1
En la luminosa oscuridad, el fantasma de Bibikov parecía llevar un gran sombrero blanco. Los lentes no cabalgaban sobre su nariz, habían desaparecido, y el hombre se frotaba aquélla con preocupación.
—Ha ocurrido algo terrible, Yakov Shepsovitch. Esos hombres carecen de todo sentido moral. Temo que también te matarán a ti.
—No, no —gritó Yakov—. No creo en supersticiones.
El magistrado instructor encendió un cigarrillo de color de rosa y permaneció sentado en silencio; después, fue a decir algo y empezó a desvanecerse. Desapareció lentamente en la oscuridad, esfumándose su blanca forma, como absorbida por el crepúsculo y, después, por la noche; y el brillo de la punta de su cigarrillo se fue apagando hasta extinguirse del todo. Sólo quedó el confuso recuerdo de su cuerpo suspendido de la ventana y de sus ojos desorbitados contemplando los lentes hechos añicos en el suelo.
Por la noche, el remendón permaneció acurrucado en el rincón de su celda, embargado por el miedo a morir. Si se dormía un momento, su sueño estaba impregnado del dolor, el sabor y el horror de la muerte. Yacía inmóvil en un cementerio, yerto, aterrorizado. El negro cielo estaba tachonado de estrellas negras. Si se movía, caería dentro de una tumba abierta, entre los muertos, entre carne podrida y huesos en descomposición. Pero, más que a la muerte, temía el tormento. Temía verse quebrantado y descuartizado antes de morir. Veía a sus verdugos introduciendo en la celda terribles instrumentos, monstruosas máquinas de madera que descoyuntaban sus miembros y aplastaban su cuerpo, y colgando después sus despojos de un barrote de la ventana. Al amanecer, cuando sintió el impacto de un ojo cruel que le observaba a través de la mirilla, despertó de su sombrío sueño y rogó por su vida. La puerta se abrió con un chirrido, y él lanzó un grito; pero los guardianes no le estrangularon. Uno de ellos empujó con el pie una taza de sopa sin cucarachas.
El remendón estuvo todo el día paseando por su celda; a veces, corría: cinco pasos, tres, cinco, tres, interrumpiendo sólo un circuito para lanzarse contra la pared o golpear con los puños la puerta metálica, mientras lanzaba prolongados gritos de dolor. Lloraba a Bibikov con aflicción, con amargura inmensa. Había vivido semanas enteras pensando en su salvador, en aquel hombre justo y amable; era el único que podía librarle de la cárcel, de la trampa que le habían tendido, del crimen mismo, de la horrible acusación. Este pensamiento había sido su único consuelo: pensar que un hombre bueno le ayudaba y que, gracias a él, cuando se celebrase el juicio, sería declarado inocente. Se había imaginado recobrando la libertad, corriendo al shtetl o quizá marchándose a América, si podía reunir fondos para hacerlo. Y, ahora, estas ilusiones y esperanzas, estos sueños por los que había vivido, se habían esfumado, desvanecido sin previo aviso. ¿Quién le ayudaría ahora? ¿Qué podía esperar ya? El lugar que Bibikov había ocupado en su mente estaba irremediablemente vacío. ¿Quién denunciaría a la asesina, Marfa Golov, y a sus cómplices? ¿Quién proclamaría su inocencia en los periódicos? Si ella se marchaba de Kiev, huía a otra ciudad —o a otro país—, ¿volverían a echarle la vista encima? ¿Cómo podría conocer el mundo la injusticia que se había cometido con un inocente? ¿Quién podía ayudarle, si sólo sus carceleros sabían dónde estaba? Por lo que él significaba para todos, era como si no existiese. Si no habían planeado matarle de una vez, le dejarían morir lentamente, reteniéndolo en la cárcel para siempre.
—¡Mamá! ¡Papá! —gritaba—. ¡Salvadme! Shmuel, Raisl, ¡salvadme! ¡Que venga alguien a salvarme!
Y caminaba en círculos, olvidándose de que caminaba, inventando fantásticos planes de fuga, cada uno de los cuales aumentaba el dolor de su corazón, porque eran imposibles. Anduvo durante todo el día y buena parte de la noche, hasta que sus zapatos cayeron en pedazos, y, después, caminó descalzo sobre el áspero suelo. Caminó envuelto en un calor casi liquido, sin ningún lugar adonde ir, atrapado en su jaula, golpeándose el pecho, la cara, la cabeza, arrancándose jirones de carne, lamentando su existencia.
Los lacerados pies le dolían horriblemente. Por fin, se dejó caer en el suelo, exhausto, torturado con sus propios instrumentos: dolor del cuerpo y depresión del alma. Sus pulposos pies, cubiertas las plantas de llagas y rojas ampollas, eran como globos hinchados y a punto de estallar. Los tobillos habían perdido su forma al subir la hinchazón piernas arriba. El remendón yació de cara al techo, respirando fatigosa y ruidosamente. Si al menos hiciera un poco de fresco… ¿Cuánto tiempo podría aguantar esto? Le dolían los pies como si los tuviera atados con cadenas y colocados sobre ascuas. Ambas piernas se habían hinchado hasta la rodilla. Permaneció tumbado, llamando a la muerte. Un ojo frío le estaba mirando. Al fin, pudo localizarlo en la mirilla: un ojo que contemplaba sus supurantes pies. Pero el hombre que miraba no tenía nada que decir, y nada dijo.
—¡Tened compasión de mis pobres pies! —gritó Yakov—. ¡Me duelen horriblemente!
Quienquiera que fuese el hombre que miraba, no le respondía. El ojo desapareció de la mirilla. El remendón, temblando a causa de la fiebre, empapada la ropa, pasó otra noche gimiendo de dolor. Por la mañana, una llave giró en la cerradura y entró el alcaide Grizitskov. Yakov se echó hacia atrás, pensando en Bibikov. Pero el bizco alcaide parecía un ser real e incluso humano, mientras que lo que había visto en la celda contigua era irreal como los sueños. A veces, no estaba seguro de haberlo visto. No se atrevió a preguntar por el magistrado instructor. Si se enteraban de que lo sabía, quizá le matarían en el acto.
—¿Qué truco intenta ahora? —le preguntó el alcaide.
—Por favor —dijo Yakov—. Los clavos de los zapatos han infectado mis pies. Necesito un médico.
—No hay médicos para los tipos como usted.
El remendón cerró los ojos, fatigado.
El alcaide se marchó. Por la tarde, volvió con un auxiliar de la enfermería de la cárcel.
—Tiene los pies infectados —dijo el auxiliar.
—¿Es grave —preguntó el alcaide—, o cree que puede curarse solo?
—Ambos pies están llenos de pus. Podría gangrenarse.
—Le estará bien empleado al muy bastardo —dijo el alcaide. Y, volviéndose a Yakov—: Está bien, irá a la enfermería. De buena gana dejaría que se pudriese aquí, pero no quiero que la celda apeste todavía más, ni que la infecte con sus gérmenes. ¡Vamos, de prisa!
—No puedo andar —dijo Yakov—. ¿Podría ayudarme Fetyukov o alguno de los otros?
—Busca la compañía de un camarada asesino, ¿eh? —dijo el alcaide—. Fetyukov no está ya aquí. Fue muerto por desobedecer las órdenes y oponer resistencia a un guardián.
—¿Muerto? —dijo, aterrado, el remendón.
—Por insubordinación. Insultó a un guardia. Que esto le sirva de lección. Y, ahora, muévase de una vez.
—No puedo andar. ¿Cómo quiere que salga de aquí, si no puedo andar?
—Si no puede andar arrástrese por el suelo. ¡Y que el diablo le lleve!
Como un perro, pensó Yakov. Apoyándose en las manos y las rodillas, salió al pasillo y avanzó trabajosamente hacia la puerta que conducía a la escalera. Aunque se arrastraba despacio, el peso laceraba sus rodillas, y no podía impedir que sus maltrechos pies rozasen el suelo. Pero hacía esfuerzos sobrehumanos para no gritar. El alcaide y el auxiliar de la enfermería se habían marchado, y un guardia armado con escopeta seguía al remendón mientras éste avanzaba hacia la puerta de hierro. Para bajar los empinados escalones de madera, tuvo que cargar todo el peso de su cuerpo sobre sus temblorosos brazos, mientras sus pies golpeaban cada peldaño, y, en más de una ocasión, bajó rodando un tramo de escalera. Si se detenía un momento, el guardia le empujaba con la culata de su carabina. Cuando llegó al final de la escalera, Yakov tenía ambas manos desolladas y le sangraban las rodillas. Tenía la espalda negra de sudor e hinchadas las venas del cuello, pero siguió arrastrándose por el pasillo hasta cruzar la puerta que daba al patio.
La enfermería se hallaba en la sección administrativa, situada al otro lado del patio, frente al bloque de celdas. Era la hora del paseo de la tarde, y los presos abrieron su doble fila para que pasase el remendón y se le quedaron mirando, mientras éste se arrastraba sobre el suelo de tierra.
—¡Cinco kopeks por la mula «zhid»! —gritó el hombre del pie equino.
Un preso cubierto con un rasgado capote se volvió y le pegó en la boca. Uno de los guardias pegó, a su vez, al preso.
«Si vivo, ¿qué será de mí?», pensó Yakov, mareado, a punto de desvanecerse. En mitad del patio, sus brazos temblorosos cedieron y se derrumbó. Varios presos salieron de la fila, pero el guardia del látigo les gritó que estaba prohibido. Los centinelas que patrullaban en el patio apuntaron con sus rifles a los presos, y éstos volvieron a sus filas, salvo el encargado de sacar los cubos de las celdas, o sea el de las gafas rotas. Éste cogió unos trozos de arpillera de un montón de desperdicios que había en un rincón del patio y corrió hacia Yakov. Apresuradamente, envolvió las manos y las rodillas del remendón con aquellos trozos de saco. El guardia lanzó una maldición, pero le dejó hacer. Cuando los trapos estuvieron atados, empujó a Yakov con el pie.
El remendón se incorporó sobre las laceradas manos y rodillas, y siguió arrastrándose ciegamente por el patio. Después, subió los peldaños de piedra de la enfermería.
El cirujano, un hombre calvo y envuelto en una bata blanca de hilo, que olía a ácido fénico y a tabaco, examinó los pies de Yakov, los untó con una pomada espesa, amarilla, y, después de vendarle los pies con unas sucias vendas y de lavarle manos y rodillas con alcohol, le envió a la cama. Era la primera vez que se acostaba en una cama desde su detención. Durmió un día y medio. Cuando se despertó, el cirujano, que fumaba un cigarrillo, le quitó las vendas y le operó los pies. Abrió las hinchadas úlceras con un bisturí, sin anestesia. El preso, mordiéndose los labios para guardar silencio, tuvo, empero, que gritar a cada corte.
—Esto te conviene, Bok —dijo el cirujano—. Ahora, ya sabes lo que sentía el pobre Zhenia cuando le apuñalabas y le extraías la sangre para los ritos de tu religión judía.
