1

”La visita de Shmuel dejó al remendón sumido en una intensa emoción. Algo va a ocurrir ahora —pensaba—. Él visitará a quien sea para interceder en mi favor. Es mi yerno Yakov, les dirá, y ved qué le ha pasado. Les contará que estoy en la cárcel de Kiev y les explicará el motivo de mi encierro. Pregonará mi inocencia y pedirá ayuda. Quizás un abogado irá a ver a Grubeshov y le pedirá que dicte el procesamiento de una vez. Le dirá: «Tiene que hacerlo, antes de que ese hombre se muera en su celda». Tal vez incluso acuda al ministro de Justicia. Si es buen abogado, sabrá lo que tiene que hacer. No me dejará abandonado.

En vez de todo esto, el alcaide, nervioso y agitado, se presentó en la celda. Su ojo sano echaba chispas. Sus labios se contraían de ira.

—¡Conque pretendía escaparse, bastardo! ¡No le quedarán ganas de seguir conspirando!

Un preso incomunicado en una celda próxima había oído voces por la noche y había denunciado a Zhitnyak. El guardián había sido arrestado y, al cabo de un rato, había confesado que había dejado que un viejo judío hablase con el asesino.

—Esta vez, se ha pasado de la raya, Bok. Lamentará haber conocido a ese otro conspirador. Le enseñaremos lo que se saca con la agitación de los de fuera. ¡Más le valiera no haber nacido!

Quiso saber quién era el conspirador, y el remendón le contestó, excitado:

—Nadie. Yo no le conocía. No me dijo su nombre. Era un infeliz. Conoció a Zhitnyak por casualidad.

—¿Qué le dijo? ¡Desembuche!

—Me preguntó si pasaba hambre.

—¿Y qué le respondió?

—Que sí.

—¡Ahora sabrá lo que es hambre! —gritó el alcaide.

Al día siguiente, a primera hora, entraron en la celda dos obreros, provistos de herramientas, los cuales, trabajando toda la mañana con martillos de acero y largos escoplos, practicaron cuatro grandes orificios en la pared interior y afirmaron en ellos sendas y pesadas anillas. Los obreros construyeron también una plataforma parecida a una cama y provista de cuatro patas cortas de madera. Los pies de la «cama» eran una especie de cepo para tener sujetas las piernas del preso durante la noche. Reforzaron los barrotes de la ventana y añadieron otros dos, reduciendo todavía más la menguada iluminación de la celda. En cambio, no repararon el cristal roto de la ventana. Pero añadieron seis cerrojos en la parte exterior de la puerta de hierro, con lo que fueron doce en total, amén de la cerradura que se abría con llave. El alcaide auxiliar le dijo a Yakov que los judíos intrigaban para libertarle, y advirtió al remendón que se estaba construyendo una torre de vigilancia en la muralla, frente a su celda, y que había sido aumentado el número de guardias que patrullaban por el patio.

—Si tratas de escaparte de esta cárcel, exterminaremos a toda tu maldita banda. No quedará ni uno.

Durante el día, otro guardián ocupaba el puesto de Zhitnyak: un hombre llamado Berezhinsky, exsoldado, moreno, de ojos saltones e inexpresivos, grandes nudillos y nariz aplastada. Tenía mechones de pelo en los pómulos y en el cuello, incluso después de haberse afeitado. En ocasiones, por puro tedio, introducía el cañón de su rifle por la mirilla y apuntaba al corazón del preso.

—¡Pam!

El remendón permanecía encadenado a la pared durante todo el día, y, por la noche, yacía en la cama de madera con los pies sujetos en el cepo. Los orificios para las piernas eran pequeños y le laceraban la carne si trataba de volverse un poco. El jergón de paja había sido sacado de la celda. Al menos, se habían llevado el hedor, y las chinches, aunque había quedado alguna entre su ropa. Como el remendón solía dormir sobre un costado, cuando podía dormir, tardó bastante tiempo en acostumbrarse a hacerlo boca arriba. Yacía despierto hasta que no podía aguantar más y se sumía en una especie de letargo. Dormía pesadamente durante una hora o dos, y se despertaba. Si volvía a dormirse, le despertaba el menor movimiento de su cuerpo.

Ahora que estaba encadenado, pensó que cesarían los registros corporales; pero, contrariamente a lo que suponía, fueron aumentados a seis: tres por la mañana y tres por la tarde. Si el auxiliar del alcaide terminaba pronto su trabajo, se hacían los seis registros por la mañana. Berezhinsky le acompañaba, en vez de Zhitnyak. Seis veces al día chirriaba la llave en la cerradura y se descorrían los doce cerrojos, uno a uno, como otros tantos disparos de pistola. Yakov se llevaba las manos a la cabeza, obsesionado con la idea de que alguien le estaba golpeando. Cuando se presentaban los pesquisidores, le soltaban las cadenas y le ordenaban que se desnudara rápidamente. Aunque trataba de apresurarse, sus dedos eran como de plomo: no podía desabrochar los escasos botones y el guardián le pateaba porque no se daba prisa. Les suplicó que sólo registrasen la mitad de su cuerpo cada vez, quitándose sólo el pantalón y conservando la chaqueta y la camisa, y haciéndolo al revés a la vez siguiente; pero no quisieron atender su ruego. Lo único que le permitían era conservar la camiseta. Como si, de esta manera, el registro fuese menos vergonzoso, hicieran lo que le hicieran. Durante los registros, Berezhinsky le asía la barba y tiraba de ella. Si Yakov se quejaba, le tiraba del pene.

—Ding-Dong. Vamos, levántate. El pito de un judío es la pezuña del diablo.

El alcaide auxiliar enrojecía. Reía como hipando y, durante todo el registro, tenía una sonrisa entre los labios.

Después de cada registro, Yakov, helado y exhausto, caía en un profundo abatimiento. Al principio, había esperado que, por alguna razón, saliese algo de la visita de Shmuel. Después, empezó a temer que el buhonero hubiese sido detenido. En ocasiones, se preguntaba si Shmuel había venido realmente a verle, y se decía que, de ser así, hubiera sido mejor que no lo hiciese. Si no hubiese venido, no se vería él encadenado. Y le maldecía por sus cadenas.

El segundo invierno que pasó en la cárcel fue peor que el primero. El tiempo fue infernal; hubo menos nieve y menos cellisca, pero los días claros eran gélidos, sobre todo, cuando soplaba el viento. El viento aullaba en la ventana, como una manada de lobos hambrientos. Y, dentro de la celda, aún era peor. El frío campaba por sus respetos. A veces, le propinaba dolorosos ramalazos, apretándole el pecho de manera que le dolía al respirar. Llevaba el gorro con orejeras y se envolvía la cabeza con el manto de oración, dándole dos vueltas y atándolo encima del cráneo. Lo llevó hasta que se cayó en pedazos, y, entonces, guardó un trozo para usarlo como pañuelo. Trató de introducir las mangas de la chaqueta por dentro de las esposas, pero le fue imposible. Los helados grilletes atenazaban sus piernas desnudas. Le arrojaron una manta de caballo, y con ella se cubría la cabeza y los hombros en lo peor del invierno, pues, aunque ahora había unos haces de leña en la celda, Berezhinsky no tenía nunca prisa en encender la estufa, y, durante la mayor parte del día, le parecía al remendón que sus huesos eran como ramas heladas de un árbol en un bosque invernal. Con aquel frío, los registros eran espantosos; el frío le clavaba sus cuchillos en el pecho, en las axilas, en el ano. Temblaba en todo su cuerpo y le castañeteaban los dientes. En cambio, cuando Kogin entraba al atardecer, le encendía la estufa. Otras veces, volvía a encenderla por la noche. Desde la detención de su hijo, el guardián tenía los ojos vidriosos. Generalmente, chupaba una colilla apagada y guardaba silencio. Cuando Yakov había rebañado el tazón de su cena y se tendía en la cama, Kogin le metía los pies en el cepo y se marchaba.

