1

Pasaban los días y los funcionarios rusos esperaban con impaciencia que comenzase el período menstrual de Yakov. Grubeshov y el general consultaban a menudo el calendario. Si no empezaba pronto, amenazaban con extraerle sangre del pene por medio de una máquina que tenían para este fin. La máquina era una bomba de hierro con un indicador que registraba la cantidad de sangre que se extraía. El único peligro estaba en que la máquina no funcionaba bien y, en ocasiones, chupaba toda la sangre del cuerpo. Sólo se empleaba con los judíos; sólo sus penes se adaptaban a ella.

Por la mañana, los guardianes entraron en la celda y le despertaron bruscamente. La registraron minuciosamente y le ordenaron que se vistiera. Después, le esposaron y encadenaron y le hicieron subir dos tramos de escalera; él esperó que le llevasen al despacho de Bibikov, pero le condujeron al del fiscal, que se hallaba al otro lado del pasillo. En un banco colocado junto a la pared de la antesala, se hallaban sentados dos hombres de trajes raídos, los cuales miraron furtivamente al preso y bajaron los ojos en seguida. «Son espías», pensó Yakov. El despacho de Grubeshov era una espaciosa estancia de alto techo, con un icono de Cristo crucificado y rodeado de un halo azul y colgado en la pared detrás del fiscal. Éste estaba sentado a su mesa, leyendo documentos legales y consultando unos libros abiertos que tenía delante. El remendón fue obligado a sentarse frente a Grubeshov, y los guardias se colocaron a su espalda.

El día era desagradablemente caluroso; las ventanas estaban cerradas para que no entrase el calor. El fiscal llevaba un traje ligero y de color verdoso, con el mismo chaleco amarillo y manchado, y corbata negra de lazo. Se había peinado las patillas y se enjugaba la sudorosa cara, las manos y el cogote con un enorme pañuelo. Yakov, todavía turbado por su pesadilla, y casi incapaz de mirar al fiscal después de la actuación de éste en la cueva, sintió que se ahogaba.

—He resuelto recluirle en prisión preventiva en la cárcel de Kiev, donde permanecerá hasta que se celebre el juicio —dijo Grubeshov, sonándose y limpiándose despacio la nariz—. Es difícil calcular cuándo empezará. Por esto quise saber si está dispuesto a colaborar un poco más. Ya que ha tenido tiempo de reflexionar sobre su situación, tal vez quiera ahora decirme la verdad. ¿Qué me responde? Si persiste en su resistencia, no hará más que aumentar sus dificultades. Si colabora, quizá mejore algo su situación.

—¿Qué más puedo decir, señor? —suspiró tristemente el remendón—. He registrado mi saquito de palabras y no encuentro nada que decir, salvo que soy inocente. No hay ninguna prueba contra mí, puesto que no hice lo que ustedes dicen.

—Lo siento. Antes de detenerle, conocíamos ya el papel que había representado en este crimen. Usted era el único judío que vivía en el distrito, a excepción de Mandelbaum y Litvinov, del Gremio de Mercaderes, quienes, quizás deliberadamente, no se encontraban en Rusia en el momento de cometerse el delito. Inmediatamente, sospechamos de un judío, puesto que era imposible que un ruso hubiese cometido esta clase de crimen. Un ruso podría cortarle el cuello a un hombre en una riña, o matar a una persona de un par de puñetazos, pero jamás torturaría malignamente a una inocente criatura, infligiéndole cuarenta y siete heridas mortales.

—Tampoco lo haría yo —dijo el remendón—. No lo llevo en la sangre.

—Las pruebas están contra usted.

—Entonces, las pruebas son erróneas, señor.

—Las pruebas son pruebas, no pueden estar equivocadas.

La voz de Grubeshov se hizo persuasiva.

—Dígame toda la verdad, Yakov Bok: ¿no fue la Nación Judía quien le obligó a cometer este crimen? Parece usted una persona sensata… Tal vez no quería hacerlo, pero ellos le obligaron con amenazas o promesas de alguna clase, y usted cometió el crimen contra su voluntad. Dicho en otras palabras: ¿verdad que la idea fue de ellos, y no de usted? Si confiesa esto, le diré francamente que todo será más fácil. Ya entiende lo que quiero decir. No llevaremos la acusación hasta el límite. Quizá, después de poco tiempo, obtenga la libertad condicional y la suspensión de sentencia. En otras palabras, existen «posibilidades». Y todo lo que le pedimos es una firma: poca cosa.

Grubeshov tenía encendido el semblante, como si estuviera haciendo un esfuerzo mayor de lo que aparentaba.

—¿Cómo podría yo hacer semejante cosa, señor? No podría hacerlo aunque quisiera. ¿Por qué he de acusar a personas inocentes?

—La Historia ha demostrado que no son tan inocentes. Además, no comprendo sus falsos escrúpulos. A fin de cuentas, es librepensador declarado. Lo ha confesado en mi presencia. Los judíos significan muy poco para usted. Yo le considero un hombre que actúa por cuenta propia, y no se lo reprocho. Vamos, ahora se le presenta la oportunidad de librarse de la red en que ha caído.

—Si los judíos no significan nada para mi, ¿por qué me encuentro aquí?

—Porque ha cometido la tontería de colaborar en sus malvados fines. ¿Qué han hecho ellos por usted?

—Al menos, señor, me han dejado en paz. No, no podría firmar una cosa así.

—Entonces, piense que las consecuencias pueden ser muy graves para usted. La sentencia del tribunal será la menor de sus desdichas.

—Dígame, por favor —dijo el remendón, respirando con dificultad—, ¿cree usted de verdad esos cuentos de magos que extraen la sangre de los niños cristianos asesinados para mezclarla con el massot? Usted es un hombre culto y, sin duda, no cree estas supersticiones.

Grubeshov se arrellanó en su sillón y sonrió ligeramente.

—Creo que usted mató al niño Zhenia Golov con fines rituales. Cuando se sepa la verdad de los hechos, toda Rusia lo creerá. ¿Lo creen ustedes? —preguntó, a los guardias.

Éstos juraron que lo creían.

—Claro que lo creemos —dijo Grubeshov—. Un judío será siempre un judío, y con esto basta. Su historia y su carácter no pueden cambiar. Su naturaleza es constante. Esto ha sido científicamente demostrado por Gobineau, Chamberlain y otros. Nosotros preparamos actualmente, en Rusia, un estudio sobre las características faciales de los judíos. Nuestros campesinos tienen un dicho según el cual el ladrón lleva un sombrero que arde. En los judíos, lo que arde es la nariz, la cual revela al criminal que llevan dentro.

Abrió una libreta por una página llena de apuntes hechos a pluma y volvió el libro de manera que Yakov pudiese ver el título de la página: «Narices judías».

—Aquí, por ejemplo, está la suya —dijo, señalando una nariz fina y de alto puente con delicadas ventanas.

—Y ésa es la de usted —dijo Yakov, con voz ronca, señalando una nariz ancha, breve y carnosa.

—Es usted ingenioso —dijo—, pero de nada le servirá. Su suerte está echada. Nuestra sociedad es muy humanitaria, pero sabemos cómo castigar a los criminales empedernidos. Tal vez debería recordarle, para mostrarle su espléndida situación, cómo eran ejecutados sus compañeros judíos en un pasado no muy remoto. Los ahorcaban cubiertos con un gorro lleno de pez hirviente, y ahorcaban un perro a su lado para mostrar al mundo lo despreciables que eran.

—El perro ahorca al perro, señor.

—Si no puede morder, no enseñe los dientes.

Grubeshov, con el cogote inflamado, descargó un fuerte golpe en la mandíbula del remendón con la regla que tenía sobre la mesa. Yakov gritó al romperse la madera, un pedazo de la cual fue a chocar con la pared. Los guardias empezaron a golpearle la cabeza con los puños, pero el fiscal les ordenó que se llevaran al preso.

—Puede llorarle a Bibikov desde hoy hasta el día del juicio final —le gritó al remendón—, pero yo le tendré en la cárcel hasta que se pudra y se le caiga la carne a pedazos. ¡Un día, me suplicará de rodillas que le deje confesar quién le indujo a asesinar a aquel muchacho inocente!

2

Yakov temía que la cárcel le sentaría horriblemente y pronto comprobó que no se equivocaba. «Es mi sino —pensó amargamente—. Hay un adagio que dice: “Si traficase en velas, el sol no se pondría para mí”. Pero yo soy Yakov el Remendón, y, para mí, el sol se pone a cada hora. Soy de esa clase de hombres para quienes es peligroso mantenerse vivos. Pero hay una cosa que debería aprender, y es a hablar menos, mucho menos, si no quiero perderme. Aunque, en realidad, ya estoy perdido».

La cárcel de Kiev, situada también en el Lukianovsky, era un amurallado y viejo edificio gris parecido a una fortaleza, con un grande y fangoso patio interior, en el que se veían montones de desperdicios junto a la verja metálica: un carruaje hecho pedazos, colchones apolillados, tablas ennegrecidas, cubas llenas de cascotes, y cúmulos de piedras y de arena que, a veces, amasaban los presos con cemento. Una zona despejada, entre las oficinas administrativas al Oeste y el principal bloque de celdas, constituía el lugar de paseo de los reclusos. Yakov y sus guardianes habían ido en tranvía a la prisión: un trayecto de varias verstas desde el Tribunal del Distrito donde había estado aquél recluido hasta entonces. En la prisión, había sido recibido por el alcaide, un tipo bizco que le había dicho:

—Hola, bebedor de sangre. Bienvenido a la Tierra Prometida.

El alcaide auxiliar, hombre escuálido y de rostro afilado, de ojos hundidos y con sólo cuatro dedos en la mano derecha, le dijo:

—Aquí, te alimentaremos con harina y sangre hasta que cagues massot.

Los suboficiales y los escribientes salieron de sus oficinas para contemplar al judío; pero el alcaide Grizitskov, de sesenta y cinco años, barba lacia de un gris amarillento, uniforme caqui con charreteras doradas, y gorra con visera, abrió una puerta e introdujo al remendón en un despacho interior, donde aquél se sentó detrás de la mesa.