Aquella noche, en su cama de la enfermería, Yakov advirtió que le costaba respirar. Aunque hacía grandes inspiraciones de aire cálido por la boca, este aire parecía tenue e insuficiente. Al principio, no temió el asma, porque, a menudo, había tenido dificultades respiratorias después de un gran esfuerzo y hacía años que no había estado enfermo. Pero el aire se hacía pesado y rancio. Era como si tratase de respirar metal. Su pecho jadeaba. Sus pulmones pesaban como si fueran de piedra. Su respiración se hizo estertorosa, y se sintió muy enfermo. Clavó las uñas en el colchón. «¿Todavía más? ¿Es que aún no he sufrido bastante?». Se incorporó, pidiendo auxilio, pero nadie vino. Después, bajó de la cama, con los vendajes rezumando sangre, y avanzó tambaleándose hasta la enrejada ventana. Se tumbó al pie de ésta, luchando por introducir un poco de aire en sus pulmones. En medio de su esfuerzo, cayó en un agotado y peligroso duermevela, soñando que expiraba en una celda sin ventanas, viendo en sus confusos sueños el mísero orfelinato, la ruinosa barraca en que había pasado los días de su infancia; y a Raisl que huía de él, como si la estuviera amenazando con una cuchilla de carnicero; y su perpetua reclusión en Siberia, por el asesinato de un niño cuyo muerto semblante no dejaba de perseguirle. Soñó que se había tropezado con él en el bosque —un niño cargado con los cuadernos de la escuela— y que, inconscientemente o por súbito impulso, le había atenazado la garganta. Después, con la ayuda de Proshko, y mientras el chico seguía retorciéndose en el suelo, le hería trece veces en el pecho y le extraía cinco litros de sangre brillante, magnífico licor. Durante toda la noche, Grubeshov, plantados sus empolainados pies sobre el pecho de Yakov, arengaba a la víctima con tonante oratoria, y, aunque el remendón imploraba frenéticamente la ayuda de Bibikov, el magistrado instructor, sentado a su mesa en la estancia contigua, no quería o no podía venir en su auxilio.
2
El alcaide le destinó a una nueva celda, húmeda y grande, situada en la planta baja del bloque de celdas individuales del ala sur de la prisión, a la derecha de la sección administrativa y de la enfermería.
—Es sólo para tenerle más cerca —dijo el alcaide—. Se dice que intentará escapar con ayuda de sus esbirros judíos, lo cual no le aconsejo que haga, porque sería muerto en el acto.
Señaló la pared:
Obedece todas las normas y reglamentos sin discutir. El preso que se insubordine o insulte a un guardián o a un oficial de la prisión, o intente por cualquier medio quebrantar la seguridad de esta cárcel, será ejecutado en el acto.
—Además —dijo el viejo alcaide—, los guardias reciben un premio en metálico por defender los reglamentos. Por consiguiente, ándate con cuidado. El perro listo conoce el látigo y evita que le peguen con él.
Tomó un polvo de rapé y estornudó dos veces.
Yakov le preguntó si no podía estar en compañía de otro preso.
—Es difícil vivir sin tener una persona a quien hablar, señor. ¿Cómo, si no, desahogarse un poco?
—Me tienen sin cuidado sus desahogos —dijo el alcaide.
—Entonces, ¿no podría tener conmigo a un animal, un gato, o tal vez un pájaro?
—¿Y alimentar al gato con su ración? Ambos se morirían de hambre. O el gato le comería, o usted se comería al gato. Además, ésta es una prisión de criminales y no un club o un salón de té. No está aquí para vivir cómodamente, sino en castigo del crimen ruin que cometió contra un muchacho indefenso. Sólo ustedes, los presos judíos, tienen bastante cara dura para hacer estas peticiones. No se hable más del asunto.
En otoño, el tiempo fue malo, lluvioso y frío, y Yakov veía en su celda las nubecillas que formaba con su aliento.
El asma no le molestaba mucho hasta que se resfriaba; entonces, volvía a manifestarse y, en general, le hacía sufrir bastante. Algunas mañanas, la pared exterior de la celda, o sea, la que daba al patio de la cárcel, aparecía a trechos cubierta de escarcha. Las paredes interiores, de un pie de grueso, hechas de ladrillo, piedras y cemento, estaban agrietadas y roñosas. Después de un fuerte chubasco, la mayor parte del suelo pavimentado se humedecía con las filtraciones de la tierra. La parte del techo más próxima a la ventana goteaba copiosamente. Cuando hacía buen tiempo, el ventanuco enrejado, que se abría a un pie por encima de la cabeza del remendón, dejaba entrar un poco de luz. Pero era una luz débil, y, en los días lluviosos, se confundía con la oscuridad. Después de la cena, le daban a Yakov una maloliente lámpara de petróleo sin la chimenea de cristal, que ardía hasta la mañana y era entonces retirada. Pero, una noche, no le dieron la lámpara, porque, según dijo el auxiliar del alcaide, el petróleo costaba dinero. El remendón pidió entonces una vela, y el auxiliar le respondió que ya vería lo que podía hacer. Pero lo cierto es que no recibió la vela. La celda estuvo toda la noche en la más completa oscuridad. «Me darán la vela cuando me procesen», pensó Yakov.
Cuando el viento soplaba con fuerza en el exterior, un aire frío penetraba por los rotos cristales de la ventana. Yakov ofreció repararla si le daban un poco de masilla y una escalera, pero a nadie interesó su ofrecimiento. La celda era fría, pero, al menos, había en ella un colchón, un fino y apelmazado jergón de paja, cuyo último usuario —según le dijo Zhitnyak, el guardián de día, un hombre de ojos menudos y dedos negros— había muerto de fiebre tifoidea. El remendón cuidaba de tener el jergón en la parte seca de la celda. Había en él nidos de chinches, pero logró hacer salir algunas y matarlas. La espalda le dolía después de dormir en el colchón, y la paja olía a moho, pero más valía esto que dormir sobre el suelo de piedra. En noviembre, le dieron una manta raída. También tenía un taburete de tres patas y una grasienta mesita de madera, una de cuyas patas era más corta que las otras tres. Había una jarra con agua en un rincón de la celda, y, en el rincón opuesto, un maloliente cubo de hojalata donde orinaba y defecaba, cuando tenía algo que defecar. Una vez al día le permitían vaciar este recipiente en una cuba que otro preso hacía circular por delante de las celdas; este preso tenía prohibido hablar con el remendón, de la misma manera que éste no podía hablar al preso. Como la cuba sólo se detenía ante su puerta, supo que las demás celdas, a ambos lados del pasillo, estaban vacías. Su soledad era, pues, absoluta.
La puerta de la celda tenía cerrojo y estaba constituida por tres planchas de hierro, antaño pintadas de negro pero hoy enmohecidas en su mayor parte; había una mirilla al nivel de los ojos, tapada con un disco de metal que el guardián hacía girar para mirar al interior. Durante el día, un ojo inspeccionaba la celda aproximadamente cada hora. Por lo general, Zhitnyak hacía la guardia de día, y Kogin, la de noche; pero, algunas veces, cambiaban su turno. Cuando Yakov hacía girar disimuladamente el disco para atisbar a través de la mirilla, podía ver a Zhitnyak en un gran sillón de espaldas a la pared, tallando un palo con su cortaplumas, mirando las ilustraciones de una revista o dormitando. Era un hombre de anchos hombros, pelos en la nariz y gruesos y ennegrecidos dedos, como si hubiese trabajado antaño con grasas u hollín de resina y no hubiese podido quitarse la negrura. Cuando penetraba en la celda, olía a sudor y a berzas. Zhitnyak tenía el rostro picado de viruela y era de carácter impaciente. Se mostraba hosco, imprevisible, y, a veces, golpeaba al remendón.
Kogin, el guardián nocturno, era muy alto, de rostro flaco y ojos acuosos y cansados. Hablaba con voz grave que parecía brotar de un subterráneo. Incluso sus murmullos eran graves y densos. Frecuentemente, paseaba arriba y abajo por el pasillo, como si fuera él el preso. Yakov oía el ruido de sus botas sobre el suelo de cemento. Por la noche, Kogin abría la mirilla y escuchaba la respiración asmática del remendón y lo que hablaba o gritaba en sueños. Yakov sabía que estaba allí, pues, cuando le despertaban sus pesadillas o sus propias voces, veía la pálida luz del pasillo a través de la mirilla y que el disco volvía lentamente a su sitio. A veces le despertaba el brillo de la linterna de Kogin en la mirilla. Otras, oía la pesada respiración del guardián detrás de la puerta de la celda.
Zhitnyak era el que más hablaba de los dos, aunque no decía gran cosa. Al principio, Kogin no hablaba nunca con el remendón, pero un día que había estado bebiendo se quejó amargamente de que su hijo era un fracasado.
—No tiene ningún trabajo fijo —dijo el guardián, con su voz profunda—. ¿Cuándo conseguirá un empleo? He esperado treinta años a que se hiciera un hombre, y todavía sigo esperando. «Espera —me digo—. Ya cambiará». Pero no cambia. Incluso me roba, y eso que soy su padre. Mi mujer dice que yo tengo la culpa, por no haberle pegado cuando era niño y se portaba mal. Pero yo no podía hacerlo. Ya tuve bastante con las palizas que recibí de mi propio padre, ¡así se pudra en su tumba! Por si esto fuera poco, tampoco mi hija se porta bien. Pero esto es otra cuestión. Mi hijo dará un día con sus huesos en la cárcel, igual que tú, y le estará bien empleado. A esto conduce el amor de un padre.
En octubre, Yakov suplicó a sus guardianes que encendieran la estufa de ladrillos de la celda, pero el auxiliar del alcaide se negó al principio, para ahorrar la leña. Después, un día de noviembre, Zhitnyak abrió la puerta, y dos presos de cabeza rapada miraron de reojo a Yakov y le dejaron una pequeña provisión de leña en varios haces.
Estaba resfriado y asmático, y quizás uno de los guardianes había informado de ello al alcaide, el cual pensaba acaso que había de mantener vivo al prisionero. El alcaide, tal como lo veía Yakov, no era cruel. Era ordenancista y, en el peor de los casos, estúpido. El auxiliar era algo más. El remendón se echaba a temblar ante sus ojos insondables, su rostro afilado y su mano de cuatro dedos. Cuando miraba algo, parecía roerlo. Su boca pequeña se agitaba inquieta, disimulando una oculta voracidad. Sus botas olían a grasa de perro o a alguna otra cosa que empleaba para lustrarlas. Los guardianes llevaban pistola al cinto; el alcaide auxiliar llevaba dos, enormes, colgando sobre las caderas. Había tardado mucho en autorizar el suministro de leña a Yakov. El remendón le odiaba y le temía más que a cualquier otra persona de la cárcel.
La alta y amarilla estufa de ladrillos iba inundando todo de humo, pero Yakov prefería el humo al frío. Pedía que la encendieran a primeras horas de la mañana, para derretir la escarcha de la pared, aunque, al calentarse la celda, se formaba un pequeño charco en el suelo; y pedía que volviesen a encenderla antes de cenar, para poder comer con cierta comodidad. Si la celda estaba demasiado fría no podía tragar los pedazos de berza que flotaban en la sopa. Si estaba caliente, engullía hasta el último pedazo. Para ahorrar leña, dejaba apagar la estufa a media mañana. Después, apartaba con los dedos la ceniza de debajo de la rejilla, colocaba unas astillas y algún tronco, y, antes de la cena, entraba Zhitnyak y volvía a encenderla. No parecía importarle este trabajo, aunque, a veces, maldecía mientras lo estaba haciendo. Tampoco allí raparon a Yakov; sólo, en una ocasión, el barbero de la cárcel le cortó un poco el cabello. Le estaba prohibido afeitarse y la barba le crecía más y más.
—Es para que tengas más aspecto de judío —le dijo un día Zhitnyak a través de la mirilla—. Dicen que el alcaide te hará llevar un caftán zhid y sombrero redondo de rabino, y que te rizarán el pelo sobre las orejas. Al menos, así lo ha dicho el alcaide auxiliar.