Ahora, durante el día, podía estarse sentado en un taburete bajo que le habían dado, pero seguía encadenado. Se habían llevado las hojas del Antiguo Testamento el mismo día en que le habían encadenado a la pared, y el auxiliar del alcaide le dijo después que las habían quemado.

—Se elevaron como un pedo llevado por la brisa.

Yakov no tenía nada que hacer; sólo permanecer sentado y procurar no pensar. Para evitar que se le helase la sangre, se levantaba a menudo y daba un paso a la derecha y dos a la izquierda; o uno a la izquierda y dos a la derecha. También podía dar un paso atrás, hasta la helada pared, y otro paso hacia delante. No podía ir más lejos, y fuese cual fuese su movimiento, arrastraba con él las ruidosas cadenas. Pasaba horas haciendo lo mismo. A veces, sollozaba, tratando inútilmente de arrancar las cadenas de las anillas de la pared.

No podía hacer nada por sí solo. Para orinar, tenía que llamar al guardián y pedirle el cubo. Si Berezhinsky no estaba junto a la puerta o se hacía el sordo, o si Yakov se veía incapaz de soportar el ruido de los cerrojos que le martilleaba la cabeza, tenía que aguantarse las ganas de orinar hasta que le dolía la vejiga como si se la cortasen con un cuchillo. Cuando no podía más, se orinaba en el suelo. Una vez, se aguantó tanto rato que el chorro brotó por sí solo, mojándole el pantalón y los zapatos. Cuando entró Berezhinsky y vio lo que había ocurrido, se puso a abofetear al remendón con ambas manos, hasta que éste perdió el conocimiento.

—¡Asqueroso zhid meón! ¡Debería hacerte lamer el suelo!

Cuando Berezhinsky le entraba las gachas, Yakov le pedía a menudo que le quitara unos minutos las esposas para comer, pero el guardián se negaba a complacerle. En una ocasión, después de comer, y aprovechando la ausencia del guardián, Yakov se volvió de costado y usó el mango de la cuchara para rascar un poco de cemento junto a una de las anillas. Pero el guardián lo vio por la mirilla, entró en la celda y le pegó en la boca hasta hacerle sangrar. Después, Berezhinsky hizo registrar la celda por un pelotón de cinco guardias. Nada encontraron aquella vez, pero volvieron dentro de la misma semana y descubrieron la aguja ennegrecida que Yakov le había quitado a Zhitnyak y escondido cuidadosamente en una rendija de la estufa. Para castigarle, le quitaron el taburete durante una semana. Permanecía todo el día encadenado y, por la noche, dormía el sueño de la muerte.

Así pasaban los días. Uno a uno, arrastrándose como seres moribundos. A veces, si pensaba en ello, contaba los días hasta tres. Pero el tercero era igual que el primero. Era el primer día, porque era inconcebible que tres días, contados, fuesen algo distinto de los mismos tres días sin contarlos. Pasaba un día. Después, un día. Después, un día. Nunca tres. Ni cinco o siete. La semana no existía, porque su tiempo en la cárcel no tenía fin. Si hubiese estado en Siberia, cumpliendo una condena de veinte años de trabajos forzados, una semana habría significado algo. Le quedarían veinte años menos una semana. Pero, para el hombre que tenía que permanecer en la cárcel durante un número incontable de días, sólo había primeros días que se sucedían los unos a los otros. El tercero era el primero, el cuarto era el primero, el septuagésimo primero era el primero. El primer día era el que hacía tres mil.

Yakov pensaba en lo que había sido aquello antes de que le encadenaran a la pared. Recordaba cómo barría el suelo con la escoba de mimbres. Recordaba cómo leía los Evangelios de Zhitnyak y las hojas del Antiguo Testamento. Había guardado y contado las astillas que representaban días y meses, cuando el hecho de sumarlos le producía un cierto alivio. Recordaba los minutos de luz sobre la desconchada pared. Recordaba la mesa a la que solía sentarse para leer antes de romperla en un ataque de locura. Recordaba que hubo un tiempo en que pudo pasear arriba y abajo, o en círculos, por la celda, hasta que la fatiga le impedía pensar. Recordaba que había podido orinar sin necesidad de llamar al guardián, y que sólo le hacían dos registros al día, en vez de los seis que le hacían ahora. Recordaba que podía tumbarse en el jergón de paja siempre que le venía en gana; mientras que, ahora, tenían que soltarle para que se echara en el camastro de madera. Y recordaba aquellos días en que podía ir a la cocina a llenar su tazón, y en que podía preparar la estufa, y Zhitnyak, que no era del todo malo, venía dos veces al día a encenderla. El guardián le dejaba disfrutar de un buen fuego. Le permitía echar mucha leña en la estufa y, antes de salir de la celda, la encendía con una cerilla y se quedaba observando hasta que ardía de verdad. Yakov pensaba que se sentiría dichoso si las cosas volviesen a ser como eran antes. ¡Ojalá hubiese sabido disfrutar entonces de aquella pizca de comodidad que, en cierto sentido, significaba libertad! Ahora, encadenado, la única libertad que le quedaba era la vida, la simple existencia; pero existir sin el menor albedrío era la muerte.

Pensaba en la muerte secretamente y casi con complacencia; había pensado en ella desde el día en que le había hurtado la aguja a Zhitnyak. «Si un día quiero morir —había pensado—, puedo emplear la aguja para cortarme las venas». Y habría podido hacerlo, después de marcharse Kogin, y sangrar toda la noche. Por la mañana, sólo habrían encontrado su cadáver. Ahora, estas ideas acudían a su mente con mayor intensidad. Desde hacía un tiempo, sólo pensaba en la muerte. Estaba terriblemente cansado, ansioso de librarse de las duras cadenas y del diabólico frío de la celda. Esperaba morir rápidamente, acabar de una vez sus sufrimientos, librarse de cuanto era y había sido. Su muerte significaría que, al menos, había tenido una alternativa y que la había aprovechado. Habría dispuesto de su destino. Pero ¿cómo hacerlo? Pensó en la huelga del hambre, pero esto le llevaría mucho tiempo y sería una muerte lenta. No tenía cinturón, pero podía rasgar sus vestiduras y la manta, trenzar los jirones y, si no moría antes de frío, ahorcarse de un barrote de la ventana. Pero no podía alcanzar los barrotes, y, aunque encontrase la manera de pasar la cuerda por uno de ellos, el procedimiento de ahorcarse no le convenía. Ellos quedarían al margen, y él quería comprometerles de algún modo. Pensó en Fetyukov abatido por uno de los guardianes. «Esto sí que me convendría —pensó—. Quieren que muera, pero no a sus manos. Me tienen encadenado y sometido a esos horribles registros, esperando que mi corazón acabará por fallar. Entonces, podrán decir que morí de muerte natural, “pendiente de juicio”. Yo haré que las causas no sean naturales. Haré que me maten ellos. Les provocaré para que me maten». Lo tenía resuelto. Pensaba hacerlo durante el sexto registro del día siguiente, cuando estuviesen más irritados, de modo que reaccionarían sin pensar, mecánicamente, inmediatamente. Se negaría a desnudarse y, cuando le conminasen a hacerlo, le escupiría al alcaide auxiliar en un ojo. Si no le mataban en el acto, intentaría arrancar a uno de ellos la pistola que llevaría en la funda. Y Berezhinsky le pegaría un tiro en la cabeza. Todo terminaría en pocos minutos, y el guardián recibiría después cinco o diez rublos de premio por su servicio. El zar lo leería en los periódicos de San Petersburgo, y al momento se sentaría a su escritorio y redactaría un telegrama dirigido a Grubeshov. Mi cordial felicitación por haber pagado con su misma moneda al judío asesino de Zhenia Golov. Pronto recibirá noticias referentes a su ascenso. Nicolás. Pero los funcionarios tendrían que explicar su muerte, y, por mucho que dijesen, nunca podrían decir que habían demostrado su culpabilidad. ¿Y quién les creería? Tal vez incluso se produciría algún tumulto por las calles.