—No me gusta tener aquí a gente de su ralea —dijo—, pero tengo que aguantarme. Sirvo al zar y sigo fielmente sus órdenes. Pertenece a la peor escoria de la raza judía, pues conozco sus hazañas. Pero, a pesar de todo, está bajo la protección de Su Majestad Imperial Nicolás II. Por tanto, permanecerá aquí hasta que las autoridades dispongan de lo contrario. Le aconsejo que se porte bien. Siga las normas y las ordenanzas, y haga lo que le digan. Sin discusiones. Bajo ningún pretexto intentará comunicarse con personas ajenas a la cárcel, a menos que yo le autorice. Si arma jaleo, le liquidarán en el acto. ¿Comprendido?

—¿Cuánto tiempo habré de estar aquí? —logró preguntar Yakov—. Lo digo porque aún no me han juzgado.

—El tiempo que las autoridades competentes consideren necesario. Y, ahora, guárdese las preguntas y siga al sargento. Él le dirá lo que ha de hacer.

El sargento, hombre de bigote caído, condujo al remendón a lo largo de un pasillo flanqueado de oscuros despachos, a cuyas puertas se asomaban los escribientes para verles pasar, y le hizo entrar en una estancia grande y en la que había un mostrador y varios bancos. Allí, le ordenó que se desnudara. Yakov cambió su ropa por una chaqueta blanca, que parecía un saco y olía a sudor humano, y unos informes pantalones de hilo. También le dieron una camisa sin botones y un raído capote, que había sido pardo y ahora era gris, para que se lo pusiera o se cubriera con él por la noche. Mientras se cambiaba las botas por un par de rígidos zapatos de recluso, se sintió invadido por una asfixiante ola de tristeza. Pensó que iba a perder el conocimiento, pero no quiso darles esta satisfacción a sus guardianes.

—Siéntate en aquella silla para que te corten el pelo —ordenó el sargento.

Yakov se sentó en una silla de recto respaldo; pero, en el preciso instante en que el barbero se disponía a raparlo con unas grandes tijeras, el sargento comprobó la orden oficial y le detuvo.

—Dejemos esto. La orden dice que tiene que conservar su cabellera.

—Siempre ocurre lo mismo —dijo el barbero, encolerizado—. Estos cerdos nacieron con privilegios.

—¡Cortadlo! —chilló Yakov—. ¡Cortadme el cabello!

—¡Silencio! —ordenó el sargento—. ¡Aprende a cumplir las órdenes! ¡Andando!

Abrió una puerta metálica con una enorme llave y siguió al remendón por un húmedo corredor débilmente iluminado, hasta llegar a una celda grande y llena de gente, enrejada por uno de sus lados y con dos altos y sucios ventanucos en otro, por los que se filtraba una mezquina luz. A lo largo de la pared del fondo, corría un maloliente canalillo para orinar, que no era más que un sumidero abierto.

—Ésta es la celda de los treinta días —dijo el sargento—. No estarás más de un mes en ella. Si no te juzgan en este período, serás trasladado a otro lugar.

—¿A qué lugar?

—Ya lo verás.

«¿Qué importa adónde me lleven?», pensó tristemente el remendón.

El ruido de la celda se había aplacado al abrirse la puerta y se hizo profundo, como si hubieran echado una manta sobre los presos, al entrar Yakov. Cuando la puerta se cerró de nuevo, todos volvieron a hablar y a moverse. Había allí unos veinticinco hombres, y el hedor que desprendían en la mal ventilada celda daba verdaderas náuseas. Algunos estaban sentados en el suelo, jugando a las cartas; dos tipos bailaban muy apretados, y unos cuantos luchaban o boxeaban cayendo al suelo, recibiendo patadas y lanzando maldiciones. Un viejo lunático daba continuos saltos desde el asiento de un taburete roto. Un hombre de cara escuálida y enferma martillaba uno de sus zapatos con el tacón del otro. Había algunas mesas y bancos en las celdas; pero no literas ni colchones. Los presos dormían sobre una baja plataforma de madera colocada a lo largo de la pared exterior y levantada un centímetro sobre el húmedo y sucio suelo. Yakov se sentó a solas en el rincón más apartado, reflexionando en su maldita suerte. Se habría arrancado puñados de cabellos, pero tuvo miedo de llamar la atención.

3

Un guardián armado de pistola gritó desde el otro lado de la reja.

—¡La cena!

Y otros dos guardianes abrieron la puerta de la celda e introdujeron tres humeantes cubos de madera llenos de sopa. Los presos corrieron gritando hacia los cubos, agrupándose alrededor de cada uno de éstos. Yakov, que no había comido nada en todo el día, se levantó despacio. Uno de los guardias entregó una cuchara de madera a uno de los presos de cada grupo congregado alrededor de los cubos. Sentado en el suelo, ante su pozal, el preso podía comer diez cucharadas de la insípida sopa de berzas, espesada con un poco de harina de cebada, después, tenía que pasar la cuchara a su vecino. Si alguno trataba de tomar más cucharadas, era golpeado por los otros. Cuando cada preso había consumido su cupo, volvía a empezar el primero.

Yakov se acercó al cubo más próximo, pero el hombre que estaba comiendo, un tipo de pie zopo y cabeza llena de cicatrices, metió la mano en el cubo y, con un grito de triunfo, sacó media rata con las entrañas colgando. El preso sostuvo la rata en alto por el rabo, mientras seguía comiendo con la otra mano. Dos de sus compañeros le arrancaron violentamente la cuchara de la mano y le empujaron lejos del pozal. El pateta se acercó cojeando al grupo siguiente e hizo oscilar la rata ante sus narices; pero aunque le maldijeron furiosamente, nadie dejó de comer. En vista de lo cual, se alejó bailando torpemente y agitando la rata muerta. Yakov echó un vistazo al segundo cubo vacío, a excepción de unas cuantas cucarachas muertas que flotaban en el fondo. No miró el tercer recipiente. Como tampoco quiso probar el descolorido té que les sirvieron sin azúcar en botes de hojalata. Había esperado poder comer un poco de pan, pero no se lo dieron, porque el sargento no había incluido su nombre en la lista del pan. Aquella noche, mientras los otros presos roncaban sobre la plataforma, el remendón, envuelto en su capote a pesar de que no hacía frío, se estuvo paseando arriba y abajo por la oscura celda hasta que los clavos de los zapatos empezaron a hincársele en las plantas de los pies. Cuando se tumbó en el suelo, extenuado, cubriéndose la cara con media hoja de periódico que había encontrado en la celda, para resguardarse de las moscas, le despertó inmediatamente el estruendo de la campana.

Para desayunar, se bebió de un trago el flojísimo té que olía a madera podrida, pero no pudo probar el acuoso avenate de los cubos. Le habían dicho que los cubos de madera se empleaban en el baño antes de llenarlos de sopa o de gachas. Pidió pan, pero el guardián le dijo que aún no estaba en la lista.

—¿Cuándo me pondrán?

—¡Chínchate! —dijo el guardián—. Y no armes jaleo.

El remendón advirtió que la actitud de los presos para con él, indiferente al principio, había cambiado. Ahora, se mostraban menos vocingleros, más reservados. Durante la mañana, se reunían en grupos junto al sumidero, murmurando y mirándole de soslayo.

El pateta le observaba de cuando en cuando, con ojos penetrantes y astutos.

Yakov sintió que se le helaba la sangre. «Algo ha ocurrido —pensó—. Tal vez alguien les ha dicho quién soy. Si se imaginan que maté a un niño cristiano, quizás querrán matarme a mí».

¿No debería llamar al guardián y pedirle que le trasladasen a otra celda antes de que le asesinaran en ésta? Pero, si lo hacía, ¿viviría lo bastante para llegar hasta ella? ¿Y si los presos se le echaban encima y los guardias no hacían nada para defenderle?

Durante el «paseo» de la mañana, una especie de recreo de diez minutos, durante el cual los presos marchaban en doble fila de a doce alrededor del patio, con una separación de diez pasos entre cada grupo, bajo la vigilancia de guardias armados —algunos con enroscados látigos— al pie de los altos y gruesos muros, el pateta, que se había deslizado en la hilera hasta ponerse junto a Yakov, le preguntó en voz baja:

—¿Por qué no te han afeitado la cabeza como a los demás?

—No lo sé —murmuró Yakov—. Yo le dije al barbero que lo hiciese.

—¿No serás un espía o un chivato? Los hombres sospechan de ti.

—No, no. Diles que no lo soy.

—Entonces, ¿por qué te apartas de nosotros? ¿Quién diablos te imaginas que eres?

—Si he de decirte la verdad, me duelen los pies con estos zapatos. Además, es la primera vez que estoy en la cárcel. Trato de acostumbrarme, pero no es fácil.

—¿Esperas algún paquete de comida? —le preguntó el hombre del pie equino.

—¿Quién quieres que me los mande? No tengo a nadie que me envíe paquetes. Mi mujer me abandonó. Todos mis conocidos son pobres.

—Bueno, si algún día recibes uno, sigue mi consejo y repártelo. Es una norma que seguimos aquí.

—Sí, sí.

El pateta guardó silencio y siguió su marcha cojeando.

«No saben quién soy —pensó Yakov—. En adelante, haré bien en mostrarme sociable. Si averiguan mi identidad, no habrá más preguntas y me molerán a golpes».

Pero, cuando los presos estuvieron de regreso en la celda, volvieron a discutir en voz baja entre ellos, y Yakov, recordando los golpes que había recibido en la celda del Tribunal del Distrito, empezó a sudar copiosamente.

Al rato, otro preso, un hombre alto y de ojos acuosos, se separó de uno de los grupos y se acercó a Yakov. Era de complexión robusta, semblante pálido y duro, cogote casi negro y largas y arqueadas piernas. Avanzó lentamente, caminando de un modo extraño, como si temiese que algo pudiese caerle de la ropa. El remendón, que estaba sentado en el suelo y con la espalda apoyada en la pared, se apresuró a levantarse.

—Escucha, hermanito —empezó a decir el otro preso—, me llamo Fetyukov. Los presos me han delegado para hablar contigo.

—Si tenéis miedo de que sea un chivato —se apresuró a decir Yakov—, estáis completamente equivocados. Me encuentro aquí como todos vosotros, esperando el juicio. No he pedido ningún trato de favor, ni me lo habrían concedido. Ni siquiera tengo ración de pan. En cuanto a los cabellos, le dije al barbero que me los cortase, pero el sargento le dijo que no lo hiciera, aunque ignoro por completo la razón.