Los presos de otras celdas individuales recibían su parca comida de manos de otros presos; en cambio, no les estaba permitido servir al judío. En el caso de Yakov, debían entregar la comida a Zhitnyak o a Kogin, los cuales la pasaban al remendón. Esto fastidiaba a Zhitnyak, quien, en ocasiones, cuando le entraba las gachas o la sopa de berzas y el pan, le decía:
—Ahí va tu tazón de sangre de Cristo. Bebe hasta hartarte, compañero.
Para entrar en la celda, el guardián de servicio —casi siempre solo, aunque, a veces, protegido por otro guardia armado con carabina y que se quedaba en el pasillo— tenía que descorrer seis cerrojos que habían sido fijados a la puerta el día del ingreso de Yakov en esta celda. El chirrido de los seis cerrojos, descorridos uno a uno, cinco o seis veces al día, ponía los nervios de punta al remendón.
Durante las últimas semanas de otoño, Yakov no vio para nada al alcaide. Después, éste se presentó un día en la celda, «para asuntos oficiales».
—Han encontrado una huella dactilar en la hebilla del cinturón de Zheniushka —dijo—. Por consiguiente, vamos a tomar las suyas.
Entró un detective provisto de un tampón y una hoja de papel, y tomó las huellas dactilares de Yakov.
Una semana más tarde, el alcaide penetró en la celda llevando unas grandes tijeras.
—Han encontrado algunos pelos sobre el cuerpo del muchacho y queremos compararlos con los tuyos.
Yakov, muy inquieto, permitió que le cortaran el cabello.
—Córtelo usted mismo —dijo el alcaide Grizitskov—. Corte seis o siete cabellos y deposítelos en este sobre.
Alargó el sobre y las tijeras a Yakov.
El remendón se cortó unos cuantos pelos de la cabeza.
—¿Y quién me asegura que no van a coger estos cabellos y ponerlos encima del cadáver del muchacho, para decir después que los encontraron allí?
—Es muy suspicaz —dijo el alcaide—. Es condición de todos los de su raza.
—Discúlpeme, pero ¿por qué ha de cuidar el alcaide de una cárcel de buscar pruebas de un crimen? ¿Acaso es policía?
—Esto no le incumbe en absoluto —dijo el alcaide—. Si es tan inocente como dice, le conviene darnos pruebas.
Un piojo cayó dentro del sobre con los cabellos, pero Yakov lo dejó estar.
Una mañana, el alcaide entró en la celda con una pluma, un frasco de tinta negra y varias hojas de papel de escribir, para tomar muestras de la escritura de Yakov. Le ordenó escribir en ruso: Me llamo Yakov Shepsovitch Bok. Confieso que soy judío.
Otro día, volvió el alcaide y pidió al remendón que escribiera la misma frase tendido en el suelo. Después, hizo que Zhitnyak le sostuviera cabeza abajo, asiéndole de las piernas, mientras el remendón escribía su nombre.
—¿Para qué es esto? —preguntó Yakov.
—Para ver si el cambio de posición hace cambiar también la escritura. Necesitamos todas las muestras posibles.
Y, dos veces al día, desde que estaba en esta celda, le registraban el cuerpo; lo llamaban «cacheos». Descorrían los cerrojos; entraban Zhitnyak y el alcaide auxiliar —éste, con sus malolientes botas—, y ordenaban al remendón que se desnudase. Yakov tenía que quitarse toda la ropa: el capote, la chaqueta carcelaria, la camisa sin botones —que nunca había sido lavada, aunque él había pedido que le dejaran hacerlo—, el pantalón y los calzoncillos largos. Sólo le permitían conservar la tosca camiseta, posiblemente por miedo de que se quedara helado. También le hacían quitar los rotos calcetines y las zapatillas que llevaba desde que el cirujano había desbridado los abscesos de sus pies, y separar los dedos, a fin de que Zhitnyak pudiese examinar sus comisuras.
—¿Por qué hacen esto? —había preguntado Yakov el día del primer registro.
—Cierra el pico —le dijo Zhitnyak.
—Es para comprobar que no llevas ningún arma oculta en la ropa o en el culo —dijo el alcaide auxiliar—. Tenemos que protegerte.
—¿Qué armas puedo ocultar, si me lo quitaron todo?
—Eres muy astuto, pero ya conocemos a los de tu ralea. Podrías ocultar pequeñas limas, clavos, agujas, cerillas y cosas parecidas. O acaso píldoras de veneno que te hubieran dado los judíos para suicidarte.
—No tengo nada de eso.
Yakov tuvo que levantar los brazos y abrir las piernas. El alcaide auxiliar palpó con sus cuatro dedos en las axilas y alrededor de los testículos del remendón. Después, éste tuvo que abrir la boca y levantar la lengua; el auxiliar le separó las mejillas con los dedos y Zhitnyak escudriñó el interior de la boca. Por último, tuvo que inclinarse hacia delante y separar las nalgas.
—Emplea más papel cuando te limpies el culo —dijo Zhitnyak.
—Para emplearlo, hay que tenerlo.
Cuando hubieron registrado su ropa, le permitieron vestirse. Fue lo peor que le había ocurrido desde que estaba en la cárcel, y había de repetirse dos veces al día.
3
Permanecía sumido en una profunda tristeza. «Estaré aquí para siempre. Nunca dictarán el auto de procesamiento. No lo harán, aunque se lo pida de rodillas. Mi juicio no empezará nunca».
En diciembre, las cuatro paredes aparecían cubiertas de escarcha por la mañana. Una vez, se despertó con la mano pegada a la pared. El aire era mortalmente gélido. El remendón anduvo todo el día por la celda para no morir congelado. Su asma iba de mal en peor. Por la noche, se tendió en el jergón de paja, envuelto en su capote, cubierto con la manta, jadeando, roncando estertorosamente, silbando al esforzarse por respirar. El guardián que escuchaba a través de la mirilla cerró ésta y se alejó. Una mañana, Zhitnyak ayudó a Yakov a apilar una nueva provisión de leña contra la pared exterior, en un montón que les llegaba a la altura del pecho. Y, por la noche, había pedazos de carne y algunos grumos de grasa flotando en la sopa de berzas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el remendón.
El guardián se encogió de hombros.
—Los mandamases no quieren que te les mueras. «No se puede juzgar a un cadáver», dice el adagio.
Hizo un guiño y soltó una risita.
«Tal vez esto quiere decir que van a procesarme —pensó excitado Yakov—. No quieren que aparezca como un esqueleto ante el tribunal».
No sólo la comida era mejor, sino también más abundante. Por la mañana, le dieron dos onzas más de pan, y las gachas eran más espesas y a base de avena con leche caliente, aunque aguada. También le dieron medio terrón de azúcar para el té, con lo cual se disimulaba un poco el sabor a podrido del brebaje. El remendón masticaba despacio, saboreando lo que comía. La cucaracha que había en el tazón no le preocupó demasiado. La sacó y siguió comiendo, e incluso lamió la taza. Zhitnyak le entró la comida y se marchó en seguida. Pero se quedó observando a Yakov a través de la mirilla, aunque el preso comía sentado en el taburete y vuelto de espaldas a la puerta de hierro.
—¿Qué tal la sopa? —le preguntó Zhitnyak por la mirilla.
—Excelente.
—Que aproveche.
Cuando Yakov terminó de comer, el guardián ya se había marchado.
Aunque le habían dado más comida, el hambre del remendón fue en aumento. En cuanto terminó de comer, volvió a sentirse hambriento. Y se imaginó a Zhitnyak compareciendo un día con un enorme plato de bien condimentada sopa de pollo, con grandes grumos de grasa, y una fuente de carne asada, y media hogaza de pan, de la que arrancaría esas migas esponjosas que se deshacían en la lengua. Soñó en platos de arroz y de tallarines con pasas y canela, tal como los guisaba deliciosamente Raisl; y en todo lo que cocinaba con leche agria: blintzes, pastelillos de queso, patatas hervidas, rábanos, chalotes, rodajas de pepino. Y también en los enormes y jugosos tomates que había visto en la cocina de Viskover. Chupó el jugoso tomate hasta que le chorreó por las comisuras de los labios, y después, antes de echarse a dormir, se lo acabó, bien cargado de sal y con una rebanada de pan blanco.
Después de tales fantasías, le costó esperar a que llegase el guardián con el desayuno: sin embargo, cuando entró éste, se dominó y comió muy despacio. Primero, chupó el pan hasta apurar todo su sabor a cereal, y, después, lo tragó poco a poco. En general, guardaba una parte de la ración para la noche, cuando, ya acostado, creía enloquecer pensando en la comida. Después del pan, se comió las gachas, chupando los granos de avena hasta que se le deshizo en la boca. Por la noche, paladeó las cucharadas de sopa, los pulposos pedacitos de col y las hebras de carne, tomando aquélla a pequeños sorbos, tragándola despacio y rebañando el tazón con la cuchara ennegrecida. Se sintió agradecido por la ración más satisfactoria que le daban, y, aunque no logró aplacar el hambre por completo, la mayor cantidad y mejor calidad de la comida hicieron que no se sintiera tan hambriento como antes.
Pero, al cabo de una semana, perdió el apetito. Una mañana, se despertó con mareos y esperó todo el día a que desapareciesen, pero todavía se sintió peor. Sentía dolor en la boca, en los ojos y en las tripas. «No es asma —pensó—. Entonces, ¿qué tengo?». Le dolían las axilas y las ingles, sentía un frío interno y tenía los pies helados. También tenía diarrea.
—¿Qué te pasa? —preguntó Zhitnyak, al entrar en la celda por la mañana—. Anoche, no te comiste la sopa.
—Estoy enfermo —dijo el remendón, envuelto en su capote sobre el jergón de paja.
—Bueno —dijo el guardián, escrutando el rostro del preso—, tal vez has pillado el tifus.
—¿No podría pasar a la enfermería?
—No. Ya estuviste allí. Pero quizá se lo diga al alcaide cuando le vea. Mientras tanto, harás bien en comerte estas gachas de avena. Están hechas con leche caliente, y esto es bueno para los enfermos.
—¿No podría, al menos, salir al patio a respirar un poco de aire? La celda apesta, y hace mucho tiempo que no he hecho ejercicio. Tal vez me sentiría mejor ahí fuera.
—Si la celda apesta, es porque apestas tú. Y no puedes salir al patio porque, estando incomunicado, no lo permite el reglamento.
—¿Cuánto tiempo me tendrán aún así?
—Será mejor que no hagas preguntas. Esto han de decirlo los de arriba.
Yakov comió las gachas y las vomitó. Sudó violentamente, y empapó el colchón. Por la noche, entró un médico en la celda, un joven de barba rala y sombrero castaño. Tomó la temperatura al preso, reconoció su cuerpo y le tomó el pulso.
—No tiene fiebre —dijo—. Es un trastorno gástrico sin importancia. También tiene un poco de urticaria. Beba té y no tome nada sólido durante un par de días. Después, podrá volver a comer como de costumbre.
Y se marchó rápidamente.
Después de dos días de ayuno, el remendón se sintió mejor y volvió a sus gachas y a su sopa de berzas, pero no al pan negro. No tenía fuerzas para masticarlo. Si se tocaba la cabeza, muchos cabellos quedaban pegados a sus dedos. Se sentía indiferente, desalentado. Zhitnyak le observaba por la mirilla. La diarrea le atacaba ahora con mayor frecuencia, y, después, el remendón quedaba derrengado y jadeante sobre su jergón. Aunque estaba muy débil, cuidaba de que la estufa no se apagara en todo el día, y Zhitnyak le dejaba hacer. Pero seguía sintiendo frío y nada parecía capaz de darle calor. La única ventaja era que, ahora, no le registraban.
