1
Siguió esperando.
La nieve se convirtió en lluvia.
Nada ocurrió.
Sólo el largo invierno. Sin noticias del procesamiento.
Sintió el cambio de estación sólo en la mente. Llegó la primavera, pero se detuvo al otro lado de la reja. A través de la ventana, oía los chillidos de las golondrinas.
Las estaciones llegaban antes que el procesamiento. El procesamiento era muy lento. La idea de que algún día podía llegar, hacía que el tiempo se deslizase más despacio.
Durante la primavera llovió copiosamente. Él escuchaba el rumor de la lluvia y le gustaba pensar en la humedad de fuera; pero no le gustaba la humedad de dentro. El agua se filtraba a través de la pared que daba al patio. Se formaban diminutos riachuelos en los intersticios de los ladrillos desnudos. Cuando cesaba de llover, el agua goteaba desde una grieta del techo, sobre la ventana. Y se formaba un charco en el suelo. En ocasiones, aquel goteo duraba muchos días. Por la noche, le despertaba su ruido. De cuando en cuando, dejaba de gotear durante unos minutos, y Yakov se dormía, para volver a despertar cuando se reanudaba el goteo.
Antes, ni los truenos le despertaban.
Estaba tan nervioso, tan irritable, tan oprimido por el encierro, que temió por su cordura. «¿Qué les confesaré, si me vuelvo loco?». El opresivo tedio de todos los días le aterrorizaba. El tedio y el nerviosismo le hacían temer la locura.
Un día, hambriento de hacer algo, de leer algo, abrió violentamente una de las filacterias que le habían dejado en la celda. Asiéndola por las correhuelas, golpeó la cajita contra la pared hasta que se abrió entre una nubecilla de polvo. El interior de la caja olía a cuero y a viejo pergamino; sin embargo, había en este olor un algo extrañamente humano. Olía como el sudor del cuerpo. El remendón acercó la rota filacteria a la nariz y absorbió ávidamente aquel olor. La negra cajita estaba dividida en cuatro compartimientos, cada uno de los cuales contenía un pequeño rollo muy apretado; dos de ellos, con versículos del Éxodo, y los otros dos, con pasajes del Deuteronomio. Yakov descifró los escritos, recordando sus palabras antes de acabar de leerlas. La esclavitud en Egipto había terminado, y, en uno de los rollos, Moisés proclamaba la celebración de la Pascua. Otro rollo contenía el Sh'ma Yisroël. Otro enumeraba las recompensas de los que amaban y servían a Dios y los castigos de los que no lo hacían: la pérdida del cielo, de la lluvia y del fruto de la lluvia; incluso de la vida. En los cuatro rollos se ordenaba al pueblo obedecer a Dios y predicar su palabra. Y llevarás estas palabras muy dentro de tu corazón y de tu alma. Átalas a tus manos, para que te sirvan de señal; póntelas en la frente, entre tus ojos. La filacteria era la señal, y Yakov había roto la filacteria. Leyó los rollos, excitado y acongojado, y los ocultó entre la paja del jergón. Pero un día, Zhitnyak, que atisbaba por la mirilla, sorprendió al remendón absorto en su lectura. Penetró en la celda y le obligó a entregarle lo que estaba leyendo. La aparición de los cuatro rollos intrigó al guardián, aunque Yakov le mostró la filacteria rota; y Zhitnyak los entregó al alcaide auxiliar, el cual se mostró entusiasmado al obtener esta «nueva prueba».
Unas semanas más tarde, Zhitnyak puso en manos del remendón un librito del Nuevo Testamento, escrito en ruso y forrado con papel de embalar. Sus páginas estaban gastadas y manchadas por el uso.
—Es de mi vieja —murmuró Zhitnyak—. Me ha dicho que te lo diese, para que puedas arrepentirte de todo el mal que has hecho. Además, siempre te estás quejando de que no tienes nada que leer. Tómalo, pero no digas a nadie que te lo di yo, si no quieres que te muela el culo a palos. Si te preguntan, diles que uno de los presos lo metería en tu bolsillo en la cocina, sin que te dieras cuenta, o quizás uno de los que vacían los cubos de la mierda.
—Pero ¿por qué el Nuevo Testamento, y no el Antiguo? —preguntó Yakov.
—El Antiguo no te haría ningún bien —dijo Zhitnyak—. Está pasado de moda y lleno de viejos y barbudos judíos que no hacen más que armar jaleo. Además, hay mucha fornicación en el Antiguo Testamento. ¿Crees que eso es religión? Si quieres conocer la verdadera palabra de Dios, lee los Evangelios. Mi vieja me ha encargado que te lo dijera.
Al principio, Yakov se resistió a abrir el libro, pues había temido a Jesucristo desde pequeño, creyéndolo un extraño, un apóstata, un misterioso enemigo de los judíos. Pero, con el libro allí, aumentó su tedio y también su curiosidad. Al fin, lo abrió y empezó a leer. Sentábase a la mesa para leer en la penumbra de la celda; pero no mucho rato seguido, porque le costaba concentrarse. Sin embargo, la historia de Jesús le fascinó, y la leyó en los cuatro Evangelios. Había sido un judío extraño, serio y fanático; pero al remendón le gustaban sus enseñanzas y leía con gusto las curaciones de los cojos, de los ciegos y de los epilépticos que se caían en el fuego y en el agua. Gozaba con la multiplicación de los panes y los peces, y con la resurrección de los muertos. Y se conmovió profundamente al leer que le habían escupido en la cara y azotado y clavado en cruz. Jesús clamó a Dios pidiendo auxilio, y Dios no le ayudó. Un hombre gritaba angustiado en la oscuridad, y Dios estaba al otro lado de la montaña. Le oía, pero ¿qué podía oír, que no lo hubiese oído antes? Cristo murió, y lo bajaron de la Cruz. El remendón se enjugó los ojos. Después, pensó: «Si esto ha ocurrido y es parte de la religión cristiana, si los cristianos lo creen, ¿cómo pueden tenerme encarcelado, sabiendo que soy inocente? ¿Por qué no se apiadan de mí y me dejan en libertad?».
Aunque le fallaba la memoria, trató de aprenderse los versículos del Evangelio que más le gustaban. Era una manera de tener la mente ocupada y la memoria alerta. Después, se recitaría lo que hubiese aprendido. Un día, empezó a decir versículos en voz alta a través de la mirilla. Zhitnyak, que estaba sentado en el pasillo, tallando un palo con su cuchillo, oyó que el remendón recitaba las Bienaventuranzas, escuchó hasta el fin y después le dijo que cerrara el pico. Cuando Yakov no podía dormir por la noche, o cuando, habiéndose dormido, le despertaba una pesadilla o un ruido, se ponía a recitar en su celda, y Kogin, como de costumbre, aplicaba el oído a la mirilla, respirando audiblemente. Una noche, el guardián, que desde hacía un tiempo se mostraba malhumorado, le gritó desde el otro lado de la puerta, con su voz profunda:
—¿Cómo es posible que un judío que mató a un niño cristiano ande por ahí recitando la palabra de Cristo?
—Yo no toqué a aquel chico —dijo el remendón.
—Todos dicen que lo hiciste. Dicen que un rabino te autorizó en secreto para que lo hicieses, diciéndote que no te remordería la conciencia. He oído decir que eras obrero manual, Yakov Bok, pero, aun así, pudiste cometer el crimen pensando que no era delito asesinar a un cristiano. Todo esto de la sangre y el massot forma parte, desde antiguo, de tu religión. Oí hablar de ello cuando era chico.