Que el zar baile la jiga en sus brillantes salones. Le arrojaré mi muerte a la cara como un montón de mierda.

2

La tarde avanza hacia el ocaso. El sol se pone detrás de las frías copas de los árboles. Un carruaje negro (¿procedente de qué ciudad?) aparece a lo lejos tirado por cuatro caballos negros. Se pierde en el tráfico del Kreshchatik, entre otros carruajes, tranvías, carretas y algunos automóviles. Ahora, los árboles también son negros. Ha anochecido. Kogin pasea inquieto, arriba y abajo, por el corredor. Solía pararse a menudo detrás de la puerta de la celda de Yakov, escuchando a través de la mirilla abierta y respirando audiblemente mientras humedecía el lápiz y tomaba nota de lo que Yakov gritaba en sueños. Pero, en esta noche de cellisca, con la nieve formando espesos remolinos alrededor de la cárcel, el guardián, cansado de pasear arriba y abajo y sabiendo que Yakov está despierto, se detiene y se lamenta detrás de la mirilla:

—¡Ay, Yakov Bok! No te imagines que eres el único en pasar dificultades. Éstas se acumulan sobre mi cabeza como la nieve en el pico de una montaña.

Se aleja, pero en seguida vuelve y dice que su hijo Trofim asesinó a un viejo mientras robaba en una casa del Podol.

—Así vienen las cosas, ya lo ves.

Después de un largo silencio, añade:

—Bastantes preocupaciones tenía con mi hija, a quien preñó un hombre de mi edad, un maldito borracho. Y, ahora, cuando al fin había logrado casarla con un tipo —dijo Kogin a través de la mirilla—, a mi hijo le da por robar en una casa, que es algo que jamás le había pasado por la cabeza. Solía robarme a mí, pero a nadie más, hasta aquella noche en que penetró en una casa a orillas del Dniéper y mató al viejo que la habitaba. Éste era un anciano inofensivo, y cualquiera que estuviese en sus cabales había de darse cuenta de que en aquella casa no podía haber nada de valor. Él tenía que saberlo. Entonces, ¿por qué lo hizo, Yakov Bok? ¿Quiso pagarme con disgustos los años de cariño que yo le había dado? Lo cierto es que el viejo le sorprendió dentro de su casa y le agarró de la chaqueta y no le quiso soltar, y, entonces, Trofim, asustado, le golpeó con los puños en la cabeza hasta que el hombre le soltó. Pero fue demasiado tarde, pues al viejo le había dado un ataque de alguna clase y murió inmediatamente. Y éste fue el fin. Trofim había entrado, digamos, para exigirle hospitalidad, y se quedó para encender las velas funerarias y quizá rezar una oración sobre sus restos. Volvió a casa por la mañana, en el momento en que yo me estaba quitando las botas después de trabajar toda la noche, y me contó lo que había hecho. En vista de lo cual, volví a calzarme las botas y fuimos ambos a la Policía del distrito, donde quedó detenido por asesinato. Le juzgaron unos meses más tarde y le condenaron a la pena más grave: veinte años de trabajos forzados en Siberia. Ahora, estará en camino. Salieron por el Puente Nicolás, un día helado de diciembre, y sólo Dios sabe dónde estarán ahora, con tanta nieve y tanto viento. Imagínate, ¡veinte años! Es toda una vida.

—Sólo son veinte años —dice Yakov.

—Cuando vuelva a verle, si ambos vivimos, tendrá cincuenta y dos: la edad que tengo yo ahora.

La voz grave del guardián rueda por la celda en un confuso murmullo.

—Le pregunté por qué lo había hecho, y me dijo que por ningún motivo especial. ¿Puedes imaginarte una respuesta más estúpida, Bok? Llegó al final que yo le había pronosticado, y éste fue el fruto de mi amor de padre. Así van las cosas. Uno proyecta algo, y obtiene lo contrario. La vida no es pródiga en regalos: ¿de qué sirve esperar que se comporte de otro modo? Mis hijos fueron echados a perder por su madre, una mujer de carácter voluble y que les educó de cualquier manera, Mi hijo fue siempre difícil de dominar a causa de su madre, y hubo un tiempo en que pensé que acabaría matando a uno de los dos, a pesar de todo el amor que yo le tenía. Pero, en realidad, mató a uno de fuera.

Kogin suspira, calla durante un minuto y, después, pregunta a Yakov si quiere un cigarrillo.

Yakov dice que no. Respira profundamente, para que el guardián oiga los silbidos de su pecho. Si fumase un cigarrillo, se marearía.

—En cambio, si abrieses un momento el cepo —dice—, podría estirar mis agarrotadas piernas.

Kogin dice que no puede hacerlo. Permanece unos minutos más en silencio, detrás de la mirilla, y, después, murmura con voz ronca.

—No creas que no me doy cuenta de tus desdichas, Bok, porque también yo sufro. Es terrible ver a un hombre encadenado, quienquiera que sea, y tener que meterle los pies en el cepo todas las noches. Pero, si he de serte franco, procuro quitármelo de la cabeza. Procuro no acordarme de que te pasas todo el día atado con cadenas. Los nervios aguantan hasta un límite, y yo tengo ya demasiadas preocupaciones propias. Supongo que comprendes lo que quiero decir.

Yakov dice que lo comprende.

—¿Estás seguro de que no quieres un cigarrillo? Es una pequeña infracción del reglamento. Hay guardianes que los venden a los presos, y, si me preguntas, te diré que el alcaide lo sabe. En cambio, si te abriera el cepo, serían capaces de fusilarme.

Al cabo de un rato, Yakov cree que el guardián se ha marchado; pero se equivoca.

—¿Aún tienes los Evangelios? —preguntó Kogin.

—No. Me los quitaron.

—¿Y los pasajes que solías recitar de memoria? ¿Por qué no sigues recitándolos?

—Los he olvidado.

—Yo recuerdo uno —dice el guardián—. «Pero el que aguante hasta el fin, se salvará». Es de Mateo o de Lucas. De uno de los dos.

Yakov se conmueve tanto que se echa a reír.

El guardián se aleja. Esta noche, está muy agitado y, al cabo de media hora, vuelve a la puerta de la celda, aplica su linterna al orificio y atisba por encima de ella. La luz cae sobre los inmovilizados pies del preso, y éste se despierta. Kogin está a punto de decir algo, pero no lo hace. Desaparece la luz. Yakov se mueve, inquieto, escuchando al guardián que pasea arriba y abajo por el pasillo, como si estuviera camino de Siberia, acompañando a su hijo. El preso escucha hasta que le invade la fatiga, y vuelve a lo que estaba soñando.

”Localiza de nuevo el negro carruaje; sólo que ahora es una carreta desvencijada que viene de provincias, cargada con un ataúd de tablas de pino. «¿Para mí, o para otro?», piensa. Demasiado asustado para pronunciar nombres, lucha por despertar; pero no lo consigue y se encuentra en una habitación vacía, de pie junto a un pequeño ataúd negro, que parece un baúl atado con cadenas.

”Es el ataúd de Zhenia, piensa. Marfa Golov me lo envía como regalo. Pero, al quitar las herrumbrosas cadenas y levantar la tapa del ataúd, se encuentra con que en él yace Shmuel, su suegro, con la cabeza cubierta por un manto de oración, un agujero encarnado en la frente, y un ojo todavía húmedo de sangre.

—¿Estás muerto, Shmuel? —grita el remendón.

Y, por una vez, el viejo, que yace en reposo, si no en paz, no tiene nada que decir.

