1
El establo había ardido completamente en pocos minutos, dijo Proshko, escupiendo a los pies del remendón, por lo que no le sorprendería que se hubiese debido a algún acto de magia de los judíos. Señaló los calcinados restos del corral donde habían muerto cuatro caballos aterrados y enloquecidos, y un montón de tablas y vigas de madera rotas que habían caído de la techumbre.
Los funcionarios de barba y bigote, algunos de ellos uniformados y calzando botas, y otros provistos de paraguas aunque había dejado de llover, varios agentes de la Policía secreta, unos cuantos detectives de paisano y algunos números de la Policía de Kiev —amén de un general del Ejército Imperial, con dos hileras de botones dorados y una de medallas sobre el pecho—, miraban en silencio. Grubeshov, con sombrero hongo de estilo inglés, polainas manchadas de barro y capa impermeable, enrojeció al oír la declaración de Proshko, asió con fuerza la mano del coronel Bodyansky y le murmuró algo al oído; y el coronel, con el semblante grave, le respondió con otro murmullo, mientras Yakov se humedecía los resecos labios. Bibikov, calzado con unas pequeñas botas llenas de barro y que le llegaban al tobillo, arrebujado en una bufanda de invierno y tocado con un sombrero muy grande, permanecía en pie detrás de dos severos representantes de las Centurias Negras —luciendo sus retadoras insignias— y fumaba un cigarrillo tras otro, después de ofrecer amablemente su pitillera a los que le rodeaban. Cerca de él, el granujiento Iván Semyonovitch escoltaba a un viejo sacerdote de la Iglesia Ortodoxa, el padre Anastasy, «especialista —según oyó murmurar Yakov— en religión judaica»; era un hombre de hombros redondeados, barba listada, manos delgadas y ojos negros e inquietos, y llevaba holgadas vestiduras y sombrero alto y redondo, que se sujetaba con la mano cuando soplaba el viento. En cuanto a la contribución que habría de prestar a las desdichas de Yakov, era algo que éste ignoraba y que no se atrevía a presumir. Esposado, las piernas encadenadas, con los nervios agotados y sintiéndose flotar, aunque luchaba con todas sus fuerzas por no perder la cabeza, Yakov permanecía de pie, delante de cinco guardias armados, apartado de todos los demás. Aunque había pasado casi un mes desde su detención, sólo podía creer a medias que esto le hubiese ocurrido a él, a una persona con la que no lograba identificarse en el sueño que estaba viviendo; y escuchaba, aturdido, a Proshko, como si la acusación de aquel monstruoso crimen fuese a un tiempo verdadera y desatinada, como si fuese dirigida a alguien a quien no conocía muy bien, a un extraño, aunque recordaba claramente sus temores de que algo así iba a ocurrirle a él.
Aparte de los citados, no había nadie en el patio de la fábrica aquella nublada tarde de domingo, gris y verde, de un mes de mayo extrañamente frío. Ninguno de los obreros se encontraba allí, salvo los carreteros Richter y Serdiuk, los cuales escuchaban en silencio y escupían de cuando en cuando, inquieto el ucraniano y dándole vueltas a la gorra entre sus rojas manazas, y mirando aviesamente el alemán al antiguo inspector. Nikolai Maximovich también había sido citado, pero Yakov sabía que era demasiado tarde para que pudiese salir de casa en estado de sobriedad. Después de levantarse la niebla mañanera, había empezado a llover copiosamente, y los chubascos se habían repetido por la tarde. Los caballos que tiraban de la media docena de carruajes que habían salido a intervalos del Tribunal del Distrito para reunirse en la fábrica de ladrillos, se habían enfangado hasta las orejas, y el automóvil que transportaba a Yakov, al coronel Bodyansky y a los guardias, se había atascado en el barro de una calle del Lukianovsky, atrayendo a varias personas, cosa que irritó en gran manera al fiscal, quien le dijo al chófer que no quería que «el asunto se airease». Los periódicos no habían dicho nada acerca del remendón. Todo lo que parecían saber era que un judío del Podol había sido detenido como «sospechoso», pero sin decir quién ni por qué. Grubeshov les había prometido información para más adelante, al objeto de no entorpecer la investigación que se estaba realizando. Antes de salir del Juzgado, Bibikov había enterado de esto a Yakov, pero no le había dicho nada más.