—En el Antiguo Testamento se nos prohíbe comer sangre —dijo Yakov—. En cambio, ¿qué me dices de esto? «En verdad, en verdad os digo que, a menos que comáis la carne del Hijo del hombre y bebáis Su sangre, no habrá vida en vosotros. El que come Mi carne y bebe Mi sangre vivirá eternamente y Yo le ensalzaré en el último día. Porque Mi carne es verdadero alimento, y Mi sangre es verdadera bebida. El que come Mi carne y bebe Mi sangre vive en Mí, y Yo en él».
—¡Oh! Esto es completamente distinto —dijo Kogin—. Significa el pan y el vino, y no verdadera carne y sangre. Además, ¿cómo has aprendido las palabras que acabas de decir? Cuando el diablo enseña la Escritura a un judío, ambos la interpretan mal.
—La sangre es la sangre. Lo he dicho tal como está escrito.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo he leído en el Evangelio de Juan.
—¿Y cómo es que un judío lee el Evangelio?
—Lo leo para saber qué es un cristiano.
—Un cristiano es un hombre que ama a Cristo.
—¿Y cómo se puede amar a Cristo y hacer sufrir a un inocente en una cárcel?
—No hay ningún inocente entre los que mataron a Cristo —dijo Kogin, corriendo el disco de la mirilla.
Pero, a la noche siguiente, mientras la lluvia tamborileaba rítmicamente en el patio de la cárcel y las gotas seguían cayendo del techo, el guardián vino a escuchar lo que Yakov se había aprendido de memoria.
—Hace años que no pongo los pies en una iglesia —dijo Kogin—. Me repelen los curas y el incienso, pero me gusta oír las palabras de Cristo.
—«¿Quién de vosotros me acusa de pecado? —dijo Yakov—. Si digo la verdad, ¿por qué no me creéis?».
—¿Eso dijo?
—Sí.
—Recita otro pasaje.
—«Antes pasarán el cielo y la tierra que falte una tilde de la Ley».
—Cuando pronuncias estas palabras suenan distintas de como yo las recuerdo.
—Son las mismas.
—Sigue.
—«No juzguéis y no seréis juzgados, porque con el juicio que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midiereis se os medirá».
—Ya basta —dijo Kogin—. Ya tengo bastante.
Pero, a la noche siguiente, trajo un cabo de vela y cerillas.
—Escucha, Yakov Bok, sé que ocultas un libro de Evangelios en tu celda. ¿Cómo lo obtuviste?
Yakov dijo que alguien lo había metido en su bolsillo cuando fue a la cocina en busca de la ración.
—Tal vez sea verdad, o tal vez no —dijo Kogin—. Pero, ya que tienes el libro, léeme algo. Estoy aburrido a más no poder de pasarme aquí noche tras noche. En realidad soy hombre de familia.
Yakov encendió la vela y le leyó a Kogin, a través de la mirilla de la puerta. Le leyó el juicio y la pasión de Cristo, mientras la vela amarilla chisporroteaba en la húmeda celda. Cuando llegó al pasaje en que los soldados coronan de espinas a Jesús, el guardián lanzó un suspiro.
Entonces, el remendón le habló en un ansioso susurro:
—Escucha, Kogin, ¿puedo pedirte un pequeño favor? Es poca cosa. Quisiera un trozo de papel y un pedazo de lápiz para escribir a un amigo mío. ¿Podrías prestármelos?
—Ve y que te zurzan, Bok —dijo Kogin—. Conozco tus trucos de judío.
Cogió la vela, la apagó y no volvió a acercarse a escuchar versículos del Evangelio.
2
A veces, percibía el olor de la primavera a través de la ventana rota, y el soplo de aire que había pasado por los árboles y los arbustos floridos le traía el recuerdo de las cosas verdes que crecían en la tierra, y el corazón le dolía de un modo increíble.
Una tarde del mes de mayo, o posiblemente de junio, cuando el remendón llevaba ya más de un año encarcelado, se presentó en la oscura celda un sacerdote vestido de gris y con sombrero negro; era un joven de cara pálida, pelo recio, labios húmedos y ojos negros y exaltados.
Yakov, pensando que se trataba de una alucinación, retrocedió hasta la pared.
—¿Quién es usted? ¿De dónde viene?
—El guardián me abrió la puerta —dijo el pope, moviendo la cabeza y pestañeando. Tosió convulsivamente y necesitó un buen rato para reponerse—. He estado enfermo —dijo—, y un día, hallándome en cama presa de la fiebre, tuve la extraordinaria visión de un hombre que padecía en esta cárcel. «¿Quién puede ser?», pensé. E, inmediatamente, me dije: «Tiene que ser el judío que fue encarcelado por asesinar a un niño cristiano». Estaba empapado en sudor y grité: «¡Padre celestial! Gracias por esta señal, pues comprendo que deseas que vaya en auxilio del judío preso». Cuando me hube repuesto de mi enfermedad, escribí inmediatamente al alcaide pidiéndole autorización para visitarle. Al principio, parecía imposible, pero recé y ayuné, y, al fin, pudo arreglarse, con ayuda del Metropolitano.
El sacerdote contempló al harapiento y barbudo remendón, que se mantenía de pie y apoyado de espaldas a la húmeda pared, y se hincó de rodillas.
—¡Señor! —oró—. Perdona sus pecados a ese pobre hebreo y que él nos perdone por pecar contra él. «Porque si perdonáis sus faltas al hombre, vuestro Padre celestial os perdonará a vosotros; pero si no perdonáis sus faltas al hombre, tampoco vuestro Padre os perdonará las vuestras».
—Yo no perdono a nadie.
El sacerdote avanzó de rodillas hacia el preso y trató de besarle la mano, pero el remendón la retiró y retrocedió hacia la parte más oscura de la celda.
—Te suplico que me escuches, Yakov Shepsovitch Bok —jadeó el religioso—. Me ha dicho el guardián Zhitnyak que sueles leer devotamente el Evangelio. Y el guardián Kogin dice que te has aprendido de memoria muchos pasajes de los sermones del verdadero Cristo. Es una excelente señal, porque, si abrazas a Cristo, tu arrepentimiento será verdadero. Él te librará de la condenación. Y, si te conviertes a la fe ortodoxa, tus aprehensores se verán obligados a revisar sus acusaciones y, en último término, a tratarte como a hermano nuestro. Créeme, nada hay más agradable a los ojos de Dios que un judío que confiese su error y se convierta voluntariamente a la verdadera fe. Si quieres, empezaré en seguida a instruirte en los dogmas ortodoxos. El alcaide ha dado su autorización. Es un hombre muy comprensivo.
El remendón guardó silencio.
—¿Estás ahí? —dijo el sacerdote, esforzándose por ver entre las sombras—. ¿Dónde estás? —preguntó, pestañeando inquieto.
Tuvo un acceso de tos.
Yakov permaneció en la sombra, inmóvil junto a la mesa, cubierta la cabeza con el manto de oración, y con la filacteria atada a su frente.
El sacerdote, tosiendo con fuerza y tapándose la boca con un pañuelo, retrocedió hasta la puerta metálica y la golpeó con el puño. La puerta se abrió en seguida, y el religioso se apresuró a salir.
—Tendrás tu merecido —dijo Zhitnyak al remendón, hablándole desde el pasillo.
Más tarde, entraron una lámpara en la celda y Yakov fue despojado de sus vestiduras y registrado por cuarta vez en aquel día. El alcaide auxiliar, que parecía muy enojado, empezó a dar patadas al jergón y encontró el libro del Nuevo Testamento entre la paja.
—¿De dónde diablos has sacado esto?