El remendón se despierta, afligido, mojada la barba de lágrimas saladas.

—¡Vive, Shmuel! —suspira—. ¡Vive! ¡Deja que muera yo por ti!

”Entonces, piensa en la oscuridad: «¿Cómo podré morir por él, si me quito la vida? Si muero, lo haré para chincharles y para poner fin a mis sufrimientos. En cuanto a Shmuel, está ya fresco. Quizá mi muerte será la suya, si lanzan un pogrom para celebrarla. Pero, si es así, ¿de qué me habrá servido morir, si no es para librarme de mis dolores? ¿Qué habré ganado, si un solo judío muere por causa de ello? Quisiera vivir sin sufrimiento, odio el dolor. Pero, si he de sufrir, que sea por algo. Que sea por Shmuel».

Al día siguiente, le registran seis veces en la gélida celda; está de pie y descalzo, y cada losa le parece un bloque de hielo, mientras le hurgan con los puercos dedos en sus partes más íntimas. El sexto registro —durante el cual había proyectado morir— es el más horrible de todos. Lucha consigo mismo para no saltar sobre el alcaide auxiliar, para no asesinarle un poco con sus manos desnudas antes de que le maten de un tiro.

Se dice que no debe morir. «¿Por qué habría de quitarme aquello que ellos mismos tratan de arrancarme poco a poco? ¿Por qué ayudarles a matarme?».

¿Quién lo sabría, si muriese ahora? Barrerían sus restos del ensangrentado suelo y los arrojarían a un hoyo mojado. Dentro de un par de años, dirían que había intentado fugarse. ¿Quién lo pondría en duda, al cabo de un par de años? Era cosa corriente que un preso muriese en la cárcel. Los presos morían como moscas en toda Rusia. Era un país muy vasto, y en él había muchas cárceles. Había más presos que judíos. ¿Y qué importaría que los judíos no creyesen que había muerto de muerte natural? Por aquel entonces, tendrían preocupaciones más importantes.

No le asusta morir porque le espante el suicidio, sino porque no tiene manera de reservar únicamente para sí las consecuencias de su muerte. Para los goyim, lo que haga un judío es como si lo hicieran todos los demás. Si el remendón es acusado del asesinato de uno de sus niños la acusación alcanza al resto de la tribu. Desde la Crucifixión, el crimen de los deicidas es el crimen de todos los judíos. «Caiga Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos».

Compadece su suerte en la Historia. Después de un breve período de sol, uno despierta en un mundo oscuro y sangriento. De la noche a la mañana, nace un loco que piensa que la sangre judía es agua. De la noche a la mañana, la vida ha perdido su valor. Los inocentes nacen sin inocencia. El cuerpo humano vale menos que su sustancia. La persona es una mierda. Los judíos que logran escapar con vida, viven en un infierno de la memoria. ¿Qué puede hacerle Yakov Bok? Lo único que puede hacer es no empeorar las cosas. Sólo es judío a medias, pero basta con esto para que tenga que proteger a los judíos. A fin de cuentas, conoce a su pueblo; y cree que tienen derecho a ser judíos y a vivir en el mundo como seres humanos. Está en contra de los que están contra ellos. Y los defenderá en la medida de sus fuerzas. Es su pacto consigo mismo. Si Dios no es hombre, él sí que lo es. Por consiguiente, tiene que aguantar hasta que se celebre el juicio y dejar que ellos confirmen su inocencia con sus embustes. No tiene más futuro que esperar, aguantar hasta el fin.

Le enfurece lo que le ha ocurrido —lo que le está ocurriendo—: Toda una sociedad se ha levantado contra Yakov Bok, un infeliz con sólo unos gramos de instrucción, pero inocente del crimen de que le acusan. Extraña cosa, y extraordinaria, que un hombre como él, remendón de oficio; cuyo único delito ha sido vivir unos meses en un distrito prohibido, tenga por enemigos declarados y acérrimos al Estado ruso, a sus funcionarios y al propio zar, por la única razón de haber nacido judío y, por consiguiente, enemigo de ellos, aunque en realidad sólo es en el fondo enemigo de sí mismo.

¿Qué es la razón? ¿Qué es la justicia? Spinoza dice que es el medio de que se vale el Estado para preservar la paz y la seguridad del hombre, a fin de que éste pueda hacer su trabajo cotidiano. Ayudarle a vivir sus pocos y míseros años, contra las circunstancias, la enfermedad, los terrores del Universo. Así, pues, no debe hacer nada que pueda empeorar la situación. Sin embargo, el Estado ruso niega a Yakov Bok la justicia más elemental; y, demostrando su miedo y su desprecio a la Humanidad, le ha encadenado a la pared como a un animal.

—¡Perros! —grita.

Golpea la pared con sus cadenas, tensos los músculos del cuello. Arde en ansias de libertad, tiene, a veces, destellos de esperanza, como si pudiera crear su libertad con la imaginación, pensar en ella como cosa próxima, a punto de ocurrir, si logra respirar como es debido y pensar como es debido. Tal vez se derrumbará una pared, o la perforará un rayo de sol, dejando una abertura del tamaño de un cuerpo humano. O recordará dónde ha escondido un libro que dice la manera de franquear una puerta cerrada con doce cerrojos.

—¡Viviré! —grita en su celda—. ¡Esperaré hasta que se celebre mi juicio!

Berezhinsky abre la mirilla, introduce el rifle y apunta al sexo del remendón.

”Yakov está sentado dentro del pozo. Una voz angélica, o así le parece, le llama por su nombre; pero no está seguro de haber oído bien; está un poco sordo del oído derecho desde que Berezhinsky se lo golpeó. El cielo derrama lluvia y nieve encima de él. O acaso pedacitos de madera o de tiempo cristalizado. No responde. Tiene el cabello largo y enredado. Le crecen las uñas hasta romperse. Padece disentería, se ensucia encima, apesta.

Berezhinsky le remoja con un cubo de agua fría.

—Ya sabemos por qué los judíos no comen cerdo. Sois hermanos de sangre y todos vivís de la mierda.

”Ahora, está sentado en la hierba, bajo un árbol frondoso. Los campos están floridos. Habla consigo mismo para no olvidar. Algunas de las cosas que recuerda le dejan asombrado. ¿Son recuerdos, o imágenes de cosas que había esperado hacer? Está envuelto en espesos velos de niebla amarilla, cruzada a veces por dolorosos rayos de luz. Los recuerdos se atenúan y se desvanecen. Le cuesta evocar los sucesos del pasado. Recuerda que, una vez, enloqueció. ¿Adónde mirar, si uno pierde la cabeza? Es el fin. Mentalmente, estaría para siempre encarcelado, sin saber la causa de su encierro. Encerrado en su destino final, en la última ignorancia.

—Muérete —dice Berezhinsky. Por el amor de Dios, ¡muérete de una vez!

Y él se muere. Se muere.

Kogin dice que ha recibido una carta en la que le dicen que su hijo ha muerto. Se arrojó a un río, en Irkutsk, camino de Novorosisk.

3

—Quítate el gorro —dijo el guardián, de pie en medio de la celda.

Él se quitó el gorro, y el guardián le alargó un fajo de papeles.

—Es el auto de tu procesamiento, Bok. Pero esto no quiere decir que el juicio vaya a celebrarse en seguida.