Volvió a pedir que le llevasen a la enfermería, pero el auxiliar del alcaide fue a verle y le dijo:
—Engulle tu comida y deja de hacerte el melindroso. Es el hambre lo que hace que te sientas enfermo.
Yakov se esforzó en comer y, de momento, pensó que no le iba mal del todo. Pero en seguida vomitó. Vomitó hasta que no le quedó nada en el estómago. Por la noche, tuvo terribles pesadillas, visiones de matanzas en masa que hicieron que se despertase gimiendo. Cuando volvió a adormilarse, unos cosacos mataban a la gente con sus sables. Yakov, oculto debajo de la mesa de su choza, era sacado a rastras y decapitado. Yakov corría por un camino lleno de baches, después de perder un brazo, un ojo y los sangrantes testículos; Raisl yacía en el arenoso suelo, horriblemente violada, desgarradas sus estériles entrañas. El cuerpo rajado y descoyuntado de Shmuel colgaba de una ventana. Yakov se despertó mareado, temeroso de volver a dormirse, aunque, cuando estaba despierto, el hedor sofocante causado por su enfermedad aún era más insoportable que sus pesadillas. Y deseó morir.
Una noche, soñó que Bibikov estaba colgado encima de él y se despertó sintiendo un gusto fuerte en la boca, como si su lengua se hubiera vuelto de bronce.
Se incorporó aterrorizado.
—¡Veneno! ¡Dios mío, me están envenenando!
Y lloró durante un rato.
Por la mañana, no quiso probar la comida ni beber el té que le trajo Zhitnyak.
—Come —le ordenó el guardián—, o nunca acabarás de estar enfermo.
—¿Por qué no me pegáis un tiro? —dijo amargamente el remendón—. Sería más fácil para los dos que ese maldito veneno.
Zhitnyak palideció y salió corriendo de la celda.
Volvió con el alcaide auxiliar.
—¿Por qué he de perder tanto tiempo por un maldito judío? —dijo.
—Me están envenenando —dijo Yakov, con voz ronca—. No tienen verdaderas pruebas contra mí, y envenenan mi comida para quitarme de en medio.
—Es mentira —dijo el alcaide auxiliar—. Has perdido la cabeza.
—¡No quiero comer lo que me dan! —gritó Yakov—. ¡Prefiero ayunar!
—Ayuna cuanto quieras, igual te morirás.
—Vosotros me habréis asesinado.
—Ved quién acusa a otros de asesinos —dijo el alcaide auxiliar—. El sanguinario criminal que mató a un niño cristiano de doce años. —Y, cuando salían de la celda, increpó a Zhitnyak—: ¡Estúpido! —le dijo.
El alcaide se presentó al poco rato.
—¿De qué se queja ahora, Bok? El negarse a comer va contra el reglamento de la cárcel. Le advierto que, si sigue portándose mal, será severamente castigado.
—¡Me están envenenando! —gritó Yakov.
—No sé nada de venenos —dijo el alcaide, en tono severo—. Está inventando un cuento para ponernos en ridículo. El médico dijo que tenía un enfriamiento en el estómago.
—Es veneno. Lo siento dentro de mí. Estoy enfermo, no tengo fuerzas y se me cae el pelo a puñados. Están tratando de matarme.
—¡Váyase al diablo! —dijo el bizco alcaide, saliendo de la celda.
Pero volvió al cabo de media hora.
—Yo no tengo la culpa —dijo—. Nunca he dado semejante orden. Si alguien quiere envenenarle, serán sus amigos judíos, los cuales han tenido siempre fama de envenenadores. Y no crea que he olvidado su tentativa, en esta misma cárcel, de sobornar a Gronfein para que envenenase o matase a Marfa Golov, a fin de que ésta no pudiera declarar ante el Tribunal. Ahora son sus compatriotas judíos quienes tratan de envenenarle por miedo de que confiese su culpa y comprometa a toda su nación. Acabamos de descubrir que uno de los ayudantes del cocinero era un judío disfrazado, y lo hemos enviado a la Policía. Era él quien envenenaba su comida.
—No lo creo —dijo Yakov.
—¿Por qué habíamos de querer nosotros que muriese? Queremos que le condenen a cadena perpetua, para que sirva de lección a los pérfidos judíos.
—No comeré lo que me dan. Pueden matarme a tiros, pero no comeré.
—Si no come lo que le den, se morirá de hambre.
Pero Yakov ayunó durante los cinco días que siguieron. Cambió la enfermedad del veneno por la enfermedad de la inanición. Yacía en su jergón, dormitando continuamente. Zhitnyak le amenazó con azotarle, pero de nada sirvió. Al sexto día, el alcaide volvió a visitarle en su celda, acuoso el ojo bizco y enrojecido el semblante.
—Le ordeno que coma —dijo.
—Sólo comeré de la olla común —respondió débilmente Yakov—. Sólo comeré lo que toman los otros presos. Déjenme ir a la cocina y tomar mis gachas y mi sopa de la olla común.
—Esto es imposible —dijo el alcaide—. No puede salir de su celda. Está rigurosamente incomunicado. No pueden verle los otros presos. Sería contra el reglamento.
—Que vuelvan la cabeza mientras recojo mi ración.
—No —dijo el alcaide.
Pero, después de otro día de ayuno de Yakov, accedió. Dos veces al día, el remendón, en compañía de Zhitnyak, que le apuntaba con la pistola, se dirigía a la cocina, emplazada en el ala oeste de la cárcel. Yakov tomaba su ración de pan y llenaba su escudilla en la olla común, mientras los presos que trabajaban en la cocina permanecían de cara a la pared. No llenaba del todo el tazón, porque, si lo hacía, Zhitnyak devolvía a la olla parte de su contenido.
Volvió a pasar hambre.
4
Pidió que le dejaran hacer algo. Le dolían las manos a causa de su inactividad. Se brindó a reparar muebles y a construir mesas, sillas y otros objetos necesarios: sólo pedía unas cuantas tablas y su bolsa de herramientas. Añoraba su serrucho, su cepillo alemán, el martillo y la escuadra. Se imaginaba que los tenía entre las manos y evocaba su funcionamiento. La afilada sierra podía cortar una tabla de seis pulgadas en diez segundos. Le gustaba el tacto y el olor de las virutas de madera. A veces, oía in mente el zumbido en dos tonos de la sierra y los seguros golpes del martillo. Recordaba objetos que había construido con sus útiles y, en ocasiones, los reconstruía mentalmente. Si hubiese tenido herramientas —aunque no hubieran sido las suyas— y unos trozos de madera, habría podido ganarse unos cuantos kopeks para comprarse unos calzoncillos, un chaleco de lana, un par de calcetines de abrigo y otras cosas que necesitaba. Con algún dinero, tal vez habría podido pagar a alguien para que le cursase a escondidas una carta, o, al menos, un mensaje a Aarón Latke. Pero le negaron la madera y las herramientas, y, para hacer algo con las manos, empezó a chascar constantemente los nudillos de sus dedos.
Pidió un periódico, un libro cualquiera, algo para leer y para olvidar su tedio. Zhitnyak le respondió que la lectura estaba prohibida a los presos que habían vulnerado el reglamento. Así lo había dicho el alcaide auxiliar. Tampoco podía usar lápiz y papel.
—Si no hubieses escrito aquellas cartas, ahora no estarías incomunicado.
—¿Y dónde estaría? —preguntó Yakov.
—En la celda común.
—¿Sabe cuándo van a juzgarme?
—No. Nadie lo sabe. Por tanto, no me preguntes nada.
En una ocasión, Yakov le preguntó:
—¿Por qué trató de envenenarme, Zhitnyak? ¿Qué le había hecho yo?
—Nadie ha dicho que hubiese veneno en la comida —respondió vacilante el guardián—. Yo no hice más que darte lo que me ordenaron.
Después, le dijo:
—No fue culpa mía. Nadie quiso hacerte daño. El alcaide auxiliar pensó que confesarías antes si caías enfermo. El alcaide le echó una buena bronca.
Al día siguiente, Zhitnyak le trajo una escoba de mimbres.
—Si quieres conservarla, cierra el pico de ahora en adelante. El alcaide auxiliar dice que está harto de tus charlas conmigo. No debo escucharte más.
La escoba era un rígido manojo de ramitas de mimbre atadas con una cuerda. Yakov la empleaba para barrer la celda todas las mañanas, sin esforzarse mucho al principio, porque todavía se sentía débil de su enfermedad. Sin embargo, necesitaba hacer un poco de ejercicio para fortalecerse un tanto. Volvió a pedir que le dejaran salir al patio de cuando en cuando, pero, tal como esperaba, se lo negaron. Todos los días, barría minuciosamente el suelo de piedra, tanto la parte seca como la mojada. Barría todos los rincones de la celda, levantaba el jergón y barría también debajo de él. Rascaba las grietas entre las piedras, y, en una ocasión, salió de una de ellas un ciempiés. Éste escapó por debajo de la puerta, y el remendón sintió un escalofrío. También empleaba el mango de la escoba para sacudir el jergón; pero la funda estaba rasgada por ambos lados, dejando al descubierto la descolorida paja, motivo por el cual dejó de sacudirlo, temeroso de acabar de deshacerlo. Además, cuando lo golpeaba, el colchón desprendía malos olores. Se limitó, pues, a golpearlo un poco con las manos todas las mañanas, como para refrescarlo.
Trataba de arreglárselas lo mejor posible para romper la monotonía de las interminables horas. Cuando sonaba la campana en el pasillo, a las cinco de la mañana, se levantaba y, envuelto en la fría oscuridad, quitaba rápidamente la ceniza de la estufa con la mano, levantando un polvillo que se metía en su nariz, barría el montoncito de ceniza y vertía ésta en una caja que le habían dado para este fin. Después, ponía astillas, ramitas secas y algunos troncos en la estufa, y esperaba a que Zhitnyak, o a veces Kogin, viniesen a encenderla. Antes, el guardián encendía la estufa cuando entraba con el desayuno; pero, como ahora iba Yakov a buscarlo a la cocina, encendía el fuego cuando el preso regresaba de aquélla. Dos veces al día, iba Yakov a la cocina, empeñado en no renunciar al privilegio de salir unos minutos de su celda, aunque el alcaide en persona le había asegurado que la comida sería «perfectamente comestible» si era traída por los presos y entregada por éstos a los guardianes.
—No tiene que temer nada de nosotros, Bok —le dijo—. Puedo asegurarle que el fiscal, al igual que las demás autoridades, sólo desea que sea juzgado. Nadie quiere quitarle de en medio. Tenemos otros planes.
—¿Cuándo se celebrará el juicio?
—Lo ignoro —respondió el alcaide Grizitskov—. Todavía están recogiendo pruebas. Y esto requiere tiempo.
—Entonces, si no le importa, prefiero seguir yendo a la cocina.
«Mientras pueda —pensó—. He pagado por este privilegio». Estaba convencido de que, si le permitían hacerlo, era porque sabían que él sabía que habían tratado de envenenarle.
En cambio, los registros personales aumentaron a tres por día. El corazón de Yakov se desbocaba después de estas experiencias, le invadía un odio feroz, y tardaba un buen rato en sosegarse. A veces, después de un registro, barría la celda por segunda y por tercera vez, para quitarse el mal gusto. O sacaba la ceniza de la estufa y preparaba la leña para encenderla, mucho antes de que llegase Zhitnyak a buscarle para llevarle a la cocina a recoger la cena. Aunque la estufa echaba mucho humo, el remendón comía junto a ella, y cuando había apurado la taza de té, añadía un par de troncos y se echaba suspirando en su jergón, confiado en dormirse antes de que se apagara la estufa y se helase el ambiente de la celda. Había días en que el agua aparecía helada por la mañana y tenía que derretirla para beber.
