y se hace el desentendido. Estudió en la Facultad de Derecho con mi hijo mayor y se hizo famoso por sus chaquetas y sus calcetines. Ahora, se ha hecho famoso por sus ropajes antisemitas. Pretende hacer de Marfa Golov, esa pelandusca, si no una santa, al menos, una heroína perseguida. Su amante ciego trató la semana pasada de quitarse la vida, pero, gracias a Dios, sigue viviendo. Además, un periodista muy listo, ¡ojalá hubiera muchos como él!, Pitirim Mirsky, descubrió recientemente que el padre de Zhenia le había hecho un seguro de vida de quinientos rublos, que los dos asesinos cobraron y se gastaron en un santiamén. Bien dicen que dos puercos son peores que un puerco. Mirsky publicó esto la semana pasada en el Poslednie Novosti, y, por esta causa, la Policía multó al director y suspendió el periódico por tres meses. Ahora, no dejarán publicar ningún artículo sobre Golov. Pura reacción. Pero no quiero que se desanime. Ya tiene bastantes preocupaciones.

—¿Cree que todavía hay algo que pueda asustarme?

—De todos modos, si alguna vez se siente desesperado, piense en Dreyfus. Pasó lo mismo que usted, salvo que la acusación era en francés. Somos perseguidos en los idiomas más civilizados.

—Ya he pensado en él. Pero no me sirve.

—Estuvo muchos años en la cárcel. Muchos más que usted.

—Hasta ahora.

Ostrovsky asintió distraídamente, miró hacia la puerta y bajó más la voz:

—También tenemos una declaración jurada de Sofya Shiskovsky. Una noche, ésta entró en el cuarto de baño de la casa de Marfa, para hacer sus necesidades, y vio en la bañera el cadáver desnudo y cubierto de heridas. La mujer gritó y salió corriendo de la casa. Marfa, que había subido un momento al piso de arriba en busca de una carta para justificar una de sus mentiras, corrió detrás de ella y la alcanzó en la calle. Entonces, la muy arpía amenazó con matar a toda la familia Shiskovsky si decían una sola palabra. Los Shiskovsky, temiendo por Vasya, empaquetaron sus cosas y se mudaron de residencia. Cuando, al fin, pudimos localizarlos, en una choza de madera de un callejón de Moscú, la mujer amenazó con matarse si la comprometíamos en el asunto, pero, con un poco de suerte, logramos arrancarle una breve declaración jurada. No nos permitió interrogar a Vasya, pero procuraremos hacerles comparecer a los dos cuando se celebre el juicio, a no ser que se hayan ido a Asia. Éste es uno de los motivos de la lentitud de la acusación: no pueden demostrar que se trate de un crimen ritual, pero no cesan en su empeño de probarlo. Y, mientras tanto, la situación se hace cada vez más peligrosa. Es peligrosa porque es absurda, compleja, secreta. Y, cuanto más furiosos se ponen, más aumenta el peligro.

—Entonces, ¿qué puedo hacer? —dijo Yakov, desesperado—. ¿Cuánto más podré aguantar, si estoy ya medio muerto?

—Paciencia, calma, calma, calma —le aconsejó Ostrovsky, juntando y estrujándose las manos.

Entonces, miró al remendón bajo una nueva luz y se golpeó la frente con la palma de la mano.

—Pero, por el amor de Dios, ¿por qué estamos en pie? Vamos, sentémonos. Perdóneme, pero estoy ciego de ambos ojos.

Se sentaron en un estrecho banco, en el rincón de la celda más alejado de la puerta, y el abogado siguió hablando en voz baja:

—Su caso está relacionado con los fracasos de la reciente Historia rusa. La guerra ruso-japonesa. No hace falta decirlo, fue un terrible desastre, pero provocó la revolución de 1905, que estaba ya latente. «La guerra —dice Marx— es la locomotora de la Historia». Ésta fue buena para Rusia, pero mala para los judíos. El Gobierno, como de costumbre, nos echó la culpa de sus desastres; el día siguiente a las concesiones del zar, se iniciaron pogroms en trescientas ciudades. Claro que esto ya lo sabe usted, ¿qué judío no lo sabe?

—De todos modos, cuéntelo.

—El zar tuvo miedo de la creciente agitación: huelgas, algaradas, asesinatos. El campo estaba paralizado. Después de la matanza del Palacio de Invierno, el zar promulgó a regañadientes un ucase otorgando las libertades fundamentales. Prometió una Constitución, se fundó la Duma Imperial y pareció, durante un breve tiempo, que iba a empezar un período liberal para Rusia. Los judíos aclamaron al zar y le desearon suerte. Imagínese que, en la primera Duma, ¡tuvimos doce diputados! Inmediatamente, plantearon la cuestión de la igualdad de derechos para todos y la abolición del Pale. Un nuevo mundo, ¿no?

—Sí. Pero prosiga.

—Lo haré, pero ¿cómo explicarlo? En un país enfermo, cada paso que se da hacia la curación es un insulto para aquellos que viven de la enfermedad. Los absolutistas y los derechistas advirtieron al zar que la corona se le estaba escapando de las manos. El zar lamentaba ya las concesiones que había hecho y buscaba la manera de anularlas. En otras palabras, había encendido momentáneamente las luces, pero le había asustado tanto lo que había visto, que empezó en seguida a apagarlas, una a una, a fin de que nadie se diera cuenta. En la medida de lo posible, volvió al régimen autocrático. Los grupos reaccionarios, «Unión del Pueblo Ruso», «Sociedad del Águila Bicéfala», «Unión del Arcángel San Miguel», se opusieron a los movimientos obreros y campesinos, al liberalismo, al socialismo, a toda clase de reforma, y, como es natural, al enemigo común, a los judíos. La sola idea de una Monarquía constitucional hacía que les temblaran los huesos. Se organizaron y convirtieron en las Centurias Negras, o sea, bandas de a cien cuya horrible misión conoce usted perfectamente. Roen como ratas para destruir la independencia de los tribunales, la Prensa liberal, el prestigio de la Duma. Para distraer la atención popular de los quebrantamientos de la Constitución, fomentan el nacionalismo contra los rusos no ortodoxos. Persiguen a todas las minorías: polacos, finlandeses, alemanes y, sobre todo, a nosotros, los judíos. Dirigen el descontento popular hacia la acción antisemita. Es la solución más sencilla de sus problemas. Además, es una buena diversión, pues, con la ayuda del Gobierno, asesinan a los judíos y favorecen sus propios negocios.

—Pero yo sólo soy un hombre. ¿Para qué me quieren?

—Un hombre es cuanto necesitan, si pueden exhibirlo como ejemplo de los instintos sanguinarios y criminales de los judíos. Para demostrar algo, hay que tener una víctima. En 1905 y 1906, millares de personas inocentes fueron asesinadas, y los daños materiales ascendieron a varios millones de rublos. Estos pogroms fueron planeados en el despacho del ministro del Interior. Sabemos que las proclamas antijudías se imprimieron con las prensas del Departamento de Policía. Y se dice que el propio zar subvenciona con el tesoro real los libros y folletos antisemitas. No nos faltan motivos para estar asustados, pero también nos asustan los rumores.

—Los rumores son aire —dijo Yakov.