Más tarde, encogido sobre su taburete y cargado de cadenas, Yakov leyó atentamente los papeles. Su corazón galopaba mientras él leía, pero su mente corrió más de prisa que el corazón; el judío de quien hablaban había cometido un crimen horrible y caído después en una trampa; e, inmediatamente, se veía el preso muerto y enterrado a ras del suelo. En ocasiones, las palabras del documento se hacían borrosas y desaparecían bajo el agua. Cuando volvían a la superficie, las leía una a una, pronunciándolas en voz alta. Después de leer tres páginas, se quedó sin fuerzas para seguir concentrándose. Los papeles pesaban como el plomo y tuvo que dejarlos en el suelo. Pronto oscureció demasiado para poder leer, aunque todavía se filtraba un poco de luz por la ventana. Por la noche, se despertó hambriento de palabras escritas. Pensó pedirle una vela a Kogin, pero tuvo una visión de la llama prendiendo en los papeles y quemándolos. Decidió esperar a la mañana, pero soñó que trataba de leer el auto de procesamiento y se encontraba con que estaba escrito en turco. Después, se despertó y palpó frenéticamente los papeles. Estaban en el bolsillo de su capote. Esperó, impaciente, a que se hiciera de día. Por la mañana, cuando hubo bastante luz, leyó ávidamente todo el documento. Tuvo la impresión de que la historia había cambiado de como la había leído el día anterior; pero, después, advirtió que sólo era diferente de la idea que se había formado él a base de las preguntas que le habían hecho y de las acusaciones que le habían formulado. El crimen era el mismo, pero, ahora, había detalles nuevos, algunos de ellos, fantásticos, y otros, viejos pero alterados con el fin de crear un nuevo misterio. Yakov supo esforzarse en encontrar una combinación de hechos que los hiciera, en virtud de este arreglo, más verdaderos de lo que eran cuando los oyó por primera vez; como si, el comprenderlos de un modo diferente a como los comprendían los demás, pudiese establecer inmediatamente su inocencia. Y, una vez establecida ésta, tendrían que soltar sus cadenas y abrirle las puertas de la cárcel.

El «auto de procesamiento», escrito a máquina en largas hojas de papel azul, refería el asesinato de Zhenia Golov en términos parecidos a los que ya conocía Yakov; pero el número de heridas era ahora de cuarenta y cinco, «3 grupos de 13, más 2 grupos adicionales de 3». Había heridas, decía el documento, en el pecho del muchacho, en el cuello, en la cara y en el cráneo, alrededor de las orejas; y la autopsia practicada por el profesor M. Zagreb, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Kiev, demostraba que todas las heridas del cuerpo habían sido infligidas cuando el corazón del niño conservaba su vigor. En cambio, las de las venas principales del cuello fueron producidas cuando el corazón empezaba a flaquear.

El día en que encontraron al chico asesinado en la cueva, su madre se desmayó al enterarse de la noticia. Esto constaba en el informe de la Policía. Después, venían algunos detalles que Yakov leyó rápidamente, pero releyó, después, más despacio. El desmayo de Marfa Golov, decía el documento, tiene un interés particular, porque más tarde se observó que permanecía serena y no lloraba durante el entierro de su hijo, aunque otras personas, ajenas a la familia, lo hacían sin disimulo. Algunos espectadores bienintencionados y otros que tal vez no lo eran tanto se extrañaron de esta circunstancia, y, en seguida, empezaron a circular estúpidos rumores sobre la posible complicidad de esta buena mujer, por medio de un antiguo y gravemente incapacitado amigo, en el asesinato de su propio hijo. Debido a este infundado rumor, pero en interés de la verdad, había sido detenida e interrogada a fondo por la Policía. Ésta había registrado su casa más de una vez, sin descubrir nada comprometedor. Después de varios días de infatigables pesquisas, había sido puesta en libertad, con disculpas de la Policía y de otras autoridades. El Jefe de Policía llegaba a la conclusión de que los rumores antes aludidos eran falsos e infundados y probablemente inventados por los enemigos de Marfa Golov o, posiblemente, por ciertas fuerzas siniestras, ya que Marfa Golov era una madre abnegada, inocente de cualquier mala acción contra su hijo. Tales sospechas eran despreciables. Su serenidad en el acto del entierro de su hijo era el comportamiento de una persona digna, capaz de dominar sus sentimientos, incluso en el momento de sufrir una terrible pérdida personal. Pues no todos los que están tristes lloran; y la culpa no es materia de expresión facial, sino de pruebas. Nadie se había entretenido en investigar lo mucho que había llorado y sufrido antes del entierro de su hijo. Sin embargo, muchos testigos habían declarado que Marfa Golov había sido una madre más que cumplidora de sus deberes, una mujer trabajadora y virtuosa, de inmaculado proceder, que, sin ayudas ajenas que mereciesen el nombre de tales, había cubierto las necesidades de su hijo desde el abandono y la muerte del irresponsable padre. Por consiguiente, se llegaba a la conclusión de que las tentativas de manchar su reputación eran obra de grupos extraños y subversivos, con el objeto de encubrir a uno de sus miembros, el verdadero asesino de Zhenia Golov, el remendón Yakov, el remendón Yakov Bok.

Vey iz mir —dijo Yakov.

Se había sospechado del remendón desde el primer momento. Ya antes del entierro, habían circulado rumores por la ciudad en el sentido de que el verdadero culpable, responsable de la muerte del muchacho, era miembro de la comunidad hebrea. Seguía un resumen de los motivos que había tenido la Policía para considerar sospechoso a Bok. Primero: porque se había descubierto que era un hebreo que usaba nombre falso y vivía en el Lukianovsky, distrito prohibido por una ley especial a todos sus correligionarios, con la única excepción de los Mercaderes del Primer Gremio y de algunos profesionales. Segundo: haciéndose pasar por ruso, bajo el nombre de Yakov Ivanovich Dologushev, había hecho descaradas proposiciones e incluso intentado forzar a Zinaida Nikolaievna, hija del patrono de Bok, Nikolai Maximovich Lebedev. Afortunadamente, pudo ella frustrar su impúdico intento. Tercero: algunos de sus camaradas de trabajo en la fábrica de ladrillos, y en particular el honrado capataz Proshko, sospechaban que Yakov Bok se apropiaba sistemáticamente de fondos de la empresa de Nikolai Maximovich Lebedev. Cuarto: el vigilante de la fábrica, Skobeliev, el capataz Proshko y otros testigos le habían visto perseguir a unos niños en el patio de la fábrica, cerca de donde estaban los hornos. Tales niños eran Vasya Shiskovsky, Andrei Khototov, el difunto Zhenia Golov y otros niños todavía más pequeños, todos ellos varones. Y quinto: Zhenia Golov había sido perseguido una noche, entre las tumbas del cementerio próximo al ladrillar, por el susodicho Yakov Bok, el cual llevaba en la mano un largo y afilado cuchillo de carpintero. El asustado muchacho lo había contado a su madre. En la vivienda de Bok, encima del establo, la Policía había encontrado su bolsa de herramientas, entre las cuales había varias leznas y cuchillos manchados de sangre. También se habían encontrado trapos ensangrentados en su habitación.

El remendón suspiró y siguió leyendo.

Además en las pruebas reseñadas, Marfa Golov declaró que Zhenia se había quejado de que Yakov Bok había intentado tener trato sexual con él y temía que le denunciase a las autoridades. Zhenia, muchacho avispado e inteligente, había seguido en varias ocasiones a Bok y descubierto que a veces, se reunía con un grupo de judíos, presuntos contrabandistas, ladrones y delincuentes de otras clases, en los sótanos de la sinagoga. Su hijo, según la madre, había amenazado con denunciar a la Policía estas actividades ilegales. Además, en un par de ocasiones (cosa de chicos), Vasya Shiskovsky y Zhenia Golov habían irritado a Bok, arrojándole piedras y burlándose de su raza, motivo por el cual decidió éste vengarse. Para desdicha suya, Zhenia Golov cayó en las manos criminales de Bok, mientras que Vasya Shiskovsky tuvo la fortuna de escapar a la suerte de su amigo.