—¿De qué te acusan?

El remendón se pasó la lengua por los labios.

—No importa de qué me acusen, porque lo cierto es que no lo hice. Te doy mi palabra. Es algo tan complicado que no es posible explicarlo sin que parezca un cuento enfadoso. Ni yo mismo lo comprendo.

—Yo soy un asesino —dijo Fetyukov—. Apuñalé a un desconocido en la posada de mi aldea. Él me provocó de tal manera que le di dos puñaladas, una de ellas en el pecho y la otra en la espalda cuando caía al suelo. Y murió. Yo había bebido unos cuantos tragos, pero, cuando me dijeron lo que había hecho, me quedé sorprendido. Soy hombre pacífico, incapaz de armar bulla si no me provocan. ¿Quién habría pensado que podía matar a alguien? Si tú me hubieses dicho una cosa semejante, me habría echado a reír en tus barbas.

El remendón, sin dejar de mirar al asesino, se escurrió un poco a lo largo de la pared. Al propio tiempo, vio que otros dos presos se acercaban a él desde ambos lados. Lanzó un grito, pero Fetyukov se colocó a su espalda y sacó un palo corto que llevaba oculto debajo del pantalón. Golpeó fuertemente a Yakov en la cabeza. El remendón hincó la rodilla, llevándose ambas manos a la dolorida y ensangrentada cabeza, y, después, se derrumbó.

Cuando volvió en sí, estaba tumbado en la viscosa plataforma de madera. Le dolía mucho la cabeza y sentía unos dolorosos latidos en el lado izquierdo del cráneo. Sus dedos buscaron la húmeda e hinchada herida en el cuero cabelludo. La sangre seguía goteando. Sintió náuseas. ¿Le pegarían cada vez que le trasladasen de celda y se encontrase con nuevos presos? El remendón se incorporó, mareado. Le corría la sangre por la cara.

—Lávate la herida —le aconsejó un viejo, mirándole a través de unas gafas rotas. Era el hombre encargado de quitar los cubos de los excrementos, de traer el agua de beber, y de barrer de cuando en cuando el mojado suelo—. Emplea el pozal de agua que hay junto a la puerta.

—¿Por qué pegáis a un hombre que no os ha hecho nada? ¿Qué he hecho yo?

—Escucha, amigo —murmuró el viejo—, límpiate la sangre antes de que venga el guardián, si no quieres que los hombres te maten.

—¡Que me maten de una vez! —gritó Yakov.

—Ya os he dicho que es un puerco chivato —dijo el del pie equino, desde el otro lado de la celda—. Acaba con él, Fetyukov.

Un nervioso murmullo cundió por la celda.

Dos guardianes llegaron corriendo por el pasillo; uno de ellos iba armado con escopeta. Miraron a través de la reja.

—¿Qué ocurre ahí? Cerrad el pico, cerdos, o estaréis una semana a media ración.

El otro guardián miró a través de la reja al interior de la oscura celda.

—¿Dónde está el judío? —gritó.

Se hizo un silencio mortal. Los presos se miraron unos a otros; algunos dirigieron una furtiva mirada a Yakov.

Al cabo de un rato, Yakov dijo que estaba allí. Volvió a elevarse un sordo murmullo entre los presos. El guardián les apuntó con la escopeta y el murmullo cesó.

—¿Dónde? —dijo el guardián—. No puedo verte.

—Aquí —respondió Yakov—. No hay nada que ver.

—El sargento puso tu nombre en la lista del pan. Esta noche, recibirás seis onzas.

—Mientras tanto, puedes soñar en el massot —dijo el otro guardián—. Y también en la sangre de los mártires cristianos. Ya sabes a qué me refiero.

Cuando los guardias se hubieron marchado, los presos hablaron excitadamente entre ellos. Yakov volvió a sentir pánico.

Fetyukov, el asesino, se acercó de nuevo a él. El remendón se irguió con los músculos tensos y arañó la pared con las manos.

—¿Eres tú el judío que, según dicen, mató a un muchacho ruso?

—Mienten —dijo Yakov, con voz ronca—. Soy inocente.

Los murmullos de los presos llenaron la celda. Uno de aquéllos gritó:

—¡Judío bastardo!

—No te golpeé por esto —dijo Fetyukov—. No te habían rapado la cabeza y pensábamos que eras un espía. Hicimos esto para ver si nos denunciabas al guardián. Si lo hubieras hecho, habría sido tu fin. El pateta te habría apuñalado. Vamos a ser juzgados y no queremos que nadie pueda declarar lo que ha oído en esta celda. No sabía que fueras judío. De haberlo sabido, no te habría pegado. Cuando yo era chico, fui aprendiz de un herrero judío. Éste era incapaz de hacer lo que dicen que has hecho tú. Si hubiese bebido sangre, la habría vomitado. Y jamás le habrían hecho el menor daño a un niño cristiano. Siento haberte pegado. Ha sido una equivocación.

—Por equivocación —repitió el del pie equino.

Yakov se acercó vacilando al cubo del agua. Éste apestaba, pero él se puso de rodillas junto al pozal y se vertió un poco de agua en la cabeza.

Después, los presos dejaron de interesarse por él y se dedicaron a otras cosas. Algunos se echaron a dormir en la plataforma; otros jugaron a las cartas.

Aquella noche, Fetyukov despertó al remendón y le dio un pedazo de salchicha que se había reservado de un paquete que le había enviado su hermana. Yakov lo devoró. El asesino también le dio un trapo mojado para que se lo pusiera sobre la hinchada herida de la cabeza.

—Dime la verdad —murmuró—. ¿Mataste a aquel muchacho? Tal vez lo hiciste por una causa distinta de lo que dicen. Quizás estabas borracho.

—No lo hice por ninguna causa —dijo Yakov—. No estaba borracho. No hice nada de lo que dicen. Soy inocente.

—¡Ojalá pudiera decir yo lo mismo! —suspiró Fetyukov—. Lo que hice fue terrible. Aquel hombre era un extraño para mí. Y el Libro dice que hay que proteger a los forasteros. Yo llevaba unas copas de más, ¿comprendes?, y lo único que recuerdo es que cogí un cuchillo y que el hombre cayó a mis pies. Dios, que nos da la vida, permite que ésta penda de un hilo. Un golpe, y el hilo se rompe. No me preguntes por qué ocurre así. Quizás el diablo es el más fuerte. Si yo pudiera devolverle la vida a aquel hombre, lo haría sin pensarlo un momento. Le diría: toma tu vida y no vuelvas a acercarte a mí. No sé por qué lo hice, pero yo no quisiera ser un asesino. Las cosas andan ya bastante mal: ¿por qué empeorarlas? Ahora, me enviarán a un presidio de Siberia, y si vivo hasta cumplir la condena, tendré que quedarme allí para el resto de mis días. Hermanito —añadió, trazando sobre Yakov la señal de la Cruz—, no pierdas la esperanza. Las piedras del puente pueden derrumbarse, pero la verdad siempre acaba por salir a la luz.

—Y, mientras tanto —suspiró el remendón—, ¿qué será de mi perdida juventud?

4

Su juventud empezaba a decaer.

Llevaba casi tres meses encarcelado, tres veces más de lo que había previsto Bibikov, y sólo Dios sabía cuándo terminaría esto. Faltaba poco para que Yakov enloqueciese, tratando de averiguar qué le pasaba. ¿Qué hacía en la cárcel un pobre e inofensivo remendón? ¿Qué había hecho para merecer esta terrible reclusión, cuyo final no podía preverse? ¿No estaba ya colmada su ración de desdichas, en un mundo que no podía llamarse justo? Trataba desesperadamente de hilvanar una secuencia lógica de acontecimientos que le habían llevado inevitablemente desde el shtetl a una celda de la cárcel de Kiev; pero se confundía al pensar que aquellas extrañas e inesperadas experiencias podían obedecer principalmente a una lógica concatenación de sucesos. Cierto que el mundo era como era. La lluvia apagaba los incendios y provocaba las inundaciones. Pero a él le habían ocurrido demasiadas cosas carentes de sentido. Había cometido unos cuantos errores, pero el precio que pagaba por ellos era desproporcionado. Una oscura noche, había caído encima de él una gruesa y negra telaraña, porque se había encontrado debajo de ella, y, aunque corrió en todas direcciones, no pudo librarse de sus pegajosas mallas. ¿Quién era la invisible araña? A veces, pensaba que Dios le castigaba por su incredulidad. A fin de cuentas, Dios era celoso. «No tendrás otro Dios más que a mí», ni siquiera dejarás de tener un Dios. También culpaba a los goyim por su odio eterno contra los judíos. Las cosas se ponen mal en un momento histórico, y así continúan para siempre, con Dios o sin Dios. ¿Tenía que ser así? Y seguía maldiciéndose. Habría podido ocurrirle a un judío más cumplidor que él; pero le había ocurrido a él, a un librepensador, sólo porque se llamaba Yakov Bok. Echaba la culpa a sus acostumbradas equivocaciones, pero no siempre podía distinguir las del remoto pasado de aquellas que habían conducido directamente a su detención en la fábrica de ladrillos. Sin embargo, sabía que había una fuerza externa, una especie de signo que le había tenido encadenado durante toda su vida y que le amenazaba, si se descuidaba un poco, con una prematura aniquilación.

Ansiaba explicar quién era: Yakov el remendón, nacido en una pequeña aldea del Pale, huérfano, casado con Raisl Shmuel, la cual le había abandonado, ¡maldita sea su alma! Un hombre que siempre había sido pobre, que se había afanado para ganarse el sustento, y que era también pobre en otros aspectos… Y, si era así, ¿qué estaba haciendo en la cárcel? ¿A quién castigaban, si su vida era ya un castigo? ¿Por qué metían a un hombre inofensivo en una cárcel de gruesas paredes de piedra? Pensó en suplicar que le soltasen por la sencilla razón de que no era un criminal; esto lo sabía todo el mundo, y podían preguntarlo en el shtetl. Si alguno de aquellos funcionarios —Grubeshov, Bodyansky, el alcaide— le hubiese conocido antes, jamás habrían creído que pudiese cometer un crimen tan monstruoso. No un hombre como él. Si su inocencia hubiese estado escrita en una hoja de papel, habría podido mostrarla y decir: «Leed, aquí está escrito»; pero, como la llevaba oculta en su interior, sólo podrían conocerla si la buscaban, y nada hacían por buscarla. ¿Era posible que alguien mirase un par de veces a Marfa Golov, con su sospechosa actitud y aquellas absurdas cerezas en el sombrero, y no se diese cuenta de que sabía sobre el asesinato mucho más de lo que estaba dispuesta a admitir? ¿Y qué había sido del magistrado instructor, al que no había visto en más de un mes? ¿Seguía fiel a la ley, o se había unido a los otros en su despiadada cacería de un judío culpable? ¿O habría simplemente olvidado a un hombre sin importancia?