—Alguien debió meterlo en su bolsillo en la cocina —dijo Zhitnyak.
El alcaide auxiliar derribó al remendón de un puñetazo.
Confiscó las filacterias y el Nuevo Testamento de Zhitnyak, pero volvió por la mañana y arrojó a la cara de Yakov un puñado de hojas de papel que se desparramaron por la celda. Eran páginas de un Antiguo Testamento en hebreo, y Yakov las recogió y las ordenó pacientemente. Faltaba la mitad del libro, y algunas páginas presentaban unas manchas oscuras que parecían de sangre seca.
3
La escoba de mimbre se deshizo. La había empleado durante meses, y las ramitas se habían gastado contra el suelo de piedra. Algunas se habían roto al barrer, sin que pudiera remplazarlas. Después, se rompió el deshilachado cordel que sujetaba las ramitas, y se acabó la escoba. Yakov le pidió a Zhitnyak unas ramitas y un cordel para recomponerla; pero Zhitnyak se lo negó y se llevó el palo de la escoba.
—Es para que no puedas hacerte daño, Bok, o para que no intentes uno de tus sucios trucos con otra persona. Hay quien dice que, antes de herir al chico con el cuchillo, le dejaste inconsciente de un garrotazo.
El remendón hablaba menos con sus guardianes; se había cansado de hacerlo. Los guardianes tampoco le hablaban mucho; una brusca orden de cuando en cuando, o una maldición si se mostraba remiso. Sin la escoba, acabó de debilitarse la rutina de su vida. Trató de aferrarse a ella, pero ahora no había estufa que preparar y que encender, ni le permitían ir a la cocina en busca de sus raciones. Le llevaban la comida a la celda, como al principio. Decían que había robado cosas en la cocina. Por ejemplo, el libro del Nuevo Testamento. Y, en una de las inspecciones a su celda, habían «encontrado» un cuchillo. Esto puso fin a las excursiones que realizaba dos veces al día y que siempre esperaba con ansiedad.
—No podemos hacer otra cosa —dijo el alcaide—. No podemos permitir que un judío ande por ahí vulnerando el reglamento. Los otros presos han empezado a murmurar.
Lo único que quedaba de la rutina era despertarse por la mañana al tañido de la campana de la cárcel, comer parcamente un par de veces al día y aguantar los desesperantes registros.
Había dejado de contar el tiempo con las astillas largas y cortas. Un año era bastante. Ahora, estaban en verano; apestaba la caldeada celda y sudaban las paredes. Sin embargo, prefería el verano; temía otro invierno. Y, si veía transcurrir otra primavera después del invierno, significaría que llevaba dos años en la cárcel. ¿Y después? El tiempo soplaba como el viento de la estepa en un futuro vacío. No había fin, ni suceso, ni procesamiento, ni juicio. La espera le agotaba. Había quedado en los huesos con la espera, con el conocimiento de su inocencia en contraste con la realidad de su prisión. Había pasado un año sin avanzar un paso hacia la libertad. Le abrumaba su absoluta soledad. Sofocado por el calor, roído por la humedad y el frío, devorado por la espera de un procesamiento que no llegaba nunca, sus huesos eran visibles debajo de la piel. Sus nervios eran cuerdas tirantes y a punto de romperse. Gritaba desde lo más profundo de su ser —angosto pozo—, pero nadie acudía ni le respondía, nadie le miraba ni le hablaba: ningún amigo, ningún extraño. Nada cambiaba, salvo su edad. Si le juzgaban, le condenaban y le enviaban a Siberia, al menos tendría algo que hacer. Se peinó los cabellos y la barba, hasta que se cayeron las púas de su peine. Nadie quiso darle otro, a pesar de sus ruegos y lisonjas, y, en lo sucesivo, se peinó con los dedos. Se pellizcaba obsesivamente la nariz. Su carne le tentaba, pero le revolvía el estómago. Trataba infructuosamente de conservarse limpio.
Yakov leyó, a fragmentos, los capítulos del Antiguo Testamento, en las manchadas y mugrientas páginas. Leía con cuidado, letra a letra, aunque a menudo no comprendía las palabras. Había olvidado muchas que antaño le eran familiares; pero, a fuerza de leer y releer, algunas de ellas volvieron a su memoria; otras, se habían perdido para siempre. Los pasajes que no lograba comprender y las páginas que faltaban en el libro no le preocupaban demasiado: conocía el sentido del relato. Lo que no estaba allí, lo adivinaba y, a veces, acababa recordándolo. Al principio, leía sólo unos minutos de un tirón. La luz era mala. Le escocían los ojos y se le iba la cabeza. Después, leyó más tiempo y más de prisa, subyugado por la narración de los alegres y frenéticos hebreos, enzarzados en sus negocios y en sus guerras, en sus pecados y en su adoración: hiciesen lo que hiciesen, siempre estaban hablando con Dios, el cual procuraba, tal vez por envidia, hablar como un ser humano.
Dios habla. Ha elegido, dice, a los hebreos para que le defiendan. Pacta con ellos, luego existe. Ofrece, e Israel acepta. ¿Cuándo comienza la historia? Abraham, Moisés, Noé, Jeremías, Oseas, Ezra, incluso Job, pactan personalmente con aquel Dios locuaz. Pero Israel acepta el pacto para quebrantarlo. Éste es el misterioso fin: la experiencia les es necesaria. Por consiguiente, adoran a dioses falsos, y esto hace que Yavé se yerga en su trono de oro, blandiendo la flamígera espada con ambas manos. Cuando levanta la voz, firma la Historia. Asiria, Babilonia, Grecia, Roma, conviértense en su azote, un azote que rompe las cabezas del Pueblo Elegido. Como han roto su pacto con Dios, tienen que pagar por ello: guerras, destrucción, muerte, destierro… y todo lo demás que va con esto. El sufrimiento, dicen, despierta el arrepentimiento; al menos, en aquellos que son capaces de arrepentirse. Así, el pueblo del pacto lava sus pecados contra el Señor. Y Él le perdona y le ofrece un nuevo pacto. ¿Por qué no? Él es así; todo ha de empezar de nuevo, no le preguntéis por qué. Israel, cambiado pero igual, acepta el nuevo convenio, para romperlo con la adoración de dioses falsos, a fin de sufrir y arrepentirse, y así hasta el infinito. «El objeto del pacto —piensa Yakov— es crear experiencia humana, aunque la experiencia humana engañe a Dios. A fin de cuentas, Dios es Dios; es lo que es: Dios. ¿Qué sabe Él de estas cosas? ¿Ha adorado alguna vez a Dios? ¿Ha sufrido? ¿Cuál ha sido su experiencia? Dios envidia a los judíos: su vida es rica. Quizá le gustaría ser humano, aunque esto nadie puede saberlo. Así es este Dios. Yavé, que aparece entre nubes, ciclones o zarzas ardiendo; y que habla. El dios de Spinoza es diferente. Es la eterna e infinita idea de Dios, manifestada en toda la Naturaleza. Éste no dice nada; o no puede hablar, o no necesita hacerlo. Cuando se es una idea, ¿qué se puede decir? Hay que encontrarle en las maquinaciones de su propia mente. Spinoza lo descubrió por medio del raciocinio; Yakov Bok no puede hacerlo. A fin de cuentas, no es filósofo. Por esto sufre, porque no tiene la idea intelectual de Dios, y tampoco al Dios del pacto: ha roto la filacteria. Nadie sufre por él, y él sólo sufre por sí mismo. El azote de Dios contra el remendón se llama Nicolás II, el zar de Rusia. Castiga a su afligido siervo por su carencia de Dios».
¡Vaya una vida!