—Cuando uno tiene miedo, le asusta cualquier cosa —dijo Ostrovsky—. En fin, es una larga historia, pero voy a abreviarla, ciñéndome a su caso. Cuando el primer ministro Stolypin, que no es amigo nuestro, quiso, antes de las elecciones para la segunda Duma, arrojar unos cuantos huesos a los judíos para acallar sus protestas, los reaccionarios acudieron inmediatamente al zar, el cual reformó las leyes electorales en el sentido de quitarle el voto a un gran sector de la población, para reducir la representación judía y liberal en la Duma y, por ende, la oposición al Gobierno. Ahora, tenemos quizá tres diputados para tres millones y medio de judíos, e incluso a éstos quieren eliminar. Hace un año, asesinaron a uno de ellos en plena calle. Y, ahora, llegamos a lo de usted. En todo el país se respiraba una atmósfera de histeria. Sin embargo, se había realizado algún avance, no me pregunte cómo, y la Duma Imperial estaba discutiendo, una vez más, si había que suprimir o no la colonia judía del Pale, cuando, en aquel preciso instante, y en el momento en que las Centurias Negras se hallaban más agitadas, fue descubierto en una cueva el cadáver de un niño cristiano asesinado, y Yakov Bok entró en escena.

El remendón estaba anonadado. Pensó que Ostrovsky iba a escupir al suelo; pero el abogado suspiró y siguió diciendo:

—Nadie sabía de dónde venía ni quién era usted, pero llegó en el momento preciso. Tengo entendido que llegó a caballo. Sea como fuere, se le echaron encima en cuanto le vieron, y por esto nos encontramos aquí. Pero, si no le hubieran cogido a usted, habrían pillado a otro.

—Sí —dijo Yakov—. A otro como yo. Ya lo había pensado.

—Ésta es, pues, su participación en la Historia.

—En tal caso, ¿qué importa ya que se celebre o no el juicio?

Ostrovsky se levantó, se acercó de puntillas a la puerta y la abrió de golpe. Después, volvió al banco.

—Nada, si lo mira de este modo. Pero así sabrán que estamos alerta. Le he contado lo peor —prosiguió, sentándose—: Ahora, voy a decirle lo mejor. Aún tiene una probabilidad. ¿Cuál? Una. Y una probabilidad es mejor que ninguna. Escúcheme bien, pues tenemos poco tiempo. En primer lugar, no todos los rusos son sus enemigos. No lo quiera Dios. Los intelectuales están intrigados por este caso. Muchos literatos, sabios y profesionales han rechazado la calumnia del crimen ritual. No hace mucho, la Academia de Medicina de Kharkov aprobó una resolución protestando contra su encierro e inmediatamente, la Academia fue disuelta por las autoridades gubernamentales. Ya le he dicho lo del Poslednie Novosti. Otros periódicos han sido multados por sus indiscretos artículos y editoriales. Conozco a miembros de la curia que no se recatan en declarar que Marfa Golov y su amante cometieron el crimen. Algunos afirman que ella escribió la primera carta a las Centurias Negras, acusando del crimen a los judíos. Mi teoría es que fueron a verla y le pidieron que escribiera la carta. Sea como fuere, existe una oposición, lo cual tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Donde existe oposición a la reacción, existe también represión. Pero es mejor la represión que la convalidación pública de la injusticia. Tiene, pues, una oportunidad.

—¿Y nada más?

—Sí. La libertad existe en las quiebras del Estado. Incluso en Rusia, puede encontrarse un poco de justicia. Nuestro mundo es muy extraño. Por una parte, tenemos la autocracia más absoluta. Por otra, tendemos hacia la anarquía. Entre ambas, existen los tribunales y es posible la justicia. La ley vive en la mente de los hombres. Si un juez es honrado, la ley está protegida. Y, en este caso, también lo está usted. Además, el jurado es siempre un jurado, compuesto de seres humanos, y puede libertarle en cinco minutos.

—¿Debo tener esperanza? —dijo el remendón.

—Si no le duele la esperanza, espere. Sin embargo, y ya que le estoy diciendo la verdad, permita que se la diga toda. Cuando se celebre el juicio, algunos testigos mentirán por miedo, y otros, porque son embusteros por naturaleza. También cabe la posibilidad de que el ministro de Justicia designe un presidente del Tribunal que sea partidario de la acusación. En tal caso, un veredicto de culpabilidad favorecería su carrera. Igualmente, podemos presumir que los intelectuales y los liberales serán eliminados de las listas del jurado, y nada podemos hacer para evitarlo. Tendremos que entendérnoslas con los restantes. En fin, si quiere esperar, espere. Por otra parte, estoy seguro de que Grubeshov no confía mucho en su acusación. Y, más importante aún, desconfía de sí mismo. Es ambicioso, pero limitado. En definitiva, necesita pruebas mejores que las que posee en la actualidad. El peligro de apoyar la acusación en los peritos es que hay otros peritos. Pero volvamos al jurado. Una circunstancia favorable es que, aunque pueden ser gente sencilla, tenderos o campesinos ignorantes, suelen tener poca simpatía a los funcionarios del Estado, y, cuando se trata de hechos, tienen buen olfato para percibir sus fallos. Por ejemplo: saben perfectamente que los gallos judíos no ponen huevos. Si Grubeshov se pasa de rosca, cometerá un grave error, y su abogado sabrá sacar provecho. Es un letrado eminente de Moscú, Suslov-Smirnov, ucraniano de nacimiento.

—¿No es usted? —preguntó Yakov, muy asombrado—. ¿No es usted mi abogado?

—Lo era —respondió Ostrovsky, con una sonrisa de disculpa—, pero ya no lo soy. Ahora, soy testigo.

—¿Qué clase de testigo?

—Me acusan de intentar sobornar a Marfa Golov para que no declare contra usted. Naturalmente, ella jura que fue así. Hablé con ella, esto es verdad, pero la acusación es ridícula. No tiene más objeto que impedir que yo le defienda. No sé si habrá oído mi nombre antes de ahora. Probablemente, no —dijo, suspirando—. Pero tengo cierta reputación en asuntos penales. Pero esto no debe preocuparle. Si yo estuviera en su lugar, querría que me defendiese Suslov-Smirnov. Será el director de la defensa. En su juventud fue antisemita, pero, después, se convirtió en esforzado defensor de los derechos de los judíos.

Yakov lanzó un gruñido.

—¿He de fiarme de un antiguo antisemita?

—Acepte mi palabra —dijo rápidamente Ostrovsky—. Es un abogado brillante, y su conversión fue sincera. La próxima vez que venga a verle, haré que me acompañe. Créame, él sabrá enfrentarse a esa gentuza.

Consultó su reloj, lo metió en el bolsillo del chaleco, corrió a la puerta y la abrió. Un guardia armado de fusil estaba detrás de ella. Sin mostrar la menor sorpresa, el abogado cerró la puerta y volvió junto al preso.

—Le diré lo que pienso —dijo, en ruso—. Se lo diré aunque me pese y lo lamente de corazón, señor Bok. Ha sufrido usted mucho y no quisiera aumentar sus pesares, pero la acusación está furiosa y esto me hace temer por su vida. Naturalmente, si usted muriese, la acusación no demostrada sería menos perjudicial para el Gobierno que un veredicto contrario, por mucho que se sospechara de éste y que se le acusara de su muerte. Creo que entiende lo que quiero decir. Por consiguiente, sólo añadiré que debe tener cuidado. No se deje provocar. Recuérdelo bien: tranquilidad, paciencia. Todavía le quedan algunos amigos.

Yakov le dijo que quería vivir.

—Así sea —dijo Ostrovsky.

4

Cuando volvió a la celda, no le pusieron las cadenas.

Éstas habían sido arrancadas de la pared, y tapados los agujeros. El remendón, con menos peso encima, se sentó en el borde de la cama de madera, turbia la cabeza y tembloroso el cuerpo de excitación.