Durante los primeros días que había pasado en el calabozo del Tribunal a Yakov la acusación le había parecido poco menos que un desatino, algo que apenas tenía que ver con su vida y con sus acciones. Pero, después de la visita a la cueva, había dejado de pensar en la lógica, en la verdad e incluso en las pruebas. No había ninguna «razón»; sólo un complot contra un judío, contra cualquier judío; él era la víctima accidental para el sacrificio. Sería juzgado porque se había formulado una acusación; no hacía falta otro motivo. Haber nacido judío significaba ser vulnerable a la Historia, con sus peores errores. Un accidente y la Historia habían embrollado a Yakov Bok de una manera que nunca hubiera podido imaginar. Su problema era, en cierto modo, impersonal; pero no lo eran sus efectos, su desdicha y su sufrimiento. El sufrimiento era personal, doloroso y, posiblemente, interminable.

Se sentía atrapado, abandonado, impotente. Había desaparecido del mundo, y nadie a quien pudiera llamar amigo lo sabía. Nadie. El remendón se censuraba ahora por no haber escuchado el consejo de Shmuel, cuando le dijo que se quedara en el lugar al que pertenecía. Se había metido en un terrible lío. ¿Para qué? ¿En busca de una oportunidad? Sería una oportunidad para destruirse. Había querido pescar un arenque y le había pillado un tiburón.

No era difícil adivinar quién se comería a quién. Y, aunque ahora empezaba al fin a comprender, o se figuraba comprender, lo que ocurría, no podía, empero, resignarse a lo que había pasado. En un momento filosófico, maldijo la Historia, el antisemitismo, el destino e incluso ocasionalmente, a los judíos. «¿Quién me ayudará?», gritaba mientras dormía; pero los otros presos tenían sus propios problemas, sus propias pesadillas.

Una noche, llegó a la celda un nuevo inquilino; un joven gordinflón de cara redonda, barba rubia, manos y pies menudos, y que seguía vistiendo sus propias ropas. Al principio, se mostraba reservado y respondía con miradas furtivas a cuantos miraban en su dirección. Yakov le observaba desde lejos. El joven era el único gordo en una celda llena de presos escuálidos. Tenía dinero, pagaba a los guardianes para lograr ventajas, comía bien, a base de paquetes que le llegaban del exterior —dos paquetes grandes cada semana— y no era tacaño con la comida ni con los cigarrillos. «Vamos, muchachos, que os aproveche». Y les daba cuanta comida le sobraba después de reservarse una buena provisión. Incluso les pasaba verdes botellas de agua mineral. Parecía conocer la manera de adaptarse a la situación, y algunos presos empezaron a jugar a los naipes con él. El pateta se brindó a hacerle de criado, pero él lo rechazó. Al propio tiempo, parecía preocupado, murmuraba para sí, meneaba la cabeza con disgusto y, en ocasiones, se arañaba las redondas muñecas con sus sucias manos. Uno a uno, se arrancó todos los botones de la camisa. Yakov, aunque deseaba hablar con aquel hombre, le esquivó al principio, posiblemente a causa de que no estaba acostumbrado a hablar con personas adineradas, pero en parte también, porque el hombre no quería ser molestado y, en parte, por razones que ni él mismo sabía explicarse. El nuevo preso dispensaba sus favores con aparente cordialidad —aunque sus ojos revelaban que no era hombre cordial— e inmediatamente volvía a encerrarse en sí mismo y se mantenía apartado, murmurando entre dientes. Yakov tenía la impresión de que aquel hombre se había fijado en él. Ambos estaban preocupados por sus propios problemas, pero se estudiaban largamente. Una mañana, después del paseo por el patio de la cárcel, empezaron a hablar en un rincón de la celda.

—¿Eres judío? —preguntó el gordo, en yiddish.

Yakov respondió afirmativamente.

—También yo.

—Me lo había imaginado —dijo el remendón.

—Entonces, ¿por qué no te acercaste a mí?

—Pensé que era mejor esperar un poco.

—¿Cómo te llamas?

—Yakov Bok, el remendón.

—Gregor Gronfein. ¿Por qué estás aquí?

—Dicen que maté a un niño cristiano.

Todavía no podía decir esto sin que le temblara la voz. Gronfein le miró con asombro.

—Conque ¿eres tú? ¡Dios mío! ¿Por qué no me lo dijiste en seguida? Me alegro de estar contigo en la misma celda.

—¿Por qué te alegras?

—Oí decir que acusaban a alguien de la muerte del chico ruso que fue hallado en una cueva. Desde luego, todo ha sido una cosa preparada. Pero empezó a circular por el Podol el rumor de que un judío había sido detenido, aunque nadie te había visto ni nadie sabe a quién detuvieron. En todo caso, el detenido es un mártir para nosotros. ¿De veras eres tú?

—Yo soy. Por desgracia para mí.

—Tenía mis dudas de que tal persona existiera.

—Pues así es —suspiró el remendón—. Sólo a mis peores enemigos desearía que se encontrasen en mi lugar.

—No te desesperes —dijo Gronfein—. Dios proveerá.

—Lo hará o no lo hará, según se le antoje. Pero, si Él no lo hace, espero que alguien lo haga a no tardar, o pronto me veré bajo tierra y cubierto de césped.

—Paciencia —dijo Gronfein, distraídamente—. Paciencia. Cuando se cierra un camino, se abre otro.

—¿Cuál?

—Mientras hay vida hay esperanza. Sólo los muertos no pueden firmar cheques.

Después, empezó a hablar de sí mismo.

—Desde luego, mi situación es mejor que la de otros a quienes conozco —dijo Gronfein, mirando a Yakov para ver si éste se mostraba de acuerdo—. Tengo un abogado de primera, que realiza para mí ciertas gestiones que podríamos llamar extraoficiales, y no me importa gastarme unos centenares de rublos, porque otros vendrán por el mismo camino. En realidad, fabrico moneda falsa. No es un oficio honrado, pero sí productivo y, además, ¿qué hay de malo en robarle al zar Nicolas un poco de lo mucho que él roba a los judíos? Sin embargo, el soborno no da resultado esta vez, no sé qué voy a hacer. Tengo mujer y cinco hijos, y empiezo a estar un poco preocupado. Nunca había estado tanto tiempo en una celda. ¿Cuánto hace que estás tú aquí?

—Aproximadamente un mes. Pero hace tres que me detuvieron.

—¡Uf!

El falsificador le dio a Yakov dos cigarrillos y un pedazo de tarta de manzana de su último paquete, y el remendón comió y fumó agradecido.

La próxima vez que hablaron, Gronfein interrogó a Yakov sobre sus padres, su familia y su pueblo. Quiso saber lo que había estado haciendo en Kiev; Yakov le contó algo, pero no todo. Sin embargo, mencionó lo de Raisl, y Gronfein dio un respingo.

—Mal está que una chica judía hiciese una cosa así. Mi esposa sería incapaz de pensarlo siquiera, y menos con un goy.

El remendón se encogió de hombros.

—Algunas lo hacen, y otras no. Y algunas de las que lo hacen son judías.

Gronfein iba a preguntarle algo, pero se interrumpió para mirar recelosamente a su alrededor. Después, dijo en voz baja que le interesaba saber con exactitud qué le había ocurrido al muchacho.

—¿Cómo murió?

—¿Quién? —dijo el remendón, asombrado.

—El chico ruso que fue asesinado.

—¿Y cómo puedo saberlo? —dijo Yakov, echándose hacia atrás—. No hice lo que ellos dicen. Si no fuera judío, nadie me habría acusado.

—¿Estás seguro? ¿Por qué no confías en mí? Ambos somos astillas del mismo palo.

—No tengo por qué hacerlo —dijo Yakov, fríamente—. Si no hay gallinas, no puede haber plumas.

—Has tenido mala suerte —dijo el falsificador—, pero haré lo que pueda por ayudarte. En cuanto me saquen de aquí, hablaré con mi abogado.

—Te lo agradeceré mucho.

Pero Gronfein parecía desanimado; sus ojos se habían nublado, y no dijo más.

Al día siguiente, se deslizó junto a Yakov y murmuró, preocupado:

—Dicen en la calle que, si el Gobierno inicia tu juicio, es posible que empiece un pogrom al mismo tiempo. Las Centurias Negras se muestran terriblemente amenazadoras. Centenares de judíos huyen de la ciudad como de la peste. Mi suegro ha empezado a hablar de vender sus negocios y largarse a Varsovia.

El remendón le escuchaba en silencio.

—Claro que nadie te echa la culpa —añadió Gronfein.

—Si tu suegro quiere largarse, al menos tiene posibilidad de hacerlo.

Mientras hablaban, el falsificador dirigía nerviosas miradas a la puerta de la celda, como si esperase la llegada del guardián.

—¿Esperas algún paquete? —le preguntó Yakov.

—No, no. Pero, si no me sacan pronto de aquí, acabaré por volverme loco. Es un lugar inmundo, y estoy preocupado por mi familia.

Se apartó del remendón, pero volvió al cabo de veinte minutos con los restos de un paquete.

—Quédate con esto —le dijo a Yakov—. Creo que, al fin, podré hacer algo.

Un guardián abrió la puerta y se llevó a Gronfein, el cual estuvo media hora ausente de la celda. Cuando regresó, le dijo al remendón que iban a soltarle aquella tarde. Parecía satisfecho, pero tenía las orejas muy coloradas y se estuvo más de una hora murmurando a solas. Después, se calmó.

«Ésta es la ventaja de tener dinero —pensó Yakov—. Tener dinero es tener alas».