Zhitnyak le observaba mientras leía.
—Se mece adelante y atrás como hacen en la sinagoga —dijo, después de observarle a través de la mirilla.
Efectivamente, Yakov se mecía adelante y atrás. Zhitnyak dijo al alcaide auxiliar que fuese a verlo.
—¿Qué otra cosa cabía esperar? —dijo éste, escupiendo en el suelo.
En ocasiones, las palabras se borraban ante los ojos de Yakov. Eran pájaros negros con alas blancas, pájaros blancos con alas negras. Era como sumirse en un pensamiento sin ideas; era como ser un testigo estupefacto. El remendón perdía la noción del lugar donde se hallaba, y su olvido era tan profundo que le hacía daño despertar de él. Esto le ocurría a menudo y le duraba horas enteras. Una vez, cayó en este estado por la mañana, mientras leía el Antiguo Testamento, sentado a su mesa, y no despertó hasta bien entrada la tarde, cuando, desnudo, en medio de la celda, era registrado por el alcaide auxiliar y por Zhitnyak. En otras ocasiones, viajaba a través de Rusia sin saberlo. Le dolían los pies y tenía que dominarse, porque gastaba las suelas de sus bastos zapatos y nadie quería darle otro par. Caminaba descalzo por un camino rocoso, hasta que sentía los pies doloridos y llenos de ampollas. Se despertaba y se encontraba con que estaba paseando, y se estremecía al recordar el dolor del bisturí del cirujano. Se avisaba a sí mismo al comenzar a andar. Daba un paso o dos por el largo camino y se despertaba lleno de terror.
Yakov evocaba el pasado: el shtetl, los errores y fracasos de su vida. Una noche, blanca de luna, Raisl había abandonado la choza y corrido junto a su padre, después de una violenta disputa sobre algo que ahora no podía recordar. El remendón, sentado a solas, rumiando su amargura y la falsedad de sus acusaciones, había pensado en salir detrás de ella; pero, en vez de hacerlo, se había ido a dormir. A fin de cuentas, estaba mortalmente cansado de no hacer nada. Al año siguiente, su acusación contra ella resultó cierta; pero antes, no lo era. ¿Quién había sido el causante de que fuera así? Si hubiese corrido detrás de ella, ¿se encontraría ahora sentado aquí?
Con frecuencia hojeaba las páginas de Oseas y leía, fascinado, la historia del hombre a quien Dios había ordenado casarse con una ramera. La ramera, según había oído decir, era Israel, pero los celos y la angustia que sentía Oseas eran más propios del hombre cuya esposa había abandonado su lecho para prostituirse con extraños.
Que aleje de su rostro sus fornicaciones,
Y de entre sus pechos sus adulterios;
No sea que yo la despoje y, desnuda,
La ponga como el día en que nació
Y la convierta en desierto,
En tierra árida,
Y la haga morir de sed.
Y no tendré piedad de sus hijos,
Porque son hijos de prostitución.
Su madre se prostituyó,
La que les concibió se deshonró,
Y dijo: «Me iré tras de mis amantes,
Que ellos me dan mi pan y mi agua,
Mi lana y mi lino, mi aceite y mi bebida».
Por eso voy yo a cercar su camino con zarzas
Y a alzar un muro
Para que no pueda hallar ya sus sendas.
Irá en seguimiento de sus amantes,
pero no los alcanzará;
Y se dirá: «Voy a volverme con mi primer marido,
Pues mejor me iba entonces que me va ahora».
4
Una mañana, Zhitnyak le trajo al preso una gruesa carta en un mugriento sobre blanco y con una larga hilera de sellos rojos. Los sellos eran retratos del zar en uniforme militar y llevando un medallón con las armas reales: el águila bicéfala. La carta había sido abierta por el censor y vuelta a cerrar con una tira de papel engomado. Iba dirigida Al asesino de Zhenia Golov, por mediación del fiscal del Tribunal del Distrito de Plossky, Kiev.
A Yakov le palpitó el corazón al coger la carta.
—¿De quién es?
—De la reina de Saba —respondió el guardián—. Ábrela y lo verás.
El remendón esperó a que el guardián se hubiese marchado. Dejó la carta sobre la mesa, para evitar su contacto con la mano. La observó fijamente durante cinco minutos. ¿Sería el procesamiento? Pero ¿cómo lo habrían dirigido de esta manera? Yakov rasgó el sobre con dedos torpes y sacó una carta de dieciséis páginas, escrita en ruso por una mano femenina. Había manchas de tinta en todas las páginas, muchas faltas de ortografía y algunas palabras tachadas e interlineadas.
Señor —empezaba diciendo—, soy la afligida e infortunada madre del martirizado Zhenia Golov, y tomo la pluma para pedirle que haga lo que es debido. Estoy abrumada por los ruines insultos e insinuaciones que injustamente me han lanzado algunas personas indignas —entre ellas, ciertos vecinos con los que he tenido que reñir— y que no tienen ninguna prueba contra mí. Al contrario, todas las pruebas están contra usted, y por esto le ruego que despeje la atmósfera mediante una completa y sincera confesión. Confieso que su cara no me pareció, cuando estuvo usted en mi casa, la cara típica de un judío, y acaso no habría usted cometido un crimen tan horrible como la muerte de un niño para extraerle la sangre vital, de no haber sido presionado por judíos fanáticos…, ya sabe a cuáles me refiero. Probablemente, lo hizo porque le amenazaron de muerte, a pesar de que le repugnaba; en fin, no sé. Pero, ahora, estoy segura de que fueron esos viejos judíos barbudos, de largas y negras vestiduras, quienes le obligaron a matar, diciéndole que después ocultarían el cadáver del niño en la cueva. Precisamente, la noche en que desapareció Zheniushka, soñé en uno de aquéllos; llevaba unas alforjas, sus ojos echaban chispas, y tenía unas manchas rojas en la barba; y mi antigua vecina, Sofya Shiskovsky, me dijo que había soñado lo mismo, aquella misma noche.
Le pido que confiese porque todas las pruebas están contra usted. Tal vez no sepa que, después de decirme Zheniushka que le había perseguido usted con un cuchillo en el cementerio, le hice seguir por un caballero amigo mío, a fin de descubrir sus otras actividades. Es cosa sabida que realizó usted muchos actos ilegales, manteniendo tratos secretos en la fábrica con otros judíos que pretendían no serlo, y también en los sótanos de la sinagoga del distrito de Podol, donde se reunían todos ustedes. Usted robó y vendió cosas que no le pertenecían. Zheniushka había descubierto esto, así como otras ilegalidades, y ésta es otra razón de su odio contra él y de que le eligiera como víctima cuando le ordenaron matar a un niño y extraerle la sangre para la Pascua judía. También actuó como perista de la banda de judíos que asaltó casas y tiendas comerciales del distrito de Lipki, donde viven los aristócratas, llevándose grandes cantidades de dinero, pieles y joyas, y objetos preciosos de diversas clases. Aunque lo cierto es que sólo pagó a su banda una parte del valor de aquellos bienes, pues es sabido que los judíos se estafan unos a otros. Lo cual no debe extrañar a nadie, pues todo el mundo sabe que nacieron criminales. Un judío quiso prestar dinero a una amiga mía para construir una casa, pero ella le pidió consejo a un sacerdote, el cual se echó a temblar y le dijo que no aceptara nada de un maldito judío si no quería verse burlada y estafada, pues es algo que los judíos llevan en su naturaleza y que les impide obrar de otra manera. Este sacerdote dijo que a los judíos les pica la sangre cuando no están empeñados en alguna mala acción. Si no fuera así, quizá se habría negado usted a asesinar a aquel santito cuando le incitaron a que lo hiciera. Y supongo que sabrá que han intentado sobornarme para que no declare contra usted cuando se celebre el juicio. Un judío gordo y vestido de seda me ofreció la suma de cincuenta rublos para que me marchase de Rusia, y me prometió otros diez mil en cuanto llegase a Austria; pero, aunque él y todos sus amigos judíos me hubiesen ofrecido cuatrocientos mil rublos, les habría escupido en la cara y les habría dicho rotundamente que no, porque prefiero el honor de mi buen nombre a cuatrocientos mil rublos judíos manchados de sangre.