Leyó rápidamente los párrafos referentes a la muerte del muchacho. (Skobeliev declara que vio a Bok llevando algo pesado en brazos, un bulto que se movía y parecía un cuerpo humano, y subiéndolo a su habitación. Aquí, la prueba es clara: el muchacho fue torturado y asesinado por Yakov Bok, probablemente con ayuda de uno o dos correligionarios). Estando en la cárcel —proseguía la relación de hechos—, el susodicho Yakov Bok pidió al falsificador Gronfein, amigo y correligionario suyo, que sobornase a Marfa Golov para que no declarase contra él. El dinero necesario para tal fin se obtendría por suscripción de las comunidades hebreas del Pale. Posteriormente, fue ofrecida a Marfa Golov la importante suma de cuarenta mil rublos para que pasara la frontera austríaca, cosa que rehusó con indignación.

El último párrafo rezaba así:

Por consiguiente, el magistrado instructor, el fiscal y el presidente de la Audiencia de la provincia de Kiev, que suscriben el presente auto de procesamiento, opinan fundadamente que Yakov Bok según propia confesión, torturó y mató premeditadamente a Yevgeny Golov, de doce años de edad, hijo de Marfa Vladimirovna Golov, por los motivos antes expresados. En resumen, un anormal y acuciante deseo de venganza contra un niño inocente que había descubierto su participación en actividades delictivas. Sin embargo, el crimen fue tan cruel y abominable, que forzosamente tuvo que concurrir otra circunstancia: sólo un criminal aquejado de los peores instintos sádicos ha podido cometer un acto tan antinatural y falto de provocación, y de una bestialidad tan inconcebible.

Firmaban el documento: Yefim Balik, Magistrado instructor; V. G. Grubeshov, fiscal, y P. F. Furmanov, presidente de la Audiencia.

Yakov se apretó el palpitante corazón después de leer los papeles. Aunque le dolían los ojos —como si hubiese leído las palabras con los ojos llenos de arena y de pez—, releyó varias veces el documento, sin poder dar crédito a lo que veía. ¿Qué había sido de la acusación de asesinato por motivos rituales? Levantando las hojas hacia la luz, buscó y rebuscó en vano. No había tal imputación. Toda referencia a un crimen religioso, aunque insinuada, había sido omitida. Los judíos se habían convertido en hebreos. ¿Por qué? La única razón verosímil era que no podían probar el crimen ritual. Y, si no podían probar esto, ¿qué podían demostrar? No esas estúpidas, viles y ridículas mentiras, tomadas directamente algunas de ellas de la insensata carta de Marfa. «No pueden probar nada —pensó—. Por esto me tienen incomunicado desde hace casi dos años. Saben que la madre y su amante mataron al chico». Luchó contra su creciente abatimiento. Con estas «pruebas», nunca celebrarán el juicio. La propia debilidad del auto de procesamiento demostraba que no tenían intención de celebrarlo.

Sin embargo, estaba procesado, y precisamente se preguntaba si, al fin, le dejarían ver a un abogado, cuando el alcaide se presentó en la celda y le ordenó que le devolviese los papeles.

—Quizá no lo creas, Bok, pero ha habido un error administrativo. Me dieron estos papeles para que los leyese yo, y no para que te los diese.

«Temen el juicio —pensó amargamente el remendón, cuando el alcaide se hubo marchado—. Quizás hay quien pregunta cuándo empezará. Tal vez esto les tiene preocupados. Si vivo, más pronto o más tarde tendrán que llevarme a juicio. Si no Nicolás II, lo hará Nicolás III».

4

Cuando le quitaron las cadenas y le permitieron yacer cuanto quisiera en su cama de madera y con las piernas sueltas, o pasear por la celda, no comprendió lo que pasaba y le invadió una gran excitación. Paseó un poco, cojeando, pero se pasó la mayor parte del tiempo tumbado en el camastro.

—¿Han dictado otro auto de procesamiento? ¿Está próximo el juicio? —le preguntó a Berezhinsky.

Pero él guardián se negó a responderle.

Un día, le cortaron un poco el cabello y le peinaron la barba. El barbero, mirando continuamente una fotografía amarilla que llevaba en el bolsillo de la bata, le peinó unos rizos sobre las orejas. Después, le dieron ropa nueva, le permitieron que se lavara las manos y la cara con jabón, y le condujeron al despacho del alcaide.

Berezhinsky le empujó pasillo adelante, ordenándole que caminara de prisa, pero el preso cojeaba y tenía que detenerse a cada instante para recobrar aliento. El guardián le pinchaba con el cañón del rifle, pero él corría un paso y cojeaba dos. Pensaba que no podría volver a la celda.

—Su esposa está aquí —dijo el alcaide Grizitskov, en su despacho—. Podrá verla en el locutorio. Estará presente un guardián, pues no disfruta usted de ningún privilegio.

Pensó, terriblemente asombrado, que no podía ser verdad; le estaban engañando para aumentar su tormento. Pero cuando, después de mirar al alcaide y al guardián, comprendió que era verdad, jadeó como si le hubieran prendido fuego en los pulmones. Por fin pudo respirar, pero estaba asustado.

—¿Mi esposa?

—¿No se llama Raisl Bok?

—Cierto.

—Podrá hablar con ella varios minutos en el locutorio, pero tenga cuidado con lo que hace.

—Por favor, ahora no —dijo Yakov, con voz fatigada—. En otra ocasión.

—Ya basta —dijo el alcaide.

El remendón, conmovido, trastornado, dándole vueltas la cabeza, trotando y cojeando, fue conducido por Berezhinsky, a lo largo de una serie de angostos corredores, hasta la celda reservada a los presos en el locutorio. Al llegar a la puerta, trató de erguirse un poco; después, entró, y lo encerraron. «Es un truco —pensó—. No es ella, sino una espía. Tengo que andarme con cuidado».

Raisl estaba sentada en un banco, separada de él por una gruesa reja alambrada. Al fondo de la desnuda y cuadrangular estancia, un guardia uniformado permanecía detrás de la mujer, liando un cigarrillo y con el rifle apoyado en la pared.

Yakov sentóse rígidamente ante ella, encogido de frío, dolorido el cuello, agarrotadas las manos. Tenía miedo de estallar, de volverse loco en presencia de ella…, o de que le fallara la voluntad después de haberle hablado. Y, en este caso, ¿qué podría hacer ya?

—Ya pueden hablar —dijo el guardián, en ruso.

Aunque el locutorio estaba débilmente iluminado, era más claro que la celda, y, hasta que se acostumbró a ella, la luz dañó los ojos del remendón. La mujer permanecía inmóvil envuelta en un raído abrigo, cubierta la cabeza con un pañolón de lana, engarfiados los dedos sobre el halda. Le observaba en silencio, abrumado el semblante. Él había esperado enfrentarse con una arpía, pero, aunque tenía el aspecto cansado y turbado y había prescindido de la peluca que nunca había llevado a gusto, parecía la misma de siempre, sorprendentemente joven a pesar de sus treinta años, y bien parecida como mujer. «A costa mía», pensó Yakov, amargamente.

—¿Yakov?

—¿Raisl?

—Sí.

Se quitó el pañolón de la cabeza —llevaba el pelo corto y tenía la frente sudorosa—, y él la miró fijamente a la cara, al largo cuello descubierto, a los ojos tristes, mientras ella le contemplaba a su vez con temor y conmiseración. Yakov quiso hablar y no pudo. Le dolía la cara y le temblaba la boca.

—Ya lo sé, Yakov —dijo Raisl—. ¿Qué más puedo decirte? Ya lo sé.

A él le cegaba la emoción.

«¡Dios mío! ¿Acaso he olvidado algo? No, no he olvidado nada». Y el hecho de que los sentimientos del pasado aún viviesen, después de su largo y terrible encierro, le producía una abrumadora y profunda sensación de desorientación y de vergüenza. Las heridas más hondas nunca mueren.

—¿Eres realmente tú, Yakov?

Él contuvo las lágrimas que pugnaban por asomar a sus ojos y volvió el oído sano en dirección a su mujer.

—Yo soy. ¿Quién podría ser, si no?