—¿Puedo hacer algo por ti, antes de marcharme? —murmuró Gronfein, deslizando un billete de diez rublos en la mano del remendón—. No temas, éste es auténtico.

—Gracias. Con esto, podré comprarme unas cuantas cosas. No han querido devolverme mi dinero. Tal vez pueda comprarle a uno de los presos un par de zapatos mejor que el que llevo. Tengo los pies hechos polvo. Y, si tu abogado pudiera ayudarme, también te lo agradecería mucho.

—He pensado que, si quieres escribir a alguien, podrías darme la carta —dijo Gronfein—. Puedes escribirla con este lápiz, y yo la echaré al correo. Tengo papel y un par de sobres. Los sellos, los pondré después.

—Muchísimas gracias —dijo Yakov—, pero ¿a quién puedo escribir?

—Si no tienes nadie a quien hacerlo —dijo Gronfein—, yo no puedo inventarte un corresponsal. Pero ¿no me hablaste de tu suegro?

—Siempre ha sido pobre de solemnidad. ¿Qué podría hacer por mí?

—Tiene boca, ¿no? Pues que empiece a chillar.

—Tiene boca y estómago, pero nada entra por ellos.

—Dicen que, cuando un judío canta en Pinsk, lo oyen en Palestina.

—Tal vez me decida a escribir —dijo Yakov.

Cuanto más pensaba en ello, más ganas tenía de escribir. Sentía un afán desesperado de dar a conocer su triste sino. Fuera, le había dicho Gronfein, se sabía que alguien estaba en la cárcel, pero ignoraban quién era. Y él quería que todos supieran que era él, Yakov Bok. Y que supieran que era inocente. Alguien tenía que saberlo, o nunca saldría de la cárcel. Quizá se formaría algún comité para ayudarle. Tal vez algún abogado, conocedor de las leyes, podría entrevistarse con él antes de que le procesaran; y, en otro caso, podría, al menos, apresurar este trámite, a fin de iniciar su defensa. Dentro de una semana, haría un mes que se hallaba encerrado en esta apestosa celda, y no había recibido la menor noticia. Pensó en escribir al magistrado instructor, pero no se atrevió. Si éste le entregaba la carta al fiscal, el asunto aún se pondría peor para él. Y, si no lo hacía, tal vez lo haría su ayudante, Iván Semyonovitch. En todo casó, el riesgo era demasiado grande.

Entonces, el remendón escribió, despacio, un par de cartas: una, a Shmuel; otra, a Aarón Latke, el impresor que le había alquilado una habitación en su piso.

Querido Shmuel —escribió Yakov—: Como me habías pronosticado, véome en un grave apuro y me encuentro en la prisión de Kiev, cerca de la calle Dorogozhisky. Sé que es imposible, pero trata de ayudarme lo antes que puedas. ¿A qué otra persona podría dirigirme? Tu yerno, Yakov Bok. P. S. Si ella ha vuelto, prefiero no saberlo.

A Aarón Latke, le escribió:

Querido amigo Aarón: Tu reciente huésped, Yakov Bok, se encuentra ahora en la prisión de Kiev, en una celda provisional. Transcurridos treinta días, sólo Dios sabe lo que será de mí. Bastante malo es ya lo que me ha ocurrido hasta ahora. Me acusan de haber matado a un niño ruso, llamado Zhenia Golov, al cual juro que ni siquiera toqué. Hazme el favor de llevar esta carta a algún periodista judío o quizás a un verdadero filántropo, si es que conoces a alguno. Diles que, si logran sacarme de aquí, trabajaré toda mi vida para pagárselo. Pero date prisa porque mi situación es desesperada y va de mal en peor. Yakov Bok.

—Bien —dijo Gronfein, cogiendo los sobres cerrados—, ya está. Te deseo mucha suerte, y no te preocupes por los diez rublos. Me los devolverás cuando salgas de aquí. Proceden de una fuente que no se agota.

El guardián abrió la puerta de la celda y el falsificador desapareció rápidamente por el pasillo, seguido del celador de la prisión.

Quince minutos más tarde, Yakov fue llamado al despacho del alcaide. Confió a Fetyukov el resto del paquete de Gronfein, prometiéndole repartirlo con él.

Yakov echó a andar velozmente por el pasillo, mientras el guardián le seguía apuntando con el arma. «Tal vez me notificarán el procesamiento», pensó, muy excitado.

El alcaide Grizitskov estaba en su despacho con su auxiliar y un inspector de severo semblante y con un uniforme que parecía de general. En un rincón se hallaba sentado Gronfein, con el sombrero calado y los ojos cerrados.

El alcaide sacó de los sobres las dos cartas que el remendón acababa de escribir.

—¿Son tuyas? ¡Contesta la verdad, hijo de perra!

El remendón sintió que se le helaba la sangre en las venas y que le fallaba el corazón.

—Sí, señor.

El alcaide señaló la escritura yiddish.

—Traduce esa porquería —le dijo a Gronfein.

El falsificador abrió los ojos sólo durante el tiempo necesario para leer las cartas en ruso, en voz rápida y monótona.

—¡Maldito chupador de sangre! —dijo el alcaide—. ¿Cómo te has atrevido a vulnerar el reglamento de la cárcel? Te advertí personalmente que no podías comunicarte con nadie de fuera sin mi permiso expreso.

Yakov no respondió, pero miró fijamente a Gronfein, sintiendo náuseas.

—No soy un hombre honrado —dijo Gronfein, sin dirigirse a nadie en particular y sin abrir los ojos—. Sólo soy un falsificador.

—¡Chivato bastardo! —le gritó Yakov—. ¿Cómo te has atrevido a engañar a un inocente?

—Cuidado con lo que hablas —le advirtió el alcaide—. Corazón villano, lengua villana.

—Cada cual tiene que cuidar de sí mismo —masculló Gronfein—. Tengo esposa y cinco hijos pequeños.

—Más aún —dijo el alcaide auxiliar—. Tenemos su declaración de que intentaste comprarle para que envenenase al vigilante que te vio cuando quisiste secuestrar al chico en la fábrica, y sobornar también a Marfa Golov para que no declarase contra ti. ¿No es, cierto? —le preguntó a Gronfein.

El falsificador asintió con la cabeza, mientras el sudor que brotaba de debajo de su sombrero sobre sus lívidos párpados resbalaba.

—¿De dónde iba a sacar el dinero para ello? —preguntó Yakov.

—La Nación Judía lo habría suministrado —respondió el inspector.

—Llévenselo —dijo el viejo alcaide—. El fiscal te llamará cuando te necesite —añadió, dirigiéndose a Gronfein.

—¡Chivato! —le gritó Yakov—. ¡Bastardo traidor! ¡Es un asqueroso embuste!

Gronfein, siempre con los ojos cerrados, fue sacado de la estancia por el alcaide auxiliar.

—Ésta es la clase de ayuda que puedes esperar de tus compatriotas —dijo el inspector a Yakov—. Sería mejor para ti que confesaras.

—No permitimos que tipos como tú vulneren nuestras normas —dijo el alcaide—. Irás a una celda de castigo, y, si tienes más cartas que escribir, tendrás que escribirlas con tu propia sangre.

5

Se asaba vivo en el húmedo calor de la angosta y solitaria celda donde le habían arrojado; el sudor le empapaba la espalda y fluía de sus sobacos. Pero, a la tercera noche, oyó que descorrían el cerrojo, la llave chirrió en la cerradura, y la puerta se abrió.

Un guardián le hizo bajar al despacho del alcaide.

—Vamos, de prisa, ¡maldito seas! Nos das más trabajo de lo que vales.

El magistrado instructor estaba allí, sentado en un sillón y abanicándose con un ajado sombrero de paja amarillo. Llevaba un arrugado traje de hilo y corbata blanca de seda, y la palidez de su cara contrastaba con su negra barba recortada, mientras hablaba gravemente con el alcaide auxiliar, hombre de ojos inquietos y botas relucientes, sonrojado y visiblemente irritado en el momento en que entró Yakov. El preso, pálido como un fantasma y a punto de desmayarse, entró cojeando en la habitación, y los dos funcionarios interrumpieron un momento su conversación. Después, el alcaide auxiliar se mordió el labio y observó:

—El procedimiento es irregular, si puedo expresarle mi opinión.

Pero Bibikov replicó, pacienzudo:

—He venido en cumplimiento de mis deberes oficiales de magistrado instructor, señor alcaide auxiliar. Por consiguiente, nada tiene que temer.

—Esto lo dice usted, pero ¿por qué ha elegido la medianoche, cuando el alcaide no se encuentra aquí y los otros funcionarios están durmiendo? Si me permite decirlo, es una hora muy intempestiva para despachar asuntos oficiales.

—Hace una mala noche, después de un día horriblemente caluroso —dijo con voz ronca el magistrado, tosiendo y tapándose la boca con la mano—. Pero, indudablemente, hace más fresco. En realidad, si sale usted a la calle, verá que sopla la brisa del Dniéper. Para serle franco, le diré que ya me había acostado, pero el calor era insoportable dentro de casa, y las sábanas parecían sudar más que yo mismo. Empecé a dar vueltas en la cama, hasta que vi que era inútil y me levanté. Cuando me hube vestido, pensé que podía aprovechar el tiempo despachando algunos asuntos, en vez de estarme tumbado en un sillón bebiendo cosas heladas, que perjudican mi estómago, y maldiciendo el calor. Afortunadamente, mi esposa y mis chicos están en nuestra dacha del mar Negro, donde me reuniré con ellos en agosto. ¿Sabe usted que esta tarde tuvimos 40.5 grados a la sombra, y que el termómetro marca ahora 33.8? Le aseguro que hoy me ha sido imposible trabajar en mi despacho. Mi ayudante empezó a quejarse de mareos y tuve que enviarle a casa.

—Adelante, pues —dijo el alcaide auxiliar—. Pero debo insistir en presenciar su interrogatorio. Es indudable que el preso está bajo nuestra jurisdicción.

—¿Debo recordarle que su función es de vigilancia, y que la mía es de investigación? El acusado aún no ha sido sentenciado ni juzgado. En realidad, ni siquiera se ha dictado auto de procesamiento contra él. Ni ha sido oficialmente encarcelado por orden gubernativa. Sencillamente, está aquí como testigo. Tengo, pues, derecho a interrogarle a solas. La hora puede ser intempestiva, pero sólo en el sentido formal. Le ruego, pues, que nos deje solos durante un rato. No estaré más de media hora.