El caballero amigo mío también le vio escupir al suelo frente a la catedral de Santa Sofía, un día en que andaba usted por allí después de haber estado espiando el patio del colegio donde iba Zhenia. Le vio que volvía la cabeza, como cegado, después de mirar las cruces de oro de las verdes cúpulas, y que escupía disimuladamente, para que nadie lo viese; pero mi amigo le vio. También me han dicho que practica usted la magia negra y ciertas supersticiones cabalísticas.
Y no vaya a creer que ignoro la parte más sucia de la historia. Zhenia me contó que, a veces, le atraía usted a su habitación de encima del establo y, prometiéndole bombones y caramelos, hacía que se desabrochase el pantalón y le excitaba con la mano. Y aún hacía usted otras obscenidades que me resisto a escribir por el asco que me producen. También me dijo que, después de hacer estas cosas horribles, tenía usted miedo de que me lo contara y lo denunciase yo a la Policía, y entonces, le daba diez kopeks para que no lo dijese a nadie. Y nada me dijo de momento, hasta que, un día, se asustó tanto que me contó todo lo que pasaba allí arriba; pero yo no dije una palabra a nadie, ni siquiera a mis vecinas, porque me daba vergüenza hacerlo, y también porque basta con el asesinato que cometió para que tenga que sufrir todos los tormentos de los condenados. Sin embargo, le diré, honrada y francamente, que, si la gente empieza a murmurar de mí a mis espaldas, contaré todas las circunstancias del caso al señor fiscal, me plazca o no, porque éste es, ante todo, un caballero. Y diré a todo el mundo las obscenidades de que hizo víctima a mi hijo.
Suplicaré al zar que defienda mi buen nombre. Aparte de haber perdido a mi hijo, he llevado siempre una vida irreprochable de trabajo. He sido una mujer pura y honrada. He sido la mejor de las madres, a pesar de que tenía que trabajar y alimentar a dos personas. Los que dicen que no lloré por mi hijo en el entierro mienten descaradamente, y algún día denunciaré a alguien por calumnia. Yo cuidaba a mi Zhenia como a un príncipe. Procuraba que fuese bien vestido y que no le faltara nada. Le cocinaba platos especiales y toda clase de pasteles y manjares caros. Le hacía de madre y de padre, puesto que el canijo de su padre me abandonó. Le ayudaba a estudiar sus lecciones siempre que podía, y le animé cuando me dijo que quería ser sacerdote. Cuando fue asesinado, asistía ya al curso preparatorio de la Iglesia para convertirse en sacerdote el día de mañana. Sentía por mí lo mismo que yo sentía por él; me amaba apasionadamente. Puede usted creerlo. «Mamashka —me decía—, sólo te quiero a ti». «Por favor, Zheniushka —le decía yo—. Apártate de esos malvados judíos». Para desdicha mía, no siguió los consejos de su madre. Usted es el asesino de mi hijo. Le conmino, como madre martirizada de un niño martirizado, a que confiese toda la verdad inmediatamente, despejando así la atmósfera para que podamos volver a respirar. Si lo hace, se ahorrará, al menos, algunos sufrimientos en el otro mundo.
MARFA VLADIMIROVNA GOLOV
La emoción que sintió Yakov al recibir la carta aumentó con su lectura, y las venas latieron en sus sienes mientras se formulaba apremiantes preguntas. ¿Iba a celebrarse, al fin, el juicio que ella mencionaba, o no era más que una suposición de la mujer? Probablemente, no era más que una suposición; pero ¿cómo saberlo con certeza? En todo caso, tenían que notificarle antes el auto de procesamiento, y, ¿dónde estaba este auto? ¿Qué le había inducido a escribirle esta carta? ¿A qué «ruines insultos e insinuaciones» se refería la mujer? ¿Quiénes eran sus autores? Quizás habían empezado a investigar su conducta, pero ¿quién, si no podía ser Bibikov? Indudablemente, no podía tratarse de Grubeshov; pero ¿cómo había permitido éste que la carta, por estúpida que fuese, llegase hasta él? ¿Habría ayudado a Marfa a escribirla? ¿Habría pretendido mostrarle la fuerza de la testigo y, con ello, advertirle y amenazarle una vez más? ¿Quería decirle que, teniendo en cuenta lo que afirmaba la mujer y las otras muchas cosas que podía aún decir, era mejor que confesara de una vez? Multiplicaban las acusaciones y los móviles abyectos, y no descansarían hasta que lo tuviesen atrapado como a una mosca en un lazo de cola; por consiguiente, le convenía confesar antes de que se le cerrasen todos los caminos.
Pero, fuese cual fuere el motivo de la carta, ésta parecía contener una especie de confesión, quizás una señal de que algo ocurría. ¿Lograría él saber qué era? El remendón sintió los latidos del corazón en sus oídos. Miró a su alrededor buscando un sitio donde esconder la carta, para darla a su abogado, si algún día llegaba a tenerlo. Pero, a la mañana siguiente, cuando hubo acabado de comer, se encontró con que la carta no estaba ya en el bolsillo de su chaqueta, y sospechó que le habían narcotizado o que se la habían sustraído de otra manera, quizá mientras le registraban. Sea como fuere, la carta había desaparecido.
—¿No podría contestarle? —preguntó al alcaide auxiliar antes del registro siguiente, y éste le dijo que podría hacerlo si estaba dispuesto a reconocer todo el mal que había hecho.
Por la noche, el remendón vio a Marfa, una mujer alta, de cuello flaco y rostro parecido al de Raisl, que entraba en la celda y, sin pronunciar palabra, empezaba a desvestirse: el sombrero blanco adornado con cerezas, la bufanda colorada, la falda verde, la blusa floreada, la enagua de algodón, los zapatos de punta afilada, las rojas ligas, las medias negras y las sucias bragas con puntillas. Yaciendo desnuda en el jergón del remendón, le prometía indecibles goces si consentía en confesar su culpa al cura apostado detrás de la mirilla.
5
Una noche, se despertó al oír que alguien cantaba en su celda; y, escuchando con toda su atención, advirtió que era la voz aguda y suave de un muchacho. Yakov se levantó para ver de dónde venía aquella canción. El pálido, hundido y huesudo rostro del niño, manchado de rojo y de negro, brillaba dentro de un hoyo en el rincón de la celda. Estaba muerto y, sin embargo, refería su muerte en manos de un judío de negra barba. Había ido a hacer un recado de su madre y cruzaba el barrio judío, de regreso a casa, cuando le alcanzó el peludo y jorobado rabino y le ofreció un caramelo. No bien se hubo llevado el caramelo a la boca, cuando el chico cayó al suelo. El judío se lo cargó a la espalda y se dirigió corriendo a la fábrica de ladrillos. Allí, depositó al muchacho en el suelo del establo, lo ató y empezó a pincharle, haciendo brotar la sangre de los orificios de su cuerpo. Yakov esperó a que terminase la canción y gritó: «¡Otra vez! ¡Cántala otra vez!». Y volvió a oír la dulce canción que el niño muerto entonaba en su tumba.