El acto de orinar era otro de sus pasatiempos. Orinaba a menudo, escuchando el ruido del líquido en el cubo de hojalata. En ocasiones, se aguantaba las ganas para poder orinar con fuerza y copiosamente. Cuando el cubo estaba lleno, le ofrecía una nueva diversión momentánea. Cada dos días, uno de los guardianes llenaba la jarra de agua que le servía para beber y para lavarse. No había toallas, y se enjugaba las manos con la rasgada chaqueta, o acercándolas a la estufa y frotándolas hasta que estaban secas. Fetyukov le había dado un peine roto, con el que se peinaba ahora el remendón el pelo y la barba. En dos ocasiones, durante todo aquel período, le habían permitido ir al lavabo, acompañado de un guardia y cuando no había allí ningún otro preso, y había podido lavarse el cuerpo con agua tibia de un barreño de madera. Le inquietó ver lo mucho que había adelgazado. Se negaban a cortarle el cabello, pero, una vez, viendo que su cabeza estaba llena de piojos, el barbero de la cárcel le dio una fricción con petróleo y dejó que se quitara los piojos muertos con un peine espeso. Jamás le recortaron la barba, aunque nadie se opuso a que la llevara peinada. De cuando en cuando, si Yakov se quejaba de que tenía las uñas demasiado largas, Zhitnyak cuidaba de cortárselas. Pero no permitía que el preso cogiese las tijeras. Después, el guardián recogía los recortes de uña y los guardaba en una bolsita de hule.
—¿Para qué es eso? —le había preguntado Yakov.
—Para un análisis que quieren hacer —le había respondido el guardián.
Una mañana, apareció algo nuevo en la celda de Yakov. Un viejo manto de oración y un par de filacterias habían sido dejados allí mientras él iba a la cocina en busca de la comida. Examinó las filacterias, pero las dejó a un lado; en cambio, se puso el manto de oración debajo del capote para calentarse un poco más. Su uniforme de preso era más grueso que el que le habían dado al principio, pero otros muchos lo habían usado antes que él, y se caía a trozos. También tenía un gorrito con orejeras, pero le estaba chico, cosa que remediaba en parte bajando las orejeras. Las costuras de su capote se habían descosido en algunos sitios. Zhitnyak le prestó una aguja y un poco de hilo para que las cosiera, y Yakov recibió una bofetada del guardián, al decirle después a éste que había perdido la aguja. En realidad, no la había perdido, sino que la había ocultado dentro de la estufa. Pero las costuras volvieron a abrirse, y no tenía más hilo. Le habían quitado los zuecos de madera y, ahora, llevaba unos zapatos bastos y sin cordones; no le estaba permitido llevar cinturón. Cuando Yakov se puso el manto de oración, Zhitnyak empezó a vigilarle a través de la mirilla, asomando un ojo en el momento menos pensado, como si esperase sorprenderle orando. Pero quedó defraudado.
Yakov pasaba horas enteras paseando por la celda. Así recorrió una distancia igual a un viaje de ida y vuelta a Siberia. Seis o siete veces al día, leía el reglamento de la cárcel. A veces, se sentaba a la desvencijada mesa. Podía comer en ella, pero éste era el único uso que tenía para él. Si al menos hubiese tenido un lápiz y un pedazo de papel, habría podido escribir algo. Y, con un cuchillo, habría podido tallar un pedazo de madera; pero ¿quién le daría un cuchillo? Se soplaba las manos constantemente. Temía volverse loco de no hacer nada. ¡Si al menos tuviese un libro para leer…! Recordaba cómo había estudiado y leído en su habitación de encima del establo de la fábrica de ladrillos, sentado a la mesa que él mismo había construido con sus herramientas. Una vez, en el preciso instante en que Zhitnyak se retiró de la mirilla, el remendón amontonó rápidamente unos trozos de leña junto a la pared y se subió encima de ellos con la esperanza de poder echar un vistazo al patio de la cárcel. Pensó que los presos debían de estar paseando en aquel momento. Y se preguntaba si alguno de los que conocía seguiría en la prisión, o si todos habrían salido ya de ella. Pero no pudo alcanzar los barrotes de la ventana con las manos, y lo único que vio fue un retazo de cielo plomizo.
5
Zhitnyak le había prohibido que leyese los trozos de periódico que le daba para limpiarse, aunque Yakov lograba leer algún fragmento de cuando en cuando.
—Los enemigos del Estado no pueden leer nada —le había dicho el guardián a través de la mirilla—. Y tú eres uno de ellos.
Durante aquellos vacíos e interminables días, el remendón, para distraerse un poco de su aflicción, se esforzaba en recordar algunas de las cosas que había leído. Recordaba algunos incidentes de la vida de Spinoza: su maldición por los judíos en la sinagoga; el asesino que había intentado matarle en la calle, por sus ideas; su vida y su muerte en un cuchitril, donde había estudiado y pulido lentes para ganarse la vida, hasta que sus pulmones se habían vuelto de cristal. Había muerto joven, pobre y perseguido; pero había sido el hombre más libre del mundo. Libre de pensar, de comprender la Necesidad, de construir su filosofía. En cambio, las ideas le servían de poco al remendón: su libertad era inexistente. Se hallaba encerrado en una celda e incluso en sus recuerdos, porque mucho de lo que le había ocurrido durante su vida, que en ocasiones había parecido libre, parecía encaminado a llevarle a su presente encierro. La Necesidad había liberado a Spinoza y encarcelado a Yakov. Spinoza pensaba en sí mismo como incluido en el Universo; los pobres pensamientos de Yakov estaban encerrados en una celda.
«¿A quién puedo compararme?».
Trató de recordar la Biología que había estudiado y de reflexionar sobre todos los pasajes de Historia que acudían a su mente. Decían que Dios se manifestaba en la Historia y se servía de ésta para sus fines; pero, si era así, no se apiadaba de los hombres. Dios pedía socorro y se golpeaba el pecho; pero no podía haber socorro donde no había misericordia. ¿Había misericordia en el rayo? Sólo el hombre era capaz de misericordia; la compasión era una sorpresa para Dios. No la había inventado Él. Y Yakov recordaba también los cuentos de Peretz, y varios artículos de Scholem Aleichem que había leído en los periódicos, y unas cuantas narraciones breves de Chejov. Recordaba cosas de la Escritura, en particular, fragmentos de salmos que había leído en hebreo y en tomos encuadernados con viejo pergamino. En cierto sentido, olía los salmos igual que los oía. Los cantaban cada semana en la sinagoga para glorificar a Dios y proteger al shtetl de todo mal, cosa que nunca lograban. Yakov los había cantado, o los había oído cantar en muchas ocasiones, y ahora, en un período de evocación, murmuraba versos y estrofas que no creía recordar. Era incapaz de recordar un salmo entero, pero, juntando varios fragmentos, compuso uno que recitaba en voz alta en su celda, para no olvidarlo y tener de este modo algo que decir. Por la mañana, lo recitaba en hebreo, y por la noche, tumbado en su jergón, se esforzaba en traducir los versos al ruso. Y sabía que Kogin le estaba escuchando cuando los decía en voz alta en la oscuridad.
Mirad, obró con iniquidad;
Sí, concibió maldad y levantó calumnia.
Había cavado un pozo, y lo ahondó.
Y cayó en el pozo que había hecho.
Consumido estoy a fuerza de gemir;
Todas las noches inundo mi lecho,
Y con mis lágrimas humedezco mi estrado.
Pues mis días se consumen como humo,
Y mis huesos son quemados como en un hogar,
Mi corazón se quiebra como el cristal, y languidece;
Porque olvidé comer mi pan.
Levántanse testigos falsos;
Me preguntan cosas que no sé.
Porque oí los murmullos de muchos,
Terror por todos los costados.
Mientras se confabulaban contra mí,
Proyectaban arrancarme la vida.
¡Álzate, oh Señor! Alza Tu mano,
No te olvides de los desvalidos.
Quebranta Tú el brazo del malvado.
Tú harás con ellos una rugiente fogata
En la hora de Tu ira.
Combó también los cielos, y cayeron;
Y se hizo una espesa oscuridad bajo Sus pies.
Y lanzóles sus saetas y los desbarató;
Fulminó sus muchos rayos y los consternó.
He perseguido a mis enemigos y los he alcanzado;
No volví atrás hasta que estuvieron consumidos.
Se veía persiguiendo a sus enemigos, con Dios a su lado; pero, cuando quería mirar a Dios, no veía nada y sólo oía un estentóreo «Ja Ja». Era su propia risa de recluso.
6
”Hurgo en mi memoria. Pienso en Raisl. Si estoy en la cárcel, ¿qué importa esto? La primera vez que la vi, iba ella en la desvencijada carreta de su padre, tirada por el escuálido jamelgo de triste memoria. Estaba sentada junto a su madre enferma, entre sus pocos cachivaches. Shmuel se sentaba en el pescante, hablando consigo mismo, o a la cola del caballo, o a Dios; iba adonde le llevaba el rocín, pero, adondequiera que fuesen, lo hacían retrocediendo. No sé de dónde venían. ¿De dónde puede venirse en el Pale, que sea diferente del sitio adonde se va? En todas partes trataba Shmuel de vivir mejor, y en todas partes fracasaba; por consiguiente, tenía que probar en otro sitio. Llegó a nuestro pueblo, y la madre, harta de ir a la ventura, se murió en seguida. A su tumba se debió que él se quedara en el lugar. ¿Qué hija podía salir de un padre tan maltratado por la suerte? Me mantuve apartado de ella. Naturalmente, estuve apartado de ella mientras serví en el Ejército. Pero continué apartado al regresar, aunque no por mucho tiempo. (Me habría hecho un gran favor si se hubiese casado durante mi ausencia). De todos modos, era una chica bonita, inteligente y descontentadiza, y ya entonces tenía los ojos tristes. Al menos, el derecho era triste. El izquierdo era neutral, como yo. La vi muchas veces en el mercado antes de atreverme a hablarle. Me asustaba, no estaba seguro de poseer lo que ella quería. Temía que me tirase de las narices en el futuro. Sea como fuere, vi que los otros jóvenes la miraban, y también la miré. Era delgada y larguirucha y tenía los senos muy pequeños. Recuerdo su cabello negro recogido en trenzas, sus ojos profundos y su cuello largo. Por la mañana, llevaba el vestido que había lavado por la noche. A veces, aún estaba húmedo. El padre quería que trabajase de criada de servicio, pero ella se negaba. Compró unos cuantos huevos a una campesina y montó un tenderete en el mercado. Siempre que yo podía, le compraba un huevo. Ella vivía con Shmuel en una choza junto a la carretera, cerca del arroyo de la casa de baños. Cuando iba a visitarles, parecían contentos, sobre todo, el padre. Buscaba un marido para su hija, y ésta no tenía dote, salvo su virginidad, si es que la conservaba. Pero él conocía mi tipo. Sabía que no haría preguntas, y tampoco él me daría explicaciones.