—Al menos, debería usted decirme qué va a preguntarle, para el caso de que el alcaide quiera saberlo cuando regrese. Si es acerca del trato que se le ha dado en esta cárcel, le diré francamente que el alcaide se sentirá muy molesto. No se ha hecho ninguna excepción con el judío. Mientras observa los reglamentos, recibe el mismo trato que los otros. Si los vulnera, recibe su castigo.

—Mis preguntas no tendrán nada que ver con el trato carcelario, aunque espero que éste, sea siempre humanitario. Puede decirle al alcaide Grizitskov que he venido a comprobar ciertas declaraciones que me había hecho el acusado. Si desea una información más concreta, puede llamarme por teléfono.

El alcaide auxiliar se retiró, lanzando una hosca mirada al preso.

Bibikov permaneció un minuto sentado, apretándose los labios con los dedos, y, después, se dirigió rápidamente a la puerta, escuchó con atención y llevó un par de sillas al rincón más alejado de aquélla, indicando a Yakov que se sentara en una de ellas.

—Amigo mío —dijo apresuradamente y en voz baja—, me doy perfecta cuenta, por su aspecto, de lo que habrá pasado. No me crea negligente o insensible si no hago comentarios sobre ello. Le he prometido al alcaide auxiliar que sólo le interrogaría sobre otras cuestiones. Además, tenemos poco tiempo y he de decirle muchas cosas.

—Lo comprendo, señor —murmuró Yakov, luchando con sus emociones—, pero quisiera saber si podría proporcionarme otro par de zapatos. Los clavos de éstos me torturan los pies, aunque nadie lo cree. Si no quieren darme otro par, que me dejen al menos un martillo y unos alicates para arreglarlos yo mismo.

Suspiró profundamente y se enjugó un ojo con la manga.

—Disculpe mi aturdimiento, señor.

—Veo que ambos llevamos traje de hilo —dijo Bibikov, abanicándose despacio con su viejo sombrero. Después, añadió, bajando la voz—: Dígame el número que calza y le enviaré un par de zapatos.

—Tal vez será mejor que no lo haga —murmuró Yakov—, o el alcaide auxiliar pensará que me he quejado.

—Supongo que se habrá dado cuenta de que no fui yo, sino el fiscal, quien le hizo encarcelar.

El remendón asintió con la cabeza.

—¿Quiere un cigarrillo? ¿Ha probado mi tabaco turco?

Le encendió uno, pero Yakov, al cabo de un par de chupadas, tuvo que tirarlo.

—Perdone que lo haya desperdiciado —dijo, tosiendo—, pero apenas si puedo respirar con este calor.

El magistrado se guardó la cajetilla. Después, sacó los lentes del bolsillo del pecho, los limpió y se los caló sobre la sudorosa nariz.

—Quiero que sepa, Yakov Shepsovitch, que siento un interés extraordinario por su caso. Hasta el punto de que, la semana pasada, regresé en un tren atestado y maloliente de San Petersburgo, donde había ido a consultar al ministro de Justicia, conde Odoevsky.

Se inclinó hacia delante y dijo en voz baja:

—Fui allí para presentar las pruebas que había recogido y solicitar que la acusación contra usted quedara limitada, como ya le había sugerido al fiscal, a su residencia ilegal en el Lukianovsky, o, incluso, que fuese retirada si salía usted de Kiev y regresaba a su lugar de residencia habitual. Sin embargo, se me dijo claramente que tenía que proseguir mi investigación hasta que no quedara la menor sombra de duda. Le diré, confidencialmente, que lo que más me turbó fue que el ministro de Justicia me escuchó cortésmente y con visible interés, pero dándome la impresión de que espera que las pruebas confirmen su culpabilidad.

Vey iz mir.

—Claro que no lo dijo con esta claridad. Fue una impresión mía, que puede ser equivocada, aunque no lo creo. Francamente, la conversación estuvo llena de frases vagas, salpicada de insinuaciones, vacilaciones, preguntas extrañas que no acabé de comprender, observaciones ambiguas, etcétera, todo lo cual aumentó más la confusión. Nada, hasta ahora, se ha dicho con absoluta claridad. Sin embargo, siento que me incitan a descubrir pruebas que confirmen la creencia general. El ministro del Interior me llama continuamente por teléfono. Y confieso que estas presiones me ponen nervioso. Mi esposa dice que cada día estoy más insoportable, y he experimentado síntomas de trastornos gástricos. Hoy, me apremia ella, en una carta, para que visite al médico. Cuando venía hacia acá, tuve la impresión de que mi coche era seguido por otro, aunque tal vez sólo haya sido una sugestión debida a mi estado nervioso.

Acercó su pálido rostro al de Yakov y prosiguió, en un murmullo:

—Pero no nos vayamos por las ramas y volvamos a los hechos: durante nuestra conversación, el conde Odoevsky me ofreció librarme de «la carga» de este caso, si me sentía «incómodo o a disgusto», o si el trabajo me resultaba «desagradable» o pugnaba con lo que él llamó mis «creencias». Y creo haber percibido en sus palabras una clara insinuación de que el interés de la justicia exigía una acusación de asesinato por motivos religiosos, acusación que, desde luego, es una solemne estupidez.

—En cuanto al asesinato —dijo Yakov—, que me ase eternamente en el infierno si tuve la menor intervención en él.

El magistrado instructor se abanicó despacio con el sombrero. Después de mirar una vez más hacia la puerta, dijo:

—Cuando le dije al ministro de Justicia, y se lo dije llanamente, sin sutilezas ni ambigüedades de tipo legal, que mis pruebas apuntaban en la dirección opuesta, o sea el descargo de la imputación más grave, él se encogió de hombros (el conde es un hombre imponente, guapo, buen conversador, ligeramente perfumado), quizá para indicarme que aún no había alcanzado la verdadera sabiduría. Y en esto terminó la cosa, en un encogimiento de hombros que podía significar mucho o muy poco, pero que, en todo caso, revelaba la existencia de una duda. Debo decir, en su favor, que es todo un caballero. En cambio, le diré con franqueza que el fiscal, mi colega Grubeshov, no tiene la menor duda de su culpabilidad. Yo diría que se ha persuadido a sí mismo, que quizás estaba ya persuadido antes de que se cometiera el hecho. Lo digo después de haber reflexionado mucho sobre ello. Grubeshov me ha pedido, insistentemente, en más de una ocasión, que dictara un severísimo auto de procesamiento contra usted, sin mitigar los términos, por el asesinato de Zhenia Golov, cosa a la que me he negado categóricamente. Por supuesto, esto aumenta mi nerviosismo. En fin, prácticamente hablando, esto no puede continuar así por mucho tiempo. Si no le proceso, alguien lo hará en mi lugar. Me quitarán de en medio, por poco que puedan, y, entonces, no podré servirle ya de nada. Por consiguiente, debo fingir que colaboro con ellos mientras prosigo mi investigación, hasta que obtenga una prueba plena. Entonces, volveré a someter el caso al Ministerio de Justicia, y, si insisten en llevar la causa adelante, quizá revelaré mis descubrimientos a la Prensa, la cual hay que presumir que armará un tremendo escándalo. Al menos, espero que así sea. En realidad, he pensado ya en facilitar anónimamente algunas piezas selectas de información a un par de periodistas destacados, sobre el estado del asunto en relación con la naturaleza de las pruebas existentes contra usted, pruebas que, hasta ahora, sólo consisten en acusaciones anónimas y en artículos provocativos de la Prensa reaccionaria. Esto lo resolví esta noche, mientras daba vueltas en la cama. Esta visita, que he realizado cediendo a un súbito impulso, ha sido únicamente para informarle de mis planes y para que sepa que aún le queda un amigo en el mundo. Sé que la acusación es falsa. Estoy dispuesto a proseguir esta investigación con todas mis fuerzas y toda mi habilidad, a fin de descubrir, y, en caso necesario, publicar toda la verdad. Lo hago por Rusia, tanto como por usted y por mí. Por consiguiente, le suplico, Yakov Shepsovitch, que tenga confianza y paciencia, a pesar de las duras pruebas a que se ve sometido.

—Gracias, señor —dijo Yakov, temblándole la voz—. Cuando uno está acostumbrado a salir de su choza de cuando en cuando, para respirar un poco de aire fresco y contemplar el cielo para ver si lloverá mañana (aunque esto importe poco), le cuesta seguir viviendo en una angosta y oscura celda solitaria. Sin embargo, ahora sé que hay alguien que sabe lo que hice y lo que dejé de hacer, alguien en quien puedo confiar, aunque me gustaría que me explicase qué quiso decir cuando mencionó «el estado del asunto», al referirse a los periodistas.

Bibikov se dirigió de nuevo a la puerta, la abrió sin hacer ruido, echó un vistazo al exterior, volvió a cerrarla cuidadosamente y regresó a su sitio, acercando de nuevo su cara a la de Yakov.

—Mi teoría es que el asesinato fue cometido por la pandilla de ladrones y criminales de Marfa Golov y, en particular, por su ciego amante, un tal Stepan Bulkin, quien quiso quizá vengarse así de ella, por la pérdida de su visión. Ella tenía a su hijo en el más completo abandono. Es una mujer malvada, estúpida, aunque también astuta, y tiene la moral de una prostituta empedernida. Parece ser que Zhenia la había amenazado, probablemente en más de una ocasión, con denunciar sus actividades delictivas a la Policía del distrito, y es muy posible que el amante la convenciese de que había que librarse del muchacho. Tal vez el suceso se produjo en un momento de borrachera general. Estoy casi seguro de que el chico fue asesinado en la casa de su madre, siendo Bulkin el principal autor del bestial sacrificio. Es evidente que torturaron al muchacho, infligiéndole gran número de heridas en el cuerpo y enjugando la sangre a medida que brotaba, a fin de no dejar manchas acusadoras en el suelo. Supongo que quemarían los trapos ensangrentados y que, por último, hundirían el cuchillo en el corazón del niño. Lo que no he podido determinar es si Marfa presenció su muerte o si estaba durmiendo la borrachera.

El remendón se estremeció.

—¿Cómo ha podido averiguar todo esto, señor?