—Tienes un aspecto raro, con esos rizos sobre las orejas y esa barba.

—Son sus pruebas contra mí.

—¡Qué delgado estás! ¡Qué débil!

—Estoy delgado —dijo él— y débil. ¿Qué quieres de mí?

—Me han prohibido que te haga preguntas sobre las condiciones de la cárcel —dijo Raisl, en yiddish— y les he prometido que no las haría. Pero no es necesario. Tengo ojos y puedo verlo. ¡Ojalá no fuera así! ¡Oh, Yakov! ¿Qué te han hecho? ¿Cómo has llegado a este estado? ¿Cómo pudo ocurrir una cosa tan horrible?

—Y , ramera inmunda, ¿qué me hiciste? No era bastante que fuésemos pobres como las ratas y no tuviéramos hijos. Además, tenías que ser una zorra.

Ella dijo, con voz monótona:

—No es sólo lo que yo te hice, sino lo que nos hicimos ambos. ¿Me amabas? ¿Te amaba yo? Sí, y no. En cuanto a lo de ser una zorra, si lo fui, ya no lo soy. Tuve mis altibajos, lo mismo que tú, Yakov. Pero, si quieres juzgarme, tendrás que juzgarme como soy.

—¿Y cómo eres?

—Distinta de como fui.

—Lo que quisiera saber es que por qué te casaste conmigo. Y todavía hablabas de «amor». Si no me amabas, ¿por qué no me dejaste en paz?

—Tenía miedo de casarme contigo, puedes creerlo. Pero, entonces, eras cariñoso, y, cuando una persona se siente sola, es fácil que se deje arrastrar por una palabra amable. También pensé que me querías, aunque te costaba decirlo.

—¿Qué puede decir un hombre que teme caer en una trampa? Me dabas miedo. Jamás había conocido a una persona más descontentadiza. Yo valgo poco. ¿Qué podía prometerte? Pero tu padre estaba detrás de mí, empujándome con ambas manos. Si me casaba contigo, el mundo cambiaría, luciría el sol todos los días. Y un día me llevaste al bosque.

—Fuimos al bosque más de una vez. Los dos queríamos lo mismo. Yo no te forcé. Hay que ser dos, para hacerse el amor.

—Y, luego, nos casamos —dijo él, amargamente—. Pero aún teníamos una oportunidad. Si al menos, una vez casados, me hubieses sido fiel… Un contrato es un contrato. Una esposa es una esposa. El matrimonio es el matrimonio.

—Y tú, ¿fuiste buen marido? —dijo Raisl—. Sí, siempre trataste de ganarte la vida, no lo niego, pero jamás lo conseguiste. Tampoco te reprochaba que te pasaras toda la noche levantado leyendo a Spinoza, y no la Torah, aunque era yo la perjudicada, y ya sabes a qué me refiero. Lo que sí me irritaba eran las palabrotas y los insultos. Porque me acosté contigo antes de casarnos, te imaginas que era capaz de hacerlo con todo el mundo. Sólo dormí contigo, hasta que tú dejaste de dormir conmigo. A mis veintiocho años, aún era joven para la tumba. Por consiguiente, seguí tu consejo, rechacé la superstición y quise probar suerte. De otro modo, no habría tardado en morir. Era estéril. Estaba desorientada. Me daba de cabeza contra las paredes. Me golpeaba los secos pechos y maldecía mi vientre infecundo. Tanto si me quedaba como si me iba, no te serviría de nada. Por tanto, decidí marcharme. Como tú no querías hacerlo, tenía que hacerlo yo. Me fui, con el desesperado afán de cambiar de vida. Sólo podía elegir entre esto y la muerte, entre un pecado y otro peor. Elegí el pecado más leve. Si quieres saber la verdad, Yakov, uno de mis motivos fue el de obligarte a salir de allí. ¡Quién podía pensar que acabaría en esto!

Se estrujó los nudillos sobre el pecho.

—No he venido a discutir sobre el pasado, Yakov. Perdóname, olvida el pasado.

—¿A qué has venido, pues?

—Mi padre me dijo que te había visto en la cárcel. No sabe hablar de otra cosa. Yo regresé al shtetl el pasado noviembre. Estuve en Kharkov y, después, en Moscú. Pero no fui capaz de seguir y tuve que volver. Cuando me enteré de que estabas en la cárcel de Kiev, vine a verte, pero no me dejaron entrar. Entonces, fui a ver al fiscal y le mostré los documentos que me acreditan como esposa tuya. Me respondió que no podía verte, salvo en circunstancias excepcionales, y yo le repliqué que no había nada más extraordinario que retener en la cárcel a un hombre inocente. Fui a verle al menos cinco veces, y, al fin, me dijo que me autorizaría a visitarte si te traía un documento para que lo firmases. Añadió que debía insistir para que lo hicieses.

—¡Malditos sean sus documentos! ¡Y maldita tú, por traerlos!

—Si firmas, Yakov, puedes salir en libertad mañana mismo. Al menos, vale la pena que lo pienses.

—¡Ya lo he pensado! —gritó él—. ¡No hay nada que pensar! ¡Soy inocente!

Raisl le miró fijamente y en silencio.

El guardián se acercó, empuñando el rifle.

—Está prohibido hablar yiddish —dijo—. Tienen que hablar en ruso. Esta cárcel es una institución rusa.

—Perderemos tiempo si hablamos en ruso —dijo ella—. Yo lo hablo muy despacio.

—Dele el documento que tiene que entregarle.

—El documento requiere una explicación. En él hay ventajas, pero también inconvenientes. Tengo que explicarle lo que me dijo el señor fiscal.

—Pues dígaselo, por lo que más quiera, y acabemos de una vez.

Sacó una llavecita del bolsillo del pantalón y abrió una ventanilla alambrada que había en la reja.

—No intente darle nada, salvo el papel que tiene que firmar o les pesará a los dos. Piense que tengo los ojos muy abiertos.

Raisl abrió un raído bolso de tela y sacó un sobre doblado.

—Éste es el documento que prometí que te daría —dijo, en ruso—. El señor fiscal dice que es tu última oportunidad.

—¡Conque viniste por esto! —dijo Yakov, en vehemente yiddish—. Para hacerme confesar mentiras que, durante dos años, me he resistido a decir. Para traicionarme una vez más.

—Era la única manera de que me dejasen entrar —dijo Raisl—. Pero no vine por esto. Vine para llorar contigo.

Jadeó un poco. Abrió la boca y contrajo los labios; y lloró. Las lágrimas fluyeron entre los dedos con que se cubría los ojos. Sus hombros experimentaron convulsivas sacudidas.

Él, al mirarla, sintió que la sangre se agolpaba en su corazón.

El guardia lió otro cigarrillo, lo encendió y se puso a fumar despaciosamente.

«Así es como nos despedimos —pensó Yakov—. La última vez que la vi, lloraba de este modo, y aún sigue llorando. Mientras tanto, yo me he pasado dos años en la cárcel, injustamente, incomunicado y cargado de cadenas. He padecido un frío mortal, suciedad, piojos, la degradación de los registros. Y ella sigue llorando».

—¿Por qué lloras? —le preguntó.

—Por ti, por mí, por el mundo.

Era el llanto de una mujer frágil, larguirucha, lisa de pecho, agotada y triste. ¿Quién hubiera creído que fuese tan débil? Y, al llorar, le conmovió. Él sabía lo que eran las lágrimas.