”Ella y yo paseábamos por el bosque, junto al agua. Le mostré mis herramientas y, en una ocasión, corté un arbolito con la sierra. Apuntalé un poco su choza y construí una mesa, un armario y unos cuantos estantes con unas tablas que había recogido. Si había un pollito para comer, yo iba también los viernes por la noche. Raisl bendecía las velas y servía la comida; era muy agradable. Nos gustábamos, pero dudábamos los dos. Creo que ella pensaba: «No se moverá de aquí. No es ambicioso. Querrá quedarse para siempre. ¿Qué futuro me espera?». Y yo pensaba: «Es una chica complicada, y no será fácil tenerla contenta. Cuando se le antoje algo, me volverá loco para conseguirlo». Sin embargo, me gustaba estar con ella. Un día, en el bosque, fuimos marido y mujer. Ella dijo que no, pero acabó cediendo. Más tarde, se sintió preocupada. Temía que, si tenía un hijo, éste nacería tullido o con siete dedos. «No seas supersticiosa —le dije—. Si quieres ser libre, tienes ante todo que liberar tu mente». Pero ella se echó a llorar. Al cabo de un rato, le dije: «Está bien, ya has llorado bastante. Lo mejor será que nos casemos antes de que esto vuelva a ocurrir. Necesito una esposa y tú necesitas un marido». Al oír esto, abrió mucho los ojos y éstos volvieron a llenarse de lágrimas. No me respondió. «¿Por qué no me has dicho que me amas?», dijo ella. «¿Quién habla de amor en el shtetl? —le pregunté—. ¿Acaso somos millonarios?». No le dije que aquella palabra me ponía nervioso. ¿Qué sabe del amor un hombre como yo? «Si no me amas, no puedo casarme contigo», me respondió. Pero su padre empezó a zumbar junto a mi oído: «Es una muñeca, una chica maravillosa, no errarás casándote con ella. Trabajará de firme y, entre los dos, os ganaréis la vida». Por consiguiente, me declaré y ella me respondió que sí. Tal vez mi pobre futuro parecía aún mejor que el suyo.
”Después de casarnos, ella sólo sabía hablarme de partir de Rusia, llevándonos a su padre, porque las cosas, en vez de mejorar, se ponían cada día peor. Peor para nosotros y peor para los rusos. «Vendámoslo todo y marchémonos, ahora que estamos a tiempo». Yo le respondía: «Aunque lo vendiésemos todo, no sacaríamos nada. Créeme, hay muchos sitios adonde ir en este vasto mundo, pero, ante todo, voy a trabajar de firme y a ahorrar un puñado de rublos. Quizá podamos llegar lejos. Dentro de un par de años, podremos marcharnos». Ella me miraba con ceño: «Si esperas un año, nunca nos iremos. Tienes miedo de salir de aquí». Quizá tenía razón, pero yo le decía: «Tu padre ha cambiado continuamente de lugar, y no tiene más que el aire que respira. Antes de pensar en marcharnos, quiero reunir un pequeño capital». Esto no era toda la verdad. En realidad, no tenía ninguna prisa por marchar a otro país. Algunos hombres son exploradores por naturaleza. La mía me inclina más bien a permanecer bajo la misma luna y las mismas estrellas, y bajo el mismo techo en tiempo lluvioso. El mundo es extraño, ¿por qué empeñarnos en que lo sea más? Cuando estuve en el ejército del zar, temía poco al mundo, pero la cosa cambió en cuanto regresé a mi casa. En otras palabras: para moverme, necesitaba que alguien me empujase. Y ella me empujaba. De todos modos, no nos llevamos del todo mal hasta que, transcurridos un par de años, seguía yo sin capital y, ambos, sin hijos. Raisl estaba deprimida, y, cuando no guardaba silencio, lloraba y se lamentaba amargamente. Nuestra choza estaba dividida en dos pequeñas habitaciones. Por la noche, ella se iba a la cama y yo me quedaba sentado en la cocina. Fue entonces cuando me aficioné por la lectura. Compraba libros aquí y allá —algunos los hurté— y leía a la luz de la lámpara. Muchas veces, después de leer, me echaba a dormir en el banco de la cocina. Cuando leía a Spinoza, permanecía muchas noches levantado. Sus ideas me llenaban de excitación y procuraba formar algunas por mi cuenta. Era el principio de un Yakov diferente. Pensaba en cosas que jamás me habían pasado por la mente, y un día, cuando empecé a leer un poco de Historia y también un folleto sobre Nicolás I, me dije: «Ella tiene razón: deberíamos marcharnos de aquí, y, cuanto antes, mejor».
”Pero ¿adónde se puede ir con los bolsillos vacíos? No fuimos a ninguna parte. Transcurrieron casi seis años desde nuestra boda, y los hijos seguían sin venir. Yo no decía nada, pero, en el fondo de mi corazón, estaba desesperado. ¿A quién podría mirar a la cara? Y Raisl, en el fondo de su corazón, estaba frenética. Echaba la culpa a sus pecados. Tal vez a los míos. Y volvió a correr de un rabino a otro, en nuestro pueblo y en otros, sin que le sirviera de nada. Acudió a la magia y a los encantamientos. Recitaba versículos de la Sagrada Escritura y bebía pócimas en las que exprimía órganos de liebre y de pescado. Yo no creo en estas cosas. Y, como cabía esperar, de nada le sirvieron. «¿Por qué me ha maldecido Dios?», gritaba. «¿Qué Dios?», le decía yo. Estaba desesperada. «¿Seré siempre como mi padre? ¿Es que nunca tendré nada? ¿Tendré incluso menos que mi padre?». Aquellos días vivía yo en continua tormenta. Ella corría de un lado a otro, lloraba, maldecía su vida. Yo hablaba menos y leía más, aunque los libros no me daban un solo kopek, a menos que los vendiese. Pensé en llevarla a un médico eminente de Kiev, pero ¿quién pagaría sus honorarios? Y nada ocurrió. Ella siguió estéril, y yo seguí pobre. Diariamente, me pedía que saliésemos de allí; tal vez cambiaría nuestra suerte. «¿Marcharnos? —le decía yo—. Para volar, hay que tener alas». Y añadía: «Ya ves cómo ha cambiado la suerte de tu padre». Y ella me miraba con odio. Empecé a pasar las noches fuera de casa. Cuando no lo hacía así, dormía en la cocina. Al cabo de un tiempo, oí que murmuraban de ella en las tabernas. Y, un día, se marchó. Abrí la puerta y encontré la casa vacía, Al principio, la maldije como maldecían los personajes de la Biblia a sus esposas adúlteras: «Así se malogre el fruto de su vientre y se sequen sus pechos». Pero ahora lo veo de otro modo: se había ligado a un futuro equivocado.
7
Esperas. Esperas en minutos de esperanza y en días de desesperación. A veces, esperas sin más ni más, y esto es lo peor. Te sumerges en tus pensamientos y tratas de borrar la celda de la cárcel. Si tienes suerte, la celda se esfuma y te pasas media hora al aire libre, más allá de las puertas y de los muros y del odio que sientes contra ti mismo. Si no tienes suerte, tus pensamientos pueden envenenarte. Si tienes suerte y llegas al shtetl, puedes ir a visitar a un amigo, y, si éste ha salido, sentarte en un banco delante de su choza. Puedes oler la hierba y las flores, y mirar las chicas que pasan por el camino. También puedes ganarte un jornal, si hay algún remiendo por hacer. Hoy escasea el trabajo de tu oficio. Pero aún puedes sudar un poco aserrando madera y clavando los trozos. Cuando llega la hora de comer, abres el paquete del yantar… No está mal. Lo único que importa en la comida, es tener un poco cuando hace falta. Un huevo duro con una pulgarada de sal es delicioso. Y también una patata hervida y bien aliñada. Si mojas pan en leche recién ordeñada y lo chupas antes de tragarlo, te sabrá a gloria. Y el té caliente con limón y un terrón de azúcar. Por la noche, caminas sobre el húmedo césped hasta la orilla del bosque. Contemplas la luna en un cielo lechoso. Respiras aire fresco. Te acucia una ambición: todavía hay un futuro. A fin de cuentas, eres libre y estás vivo. Al menos, te imaginas ser libre. Lo peor de estos pensamientos es cuando te abandonan y vuelves a encontrarte en la celda. La celda es tu bosque y tu cielo.
Yakov contaba. Contaba el tiempo, aunque trataba de no hacerlo. El hecho de contar presuponía un fin de la cuenta, al menos, para un hombre que sólo empleaba cifras pequeñas. ¿Cuántas veces, en su vida, había contado hasta ciento? ¿Quién podía contar para siempre? El tiempo se acumulaba. El remendón había arrancado algunas astillas a la leña de la estufa. Las astillas largas representaban meses; las cortas, días. Un día era una carga de tiempo bastante pesada; pero, dentro del día, incluso los minutos podían ser dañinos al acumularse. Cuando uno no tenía nada que hacer, no había nada peor que una eterna sucesión de minutos. Era como llenar con nada un millón de botellas diminutas.
A las cinco de la mañana, empezaba un día que no acababa nunca. En cuanto anochecía, Yakov se tendía en su jergón y trataba de dormir. A veces, se pasaba toda la noche intentándolo. Durante el día, había las regulares inspecciones a través de la mirilla y los tres deprimentes registros corporales; la limpieza, la preparación y el encendido de la estufa. Barrer la celda, orinar en el cubo de hojalata, pasear arriba y abajo y empezar a contar; o sentarse a la mesa sin hacer nada. Tratar de recordar y procurar olvidar. Comer el mezquino yantar. Las cuentas cotidianas y la recitación del salmo que había compuesto. Yakov observaba también los cambios de la luz y de la oscuridad. La oscuridad de la mañana era distinta de la oscuridad de la noche. La oscuridad de la mañana tenía algo de frescura, de expectación, aunque no hubiese podido decir lo que esperaba. La oscuridad de la noche tenía el peso de negras y acumuladas sombras. Por la mañana, las sombras se desdoblaban hasta que sólo quedaba una, que se quedaba en la celda durante un minuto, alrededor de las once, cuando un rayo de sol —los días que hacía sol— lamía la corroída pared interior, a un palmo por encima de su jergón; un rayo de luz dorado que desaparecía en pocos momentos. Una vez, él lo besó en la pared; otra, lo lamió. Cuando se marchaba este rayo de sol, la sombra caía más densa de la ventana. Cuando hurtaba un pedazo de periódico para leer, la oscuridad cubría el papel. En diciembre, se hacía de noche a las tres y media de la tarde. Yakov ponía leña en la estufa, y, cuando regresaban de buscar la ración de la noche, Zhitnyak encendía aquélla. Yakov comía en la oscuridad o a la luz que se filtraba por la entreabierta puerta de la estufa. No había lámpara, ni vela. El remendón ponía a un lado una astilla pequeña, para marcar el día transcurrido, y se arrastraba a su jergón.
Las astillas largas eran meses. Pensó que estaban en enero. Zhitnyak no quiso decírselo, y tampoco Kogin. Le dijeron que tenían prohibido contestar a esta clase de preguntas. Le habían detenido en la fábrica de ladrillos a mediados de abril y había pasado dos meses en el calabozo del Tribunal del Distrito. Calculaba que llevaba otros siete meses en esta cárcel: en total, nueve meses, si no más. Pronto —¿pronto?— llevaría un año de prisión. No pensaba, no podía pensar, en lo que vendría después. No podía prever ningún futuro en el futuro. Cuando pensaba en el futuro, sólo lo hacía en el auto de su procesamiento. Se imaginaba al alcaide descorriendo los seis cerrojos y entregándole el documento en un grueso sobre de color castaño. Pero, siempre en su pensamiento, el alcaide se marchaba y el procesamiento no había llegado aún, y él seguía contando el tiempo. ¿Cuánto tendría que esperar? Esperó, mientras los meses, días y minutos, bullían en su turbado cerebro, y los ciclos de luz y de oscuridad se acumulaban sobre los largos o breves períodos de tiempo. Esperó, con el tedio metiendo los dedos en su garganta. Esperó durante un tiempo que le era desconocido, un tiempo diferente del que llevaba en la mente. Era la espera interminable de algo que podía no ocurrir. En invierno, el tiempo se filtró como nieve sibilante a través de las quebraduras de la enrejada ventana, y nunca paraba de nevar. Y él permanecía envuelto en aquel cúmulo de nieve que le ahogaba sin cesar.