—Sólo puedo decirle que es normal que los ladrones peleen entre sí, y que, como antes le indiqué, Marfa es estúpida a pesar de su astucia. La verdadera historia se sabrá a su tiempo, si seguimos trabajando con paciencia. Tenemos razones para creer que ella tuvo oculto en la bañera el cadáver de su hijo durante una semana, antes de que lo trasladaran a la cueva. Estamos buscando a una de sus vecinas, la cual creemos que lo vio allí y que poco después se marchó del barrio, supongo que aterrorizada por las amenazas de Marfa. Los criminales mantienen contra usted la acusación de un crimen ritual, para salvar sus propias cabezas. Ignoramos el origen de esa acusación. Sospechamos que la propia Marfa escribió una carta anónima diciendo que los judíos eran los autores de la fechoría. La carta que recibió la Policía iba firmada por «Un Cristiano». Lo sé, aunque todavía no he podido ver el documento. Sea como fuere, los ladrones harán todo lo posible por sostener la acusación, aunque sea declarando contra usted como testigos oculares de su «crimen». Están asustados y son peligrosos. Y mi ayudante, Iván Semyonovitch, ha averiguado que Proshko y Richter incendiaron el establo de Nikolai Maximovich, sin la ayuda de ningún demonio judío.

—Ya comprendo —suspiró Yakov—. Detrás del mundo, hay otro mundo. Discúlpeme, pero ¿sabe también el fiscal todo lo que Su Señoría acaba de decirme?

Bibikov se abanicó cachazudamente con el sombrero.

—Si he de ser absolutamente veraz, ignoro lo que sabe y lo que no sabe. No me ha hecho ninguna confidencia, aunque sospecho que sabe más de lo que dice. Lo que sí sé es que es un oportunista, un hombre que persigue incansablemente su medro personal. En su juventud, fue ucraniófilo hasta la médula, pero, al obtener un cargo público, se volvió más ruso que el propio zar. Algún día, si Dios no lo remedia, le veremos de magistrado en el Tribunal Supremo, lo cual es, sin duda, su mayor anhelo. Si esto ocurre, habrá «justicia» sin justicia. —El magistrado se interrumpió e hizo una pausa—. Le agradezco, Yakov Shepsovitch, que no repita a nadie lo que acabo de decirle, ni ninguno de mis otros comentarios. Como la mayoría de los rusos, hablo demasiado. Sin embargo, quería aliviar un poco su angustia mental. Le pido reserva para bien de los dos.

—¿A quién podía repetirlo, si me encuentro rodeado de enemigos? Pero lo que yo quería preguntarle era esto: ¿cree de veras el fiscal que yo maté al muchacho, y cree de veras todo lo que el sacerdote dijo en la cueva?

—En cuanto a lo que cree realmente, debo confesar de nuevo mi ignorancia, aunque nos vemos muy a menudo en el curso de las diligencias oficiales. En mi opinión, se siente inclinado a creer lo que creen los que le rodean. Ignoro el peso que ejercen en él las paparruchas y las supersticiones. Pero no es tonto, esto puedo asegurarlo. Conoce la Historia y domina las leyes; aunque no asimila mucho el espíritu de éstas. Sin duda sabe que Alejandro I, en 1817, y Nicolás I, en 1835, promulgaron ucases prohibiendo la calumnia sangrienta contra los judíos que vivían en suelo ruso, aunque es muy cierto que estas calumnias han sido resucitadas durante la última generación para provocar pogroms con fines políticos. Huelga decir que, en los últimos tiempos, se ha producido una marcha atrás en el progreso, sea éste lo que fuere, tanto más inquietante cuanto que el progreso había sido muy débil desde los tiempos de la Emancipación. Yo diría que es como una maldición que pesa sobre un país donde el hombre ha poseído al hombre en propiedad. El hedor de esta corrupción persiste en el alma y anuncia futuros males. Sin embargo, los decretos de aquellos zares no fueron nunca revocados y siguen teniendo fuerza legal. Si Grubeshov ha estudiado esta cuestión, como lo he hecho yo recientemente, sabrá también, por ejemplo, que ciertos Papas católicos romanos, entre ellos un Inocencio, un Paulo, un Gregorio y un Clemente, cuyos números he olvidado, también dictaron interdicciones contra tal acusación. Creo que uno de ellos la calificó de «infundada y malvada invención». Es interesante observar que esta misma sangrienta acusación que se ha hecho a los judíos fue empleada en el siglo I por los paganos, para justificar la opresión y las matanzas de los primeros cristianos. También ellos fueron llamados «bebedores de sangre», por motivos que comprendería usted si conociese a la masa católica. La mística de la sangre se convirtió entre gente primitiva, en creencia de que existe un poder milagroso en la sangre. Desde luego, ésta es una sustancia dramática, tanto por su color como por su composición.

—Entonces, si el Papa dijo que no, ¿por qué dice que sí el sacerdote?

—El padre Anastasy es un charlatán. Escribió un estúpido folleto antisemita en latín, que llamó la atención a la Nobleza Unida, que ha sido quien ha presionado para que declarase contra usted. Gran parte de la agitación para el pogrom está centrada en él. Es curioso observar que Zhenia Golov fue asesinado poco después de la publicación de aquel folleto. Era sacerdote católico, pero fue degradado canónicamente por alguna fechoría, suponemos que por malversación de fondos de la Iglesia, y, recientemente, vino a Polonia e ingresó en la Iglesia Ortodoxa, cuyo Sínodo, diré de paso, no mantiene la acusación contra usted, aunque tampoco la niega. El Metropolitano de Kiev me informó de que no haría ninguna declaración.

—Lo cual no impedirá que el agua siga hirviendo —murmuró el remendón.

—Temo que no. ¿Conoce usted el francés, Yakov Shepsovitch? —preguntó Bibikov.

—En absoluto, señor.

—Los franceses tienen un dicho: «Cuanto más cambia una cosa, más sigue siendo la misma». Debemos confesar que puede haber un poco de verdad en ello, sobre todo, si lo referimos a lo que llamamos «sociedad». En efecto, ésta no ha cambiado, en lo esencial, de lo que era en el oscuro pasado, aunque nos sintamos inclinados a identificar la civilización con el progreso. Francamente, yo he dejado de creer en este concepto. Respeto al hombre por lo que tiene que aguantar en la vida y, a veces, por lo que hace. Pero ha cambiado poco desde que empezó a tenerse por civilizado, y lo mismo puede decirse de nuestra sociedad. Esto es lo que pienso. Pero, después de hacerle esta confesión, permita que le diga que, como tal vez ha adivinado, soy lo que podríamos llamar «mejorista». Es decir, me comporto como si fuera optimista, porque en modo alguno podría actuar como pesimista. Uno se siente a menudo impotente ante la confusión de nuestro tiempo, ante el cúmulo de acontecimientos y experiencias al parecer indomeñables que tenemos que vivir, tratar de comprender y, si es posible, ordenar. Pero no debe abandonar la tarea mientras tenga algo que ofrecer, so pena de convertirse en menos humano.

”Sea de ello lo que fuere —prosiguió—, lo cierto es que, si el fiscal se ha empollado un poco el Antiguo Testamento, debe conocer la prohibición contenida en el Levítico, según la cual los judíos no debían probar la sangre. No recuerdo exactamente las palabras (las notas están sobre la mesa de mi casa), pero el Señor advirtió que quien comiera sangre, ya fuese israelita o extranjero, sería excluido de su pueblo. Y no permitió que el rey David le elevase un templo, porque había guerreado demasiado y derramado demasiada sangre. Es un Dios consecuente, aunque no benévolo. También sé, por algunos comentaristas rusos del Antiguo Testamento y de otros textos sagrados judíos, que no existe registrada en estos libros ninguna ley ni costumbre que permitan al judío utilizar sangre, o concretamente sangre cristiana, para fines religiosos. Según las personas a quienes he consultado (en secreto, naturalmente), la prohibición de utilizar la sangre para cualquier finalidad no fue nunca derogada ni alterada en los textos judíos legales, literarios o médicos. Por ejemplo, no existe ninguna prescripción de sangre para usos medicinales, interno o externo, etcétera, etcétera. Grubeshov debería conocer muchos de estos datos, y le aseguro que pienso seriamente en someterle un resumen de mis investigaciones sobre el particular, para que pueda estudiarlo. Francamente, Yakov Shepsovitch, lamento desacreditar a un colega como lo estoy haciendo ante usted, pero he llegado a la enojosa conclusión de que, por mucho que sepa, o que pueda saber gracias a mí, tendente a demostrar su inocencia, habrá de ser, si no absolutamente inútil, sí contrario a sus fines y objetivos. También él vería con gusto su condena.

Yakov se estrujó las manos.

—Sí es así, ¿qué puedo hacer yo, señor? ¿Me veré abandonado y condenado a morir en esta cárcel?

—¿Quién le ha abandonado? —dijo el magistrado instructor, mirándole amablemente.

—No usted, desde luego, y bendigo esta suerte. Pero, si el señor Grubeshov no hace caso de sus pruebas, puedo pudrirme aquí durante años. A fin de cuentas, ¿cuánto duran nuestras vidas? ¿No podría usted procesarme por algo, a fin de que pudiera, al menos, ver a un abogado?

—No, esto no sería solución. Me vería obligado a procesarle por asesinato. Y me da miedo empezar el asunto de esta forma. Su abogado actuará a su debido tiempo. Pero, de momento, ningún abogado puede hacer tanto como yo en su favor, Yakov Shepsovitch. Cuando aquél tenga que actuar, procuraré que sea de los mejores. He pensado ya en uno, enérgico y valiente, que goza de excelente reputación. Le sondearé dentro de poco, y estoy seguro de que se avendrá a defenderle.

El remendón le dio las gracias.

Bibikov consultó su reloj y se levantó de prisa.

—¿Qué más puedo decirle, Yakov Shepsovitch? Busque aliento en la verdad y apercíbase para aguantar esta prueba. Fortalézcase con su inocencia.

—No es cosa fácil, señor. No estoy hecho para esta clase de vida. Me resulta difícil imitar a los perros. Bueno, no quiero decir exactamente esto, pero sí algo parecido. Quiero decir que la cárcel me pone enfermo y que no soy hombre valiente. Si he de decirle la verdad, siento un miedo horrible que no me deja ni de noche ni de día.