Escuchó un ruido durante media hora, hasta que se dio cuenta de que estaba escuchando sus agitados y ruidosos pensamientos. Shmuel había muerto, que Dios le diera el descanso eterno. Había sido merecedor de mejor suerte. Un abogado, Ostrovsky, había venido a visitarle. Le había hablado del juicio; había una oportunidad. Otro abogado, ucraniano y exantisemita, le defendería ante un juez parcial y un jurado ignorante. Pero todo esto pertenecía al futuro, y nadie podía decir cuándo sería. Ahora, al menos, le conocía alguien diferente de sus acusadores y carceleros. Ya no era un desconocido. Se había formado una corriente de opinión. No todos los rusos le creían culpable. La niebla empezaba a levantarse un poco. Los periódicos publicaban artículos poniendo en duda los hechos de la acusación. Algunos abogados acusaban abiertamente a Marfa Golov.

Una academia de médicos había protestado contra su encierro. Se había convertido —¿quién lo hubiera pensado?— en un personaje público. Yakov rió y lloró un poco. Era algo fantástico, increíble. Trató de sentirse esperanzado, pero le invadió el miedo de lo que aún tenía que pasar.

«¿Por qué yo?», se preguntó por diezmilésima vez. ¿Por qué tenía que haberle ocurrido esto a un pobre y casi analfabeto remendón? ¿Quién necesitaba esta clase de instrucción? Él se habría contentado con obtenerla de los libros. Cada vez que se hacia esta pregunta la contestaba de un modo diferente. Era parte de su destino personal —con sus faltas y sus errores—, pero debido también a la fuerza de las circunstancias, aunque no tenía manera —¿la tenía alguien?— de separar una cosa de otra. Por ejemplo: ¿por qué había tenido que ser él quien encontrase a Nikolai Maximovich yaciendo borracho sobre la nieve, y le llevase a casa, iniciando con ello su interminable serie de desdichas? ¿Acaso la inexorable Necesidad era la palabra de Dios? Marcha al encuentro de tu destino: prueba con ese ruso gordinflón hundido de bruces en la nieve. Sé amable con un antisemita, y sufre las consecuencias. Desde éste hasta su hija, la de la pata coja, no hay más que un paso, y otro hasta la fábrica de ladrillos. Y un salto hasta la cárcel: Si se hubiese quedado en el shtetl, nada habría ocurrido. Al menos, nada de esto. Habría ocurrido otra cosa; mejor no pensar cuál habría podido ser.

Cuando uno sale de casa, se encuentra al aire libre; llueve y nieva. Nieva Historia; lo cual significa que lo que le ocurre a alguien se inicia en una red de sucesos fuera de lo personal. Cuando uno llega, la cosa ha empezado ya. Todos estamos en la Historia, esto es indudable; pero algunos están más que otros, y el judío, más que cualquier otro. Cuando nieva, no todos están en descampado. Él había recibido un buen remojón. Para dolorosa sorpresa suya, se había metido más profundamente que otros en la Historia; las cosas se habían presentado así. Nunca sabría la causa. Quizá porque le había dado por leer a Spinoza. ¿Puede una idea convertirle a uno en aventurero? Tal vez sí, ¡quién sabe! De todos modos, si no hubiese sido Yakov Bok de nacimiento, no se habría encontrado fuera de la ley en el Lukianovsky, precisamente cuando buscaban a alguien que se hallara en sus condiciones; y nunca le habrían detenido. Quizás aún estarían buscando. Era, podríamos decir, hacer Historia; había toda clase de barreras y de trabas, como cuando se condenan las puertas de una casa y uno tiene que saltar por la ventana. Pero, si salta, puede caer de cabeza. En la Historia —más densa en ciertas ocasiones— ocurren demasiadas cosas. Ostrovsky se lo había explicado claramente. Cuando la fruta estaba madura, sólo hacía falta que llegase uno para que aquélla cayese. Con menos Historia suelta por ahí, uno podría bordearla o pasar a través de ella: parecería lluvia, pero brillaría el sol. En la nieve, había tropezado con Nikolai Maximovich Lebedev y su insignia de las Centurias Negras. Nadie vivía ya en el Edén

Sin embargo, sus jóvenes padres habían permanecido toda la vida en el shtetl, y la depravación histórica había galopado hasta allí para asesinarles. Por consiguiente, pensó, el «descampado» estaba en todas partes. Dentro o fuera, lo único que contaba era la Historia, la mala memoria del mundo. Recordaba todo lo malo. Así, para el judío, todo era igual adondequiera que fuese; llevaba siempre a cuestas la carga del recuerdo: su condición servil, su falta de oportunidades, su vulnerabilidad. No; no hacía falta ir a Kiev, ni a Moscú, ni a parte alguna. Aunque permaneciese en el shtetl vendiendo aire o alubias, bailando en las bodas o en los entierros, pasándose la vida en la sinagoga, y muriese en la cama, con apariencia de morir en paz, el judío nunca era libre. Porque el Gobierno destruía su libertad anulando su valor. Por consiguiente, adondequiera que fuese, e hiciese lo que hiciese, estaba siempre en peligro. Una puerta se abría al acercarse él —Yakov, librepensador judío que trabajaba en una fábrica de ladrillos de Kiev; pero igual hubiera podido ser otro judío cualquiera— y asomaba un brazo que le tiraba de la barba judía, como adversario y víctima del zar; elegido para asesinar un cadáver proporcionado de balde por Su Majestad. Para ser encarcelado, subalimentado, degradado y encadenado a la pared como un animal, a pesar de que era inocente. ¿Por qué? Porque ningún judío era inocente en un Estado corrompido, cuya corrupción se manifestaba en su miedo y su odio a aquéllos a quienes perseguía. Ostrovsky le había recordado que en Rusia había algo mucho peor que su antisemitismo. Los que perseguían a los inocentes carecían también de libertad. Pero, en vez de consolarle, esta idea le llenaba de furor.

Había ocurrido —siempre volvía a lo mismo— porque él era Yakov Bok y tenía muchísimo que aprender. Había aprendido, aunque no era fácil; tenía experiencia; pero aún ésta era él mismo. Él era la experiencia. Y esto significaba también que era alguien diferente del hombre que había sido: ¿quién lo hubiera dicho? «Así, pues, algo he aprendido —pensó—. He aprendido esto, pero ¿de qué me va a servir? ¿Me abrirá las puertas de la cárcel? ¿Me permitirá salir de aquí y reanudar mi pobre vida? ¿Me libertará un poco, cuando sea libre? ¿O sólo habré aprendido a saber cuál es mi condición, de la misma manera que el que se está ahogando sabe que el agua del mar es salada, sin que por saberlo deje de ahogarse?». Sin embargo, valía más esto que nada. El hombre tiene que aprender; lo lleva en su naturaleza.

El hecho de hallarse sin cadenas aumentaba su impaciencia, su necesidad de hacer algo. El tiempo empezó a moverse de nuevo, como una locomotora arrastrando dos vagones, tres vagones, cuatro vagones, un rosario de días; después, dos semanas, y, para su horror, otra estación. Era otoño, y empezó a temblar pensando en el invierno. La idea del frío le producía dolor de cabeza. Suslov-Smirnov, un hombre alto, desgarbado y excitable, con gruesas gafas sobre la afilada nariz y rubia y poblada cabellera, había venido cuatro veces a hacerle preguntas y tomar copiosas notas en finas hojas de papel (a Ostrovsky le habían prohibido volver). El abogado había abrazado al preso y le había prometido acelerar lo más posible el asunto, «a pesar de los obstáculos de unos funcionarios estúpidos que caminan arrastrando los pies».