—Empiece por el principio —dijo Grubeshov a Proshko, quien lucía su traje de los domingos, compuesto de pantalón grueso y chaqueta corta. Quiero decir que me cuente sus primeras sospechas.
El fiscal había planeado esta reconstrucción del hecho, «para que comprenda —le había dicho al acusado— la irrebatible lógica de nuestra acusación, y actúe en consecuencia, para su propio bien».
—¿Cómo puede ser para mi bien?
—Ya lo verá usted.
El capataz se sonó ruidosamente y guardó el pañuelo en el bolsillo del pantalón.
—Al primer vistazo, comprendí que era judío, aunque él se hacía pasar por ruso. Es fácil distinguir una cebolla de un rábano, si uno no está ciego —dijo Proshko, con una breve carcajada—. Se hacía llamar Iván Ivanovich Dologushev, pero su propia manera de pronunciar el nombre me indicó que éste no le correspondía. El nombre es algo que llevamos desde que nacemos, y a él le sentaba como un traje robado. Adiviné que era judío, de la misma manera que adivinamos la presencia de un fantasma en la noche. Espera, hermanito, dije para mis adentros, aquí hay algo que huele a podrido. Tal vez era el olor de su piel, o su manera de hablar el ruso, o su estilo de correr con los pies planos cuando perseguía a los chiquillos; lo cierto es que, cuando le miré con los ojos bien abiertos, comprendí que era verdad lo que ya sabía: era zhid, y no había que darle vueltas. Aunque la mona se vista de seda, mona se queda, dice el adagio, y el judío llevará siempre su calidad de zhid escrita en el semblante. Es un astuto bastardo, pensé, y se imagina que me engaña porque viste con pelliza con cinturón y se ha afeitado la barba y las melenas de judío; tal vez será un poco difícil hacerle salir de su madriguera, ahora que ha engatusado a Nikolai Maximovich, pero yo haré que salga; y esto es lo que hice, con la ayuda de Dios.
—Refiera los detalles —dijo Grubeshov.
—No habría pasado un cuarto de hora desde la primera vez que le vi cuando volví a su oficina del barracón y le pedí sus documentos para presentarlos a la Policía del distrito, y en seguida vi de qué pie cojeaba. Mintió, diciendo que los había entregado al amo y que éste los había hecho registrar. El hombre falso en el hablar lo es también en otras cosas, pensé; por consiguiente, estaré alerta para ver cuáles son éstas. No tuve que esperar mucho. En una ocasión, mientras él husmeaba entre los hornos por algo que él sabrá, entré en el barracón y examiné las cifras de los libros. Los números habían sido amañados, consignando diariamente cifras más bajas de las reales, a fin de poder meterse unos cuantos rublos en el bolsillo, no muchos, porque los judíos son astutos; supongo que serían tres o cuatro rublos al día. De esta manera, Nikolai Maximovich no sospechaba nada y él podía llenar un bote de hojalata que guardaba en su habitación.
—Esto es falso —dijo Yakov, tembloroso—. El ladrón es usted, y me carga la culpa a mí. Usted y sus carreteros robaron miles de ladrillos a Nikolai Maximovich, y me odiaban porque, gracias a mi vigilancia, no podían seguir robando.
Nadie le escuchaba.
—¿Qué hacía él con los rublos que usted dice que robó? —preguntó Bibikov al capataz—. Si no recuerdo mal, había unos noventa en el bote de hojalata. Si hubiese robado cuatro rublos diarios, pongamos por caso, habría tenido que haber una suma mucho mayor.
—¿Quién sabe lo que hace un judío con el dinero? He oído decir que se lo llevan a la cama y le hacen el amor de cuando en cuando. Apostaría a que dio la mayor parte a la sinagoga zhid del Podol. Allí, saben cómo utilizar los rublos rusos.
—La Policía secreta confiscó ciento cinco rublos en total —anunció Grubeshov, después de conferenciar con el coronel Bodyansky—. Mantenga cerrado el pico —le dijo a Yakov—. Hablará cuando le pregunten.