Después, el niño se le apareció desnudo, sangrando por sus heridas, y le suplicó:
—Devuélveme mis ropas.
«Estás tratando de trastocarme —pensó el remendón—, y después dirán que me he vuelto loco porque cometí el crimen». Temía lo que pudiese confesar si se volvía loco; sus sufrimientos en defensa de su inocencia no le servirían para nada, si balbucía su culpabilidad y la de aquellos que le habían incitado. Luchó consigo mismo, se dijo que tenía que aferrarse a su cordura, conservar una vela encendida en el oscuro y turbado centro de su mente.
Entonces, apareció un caballo ensangrentado y de ojos frenéticos: el jamelgo de Shmuel.
—¡Asesinó! —relinchó el caballo—. ¡Asesino de caballos! ¡Asesino de niños! ¡Todo lo tienes bien merecido!
Él arrojó un leño a la cabeza del rocín.
Durante el día, Yakov dormía a menudo, pero mal. El sueño le dejaba sin fuerzas, deprimido. Muchos ojos le observaban a través de la mirilla, esperando el momento en que se volviese loco. En el aire zumbaban voces lejanas. Habían urdido un complot para salvarle. Se imaginó que era rescatado por el Ejército Judío Internacional. Éstos habían montado el cerco a la muralla exterior. Entre aquellas caras que le eran familiares reconoció a Berele Margolis, Leib Rosenbach, Dudye Bont, Itzik Shulman, Kalman Kohler, Shloime Pincus, Yose-Moishe Magadov, Pinye Apfelbaum y Benya Merpetz, todos ellos del orfelinato, aunque pensaba que muchos de ellos habían desaparecido tiempo atrás: algunos muertos; otros, se habían fugado… ¡Ojalá se hubiera ido con ellos!
—¡Esperad! —gritó—. ¡Esperad!
Entonces, las calles aledañas de la cárcel se llenaron de ruido; la muchedumbre rugía, cantaba, gemía; los animales aullaban, cloqueaban, gruñían. Todos corrían en varias direcciones, flotaban plumas en el aire, ¡gevalt, estaban matando a los judíos! Una horda de cosacos de gruesas botas, pantalones bombachos y sables relucientes, galopaba en pequeños y feroces caballitos. En el patio, se izaban banderas con el águila bicéfala y ondeaban al viento. Llegó Nicolás II en una carroza tirada por seis caballos blancos, saludado desde ambos lados por las Centurias Negras, ansiosas de arrojarse sobre el preso e hincarle clavos en la cabeza. Yakov se ocultó en su celda, dolorido el pecho y ardiente el cráneo. Los guardianes planeaban matarle con veneno para las ratas. Pero él los mataría primero. Un zhid se caga en Zhitnyak; un «kog», en Kogin. Apuntaló la puerta con la mesa y el taburete; después, estrelló ambos muebles contra la pared. Golpeaban la puerta para derribarla y llegar hasta él, pero él permanecía sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, mezclando sangre con harina sin levadura. Pateó furiosamente cuando los guardianes le arrastraron por el pasillo, descargándole golpes en la cabeza.
El remendón estaba ahora acurrucado en un lugar oscuro, tratando de sujetarse la mente con un cordel a fin de no confesar. Pero estalló en un surtidor de frutos podridos, arenques con un solo ojo, aves del paraíso. Estalló en un millón de palabras hediondas; pero, al confesar, lo hizo en yiddish, para que los goyim no pudiesen comprenderle. Recitó los salmos en hebreo. No dijo nada en ruso. Se durmió con miedo y se despertó aterrorizado: Había oído en sueños las voces de niños que chillaban. Llevando un largo caftán y un sombrero redondo de piel, se ocultaba detrás de los árboles y, cuando se acercaba un niño cristiano, le perseguía sin poderlo evitar.
Un niño de cara menuda y aspecto de tuberculoso echó a correr desesperadamente, con ojos desorbitados por el pánico.
—Deténte. ¡Te quiero! —le gritó el remendón.
Pero el niño no volvió la cabeza.
—Una vez ya es bastante, Yakov Bok.
Apareció Nicolás II, con uniforme blanco de almirante de la Armada rusa.
—Padrecito —le dijo el remendón, hincando ambas rodillas en el suelo—, jamás tropezasteis con un judío más patriota que yo. Mis ojos se llenan de lágrimas cuando miro la bandera. Y no me interesa la política, sólo quiero ganarme la vida. Estas acusaciones son falsas o, al menos, se equivocan de culpable. Vive y deja vivir, si me permitís decirlo. Pensándolo bien, la vida es breve.
—Amigo mío —dijo el zar de ojos azules y pálido rostro, con voz amable—, no envidies mi trono. Inquieto yazgo, etcétera. Los zhidy deberían comprender y cesar en sus quejas y lamentos. La verdad es que hay demasiados judíos. ¡Cómo os reproducís! ¿Por qué tiene Rusia que cargar con millones de tu especie? Sólo vosotros tenéis la culpa de vuestras desdichas, y los pogrom de mil novecientos cinco y mil novecientos seis fuera del Pale, constituyen una prueba definitiva, si ésta fuese necesaria, de que nunca permanecéis donde os pusimos. La entrada de esa tribu en el país envenenó a Rusia. ¿La había querido alguien? Cuando le pidieron a nuestro venerado antepasado Pedro el Grande que los admitiera en Rusia, respondió: «Son bellacos y falsarios. Yo estoy tratando de abolir el mal, no de aumentarlo». Y nuestra venerada antepasada, la zarina Isabel Petrovna, dijo: «No quiero ganancia ni provecho de los enemigos de Cristo». Hordas de judíos fueron expulsadas de diversos lugares de la madre patria en mil setecientos veintisiete, mil setecientos treinta y nueve y mil setecientos cuarenta y dos, pero siempre volvieron arrastrándose y jamás hemos podido librarnos de ellos. Lo peor de todo, nuestro gran error, ocurrió cuando Catalina la Grande se apoderó de la mitad de Polonia y heredó la hedionda multitud, un millón de envenenadores de pozos, espías y cobardes traidores. Siempre he dicho que fue un truco de los polacos para arruinar a Rusia.
—Tened piedad de mí, Majestad. Por lo que a mí atañe, soy inocente. ¿Acaso sé algo del mundo? Por favor, apiadaos de mí.
—El corazón del zar está en manos de Dios.
Subió a su yate blanco y zarpó con rumbo al mar Negro.
Nikolai Maximovich había perdido peso; la muchacha cojeaba más que nunca y no quería mirar al remendón. Proshko, Serdiuk y Richter llegaron montados en tres caballos retozones, cuyos excrementos estaban llenos de granos de avena que Yakov hubiera querido alcanzar. El padre Anastasy quería convertirlo al catolicismo romano. Marfa Golov, adusta y llorando con los ojos secos, trataba de sobornarle para que declarase contra él mismo, y el alcaide auxiliar, en uniforme de oficial de Marina, insistía por motivos personales en proseguir la investigación. Los guardianes le prometían lo que quisiera si desembuchaba y les decía nombres, y Yakov les respondía que estaba dispuesto a hacerlo a cambio de una celda caliente en invierno, un tazón diario de fideos con queso y un colchón firme y limpio de crin.
Sonaron unos disparos.