—Mientras tanto —le dijo también—, tiene que vigilar todos sus pasos. Como si caminara entre ascuas, señor Bok, entre ascuas.

Asintió con la cabeza, parpadeó y se tapó la boca con cuatro dedos.

—¿Sabe usted —le preguntó Yakov— que mataron a Bibikov?

—Lo sabemos —murmuró Suslov-Smirnov, mirando asustado a su alrededor—, pero no podemos demostrarlo. No diga nada, si no quiere empeorar su situación.

—Ya lo he dicho —confesó el remendón—. Se lo dije a Grubeshov.

Suslov-Smirnov anotó algo rápidamente; después, lo tachó y se fue. Dijo que volvería, pero no lo hizo, y nadie quiso explicarle el motivo al remendón. ¿Habría cometido otra equivocación? ¿Habrían retirado una vez más el procesamiento? Yakov se arañaba la carne con las uñas. Transcurrió lo que quedaba del mes. De nuevo contó los días, valiéndose ahora de pedacitos de papel que arrancaba del que le daban para limpiarse. «Todas sus desdichas pesaban una tonelada —pensó—. Su pequeña esperanza —la esperanza que estúpidamente se había atrevido a tener— vacilaba, se marchitaba, se desvanecía». Tenía las piernas hinchadas y le bailaban las muelas de atrás. Había llegado al nivel más bajo de su vida, cuando se presentó el alcaide con un papel inmaculado, le saludó y le dijo que el juicio estaba a punto de empezar.

5

La celda estuvo poblada toda la noche de presos que habían vivido y muerto allí. Todos ellos eran hombres de rostro macilento, tez verde-gris, ojos de bestia acosada, cabezas rapadas y surcadas de cicatrices, y cuerpos hechos jirones. Muchos miraban al remendón, iluminados los ojos por el ansia de vivir, y el remendón los miraba a su vez. Si uno desaparecía, venían dos a ocupar su puesto. «Con tantos presos —pensó el preso—, éste tiene que ser un país de presos.

”Han liberado a los siervos, o por lo menos así lo dicen, pero no a los presos inocentes». Vio largas hileras de ellos, hombres de ojos desvaídos y bocas hambrientas, hileras que se prolongaban a través de las gruesas paredes hacia misérrimas ciudades, hacia la vasta y desierta estepa, hacia los grandes bosques vírgenes nevados, hacia los tristes campos de trabajo de Siberia.

Trofim Kogin estaba entre ellos.

Se había roto una pierna y yacía en la nieve, mientras las largas hileras pasaban lentamente por su lado.

Yacía con los ojos cerrados y la boca contraída, pero sin pedir auxilio.

—¡Socorro! —gritó Yakov, en la oscuridad.

Era su última noche antes del juicio; se sentía oprimido por el miedo a morir, y, aunque tenía un sueño mortal, no quería dormirse. Cuando sus pesados párpados se cerraban un momento, veía a alguien de pie junto a él, y empuñando un cuchillo para degollarle. Por consiguiente, se esforzaba en permanecer despierto. Arrojó la manta a un lado, para que el frío le impidiese dormir. Se pellizcaba continuamente los brazos y los muslos. Si alguien trataba de introducirse en su celda, gritaría cuando se abriese la puerta. Los gritos eran su única defensa. Quizá los asesinos tendrían miedo si pensaban que los otros presos podrían oírlos y creer que estaban asesinando al judío. Y, si los oían, poco tardaría en saberse en la calle que los oficiales le habían asesinado para que no se celebrase el juicio.

El viento gemía sordamente en el patio de la cárcel.

”El corazón de Yakov era como una cadena enmohecida; tenía los músculos tensos, como si cada uno de ellos hubiera estado ligado con alambres. A pesar de la frialdad del aire, sudaba copiosamente. Entre los presos pálidamente luminosos, vio espías que se disponían a matarle. Uno de éstos era un guardián de pelo gris que enarbolaba una centelleante hacha de doble pala. Procuraba ocultar su ojo izquierdo con la mano, pero el ojo centelleaba como una gema entre sus dedos. El alcaide auxiliar, con la bragueta abierta, sostenía un negro látigo a la espalda. Y, aunque el zar llevaba un antifaz blanco sobre el rostro, y otro negro sobre el occipucio, Yakov le reconoció en un rincón de la celda, destilando gotas verdes en un vaso de leche caliente.

—Esto te hará dormir, Yakov Shepsovitch.

—Usted primero, Majestad.

El zar se desvaneció en la sombra. Desaparecieron los espías, pero las hileras de presos eran interminables.

”¿Qué pasará? —pensó el remendón—, y ¿cuándo pasará? ¿Comenzará el juicio, o lo aplazarán en el último minuto? Supongamos que retiren el Auto de Procesamiento por la mañana, esperando que me derrumbe o que me vuelva loco antes de notificarme el siguiente. Muchos vivieron más tiempo en la cárcel, y en peores condiciones que yo, pero, si tengo que pasar otro año en esta celda, prefiero morir. Entonces, los presos de ojos tristes que llenaban la celda empezaron a esfumarse. Primero, los que estaban de pie alrededor de la cama de madera. Después, los que se apretujaban en el centro de la celda. Después, los de las paredes, y, por último, las largas hileras de hombres de rostros hundidos, de mujeres llorosas y de tétricos niños de ojos muertos en cuencas enrojecidas, que se perdían en la nevada lejanía, al otro lado de los muros de la cárcel.

—¿Sois judíos, o rusos? —les preguntó el remendón.

—Somos presos rusos.

—Pues parecéis judíos —dijo él.

Yakov se quedó dormido. Dándose cuenta de ello, pugnó desesperadamente por despertar, oyendo sus propios sollozos mientras dormía; pero la celda se fue iluminando y pronto pudo ver a Bibikov, con su traje blanco de verano, sentado a la mesa y mezclando una cucharada de mermelada de fresa con el té.

—Difícilmente se atreverán a matarte, Yakov Shepsovitch —le dijo—. Todo el mundo comprendería que era una acción deliberada, y se armaría un alboroto de todos los diablos. En cambio, debes estar prevenido contra cualquier peligro súbito, inesperado y aparentemente accidental. Duerme, pues, sin temor, y, si consigues librarte de la cárcel, piensa que el fin de la libertad es ganarla para otros.

—Señor —dijo Yakov—, he hecho un descubrimiento extraordinario.

—¿De veras? ¿Cuál es?

—Algo ha cambiado dentro de mí. No soy el mismo que era. Tengo menos miedo, y odio más.

Antes de amanecer, se le acercó Zhenia, con su rostro acribillado y su pecho sangrante, y le pidió que le devolviera la vida. Yakov puso ambas manos sobre el chico y trató de alzarlo de entre los muertos, pero fracasó en su intento.

Por la mañana, el remendón seguía vivo. Se despertó asombrado, agotado por sentimientos contradictorios de esperanza y de aflicción. Octubre tocaba a su fin; habían pasado dos años y medio desde su detención en la fábrica de ladrillos de Nikolai Maximovich. Kogin le anunció la fecha cuando entró con el desayuno del preso. Esta mañana, el desayuno consistía en arroz hervido con leche, ocho onzas de pan negro, una tableta de mantequilla y una taza de té oloroso, con una rodaja de limón y dos terrones de azúcar. También había un pepino y una cebolleta con los cuales esperaban fortalecer su dentadura y reducir la hinchazón de sus piernas. Kogin no se sentía bien. Le temblaban las manos al dejar la comida sobre la mesa. Parecía sofocado y dijo que quería marcharse a su casa para meterse en la cama, pero que el alcaide le había ordenado quedarse hasta que el preso hubiese salido hacia la Audiencia.