—Nadie le ha dicho que sea fácil. Sin embargo, no está usted solo.

—Estoy solo en mi celda. Estoy solo en mis pensamientos. No quisiera mostrarme áspero con Su Señoría, porque le agradezco profundamente su ayuda…

—Mi querido amigo —dijo brevemente Bibikov—, su aspereza no me ofende. Lo único que me preocupa es no fallarle.

—¿Cómo había de fallarme? —dijo el remendón, levantándose ansiosamente.

—¡Qué sé yo! —Bibikov se caló el viejo sombrero—. En parte, me hace dudar la situación en que se encuentra nuestro desdichado país. Rusia es una nación compleja, atormentada, ignorante, impotente. En cierto sentido, todos estamos prisioneros. —Hizo una pausa, se peinó la barba con los dedos y dijo—: Hay muchísimo quehacer, muchas cosas que reclaman todo el esfuerzo de nuestro corazón y de nuestra alma, pero ¿por dónde hemos de empezar? Tal vez yo empezaré por usted. Piense, Yakov Shepsovitch, que, si su vida no tiene valor, tampoco lo tiene la mía. Si la ley no le ampara, tampoco, a la larga, me amparará a mí. Por consiguiente, no puedo fallarle, y esto es precisamente lo que me preocupa: que no debo fallarle. Y, ahora, le deseo buenas noches. Tratemos ambos de dormir un poco, y tal vez mañana será un día mejor. Agradezcamos a Dios que haya un mañana.

Yakov le asió una mano para besársela, pero Bibikov se marchó antes de que pudiera hacerlo.

6

Un preso, un hombre angustiado y desesperado, fue encerrado en la celda contigua. Al cabo de un minuto, empezó a golpear la pared con un zapato, o con ambos. El ruido llegó hasta Yakov, aunque parecía venir de muy lejos, y el remendón respondió golpeando a su vez con el zapato. Pero, cuando el hombre empezó a gritar, no pudo entender lo que decía. Gritaron los dos en diferentes ocasiones, durante el día y durante la noche, con toda la fuerza de sus pulmones; el remendón tenía la impresión de que el otro quería contarle una lastimosa historia, y hubiese querido comprenderle y contarle la suya; pero los gritos, las lamentaciones y las preguntas quedaban ahogadas, indescifrables. «Lo mismo pensaría el otro», se dijo Yakov.

Las celdas de castigo eran departamentos rectangulares, con paredes de ladrillos y cemento, una de las cuales tenía un ventanuco enrejado a medio metro por encima de la cabeza del preso. La puerta era de hierro macizo, con una mirilla a la altura de los ojos y a través de la cual miraba el guardián cuando pasaba por allí. Y, aunque Yakov entendía lo que le gritaban desde el corredor, era imposible que los presos se comprendiesen cuando se hablaban a gritos por la mirilla. Las aberturas eran angostas, y las resonancias del pasillo confundían las palabras y las convertían en ruidos.

En una ocasión, un guardián de rostro moreno y ojos estúpidos entró en el departamento de las celdas, les oyó gritar y los maldijo a los dos. Ordenó al otro preso que se callase, si no quería que le machacase la cabeza, y le dijo a Yakov:

—No más ruido, o te capo de un tiro.

Cuando se hubo marchado, los dos hombres volvieron a golpear la pared. El celador venía dos veces al día y les traía un tazón de sopa insulsa y llena de insectos, y una rebanada de pan negro; también inspeccionaba las celdas cuando menos lo esperaban. Yakov dormía en el suelo o paseaba arriba y abajo en la angosta celda, o permanecía sentado de espalda a la pared y con las rodillas encogidas, perdido en sus desesperados pensamientos, cuando advertía de pronto que un ojo maligno le observaba y desaparecía después. Por el ruido de las puertas que se abrían todas las mañanas, al llevarles la comida el guardián y su ayudante, sabía el remendón que sólo había dos presos en aquel sector de la cárcel. El otro preso estaba a su izquierda, y los guardias recorrían cincuenta pasos a la derecha para llegar a otra puerta, la cual abrían con una llave, cerrándola con estrépito y echando el cerrojo por el otro lado. En ocasiones, a primeras horas de la mañana, cuando la enorme prisión dormía envuelta en la oscuridad y el silencio, a pesar de que cientos —y, probablemente, miles— de hombres soñaban, gemían, roncaban y se reían en sueños, el preso de la celda contigua se despertaba y empezaba a dar golpes en la pared intermedia. Lo hacía a intervalos, ora rápidos, ora lentos, como si tratara de enseñar una clave al remendón; pero, aunque Yakov contaba los golpes y trataba de traducirlos en letras del alfabeto ruso, las palabras que formaba no tenían el menor sentido, y el hombre se maldecía por su estupidez. Golpeaba la pared a su vez, pero ¿qué quería decir? Había veces en que ambos la golpeaban al mismo tiempo.

Jamás había conocido el remendón una desesperación mayor que la de hallarse encerrado en soledad. Se decía que su mente no podría aguantarlo mucho tiempo. Cuando los guardianes le entraron la sopa y el pan, en la mañana del duodécimo día de su confinamiento, les suplicó que intercedieran por él. Había aprendido la lección y observaría todos los reglamentos, si tenían la bondad de devolverlo a la celda común, donde, al menos, había otras caras y alguna actividad humana.

—Si quieren decírselo al alcaide, se lo agradeceré con toda mi alma. Es muy duro vivir sin poder charlar un poco de cuando en cuando.

Pero ninguno de los guardias le respondió. No les habría costado nada transmitir su mensaje al alcaide, pero no lo hicieron. Yakov permanecía sumido en el silencio, imaginando, a veces, que estaba en el Podol, conversando con alguien. Se hallaba bajo un árbol del patio de la casa de vecindad, con Aarón Latke, y le contaba lo mal que iban las cosas. (Pero ¿podía haber algo malo, si se gozaba de libertad?). Sólo unas cuantas palabras sin importancia, mejor en yiddish, pero aceptables incluso en ruso. Pero, como de momento era inútil pensar en la libertad, se contentaría con tener sus herramientas y practicar un pequeño orificio en la pared —trabajo de una mañana—, con lo cual podría hablar con el otro preso y acaso verle la cara si éste se retiraba un poco. Podrían contarse la historia de sus vidas, alargándola para que durase meses, y volver a empezar, en caso necesario. Pero quizás el otro preso estaba enfermo o desesperado, porque había dejado de golpear la pared; y ninguno de ambos volvía a gritar.

Si llegó a olvidar al otro hombre, lo recordó de pronto. Una noche, un lejano gemido interrumpió su sueño. Se despertó y no oyó nada. Golpeó la pared con el zapato, pero no obtuvo respuesta. Soñó que oía pasos en el corredor; después, le volvió a despertar un grito ahogado, y sintió pánico. «Algo anda mal —pensó—. Debo ocultarme».

La puerta de una celda se cerró de golpe y se oyeron los pasos de varias personas en el pasillo. Yakov esperó con los nervios en tensión, en la profunda oscuridad, dispuesto a gritar si se abría su puerta; pero los pasos se alejaron de su celda. La pesada puerta del final del corredor se cerró con estruendo, una llave giró en la cerradura y se acabaron los ruidos. Siguió un terrible silencio, pero Yakov no pudo volver a dormir. Golpeó la pared con ambos zapatos y gritó hasta quedarse ronco, pero no obtuvo la menor respuesta. A la mañana siguiente, no le dieron de comer. «Me dejarán morir», pensó. Pero, al mediodía, entró un guardián borracho, con la sopa y el pan, murmurando entre clientes. Derramó la mitad de la sopa sobre Yakov, antes de que éste pudiera agarrar la taza.

—Mata a un niño ruso, y nosotros tenemos que servirle —masculló el guardián, envuelto en una vaharada de alcohol.

Cuando se hubo marchado, el remendón, que masticaba lentamente su pedazo de pan negro, pensó de pronto que aquél no había cerrado la puerta con llave. Se le erizaron los cabellos del cogote. Se levantó excitado, introdujo dos dedos en la mirilla y casi se desvaneció al comprobar que la puerta se abría despacio hacia dentro.

Se sintió confuso y abrumado de espanto. Si salgo, me matarán. Alguien debe hallarse esperando en el exterior. Miró por la abertura y no pudo ver a nadie. Después, volvió a cerrar la puerta sin hacer ruido y esperó.

Transcurrió una hora, tal vez más. Volvió a abrir la chirriante puerta y, esta vez, echó un rápido vistazo al corredor. A su derecha, al final del pasillo de las celdas, la puerta de hierro estaba entornada. ¿Habría olvidado cerrarla también el guardián borracho? Yakov se deslizó a lo largo del pasillo, se detuvo a pocos pasos de la puerta y retrocedió apresuradamente. Sin embargo, no penetró en su celda. Una vez más, se acercó a la pesada puerta, y estaba a punto de abrirla cuando le vino la idea de que estaba actuando sin reflexionar. Corrió de nuevo a su celda, entró y cerró la puerta de golpe. Y esperó, sintiendo que se le helaba la carne y que le dolía cada vez más el corazón. Nadie se presentó. Sin embargo, el remendón había reflexionado ya y estaba seguro de que el guardián había dejado deliberadamente la puerta abierta. Si la franqueaba y se deslizaba escalera abajo, otro guardián le estaría esperando al pie de ésta: sin duda, el de la mirada estúpida. Miraría a Yakov y levantaría despacio su pistola. Después, el alcaide escribiría en el Diario de la cárcel: El preso Yakov ha sido muerto de un tiro en la barriga cuando intentaba escapar.

Pero, a pesar de todo, volvió a salir al pasillo, impulsado por la impresión de libertad que inundaba su cabeza; y, esta vez, caminó en la dirección opuesta, asombrado de que no se le hubiese ocurrido hacerlo antes. Miró cautelosamente a derecha e izquierda, y, después, atisbó por la mirilla de la celda del otro preso. Un hombre barbudo se balanceaba débilmente, colgado de un cinturón de cuero atado a la barra de en medio de la ventana abierta, con un taburete volcado a sus pies. El hombre parecía mirar hacia el lugar donde sus lentes se habían estrellado contra el suelo, bajo sus oscilantes pies.

El remendón tardó lo que parecía un siglo en admitir que aquel hombre era Bibikov.