—Lo único que se puede hacer aquí es pensar —dijo Yakov, al cabo de un rato—, y, por consiguiente, he pensado. He pensado en nuestra vida, desde el comienzo hasta el fin, y no puedo censurarte más de lo que me censuro a mí mismo. Quien da poco, recibe menos. Aunque, de ciertas cosas, he recibido más de lo que merecía. Además, soy tardo para aprender. Hay personas que tienen que cometer siete veces el mismo error para darse cuenta de que lo han cometido. Yo soy de éstos, y lo siento. También lamento haber dejado de dormir contigo. Quería herirme a mí mismo, y te herí a ti. Eras quien estaba más cerca. Sin embargo, he sufrido mucho en esta cárcel y ya no soy el mismo que era. ¿Qué más puedo decirte, Raisl? Si pudiera empezar a vivir de nuevo, tendrías menos motivos para llorar. Por consiguiente, no llores más.

—Yakov —dijo ella, después de enjugarse los ojos con los dedos—, si te he traído el documento de la confesión, ha sido para que me dejasen hablar contigo, no porque desee que lo firmes. No lo deseo. Aunque, si tú quisieras hacerlo, ¿qué podría decir? ¿Podría pedirte que siguieras en la cárcel? Pero también he venido a decirte una cosa que quizás aún es peor. He venido a decirte que tengo un hijo. Después de fugarme, descubrí un día que estaba embarazada. Me asusté y sentí vergüenza, pero al propio tiempo, me alegré de no ser estéril y de poder tener un hijo.

«Mi desdicha es insondable», pensó él.

Golpeó con ambos puños las paredes de madera del compartimiento. El guardia le ordenó severamente que no tocara las paredes, y, entonces, empezó a golpearse la cara y la cabeza. Ella le miraba sin abrir los ojos.

Al rato, cuando le pasó el ataque de furor y quedó sólo su angustia, dijo él:

—Entonces, si no eras estéril, ¿qué nos pasó?

Ella desvió primero los ojos, y, después, le miró.

—¡Quién sabe! Hay mujeres que conciben cuando son mayores. La concepción es también cuestión de suerte.

«La suerte que siempre me faltó —pensó Yakov—. Y le eché la culpa a ella».

—¿Niño o niña? —preguntó.

Ella sonrió, mirándose las manos.

—Niño. Se llama Chaira, como mi abuelo.

—¿Qué edad tiene ahora?

—Casi un año y medio.

—¿No podría ser mío?

—¿Cómo quieres que lo sea?

—¡Lástima! —suspiró él—. ¿Dónde está ahora?

—Con mi padre. Por esto regresé. Yo sola no podía cuidar de él. ¡Ay, Yakov! No todo es miel sobre hojuelas. Volví al shtetl, y ahora me echan la culpa de tu mala suerte. Intenté ganarme la vida como antaño, pero igual hubiera podido ponerme a vender carne de cerdo. El rabino me llama paria a la cara. Y el niño llegará a creer que su nombre es «bastardo».

—En fin, ¿qué quieres de mí?

—Siento lo que estás sufriendo, Yakov —dijo ella—. Cuando me enteré de lo que te pasaba, me tiré de los pelos. Pero pensé que también tú te compadecerías de mí. Mi situación sería mucho más llevadera si quisieras reconocer a mi hijo como tuyo. Pero, si no puedes hacerlo, no lo hagas. No quiero causarte una nueva tribulación.

—¿Quién es el padre? Supongo que será algún goy, ¿no?

—Si ha de servirte de consuelo, te diré que es judío. Un músico. Llegó, se fue, y le olvidé: Engendró al niño, pero no es su padre. Sólo merece el nombre de padre aquel que actúa como padre. Mi padre es su verdadero padre. Pero está a sólo dos pasos de la tumba. Cuando menos lo piense, enviudaré por segunda vez.

—¿Qué le sucede?

—Diabetes, aunque sigue tirando. Sufre por ti, sufre por mí y por mi hijo. Cada mañana, al despertarse, se maldice por no haber nacido rico. Reza siempre que se le ocurre. Yo cuido de él lo mejor que puedo. Duerme sobre un montón de trapos, junto a la pared. Necesita comida, descanso, medicamentos. Lo poco que tenemos nos llega de limosna. Un par de personas ricas mandan a sus criados a traernos algo, pero, cuando éstos me ven, arrugan la nariz.

—¿Ha hablado con alguien acerca de mí?

—A todo el mundo. Corre continuamente de un lado a otro, a pesar de lo enfermo que está.

—¿Y qué le dicen?

—Se mesan los cabellos. Se dan golpes en el pecho. Y dan gracias a Dios por no encontrarse en tu lugar. Algunos recaudan dinero. Otros hablan de formular protestas. Otros se resisten a hacer algo, por no irritar a los cristianos y empeorar las cosas. Algunos son pesimistas, otros tienen esperanza. Pero yo sé que hay algo más, aunque ignoró lo que es.

—Si no se apresuran, no estaré ya aquí para averiguarlo.

—No digas eso, Yakov. Yo misma he visitado a varios abogados de Kiev. Dos de ellos me juraron que te ayudarían. Pero nada pueden hacer mientras no te procesen.

—Esperaré, pues —dijo Yakov.

—Te he traído un poco de queso y una manzana en un paquetito —dijo Raisl—, pero me obligaron a dejarlo en el despacho del alcaide. No te olvides de reclamarlo. Es queso de cabra, pero no creo que lo notes.

—Gracias —dijo Yakov, con voz cansada. Después, suspiró y dijo—: Escucha, Raisl. Voy a firmarte un documento declarando que el niño es mío.

Los ojos de la mujer brillaron.

—¡Que Dios te bendiga!

—Deja en paz a Dios. Si traes un pedazo de papel, escribiré en él lo que convenga. Muéstralo al padre del rabino. Conoce mi escritura y es bastante más amable que su hijo.

—Traigo papel y lápiz —murmuró ella, nerviosamente—, pero tengo miedo de dártelos en presencia de ese guardián. Me han advertido que no debía entregarte nada, salvo la confesión, ni recibir nada de ti, so pena de detenerme como cómplice en un intento de fuga.

El guardián parecía inquieto, y, una vez más, se aproximó a ellos.

—Se acabó la conversación —dijo—. O firmas el papel o vuelve a tu celda.

—¿Tiene un lápiz? —preguntó el remendón.

El guardián sacó una enorme pluma estilográfica del bolsillo de su guerrera y se la entregó a través de la abertura de la reja.

Se quedó observando, pero Yakov esperó a que se hubiese retirado.

—Dame la confesión —le dijo a Raisl, en ruso.

Raisl alargó el sobre. Yakov extrajo el documento de su interior, lo desdobló y leyó: Yo, Yakov Bok, confieso que presencié el asesinato de Zhenia Golov, hijo de Marfa Golov, perpetrado por mis compatriotas judíos. Le asesinaron durante la noche del día 20 de marzo de 1911, en el altillo del establo de la fábrica de ladrillos de Nikolai Maximovich Lebedev, industrial del distrito Lukianovsky.

Debajo del texto, una gruesa raya marcaba el sitio en que había de firmar.

Yakov colocó el papel sobre la tabla que tenía delante, y, encima de la raya donde había de estampar su nombre, escribió en ruso: Todo esto es mentira.

Después cogió el sobre y, haciendo una pausa después de cada palabra para recordar la ortografía de la siguiente, escribió en yiddish: Por el presente documento, declaro ser padre de Chaim, el hijo de mi esposa Raisl Bok. Éste fue concebido antes de que ella se separase de mí. Suplico presten ayuda a la madre y al niño, por lo cual, en medio de mis tribulaciones, les quedaré agradecido. Yakov Bok.

Ella le dijo la fecha, y Yakov escribió al pie: 27 de febrero de 1913. Después, le devolvió los papeles a través de la abertura de la reja.

Raisl se guardó el sobre en la manga del abrigo y le dio al guardián el documento de la confesión. Éste lo dobló inmediatamente y se lo metió en el bolsillo de la guerrera. Después, registró el contenido del bolso de Raisl, palpó los bolsillos de su abrigo y le dijo que podía marcharse.

—Yakov —lloriqueó la mujer—. ¡Vuelve a casa!