—Por razones de seguridad, ha dicho el alcaide.

Yakov no tocó la comida.

—Es mejor que comas —dijo Kogin.

—No tengo hambre.

—Come, de todos modos. Te espera un día muy largo en la Audiencia.

—Estoy demasiado nervioso. Si comiese, vomitaría.

Berezhinsky entró en la celda. Parecía inquieto, como dudando entre sonreír o mostrarse triste. Por fin, sonrió inquieto.

—Bueno, ya llegó tu día. Va a empezar el juicio.

—¿Y mi ropa? —preguntó Yakov—. ¿Tendré que llevar la de la cárcel, o me daréis mi propio traje?

Se preguntó si iban a darle un caftán de seda y el gorro redondo de piel de los hasids.

—Ya lo verás —respondió Berezhinsky.

Ambos guardianes acompañaron al preso al lavabo. Yakov se desnudó, y le permitieron enjabonarse y lavarse con un cubo de agua caliente. El calor del agua hizo que asomaran lágrimas a sus ojos. Se lavó despacio, arrojándose puñados de agua al cuerpo, eliminando de éste la suciedad y el mal olor.

Después, le dieron un peine, y Yakov se peinó cuidadosamente la larga cabellera y la barba; pero, entonces, apareció el barbero de la cárcel y dijo que tenía que afeitarle la cabeza.

—¡No! —gritó el remendón—. ¿Por qué tengo que parecer ahora un preso, si nunca lo he parecido?

—Porque eres un preso —dijo Berezhinsky—. La puerta aún no se ha abierto.

—Pero ¿por qué ahora, y no antes?

—Órdenes —dijo el barbero de la cárcel—. Con que siéntate y cierra el pico.

—¿Por qué me corta el cabello? —preguntó, irritado, Yakov, dirigiéndose a Kogin, sintiendo de repente las punzadas del hambre.

—Hay que cumplir las órdenes —dijo el guardián—. Es para que se vea que no disfrutaste de ningún privilegio especial y que fuiste tratado como los otros presos.

—Fui tratado peor que los otros.

—Si sabes todas las respuestas, ahórrate las preguntas —dijo Kogin, enojado.

—Tiene razón —dijo Berezhinsky—. Cállate de una vez.

Cuando le hubieron rapado la cabeza, Kogin salió y volvió con la ropa del remendón, ordenándole que se vistiera.

Yakov se vistió en el lavabo. Bendijo su ropa, aunque ésta quedaba holgadísima a su cuerpo descarnado. Tuvo que sujetarse el pantalón con un fino cordel. La pelliza le colgaba casi hasta las rodillas. Pero las botas, aunque rígidas, le parecieron cómodas.

De regreso en la celda, extrañamente iluminada con dos lámparas, le dijo Kogin:

—Escucha, Bok, te aconsejo que comas. Te doy mi palabra de que no hay nada en la comida que pueda serte perjudicial. Tienes que comer.

—Tiene razón —dijo Berezhinsky—. Haz lo que te dice Kogin.

—No quiero comer —dijo el remendón—. Quiero ayunar.

—¿Por qué? —dijo Kogin.

—Por ese mundo de Dios.

—Pensaba que no creías en Dios.

—No.

—¡Vete al infierno! —dijo Kogin.

—Bueno, que tengas suerte, y no me guardes rencor —dijo Berezhinsky, rebullendo, inquieto—. El deber es el deber. El preso es el preso, y el guardián es el guardián.

A través de la ventana, llegó el ruido de un grupo de caballos en el patio de la cárcel.

—Son los cosacos —dijo Berezhinsky.

—¿Tendré que andar por en medio de la calle?

—Ya lo verás. El alcaide espera. Apresúrate, o te pesará.

Al salir Yakov de la celda, seis cosacos con los fusiles en bandolera le esperaban formados en el pasillo. El capitán, hombre corpulento y de negro bigote, ordenó a la guardia que rodeara al preso.

—¡Marchen! —ordenó el capitán.

Los cosacos avanzaron por el pasillo en dirección al despacho del alcaide. Aunque Yakov trataba de estirar la pierna, caminaba cojeando. Andaba lo más de prisa que podía para mantenerse a la altura de la guardia. Kogin y Berezhinsky quedaron atrás.

En el despacho interior del alcaide, el capitán registró minuciosamente al preso; extendió un recibo y lo alargó al alcaide.

—Espere un minuto, joven —dijo el alcaide—. Quiero decirle unas palabras al preso.

El capitán saludó.

—Partimos a las ocho, señor.

Salió y esperó en la oficina exterior.

El viejo se enjugó las comisuras de los labios con un pañuelo.

Tenía los ojos lacrimosos, y los enjugó también. Después, sacó la cajita del rapé, pero la dejó a un lado.

Yakov le observaba nerviosamente. «Si retira ahora la acusación, me arrojaré a su cuello y le mataré».

—Bueno, Bok —dijo el alcaide Grizitskov—, si hubiese tenido el buen criterio de seguir el consejo del fiscal, sería ahora un hombre libre y estaría fuera del país. Tal como están las cosas, será probablemente condenado y tendrá que pasar el resto de sus días encerrado y en la más severa incomunicación.

El remendón se rascó las palmas de las manos.

El alcaide sacó sus gafas de un cajón, se las caló y leyó en voz alta una noticia de un periódico que tenía encima de la mesa. Se refería a un sastre judío de Odesa, un tal Markovitch, padre de cinco hijos, acusado por la Policía de asesinar a un niño de nueve años en un callejón del barrio portuario y a altas horas de la noche. Había llevado el cadáver a su tienda y extraído la sangre del cuerpo aún caliente. La Policía, que sospechaba del sastre porque siempre solía rondar las calles por la noche, había descubierto manchas de sangre en el suelo y le había detenido en el acto.

El alcaide dejó el periódico sobre la mesa y se quitó las gafas.

—Le aseguro, Bok, que, si no condenamos al uno, condenaremos al otro. Tenemos que escarmentarles.

El remendón guardó silencio.

El alcaide, espumante la boca de ira, abrió la puerta e hizo una señal al capitán de la escolta.

Pero, en el mismo momento, el alcaide auxiliar entró en el despacho. Llegó corriendo por el pasillo, sin prestar atención al capitán de la escolta.

—Señor alcaide —dijo—, traigo un telegrama que prohíbe todo trato privilegiado al preso judío Bok antes de celebrarse el juicio. Esta mañana no ha sido registrado, y conste que yo no he tenido la culpa. Tenga la bondad de devolverlo a su celda, para ser registrado como de costumbre.

El remendón sintió un peso enorme sobre el pecho.

—¿Por qué han de registrarme ahora? ¿Creen que van a encontrar algo? Sólo miseria. Ese hombre no sabe dónde acabar.

—Yo lo he registrado ya —dijo el capitán cosaco al alcaide auxiliar—. El preso está ahora bajo mi custodia. Le he dado mi recibo al alcaide.

—Está sobre mi mesa —dijo éste.

El alcaide auxiliar sacó un papel doblado del bolsillo de la guerrera.

—Este telegrama ha sido enviado por Su Majestad Imperial desde San Petersburgo. Nos ordena que registremos al judío con el mayor cuidado, para evitar cualquier accidente peligroso.