Transcurrió un tiempo que no habría podido precisar y, un día, se despertó y se encontró en la misma celda, no en la celda nueva con seis puertas y ventanas que había soñado. Aún hacía calor, pero no estaba seguro de que fuese el mismo verano. La celda parecía igual, tal vez un poco más pequeña, pero con las mismas paredes deslucidas y húmedas. Idénticas losas mojadas en el suelo. El maloliente colchón seguía siendo el mismo; el hedor no había matado las chinches. La mesa y el taburete de tres patas habían desaparecido. Desparramadas sobre el mojado suelo, había páginas del Antiguo Testamento, manchadas y enlodadas. No pudo encontrar las filacterias, pero seguía llevando el raído manto de oración. Se habían llevado la leña que quedaba y habían regado la celda, como preparándola para tenerle eternamente allí.
—¿Cuánto tiempo he estado fuera? —preguntó a Zhitnyak.
—No has salido de aquí. ¿Quién te ha dicho tal cosa?
—Entonces, ¿he estado enfermo?
—Dicen que has tenido un ataque de fiebre.
—¿Qué he dicho mientras soñaba y desvariaba? —preguntó, inquieto.
—¡El diablo lo sabe! —respondió, impaciente, el guardián—. Yo tengo bastante con mis quebraderos de cabeza. ¡Mira que tener que vivir del puerco salario que te pagan aquí…! El alcaide auxiliar venía a escucharte dos veces al día, pero no sacaba nada en limpio de lo que decías. Sólo dijo que tienes una mente asquerosa, pero esto ya lo sabíamos.
—¿Estoy mejor ahora?
—Tú sabrás. Pero, si vuelves a romper otro mueble, te abriremos la cabeza.
Aunque le temblaban las piernas, se plantaba junto a la mirilla y atisbaba al exterior. Corría el disco con el dedo y echaba una mirada al pasillo. Una bombilla amarilla iluminaba la pared sin ventanas. Recordaba que las celdas de ambos lados estaban vacías. Más de una vez había golpeado las paredes con un leño, sin que nadie le respondiera. En una ocasión, un oficial que pasaba por el corredor vio su ojo detrás de la mirilla y le dijo que cerrase ésta y se alejase de la puerta. Cuando el hombre se hubo marchado, Yakov volvió a mirar. Todo lo que alcanzaba a ver, a su izquierda, era la silla donde se sentaban los guardianes: Zhitnyak, tallando un bastón; Kogin, suspirando y meneando la cabeza. A la derecha, una bombilla polvorienta iluminaba un barril roto junto a la pared.
El remendón pasó muchas horas mirando el pasillo. Cuando Zhitnyak se acercaba a mirar, se encontraba con el ojo del remendón que le observaba fijamente.
6
Una noche de verano, mucho después de las doce, Yakov, que no podía dormir, atisbaba por la mirilla cuando su ojo sintió como un pinchazo y captó la lamentable imagen de Shmuel.
El remendón se maldijo, apartó el ojo y probó con el otro.
Fuese visión o visitante, tenía todo el aspecto de Shmuel, aunque más viejo, más escuálido y más gris: un espantapájaros de erizada barba.
El preso, sin dar crédito a sus oídos, escuchó un murmullo:
—¿Eres tú, Yakov? Soy Shmuel, tu suegro.
Primero, el zar, y, ahora, Shmuel. «O sigo estando loco, o esto es otra pesadilla. La próxima vez, vendrá el profeta Elías o, quizá, Jesucristo».
Pero la figura del frágil anciano en mangas de camisa y sombrero hongo, con un fleco asomando bajo la camisa, seguía visible a la luz amarilla de la lámpara.
—No me engañes, Shmuel. ¿Eres tú de verdad?
—¿Quién más podía ser? —dijo el buhonero, con voz ronca.
—No quiera Dios que también estés preso —dijo angustiado el remendón.
—No lo quiera Dios. He venido a verte, aunque a punto estuve de no hacerlo. Éste es un lugar maldito, pero Dios me perdonará.
Yakov se frotó los ojos.
—He soñado en todo el mundo, ¿por qué no también en ti? Pero ¿cómo has podido entrar? ¿Cómo has llegado hasta aquí?
El anciano encogió los delgados hombros.
—Por la puerta falsa. Hice lo que me dijeron. Estuve más de un año buscándote, Yakov, pero nadie sabía dónde estabas. Se ha ido para siempre, dije para mis adentros. Nunca volveré a verlo. Entonces, un día, por unos cuantos kopeks, compré, a un ruso enfermo, una montaña de remolachas podridas. Pero más de la mitad de las remolachas salieron buenas: un don de Dios para un hombre pobre. La compañía azucarera envió unos carros y se las llevó. En fin, que vendí las remolachas por cuarenta rublos: mi mayor negocio desde que estoy en el oficio. Otro día, conocí a Fyodor Zhitnyak, hermano de ese guardián, y que es vendedor ambulante en el mercado de Kiev. Empezamos a hablar y recordó tu nombre. Me dijo que, por cuarenta rublos, podría facilitarme una entrevista contigo. Habló con su hermano, y éste le dijo que sí, siempre que viniera a hora avanzada de la noche y no fuera demasiado avaro. Como no lo soy, aquí me tienes. Por cuarenta rublos, me dejan estar diez minutos aquí; tenemos, pues, que hablar de prisa. Me ha sobrado el tiempo durante toda mi vida, pero éste cuesta dinero. Zhitnyak, el guardián, cambió el turno con otro a quien le convenía salir porque su hijo había sido detenido. Le deseo suerte. En fin, Zhitnyak esperará diez minutos al extremo del pasillo, junto a la puerta de salida. Pero me ha advertido que, si viene alguien, tendrá que disparar. Que lo haga, porque, si me ven, estoy perdido.
—Dime, Shmuel, antes de que me desmaye de emoción, ¿cómo supiste que estaba en la cárcel?
Shmuel agitó inquieto los pies. Se hubiera dicho que bailaba, pero no era así.
—¡Y me preguntas cómo lo sé! Lo supe porque lo supe. Cuando el año pasado publicaron los periódicos yiddish que había sido detenido un judío por asesinar a un niño cristiano, pensé: ¿Quién puede ser ese infeliz judío? Seguro que es mi yerno Yakov. Después, al cabo de un año, vi tu nombre en el periódico. Un falsificador llamado Gronfein enfermó de los nervios y empezó a decir por todas partes que Yakov Bok estaba en la cárcel de Kiev por haber matado a un niño ruso. Él le había visto allí. Traté de encontrarle, pero había desaparecido, y sólo los más optimistas creen que sigue con vida. Quizá se fue a América, dicen estos optimistas. Tal vez no lo sabes, Yakov, pero hay un alboroto tremendo en toda Rusia y, si he de decirte la verdad, los judíos tienen un pánico mortal. Sólo unos pocos saben quién eres tú. Otros dicen que es una invención, que no hay nadie que lleve este nombre y que los goyim lo han urdido todo para excitar los ánimos contra los judíos. En el shtetl, los que nunca te tuvieron simpatía dicen que te está bien empleado. Otros te compadecen y quisieran ayudarte, pero nada podemos hacer mientras no te procesen. Cuando vi tu nombre en el periódico judío, te escribí en seguida, pero me devolvieron la carta con la indicación Desconocido en la cárcel. También te mandé un paquetito; sólo unas cosillas, pero ¿lo recibiste?
—No me dieron ningún paquete. Sólo un poco de veneno.
—Intenté visitarte aquí, pero me lo impidieron. Hasta que hice el negocio de las remolachas y conocí al hermano de Zhitnyak.
—Lo siento por tus cuarenta rublos, Shmuel. Es mucho dinero, y… ¿para qué?
—El dinero no vale la pena. El caso es que he podido verte, y, si esto me hace avanzar un paso hacia el Paraíso, habrá sido una buena inversión.