Un día ventoso, Yakov, enfermo de tiempo, se rasgó las vestiduras. Éstas se deshicieron en jirones entre sus dedos.
—¡Bastardos! —gritó a través de la mirilla a los guardianes, a los oficiales de la cárcel, a Grubeshov, a las Centurias Negras—. ¡Antisemitas! ¡Asesinos!
Le dejaron desnudo como estaba. Zhitnyak se negó a encender la estufa. El cuerpo del remendón se volvió azul, mientras el hombre caminaba frenéticamente por la helada celda. Se tumbó en el jergón y empezó a temblar, convulsivamente, envuelto en el manto de oración y en la rasgada manta.
—Mañana —le dijo el alcaide auxiliar, al entrar con el guardián para el último registro del día—, ya no necesitarás ropa. Habrás muerto por congelación. Separa tus sucias nalgas.
Pero el alcaide llegó antes de anochecer y dijo que era inmoral que un judío paseara desnudo por su celda.
—Habríamos podido fusilarte por esto —le dijo.
Arrojó a Yakov otro traje de presidiario y otro capote raído. Después, Zhitnyak encendió la estufa; pero el remendón tardó más de una semana en quitarse el frío de la espina dorsal, y el frío era peor que nunca.
Y Yakov volvió a esperar. La eterna espera.
8
El alcaide, vestido de uniforme, entregó al incomunicado Yakov una citación del fiscal Grubeshov.
—Tiene que ponerse su traje de calle para ir al Tribunal de Plossky. El sumario está concluso.
El remendón cerró los ojos, aturdido. Cuando los abrió de nuevo, el alcaide seguía allí.
—¿Y cómo iré, señor? —preguntó, con voz quebrada.
—Le acompañará un detective. Como el trayecto es corto, podrán ir en tranvía. Sólo dispondrán de hora y media. Es el tiempo que ha fijado el propio fiscal.
—¿Tendré que llevar cadenas en las piernas?
El alcaide se rascó la barba.
—No. Pero irá esposado, y daremos órdenes severas de que le maten en el acto si intenta alguna jugarreta. Además, les seguirán dos agentes de la policía secreta, para el caso de que alguno de sus compinches intentara comunicarse con usted.
Al cabo de media hora, Yakov se hallaba fuera de la cárcel, esperando con el detective la llegada del tranvía. Aunque hacía un día frío y crudo, y la nieve cubría las calles en todas direcciones, y los árboles desnudos recortaban su silueta sobre un cielo helado, el remendón no podía mirar a parte alguna sin que sus ojos se llenasen de lágrimas. Tenía la impresión de ver por primera vez la urdimbre del mundo.
Ya en el tranvía, observaba los escaparates de las tiendas y los transeúntes como si se encontrase en un país extranjero. Era conmovedor ver a un campesino penetrando en una tienda. El detective estaba sentado a su lado, con una mano en el bolsillo del gabán. Era un hombre barrigudo que llevaba gafas y un gorro de piel gris, y guardaba silencio. Durante todo el trayecto hasta el Tribunal el remendón pensó en lo que diría el auto de procesamiento. ¿Se le acusaría simplemente de asesinato, o de asesinato «con fines rituales»? No había pruebas; en el peor de los casos, podían ser «circunstanciales»; pero temía su propia sencillez. Cuando se actuaba de acuerdo con un plan preconcebido, las pruebas podían amañarse. Sin embargo, dijese lo que dijese el auto de procesamiento, lo importante era que, al fin, podría hablar con un abogado. Quizá, después de esto, no le tendrían ya incomunicado. Aunque le tuvieran en una celda con un asesino, sería mejor que su desesperante soledad. El abogado podría decir a todo el mundo quién era él. Diría: «Es un hombre honrado, incapaz de matar a un chiquillo». Lo importante era que fuese un buen abogado. Y se preguntaba en quién estaría pensando Bibikov cuando le habló de «un hombre enérgico y valiente, de excelente reputación». ¿Lo sabría Iván Semyonovitch, si le permitían preguntárselo? ¿Sería ruso o judío, el abogado? ¿Qué le convenía más? ¿Y cómo iba a pagarle? ¿Podía un abogado aconsejarle sin cobrar? Y, aunque pudiese tener un buen abogado, ¿podría éste defenderle, si los datos que había recogido Bibikov habían caído en manos de las Centurias Negras?
A pesar de estas preocupaciones, de sentirse esposado y de hallarse fuera de su celda sólo por unos minutos, Yakov gozaba de su excursión en tranvía. La gente que le rodeaba y el movimiento del vehículo creaban una ilusión de libertad.
En la siguiente parada, dos hombres subieron al tranvía, pasaron junto al remendón y vieron sus manos esposadas. Murmuraron entre sí y, cuando se hubieron sentado, hablaron en voz baja con otras personas. Algunos pasajeros volvieron la cabeza para mirarle. Al advertirlo, Yakov cerró los ojos.
—Es el puerco asesino de un niño cristiano —dijo un hombre que llevaba una bufanda de punto—. Le vi una vez frente a la casa de Marfa Golov, después de su detención.
Algunos de los hombres que iban en el tranvía empezaron a murmurar.
El detective habló con voz calmosa:
—Todo va bien, amigos míos. No se alboroten por nada. Llevo este preso al Tribunal, para que sea procesado por su crimen.
Dos judíos barbudos y tocados con grandes sombreros se apresuraron a apearse del tranvía en la siguiente parada. Un tercero intentó hablar con el preso, pero el detective le apartó con el brazo.
—Si te condenan —gritó el judío a Yakov—, grita: «¡Adelante, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es único!».
Saltó del tranvía en marcha, y los dos agentes de la policía secreta, que se habían levantado, volvieron a sentarse.
Una mujer que llevaba un sombrero con flores de terciopelo escupió al pasar junto al remendón. El escupitajo se escurrió por su barba. Al poco rato, el detective le dio un codazo, y se apearon del tranvía en la siguiente parada.
Caminaban por la acera cubierta de nieve, cuando el detective se detuvo para comprarle una manzana a un vendedor ambulante. La dio al remendón y éste se la comió en tres bocados.
En el edificio del Tribunal, Grubeshov se había trasladado a un despacho más amplio. En la antesala, había seis mesas. Yakov esperó junto al detective, impaciente por ver el auto de procesamiento. «Es curioso —pensó— que me interese tanto un procesamiento por asesinato. Sin embargo, era preciso para que pudiera defenderme».
Les hicieron pasar al despacho interior. El detective, sombrero en mano, le siguió y se plantó en posición de firmes detrás del preso; pero Grubeshov le despidió con un movimiento de cabeza. El fiscal estaba sentado detrás de una mesa, impasible, y miraba al preso con ojos semicerrados. Poco había cambiado en su aspecto. Parecía un poco más viejo; pero, si era así, ¿cuánto habría envejecido Yakov? Se vio con su enmarañada cabellera, barbudo, flotando en el interior de sus vestiduras, y terriblemente asustado.
Grubeshov tosió con fuerza y miró a otra parte. Yakov no vio papeles sobre su mesa. Aunque estaba resuelto a dominarse en presencia de aquel archi-antisemita, no pudo conseguirlo y se echó a temblar. Había estado temblando por dentro y dominándose, pero, al pensar en lo que le había ocurrido a Bibikov, en el trato que le habían dado a él mismo y en lo que había tenido que sufrir por causa de Grubeshov, un nudo de odio le oprimió la garganta y su cuerpo tembló. Tembló violentamente, como pugnando por expulsar una sustancia venenosa. Y, aunque se avergonzaba de temblar de frío o de fiebre ante aquel hombre, no podía evitarlo.
El fiscal le observó, intrigado, durante un minuto.
—¿Acaso está resfriado, Bok? —le preguntó, con fingida compasión.
El remendón, sin dejar de temblar, afirmó con la cabeza.
—¿Ha estado enfermo?
Yakov asintió de nuevo, tratando de ocultar el desprecio que sentía por aquel hombre.
—Lo siento —dijo el fiscal—. Bueno, siéntese y procure dominarse. Tenemos que hablar de otros asuntos.
Abrió el cajón de su mesa escritorio y sacó un fajo de papeles de color azul escritos a máquina. Habría, al menos, unas veinte hojas.
«¿Tantas, Dios mío?», pensó Yakov. Dejó de temblar y se inclinó ansiosamente hacia delante.
—Conque —dijo Grubeshov, sonriendo, como si el asunto le pillara de nuevas— viene usted a que le notifique el procesamiento, ¿no?
Hojeó los papeles. El remendón los miró fijamente y se humedeció los labios.
—Supongo que el encarcelamiento no le habrá parecido muy divertido, ¿eh?
Aunque hubiese querido gritar, Yakov se limitó a negar con la cabeza.
—¿Le ha hecho cambiar de modo de pensar?
—No sobre mi inocencia.
Grubeshov rió entre dientes y apartó su silla de la mesa.
—El hombre terco camina con los dos pies atados —dijo—. Me sorprende usted, Bok. Nunca he creído que fuese estúpido. Supongo que comprende que su futuro es nulo, si sigue mostrándose testarudo.
—Dígame, por favor, ¿cuándo podré ver a un abogado?
—Los abogados no van a servirle de nada. Se lo aseguro.
El remendón se quedó tieso, silencioso pero alerta.
Grubeshov empezó a pasear sobre la alfombra oriental.
—Aunque tuviera media docena de abogados, sería condenado y sentenciado a reclusión perpetua. ¿Se imagina que un jurado de rusos patriotas puede tragarse lo que cualquier picapleitos le haga decir a usted?
—Sólo voy a decirles la verdad.
—Si la «verdad» es lo que nos ha dicho a nosotros, ningún ruso sensato va a creerle.
—Yo pensé que usted sí que me creería, señor… ya que conoce las pruebas.
Grubeshov suspendió su paseo para aclararse la garganta.
—Yo menos que nadie —dijo—, aunque he pensado en la posibilidad de que fuese usted antaño un hombre virtuoso, convertido en víctima expiatoria de sus correligionarios. ¿Le interesaría saber que el propio zar está persuadido de que cometió usted el crimen?
—¿El zar? —dijo, perplejo—. ¿Sabe de mí? ¿Y cómo puede creer que hice tal cosa?
Sintió un enorme peso sobre su corazón.
—Su Majestad se interesó activamente en este caso desde que leyó el asesinato de Zhenia en los periódicos. En el acto, se sentó a su mesa y me escribió una nota de su puño y letra, diciéndome: Confío en que no se dará punto de reposo hasta descubrir y llevar a los Tribunales al despreciable judío que ha asesinado a ese muchacho. Lo cito de memoria. Su Majestad es persona muy sensible, y algunas de sus intuiciones son extraordinarias. Desde entonces, le he tenido al corriente del curso de la investigación. Ésta se lleva a cabo con su conocimiento y su plena aprobación.
«¡Ay, a esto se llama mala suerte!», pensó el remendón. Al cabo de un momento, dijo:
—Pero ¿por qué habría de creer el zar lo que no es cierto?
Grubeshov volvió rápidamente a su mesa y tomó asiento.
—Está persuadido, como lo estamos todos, por el conjunto de pruebas contenidas en las declaraciones de los testigos.
—¿Qué testigos?