—¿Por qué no me han dirigido el telegrama a mí? —preguntó el alcaide.

—Ya le dije que podía llegar —dijo el otro.

—Cierto —dijo el alcaide, confuso.

—¿Por qué tienen que insultarme una vez más? —gritó Yakov, hirviéndole la sangre en las mejillas—. Los guardianes me vieron desnudo en el lavabo y me vigilaron mientras me vestía. Y el capitán me registró hace unos minutos, en presencia del alcaide. ¿Por qué tienen que humillarme más, el día de mi juicio?

El alcaide dio un puñetazo sobre la mesa.

—¡Basta! ¡Guarde silencio!

—Nadie le ha pedido su opinión —dijo fríamente el capitán del negro mostacho—. Adelante, ¡march! Volvemos a la celda.

«Aquí hay algo más de lo que dice el telegrama —pensó Yakov—. Si están tratando de provocarme, tendré que andarme con mucho cuidado».

Asqueado hasta el fondo de su alma, caminó hacia la celda en medio de la guardia de cosacos.

—Bien venido al hogar —rió Berezhinsky.

Kogin se quedó mirando fijamente al remendón, con temor y sorpresa.

—Apresúrese —dijo el capitán de cosacos al alcaide auxiliar.

—Le ruego, amigo mío, que no me diga cómo tengo que hacer mi trabajo. Yo no le digo cómo ha de hacer el suyo —le respondió fríamente el alcaide auxiliar.

Sus botas olían como si acabase de pisar estiércol.

—Entra en la celda y desnúdate —ordenó a Yakov.

El preso, el alcaide auxiliar y los dos guardianes entraron en la celda, mientras el capitán y la escolta quedaban esperando en el pasillo. El alcaide cerró la puerta de golpe.

Dentro de la celda, Kogin se santiguó.

Yakov se desnudó despacio, temblando. Se quitó toda la ropa, salvo la camiseta. «Tengo que tener mucho cuidado —pensó—, si no quiero que me pese, Ostrovsky me avisó». Sin embargo, mientras se decía esto, sentía aumentar su furia. La sangre rugía en sus oídos. Era como si hubiese cavado un hoyo y dejado la pala a un lado, pero el hoyo siguiese creciendo hasta convertirse en una fosa. Se imaginó haciendo trizas la cara del alcaide auxiliar y pateándole hasta matarle.

—Abre la boca —dijo Berezhinsky.

Y le pasó un dedo sucio por debajo de la lengua.

—Ahora, separa las nalgas.

Kogin miraba fijamente la pared.

—Quítate esa apestosa camiseta —ordenó el alcaide auxiliar.

«Tengo que calmar mi furia», pensó el remendón, viéndolo todo negro. Pero, en vez de calmarse, su ira creció.

—¿Por qué tengo que hacerlo? —gritó—. Nunca me la quité antes de ahora. ¿Por qué he de hacerlo? ¿Por qué me insultan?

—Quítatela, antes de que te la arranque.

Yakov sintió que la celda temblaba y se hundía. «Hubiera tenido que comer —pensó—. Me equivoqué al no hacerlo».

Vio un hombre rapado, escuálido y desnudo en una celda helada, que se arrancaba la camiseta y, para su propio horror, la arrojaba a la cara del alcaide auxiliar.

Un silencio imponente cayó sobre la celda. Aunque sus ojos tenían un brillo asesino, el alcaide auxiliar habló en voz tranquila:

—Tengo derecho a castigarte por impedir la labor e insultar a un oficial de prisiones en el cumplimiento de su deber.

Sacó el revólver.

«¡Maldita suerte! —pensó Yakov—. Así es como se va mi vida. Shmuel ha muerto, y Raisl no tiene que comer. Jamás fui útil a nadie, y nunca lo seré».

—Aguarde un momento, señor —dijo Kogin al alcaide auxiliar. Se le quebró la voz—. He escuchado a ese hombre noche tras noche y conozco su infortunio. Ya basta, señor, y, de todos modos, ya es hora de que empiece su juicio.

—No te entremetas o te haré detener por insubordinación, ¡hijo de perra!

Kogin apoyó el cañón de su revólver en el cuello del alcaide auxiliar.

Berezhinsky asió su arma, pero, antes de que pudiera sacarla de la funda, Kogin disparó.

La bala dio en el techo y, al cabo de un momento, cayó un polvillo sobre el suelo.

Un silbato sonó estridente en el pasillo. Repicó la campana de la cárcel. Se abrió la puerta de hierro, y el pálido capitán entró en la celda seguido de sus guardias.

—Yo he firmado recibo del preso —rugió.

—Me duele la cabeza —murmuró Kogin, cayendo de rodillas, con el rostro ensangrentado.

El alcaide auxiliar le había pegado un tiro.

6

Tañía la campana de una iglesia.

Un pájaro negro caía del cielo. ¿Un cuervo? ¿Un gavilán? ¿O el huevo negro de un águila negra, cayendo sobre el carruaje? Si no era nada de esto, ¿qué era?

«Si es una bomba —pensó Yakov—, ¿qué puedo hacer? Arrojarme al suelo es lo único. Pero, si es una bomba, ¿por qué habré nacido?».

El preso, observado en silencio por multitud de oficiales y de invitados, y por los cosacos montados en el patio, había pasado cojeando entre la guardia, desde la puerta de la cárcel al macizo carruaje blindado que esperaba frente a la verja, tirado por cuatro caballos de cuello robusto y poderosa grupa. En el pescante, sentábase un cochero de larga levita, gorra con visera y ojos de ave de rapiña, que sostenía el látigo en la mano.

El remendón fue levantado sobre el estribo metálico por dos cosacos y encerrado en el coche de grandes ruedas por el Jefe de Policía y su ayudante. El interior era sombrío y olía a moho.

Una lámpara apagada colgaba en un rincón; las ventanillas eran redondas y menudas. Yakov aplicó un ojo a una de ellas, no vio nada de lo que quería ver —el alcaide Grizitskov, con gorra y guerrera militares, frotándose un ojo congestionado— y se sentó en la oscuridad.

El cochero gritó a los caballos; chascó el látigo, y el pesado carruaje, con su escolta de jinetes cosacos de gorro de piel y guerrera gris —un pelotón al frente, con relucientes lanzas, y otro detrás, con los sables desenvainados—, cruzó bamboleándose la verja y salió a la empedrada calle. El coche avanzó velozmente calle arriba, dobló una esquina y siguió a lo largo de una avenida flanqueada de campos por uno de sus lados, y de fábricas y casas aisladas por el otro.

«Ya he salido —pensó el remendón—, para bien o para mal. Si es para mal, será peor que nunca».

Permaneció un rato sumido en su soledad; después, a través de una ventanilla, vio un pájaro en el cielo y lo observó emocionado hasta que se perdió de vista. Un sol débil teñía las errabundas y tenues nubes, y, durante un minuto, pasaron ráfagas de nieve en diversas direcciones. En un bosque próximo a la carretera, los robles conservaban sus hojas bronceadas, pero los grandes castaños aparecían negros y desnudos.

Yakov los recordó en plena floración y lamentó la estación que se había perdido y los años de juventud que había perdido en la cárcel.