—¡Corre, Shmuel! —dijo muy agitado el remendón—. Sal de aquí mientras estés a tiempo, o te matarán a sangre fría y dirán que se trataba de un complot judío. Si esto ocurre, tampoco habrá esperanza para mí.
—Me iré —dijo Shmuel, golpeándose el huesudo pecho con los nudillos—, pero dime antes una cosa: ¿por qué te acusan de este terrible crimen?
—¿Por qué me acusan? Porque fui un estúpido. Trabajé para un patrono ruso en un distrito prohibido. Y viví allí, sin mostrarle mi documentación judía.
—¿Te das cuenta, Yakov, de lo que ocurre si te afeitas la barba y olvidas a tu Dios?
—No me hables de Dios —dijo amargamente Yakov—. No me hace falta. Cuanto más le necesitas, más lejos está. Ya basta. No tengo que contarte mi pasado, pero, si supieras lo que he tenido que pasar desde que nos separamos…
No pudo terminar la frase, porque se le quebró la voz.
—Yakov —dijo Shmuel, cerrando y abriendo sus nerviosas manos—, no somos judíos porque sí. Sin Dios, no podemos vivir. De no haber sido por el pacto, habríamos desaparecido de la Historia. Que esto te sirva de lección. Él es cuanto tenemos, pero ¿quién necesita más?
—Yo. Acepto la miseria, pero no para siempre.
—No culpes a Dios de tu miseria. Él nos da la comida, pero nosotros la cocinamos.
—Sólo le culpo de no existir. O bien, si existe, de estar en la luna o en las estrellas, pero no aquí. Mejor es no creer, o la espera se hace intolerable. No puedo oír su voz. Jamás la he oído. No le necesito mientras se mantenga oculto.
—¿Acaso te imaginas que eres Moisés? Si eres incapaz de oír Su voz, deja, al menos, que Él oiga la tuya. «Cuando asciende la oración, bajan las bendiciones».
—Bajan los escorpiones, el granizo, el fuego, las rocas, los excrementos. Para esto, no me hace falta la ayuda de Dios. Me basta con los rusos. Bueno, antaño solía hablarle y yo mismo me contestaba. Pero ¿de qué había de servirme, teniendo en cuenta mi ignorancia? Solía hablarle de las condiciones de mi vida, de mis luchas, de mis desgracias, de mis errores. En raras ocasiones le daba una buena noticia. Ahora, le devuelvo Su silencio.
—El hombre soberbio es sordo y ciego. ¿Cómo puede oír a Dios? ¿Cómo puede verle?
—¿Me acusas de soberbia? ¿Acaso puedo enorgullecerme de algo? ¿De no haber conocido a mis padres? ¿De no haber llevado nunca una vida decente? ¿De que mi esposa estéril se fugase con un goy? ¿De que me eligieran entre tres millones de judíos que hay en Rusia, para acusarme de la muerte de un muchacho de Kiev? Ya ves que no puedo sentirme orgulloso. Si Dios existe, le escucharía con gusto. Y si no tiene ganas de hablar, que me abra la puerta para que pueda salir de aquí. Nada tengo. Quien nada tiene, nada obtiene. Si quiere algo de mí, que me dé algo primero. Si no una merced, al menos que me dé una señal.
—No pidas señales. Pide piedad.
—Lo he pedido todo y nada he recibido. —El remendón suspiró y acercó más la boca a la mirilla—. «En el principio era el Verbo», pero no era el Suyo. Así es como lo veo ahora. La Naturaleza se creó a sí misma y también al hombre. Así lo dijo Spinoza. Parece fantástico, pero debe ser verdad. Volviendo a los hechos básicos, o Dios es invención nuestra y nada puede hacer, o es una fuerza de la Naturaleza, pero no en la Historia. Una fuerza no es un padre. Es un viento frío, al que no hay manera de calentar. Si he de serte sincero, lo he borrado de mi mente como una partida fallida.
—Yakov —dijo Shmuel, estrujándose las manos—, no te precipites. No busques a Dios donde no has de encontrarlo. Búscale en la Torah, en la Ley. Ahí debemos buscarle, y no en los malos libros que envenenan la inteligencia.
—La Ley fue inventada por el hombre y está muy lejos de ser perfecta. ¿De qué puede servirme, si el zar es el primero en no cumplirla? Si Dios no quiere hacer que me respeten, que haga, al menos, que triunfe la justicia. ¡Que imponga la Ley! ¡Que aniquile al zar con sus rayos! ¡Que me libere de la cárcel!
—La justicia de Dios se verá al final de los tiempos.
—Ya no soy joven, y no puedo esperar tanto. Como no pueden esperar los judíos amenazados por los pogroms. Hoy, asistimos a grandes matanzas, y la cosa tiende a empeorar. Dios calcula con cifras astronómicas. Yo, como hombre, sólo sé sumar uno más uno. Dejemos ese tema inútil, Shmuel. ¿Para qué discutir a través de un agujero, por el cual apenas si podemos vernos un trozo de cara en la oscuridad? Además, tu visita es breve y estamos consumiendo el tiempo.
—Yakov —dijo Shmuel—, Él creó la luz. Él creó el mundo. Él nos creó a los dos. La fe es el verdadero milagro. Yo creo en Él. Job dijo: «Aunque me mate, confiaré en Él». Dijo otras cosas, pero con ésta basta.
—Para ganarle una apuesta al diablo mató a todos los fieles e inocentes hijos de Job. Bastaría con esto para que le odiase, aun prescindiendo de los diez mil pogroms. ¡Bah! ¿Por qué me haces hablar de cuentos de hadas? Job es una invención, lo mismo que Dios. Dejémoslo estar. —Miró fijamente al buhonero con un ojo—. Lamento haberte contrariado en unos momentos que tan caros te cuestan, Shmuel. Pero, créeme, no es fácil ser librepensador en esta terrible celda. Lo digo sin el menor orgullo. Sea cual fuere la razón del hombre, tiene que fiar en ella.
—Yakov —dijo Shmuel, enjugándose el rostro con su pañuelo azul—, te lo pido por favor, no cierres tu corazón. Nadie se pierde para Dios, si mantiene el corazón abierto.
—Lo único que resta de mi corazón es pura roca.
—No olvides tampoco el arrepentimiento —dijo Shmuel—. Es lo más importante.
Zhitnyak llegó corriendo.
—Ya basta, tienes que marcharte. Han pasado más de diez minutos.
—A mí, me han parecido dos —dijo Shmuel—. Todavía no he descargado mi corazón.
—Vete, Shmuel —le apremió Yakov, con la boca pegada a la mirilla—. Haz cuanto puedas por ayudarme. Ve a los periódicos y diles que la Policía tiene a un inocente en la cárcel. Acude a los judíos ricos, a Rothschild, si es preciso. Pídeles ayuda, piedad, dinero, un buen abogado que me defienda. Sácame de aquí antes de que me lleven a la tumba.
Shmuel sacó un pepino del bolsillo del pantalón.
—Te traigo un pepinillo —dijo, tratando de introducirlo por la mirilla.
Pero Zhitnyak se apoderó de él.
—Nada de eso —murmuró con fuerza—. No me vengáis con trucos de judío. Y tú —le dijo a Yakov— cierra el pico. Ya habéis hablado bastante.
Agarró a Shmuel por un brazo.
—Apresúrate. Pronto amanecerá.
—Adiós, Yakov. Recuerda lo que te he dicho.
—¡Raisl! —gritó Yakov—. Olvidé preguntarte por ella. ¿Qué le ha ocurrido?
—No puedo entretenerme —dijo Shmuel, sujetándose el sombrero.