—Sabe perfectamente quiénes son —dijo, impaciente, Grubeshov—. Nikolai Maximovich y su hija, por ejemplo, ambos personas cultas y honestas, Marfa Golov, afligida madre de un hijo infortunado, veraz a pesar de su tragedia. El capataz Proshko y los dos conductores. El portero Skobeliev, que vio cómo usted ofrecía caramelos a Zhenia, y declarará ante el Tribunal que usted persiguió varias veces al muchacho en el patio de la fábrica. Según dice Nikolai Maximovich, el hombre fue despedido de su empleo gracias a usted.
—Ni siquiera sabía que le hubiesen despedido.
—Hay muchas cosas que ignora y que no tardará en saber.
Grubeshov siguió enumerando testigos:
—Llamaré también a declarar a su compañero de celda judío, Gronfein, al cual pidió, como favor a la comunidad judía, que sobornase a Marfa Vladimirovna para que no declarase contra usted. A una pordiosera que le pidió limosna en una ocasión, limosna que usted le negó, y que le vio entrar en una tienda donde afilan cuchillos. Al dueño de este establecimiento y a su ayudante, los cuales dirán que le afilaron dos cuchillos hasta el máximo y se los entregaron después. A varios religiosos, especialistas en Historia judía y Teología, y a ciertos psiquiatras que han estudiado a fondo la mentalidad judía. Tenemos ya más de treinta testigos dignos de crédito. Su Majestad ha leído todos los testimonios importantes. La última vez que estuvo en Kiev, poco después de su detención, tuve el honor de informarle: «Celebro poder decir a Vuestra Majestad que el culpable de la muerte de Zhenia Golov ha sido detenido y se encuentra ya en la cárcel. Se llama Yakov Bok y pertenece a un grupo de judíos fanáticos, los hasidim». Y Su Majestad se descubrió, aunque estaba lloviendo, y se santiguó para dar gracias al Señor por su detención.
El remendón se imaginó al zar santiguándose, descubierto bajo la lluvia. Por primera vez, se preguntó si no sería un caso de identidad equivocada. ¿Le habrían confundido con otra persona?
El fiscal abrió un cajón de su escritorio y sacó una carpeta de recortes de periódico. Leyó en uno de ellos:
—«Su Majestad manifestó haberse confirmado su creencia de que el crimen era obra de un criminal judío, el cual debe ser severamente castigado por su bárbara acción. Debemos hacer todo lo necesario para proteger a los inocentes niños rusos y a sus atribuladas madres. Cuando pienso en mi esposa y en mis hijos, pienso también en aquéllos». Si el soberano del Estado ruso y todos sus súbditos están persuadidos de su culpabilidad, ¿cree todavía que le será posible obtener un veredicto de inocencia? No, le aseguro que no. Ningún jurado ruso sería capaz de absolverle.
—Sin embargo —dijo el remendón, exhalando un suspiro entrecortado—. Todo depende del peso de las pruebas.
—No tengo ninguna duda sobre su peso. ¿Tiene usted mejores pruebas en contrario?
—¿Y si algún grupo antisemita cometió el crimen para que fuesen culpados los judíos?
Grubeshov descargó un puñetazo sobre la mesa.
—¡Monstruosa calumnia! Hay que ser judío para echar sobre sus acusadores la culpa de su propio crimen. Por lo visto, ignora sus propias confesiones. Sí, sus confesiones de culpabilidad.
El fiscal empezaba a sudar, y su aliento producía un rumor sibilante en su nariz.
—¿Yo? —exclamó Yakov, al borde del pánico—. ¿Qué confesiones? No hice ninguna.
—Tal vez lo crea así, pero tenemos ya constancia de una serie de confesiones hechas por usted durante el sueño. El guardián Kogin tomó nota de ellas, y también las oyó el alcaide auxiliar al escuchar por la noche, desde la puerta de su celda. Es evidente que le remuerde la conciencia, Yakov Bok, y no le faltan razones para ello. Cuando duerme, el horrible recuerdo de su crimen le hace prorrumpir en lágrimas, suspiros, exclamaciones, gruñidos e incluso sollozos de remordimiento. Y precisamente porque siente algún remordimiento, estoy dispuesto a mostrarme amable con usted.
Los ojos de Yakov volvieron a fijarse en los papeles de encima de la mesa.
—¿Podría ver el auto de procesamiento, señor?
—Mi consejo —dijo Grubeshov, enjugándose el cogote con un pañuelo—, es que firme una confesión, declarando que cometió el crimen contra su voluntad, influido por sus correligionarios. Como ya le dije antes de ahora, si lo hace así, podremos hacer algo para aliviar su situación.
—No tengo nada que confesar. Salvo mis desdichas. No puedo confesarme autor de la muerte de Zhenia Golov.
—Escuche, Bok. Le hablo por su propio bien. Su situación es desesperada. Su confesión tendría más de un efecto beneficioso. Evitaría que se ejercieran represalias contra sus camaradas judíos. ¿Sabe que, cuando fue detenido en Kiev, estuvimos al borde de un pogrom en masa? Si se evitó fue gracias a la fortuita llegada del zar, con motivo de la inauguración de un monumento a uno de sus antepasados. Pero esto no volverá a ocurrir, se lo aseguro. Piénselo bien, pues también usted obtendrá grandes ventajas. Estoy dispuesto a hacer que le saquen en secreto de la cárcel y lo lleven a Podovoloshchisk, en la frontera austríaca. Irá provisto de pasaporte ruso y le daremos los medios necesarios para trasladarse a un país fuera de Europa. Este país puede ser Palestina, América o incluso Australia, si usted prefiere ir allá. Le aconsejo que reflexione. La única alternativa es pasarse toda la vida en el encierro, en circunstancias mucho peores que las que disfruta actualmente.
—Discúlpeme, pero ¿cómo le diría usted al zar que dejó escapar al asesino convicto y confeso de un niño cristiano?
—Esto no es de su incumbencia —dijo Grubeshov.
El remendón no le creyó. Sabía que, si confesaba, estaría perdido para siempre. En realidad, lo estaba ya.
—El alcaide me dijo que me notificaría usted el procesamiento.
Grubeshov estudió detenidamente la primera hoja de papel y volvió a dejarla sobre la mesa.
—El procesamiento requiere la firma del magistrado instructor. Éste se ausentó, por asuntos oficiales, y todavía no ha regresado a su oficina. Mientras tanto, quiero saber lo que contesta a mi más que razonable proposición.
—Podría confesar muchas cosas, pero no este crimen.
—¡Ah! Jamás vi un judío más estúpido.
Yakov dijo que esto era verdad.
—Si cuenta usted con la compasión o quizá la ayuda del magistrado Bibikov, será mejor que renuncie a su esperanza. Ha sido remplazado por otro.
El remendón apretó los dientes para evitar que sus temblores volvieran a empezar.
—¿Dónde está el señor Bibikov?
Grubeshov le respondió, implacable:
—Fue detenido por malversación de fondos oficiales. Incapaz de soportar su vergüenza, se suicidó antes de ser juzgado.
El remendón cerró los ojos.
Después, volvió a abrirlos, y dijo:
—¿Podría hablar con su ayudante, el señor Iván Semyonovitch?
—Iván Semyonovitch Kuzminsky —dijo fríamente el fiscal—, fue detenido en la Feria Agrícola el pasado mes de setiembre. No se descubrió cuando la banda tocaba Dios salve al zar. Si no recuerdo mal, le condenaron a un año de encierro en la Fortaleza Petropavelsky.
El remendón contuvo un grito de angustia.
—¿Comprende ahora?
La cara de Grubeshov estaba tensa, sudorosa.
—¡Soy inocente! —gritó el remendón, con voz ronca.
—Ningún judío es inocente, y, menos, de un asesinato ritual. Además, sabemos que es usted agente del Kahal Judío, el Gobierno judío internacional secreto que conspira en la sombra con la Organización Sionista Mundial, con la Alianza de Herzl y con la Francmasonería Rusa. También tenemos motivos para creer que sus amos buscan la ayuda de los ingleses para derrocar al Gobierno ruso legítimo y erigirse en gobernantes de nuestro país y de nuestro pueblo. No somos incautos. Sabemos lo que se proponen. Hemos leído los «Protocolos de los Ancianos de Sión» y el «Manifiesto Comunista», y comprendemos perfectamente sus intenciones revolucionarias.
—Yo no soy revolucionario. Carezco de experiencia. ¿Qué puedo saber de estas cosas? No soy más que un remendón.
—Puede negar cuanto quiera. Nosotros sabemos la verdad —gritó Grubeshov—. Los judíos dominan el mundo, e incluso nosotros nos sentimos bajo su yugo. Yo, personalmente, me considero bajo el poder de la Prensa judía. Hablar contra los crímenes de los judíos provoca inmediatamente la acusación de ser miembro de las Centurias Negras, de ser oscurantista o reaccionario. Y yo no soy nada de esto. ¡Soy un patriota ruso! ¡Amo al zar de Rusia!
Yakov contempló con mirada afligida los papeles de la acusación.
Grubeshov los agarró y volvió a encerrarlos en el cajón.
—Si lo piensa mejor, hágamelo saber por medio del alcaide. Mientras tanto, seguirá pudriéndose en la cárcel.
Antes de salir Yakov de la oficina, el fiscal, congestionado el rostro, consultó su libreta de notas y le preguntó si estaba emparentado con Baal Shem Tov, con el rabí Zalman Schneur de Ladi, o si había habido algún rabino en su familia. Yakov, sin poder dominar ya sus temblores, respondió que no a todas las preguntas, y Grubeshov anotó cuidadosamente las respuestas.
9
Permaneció sentado en la oscura celda, con su traje carcelario, enmarañada la barba, enrojecidos los ojos, ardiente la cabeza, mordidos los huesos por el frío. La nieve siseaba en la ventana. El viento que se filtraba a través del roto cristal caía encima de él como un pájaro maligno, picoteándole la cabeza y las manos. Después, se levantó y corrió por la celda, visible el aliento, golpeándose el pecho, agitando los brazos, golpeándose las manos amoratadas, llorando de angustia. Suspiró, gimió, imploró la ayuda del Cielo, hasta que Zhitnyak, aplicando un ojo nervioso a la mirilla, le ordenó que se callase. Cuando el guardián encendió el fuego nocturno, el remendón se sentó junto a la humeante estufa, dejando la portezuela abierta, levantado el cuello del capote sobre las orejas e iluminado el rostro por unas llamas que no daban calor. Salvo por el resplandor de los chirriantes carbones de la estufa, la celda estaba a oscuras, húmeda, cargada de aire maloliente y pegajoso. Yakov podía percibir su propio y desagradable olor entre el persistente hedor de todos los presos que habían vivido y muerto en aquella celda miserable.
El remendón tembló durante horas, sumido en la más profunda congoja. ¿Quién le creería? El propio zar sabía de él. El zar estaba persuadido de su culpabilidad. El zar quería verle condenado y castigado. Yakov se vio empeñado en singular combate con el emperador de Todas las Rusias. Luchaban en la oscuridad, rozándose sus barbas, hasta que Nicolás se proclamaba ángel del Señor y ascendía al Cielo.
—No son más que fantasías —murmuró el remendón—. Él no me necesita, y yo no le necesito a él. ¿Por qué no me dejan en paz? En verdad, ¿qué les he hecho?
Su sino le asqueaba. Tratando de huir del Pale, se había visto encarcelado inmediatamente. Desde su nacimiento, le había perseguido la mala suerte. Una pesadilla judía. ¿Acaso el hecho de ser judío no era una maldición eterna? Estaba asqueado de su historia, de su destino, de su sangre culpable.