Aunque abrumado todavía por la muerte de Kogin, sintió, al fin, el alivio de moverse, aunque, ¿hacia qué destino? Al menos, hacia la Audiencia, donde, según decían, iba a celebrarse su juicio, a los tres años de su salida del shtetl y su llegada a Kiev. Entonces, al pasar frente al muro de una fábrica, cuyas chimeneas vomitaban humo de carbón que el viento proyectaba hacia lo alto, percibió a través de la ventanilla el rostro demacrado de un judío y se ocultó de él, pero, un minuto más tarde, recordó su cara macilenta, su barba oscura y teñida de blanco alrededor de la afligida boca, y, aunque era incapaz de llorar por sí mismo, las lágrimas mojaron sus manos al llevárselas a los ojos.

En la puerta de la fábrica, cinco o seis obreros se volvieron a observar el desfile; pero, cuando el coche hubo avanzado una versta por el distrito comercial, el remendón advirtió con asombro que una multitud llenaba ambos lados de la calle. Aunque era temprano, la muchedumbre formaba hileras de seis en fondo: jornaleros y empleados que se dirigían al trabajo; tenderos; campesinos con pelliza de piel de cordero; mujeres con pañuelo a la cabeza y, algunas, con sombrero; cadetes y soldados, y, aquí y allá, un monje de hábito gris o un pope que miraban pasar el carruaje. Los tranvías eran obligados a pararse y los pasajeros se levantaban de sus asientos a mirar por las ventanillas el paso de los cosacos y del coche bamboleante. En las bocacalles, la Policía detenía a los coches de caballos, a los escasos automóviles y a las carretas campesinas, colmadas de verduras o de grano, o cargadas de vasijas de leche. A lo largo del trayecto hasta la Audiencia, policías montados, estacionados a intervalos, cuidaban de mantener el orden. Yakov pasaba de una ventanilla a otra para ver la multitud.

—¡Yakov Bok! —gritaba—. ¡Yakov Bok!

El cosaco que cabalgaba a la izquierda del carruaje, hombre de anchos hombros, hirsutas cejas y bigote que empezaba a encanecer, miraba impasible hacia delante; en cambio, el que marchaba al otro lado, un joven de unos veinte años montado en una yegua gris, miraba de reojo a Yakov de cuando en cuando, como tratando de establecer su culpa o su inocencia.

—¡Inocente! —le gritó el remendón—. ¡Inocente!

Y, aunque ningún motivo tenía para ello, le sonrió un poco al cosaco, aunque sólo fuera porque era joven y apuesto y porque, tal como estaban las cosas, podía considerarse libre. Entonces, el cosaco se adelantó, y la yegua, levantando la cola, dejó caer un montón de excrementos humeantes que fueron señalados con el dedo por un colegial.

Entre la muchedumbre, había unos cuantos judíos que observaban con miedo o conmiseración. La mayoría de los rostros rusos estaban impasibles, aunque algunos mostraban hostilidad, y otros, desprecio. Un tendero que vestía blusa escupió en dirección al carruaje. Dos muchachos abuchearon al preso. Algunos espectadores lucían la insignia de las Centurias Negras, y cuando Yakov, pasando de una ventanilla a otra, vio los muchos que había en aquel sector, sintió temor. Donde había uno, había ciento. Un hombre de rostro tenso y ojos homicidas estiró una mano en el aire como si el fuego hubiese prendido en ella. El remendón sintió una dolorosa punzada en el escroto y se clavó las uñas en el pecho al ver que un pájaro negro parecía salir de aquella mano blanca que arañaba al cielo.

Yakov se arrojó frenéticamente al suelo. «Si esto significa mi muerte, habré sufrido para nada».

—Podías haber esperado un poco, Yakov Bok —dijo el presidente del jurado—. No somos nobles ni personas instruidas, pero todos nosotros tenemos un poco de experiencia de la vida. El hombre sabe distinguir la verdad, aunque no siempre la respete. Y hay veces que sí quiere respetarla. Es posible que las autoridades no quieran que sepamos la verdad, pero ésta asoma, digamos, por las grietas de las paredes. Pueden tratar de engañarnos, como hacen a menudo, pero nosotros estudiaremos bien las pruebas y, si los hechos no son como ellos dicen, allá ellos con su conciencia.

—No la tienen.

—Si es así, tanto peor para ellos. No se hace humano porque sí, digo yo.

—Soy inocente —dijo Yakov—. Mírenme y lo verán. Mírenme a la cara y digan si un hombre como yo puede ser capaz, por mucho que haga, de matar a un muchacho y extraerle la sangre. Tengo corazón humano y ustedes, que son hombres, deben saberlo. Díganme: ¿Tengo cara de asesino?

El presidente iba a contestar cuando una violenta explosión sacudió el carruaje.

Yakov esperó la muerte. Paseó durante un rato por un cementerio, leyendo los nombres de las lápidas. Después, corrió de tumba en tumba, buscando frenéticamente, pero no pudo encontrar su nombre. Por último, dejó de buscar. Había esperado mucho tiempo, pero quizás aún tendría que aguantar más. La muerte se mantenía alejada de cierto tipo de hombres. Éstos recibían sus aflicciones de la vida: miseria, errores, golpe del destino. Vivían, sufrían, pero vivían.

Oyó chillidos, gritos, tumulto, el espantado relincho de los caballos. El carruaje se estremeció y pareció elevarse; después, chocó con el suelo y se paró en seco; osciló, pero se mantuvo en pie. El remendón percibió un fuerte olor a pólvora. Saltó el cerrojo de la puerta, y ésta se entreabrió. Yakov sintió un deseo inmenso de hallarse en su casa, de hablar con Raisl y poner las cosas en su punto, de resolver lo que habían de hacer. «Raisl —dijo—, viste al chico y empaqueta las pocas cosas que necesitamos; tenemos que escondernos». Estuvo a punto de abrir la puerta de una patada, pero lo pensó mejor. A través de la rota ventana de la derecha, vio correr a la multitud. Un grupo de cosacos, lanza en ristre, se alejaba galopando. Otro grupo, en los estribos y con los sables desenvainados, se acercaba al carruaje. La yegua gris yacía muerta sobre el empedrado. Tres policías levantaban del suelo al joven cosaco. La bomba había amputado uno de sus pies. Tenía la pierna destrozada y ensangrentada. Al pasar en volandas junto al carruaje, abrió los ojos y miró angustiado y horrorizado a Yakov, como diciéndole: «¿Qué culpa tenía mi pie de todo esto?».

El remendón se hundió en el interior del coche. El cosaco se había desmayado, pero su mutilada pierna se estremecía, arrojando sangre sobre los policías. Después, un coronel cosaco galopó hasta el vehículo, levantando el sable, y le gritó al cochero:

—¡Adelante, adelante! —Desmontó y trató de cerrar la puerta, pero ésta permaneció abierta—. ¡Adelante, adelante! —gritó.

El carruaje arrancó; los caballos avivaron el paso hasta alcanzar un rápido trote. El coronel, sobre un caballo blanco, marchaba a medio galope junto al coche, ocupando el sitio del cosaco herido.

Yakov permaneció sentado en el sombrío vehículo, abrumado por una ira tan intensa que le hacía jadear como si le faltara el aire. Al cabo de un rato, se vio sentado a una mesa de no sabía dónde, en un sótano o en una celda, frente al zar, con una vela encendida entre ambos. Nicolás II, hombre de mediana estatura, ojos azules y francos, y barba esmeradamente recortada y un poco grande para su rostro, estaba sentado allí, desnudo y sosteniendo en la mano un pequeño icono de plata de la Virgen María. Aunque aturdido y pálido, y fuertemente resfriado, habló con voz amable y conmovedora elocuencia:

—Aunque estoy a tu merced, Yakov Shepsovitch, voy a hablarte con franqueza. No se trata tan sólo de que los judíos seáis masones y revolucionarios, empeñados en burlaros de nuestras leyes y en desmoralizar a nuestra Policía sobornándola sistemáticamente para lograr ventajas… Podría perdonaros esto. Pero no las otras cosas y, en particular, el terrible crimen de que te acusan y que, personalmente, no puede parecerme más horrible. Me refiero a la extracción de la sangre del cuerpo de Zhenia Golov. No sé si sabes que mi hijo, el zarevitch Alexis, padece hemofilia. Desde luego, los periódicos, por consideración a la familia real y en particular a la zarina, no lo mencionan nunca. Por fortuna, las cuatro princesitas están rebosantes de salud. Olga, la más estudiosa; Tatiana, la más bonita aunque un poco coqueta…, cosa que incluso me parece divertido; María, tímida y dulce, y Anastasia, la más joven y vivaracha. Pero, cuando nuestros ruegos fueron escuchados y nació el heredero del trono (Dios quiso convertir nuestro gozo en nuestra prueba más dura), nos hallamos con que su sangre carecía de la sustancia necesaria para la coagulación y la cicatrización de las heridas. Un pequeño corte sin importancia podría ser causa de que muriese desangrado. Como puedes suponer, le dedicamos los mayores cuidados, siempre temerosos, porque una simple caída puede originar un gran peligro. Las venas de Alexis son frágiles, quebradizas, y la hemorragia interna le produce insoportables dolores y tormentos. Mi esposa y yo, y puedo afirmar que también mis hijas, vivimos mortalmente angustiados a causa del muchacho. Permíteme que te haga una pregunta, Yakov Shepsovitch: ¿eres padre?

—Con todo el corazón.

—Entonces, puedes imaginarte nuestra angustia —suspiró tristemente el zar.

Sus manos temblaron un poco al encender un cigarrillo turco de verde envoltorio que sacó de un estuche metálico que había encima de la mesa. Ofreció el estuche a Yakov, pero éste meneó la cabeza.

—Jamás deseé la corona, pues ésta me impedía ser mi verdadero yo, pero no pude rehusarla. Gobernar es una cruz muy pesada. He cometido errores, pero te aseguro que no ha sido por mala voluntad. Mi carácter no es enérgico. No soy como mi padre, a quien todos temíamos. Pero ¿puede el hombre hacer más de lo que le permiten sus facultades? Uno nace como nace, y esto es todo. Doy gracias a Dios por mis buenas cualidades. Si he de decirte la verdad, Yakov Shepsovitch, no me gusta extenderme en estas cosas. Pero puedo asegurarte que soy amable y quiero a mi pueblo. Aunque los judíos me producen muchos quebraderos de cabeza, y, a veces, debemos reprimirles para mantener el orden, les quiero bien. En cuanto a ti, si me permites decirlo, te considero un hombre honrado pero equivocado (insisto en tu honradez) y te pido que no olvides mis cargas y obligaciones. A fin de cuentas, no puede decirse que no sepas lo que es sufrir. Sin duda esto te ha enseñado lo que significa la misericordia.

Ahora tosía continuamente, y, al terminar de hablar, le temblaba la voz.

Yakov rebulló en su silla.

—Discúlpeme Su Majestad, pero lo único que me ha enseñado el sufrimiento es la inutilidad de sufrir, si me permite expresarme así. Sin embargo, existe una cantidad bastante de sufrimiento natural para que haga falta acumular una montaña encima de él. Rachmones, decimos en hebreo, o sea, piedad: es algo que no se debería olvidar, pero recordando, al propio tiempo, que la mayoría de los que vivimos en este país así cristianos como judíos, bajo vuestro Gobierno y vuestros ministros, nos sentimos oprimidos, pobres, ignorantes. Lo cual vale tanto como decir, Padrecito, que, quisierais o no, tuvisteis vuestra oportunidad. En realidad, muchas oportunidades. A pesar de lo cual, y a pesar de vuestras buenas intenciones, nos disteis el más pobre y el más reaccionario Estado de Europa. En otras palabras, habéis hecho de este país un valle de huesos. Desperdiciasteis vuestra oportunidad. Esto es irrebatible. No es fácil asir los acontecimientos por el rabo, pero pudisteis hacer algo para mejorar vuestra vida, para el futuro de Rusia, podríamos decir, y no hicisteis nada.

El zar se levantó, delgado el falo, sin dejar de toser, turbado y enojado.

—Yo no soy más que un hombre, aunque haya tenido que gobernar, y me culpas de toda nuestra Historia.

—Por lo que ignora y por lo que no ha aprendido Vuestra Majestad. Vuestro desgraciado hijo es hemofílico, le falta algo en la sangre. Vos, a pesar de cierto sentimentalismo, carecéis de otra cosa: la visión interior, podríamos llamarla, que despierta en el hombre la caridad y el respeto a los más pobres. Decís que sois amable y lo demostráis con los pogroms.

—De esto —dijo el zar— no tengo yo la culpa. Es imposible evitar que el agua se derrame. Los pogroms son expresión auténtica de la voluntad del pueblo.

—En este caso, no hay más que hablar.

Había un revólver sobre la mesa, junto a la mano del remendón. Yakov introdujo una bala en el enmohecido cilindro.

El zar se sentó, observándole sin visible emoción, aunque su rostro había palidecido y su barba parecía más negra.

—Yo soy la víctima, y he de sufrir por mi desdichado pueblo. Lo que tenga que ser, será.

Aplastó el cigarrillo en el plato de la palmatoria. Aquél chisporroteó, pero siguió ardiendo.

—No esperes que pida clemencia.

—Esto va también por la cárcel, por el veneno, por los seis registros diarios. Por Bibikov y por Kogin, y por muchos otros que no hace falta mencionar.

Yakov apuntó al corazón del zar (aunque Bibikov agitaba sus blancos brazos y gritaba: ¡no, no, no!) y apretó el gatillo. Nicolás, en el momento en que iba a santiguarse, volcó su silla, cayó al suelo, para sorpresa suya, y una mancha de sangre se fue agrandando sobre su pecho.

Los cascos de los caballos resonaron sobre el empedrado.

«Hay maneras de invertir la Historia —pensó Yakov—. Lo que el zar se merece es una bala en la tripa. Mejor él que nosotros».

La rueda trasera izquierda del carruaje parecía bambolearse.

«Una de las cosas que he aprendido —pensó Yakov—, es que no existe el hombre apolítico, sobre todo, si es judío. No se puede ser esto, sin ser aquello, la cosa es clara. Uno no puede permanecer sentado, presenciando su propia destrucción».

Después, pensó: «Donde no hay lucha por la libertad, no puede haber libertad. ¿Qué dice Spinoza? Si el Estado actúa de una manera que es contraria a la naturaleza humana, su destrucción constituye el mal menor. ¡Mueran los antisemitas! ¡Viva la revolución! ¡Viva la libertad!».

La multitud que se apretujaba a ambos lados de la calle volvía ahora a ser más densa, llenando todo el espacio entre el bordillo y las fachadas de las casas. Había rostros en todas las ventanas y gente de pie en los terrados, a lo largo del trayecto. Entre los que se hallaban en la calle, había judíos del distrito de Plossky. Algunos de ellos miraban al remendón, al pasar el carruaje, y lloraban sin disimulo y se retorcían las manos. Un hombre de barba rala se arañó las mejillas. Un par de espectadores agitaron la mano saludando a Yakov. Algunos gritaron su nombre.

FIN