—Pero hubo más —prosiguió Proshko—. Introdujo a otros judíos en la fábrica, y, entre ellos, a uno de estos hasids de sombrero redondo, o como les llamen, que estuvo rezando con ése en el barracón. Aquél entró cuando ambos pensaban que no había nadie que pudiera observarles. Ambos se ataron unos cuernos a la cabeza y oraron al Dios judío. Yo les observaba a través de la ventana y vi que rezaban y comían massots. Presumí que los habrían cocido ellos mismos en el hornillo, y, por lo visto, acerté, puesto que la Policía encontró medio saco de harina oculto debajo de la cama. Los vigilé, porque, como ya les he dicho, tenía mis sospechas. Vi a ese de ahí rondando como un fantasma por la noche, pálido el rostro y con una mirada extraña en los ojos, buscando algo. Y también le vi persiguiendo a los chicos de quienes les hablé. Temí que pudiese hacerles algún daño, aunque entonces ignoraba que mis temores eran fundados. Un día, dos o tres colegiales entraron en el patio cargados con sus carteras. Vi como él los perseguía, aunque lograron saltar la valla. Una vez, le pregunté: «Iván Ivanovich, ¿por qué persigue a esos jóvenes colegiales? Son buenos chicos y lo único que quieren es ver cómo fabricamos los ladrillos». Pero él me respondió: «Si tan inocentes son, Jesucristo les protegerá». Pensaba que Proshko no comprendía lo que quería decir, pero yo lo comprendí.
Yakov lanzó un gemido.
—Por esto no le perdí de vista, y, cuando yo no podía hacerlo, decía a los carreteros que le vigilasen.
—¿Es cierto esto?
Serdiuk, oliendo siempre a caballo, asintió con la cabeza. Richter dijo que si.
—Les vi rezar con los sombreritos negros calados, y les espié cuando cocían esos massots. Después, cuando el muchacho fue asesinado y le encontraron en la cueva acribillado de heridas, la mañana de la nevada, de la nevada de abril, vi que ése y el otro judío del sombrero redondo bajaban corriendo la escalera y salían de la fábrica a toda prisa. Entonces, subí allí, poniendo los pies sobre sus propias pisadas para que él no se diera cuenta, y encontré pedazos del massot que habían cocido, medio saco de harina debajo de la cama, su bolsa de herramientas y el trapo ensangrentado de que les hablé. El diablo deja sus excrementos por dondequiera que pasa. Después de esto, él quería prender fuego al establo para borrar las huellas, pero yo no le perdía de vista. Cuando me tropezaba con él en el patio, palidecía por completo y era incapaz de mirarme a los ojos. Esto ocurría cuando ya habían matado al muchacho. Después del entierro, acudí a la Policía, y, una semana más tarde, vinieron a detenerle. Se llevaron los massots y las otras cosas de que les he hablado, pero yo subí allí con Richter y Serdiuk, aquí presentes, y arrancamos las tablas del piso, algunas de las cuales presentaban unas manchas oscuras que queríamos mostrar a la Policía. Precisamente en aquel instante, vimos a un viejo judío de barba gris que salía corriendo del establo; un momento después, el lugar estallaba en rugientes llamas, y, en menos de cinco minutos, todo el establo se vino abajo y fue una suerte que pudiéramos salvar algunos de los caballos. Salvamos seis y perdimos cuatro. Si hubiese sido un incendio corriente, habríamos podido salvar a los diez, pero algo había allí que hacía que todo ardiese como a impulsos de un vendaval, entre chirridos que parecían gritos de agonizantes y de fantasmas que salían a su encuentro. Juraría que ellos habían pronunciado ciertas palabras mágicas de un libro «zhidy», y arriba, donde vivía este tipo antes de que lo detuvieran, las llamas tomaron un color verde como jamás lo había visto igual, y después amarillo, y después casi negro, y todo ardió mucho más de prisa que el corral, a pesar de que éste estaba lleno de paja. En el corral, las llamas eran rojas y anaranjadas, y el fuego era más lento, más parecido al fuego corriente. En fin, que pudimos sacar a seis caballos de entre las llamas y perdimos los otros cuatro.
Richter juró que cuanto había dicho el capataz era cierto, y Serdiuk se santiguó dos veces.
2
El padre Anastasy abrazó rígidamente a Marfa Golov la macilenta madre del niño martirizado, una mujer alta de cuello flaco, ojos enrojecidos y húmedos, grises y moteados, y de piel morena y tensa sobre los huesos del rostro, la cual trató de hacer una reverencia y se derrumbó en brazos del sacerdote.
—Perdone nuestros pecados, padre —gimoteó.
—Eres tú quien tienes que perdonarnos —dijo el sacerdote, con voz nasal—. El mundo ha pecado contra ti. En particular, aquéllos que pecan contra nuestro Señor.
Se santiguó —su mano pareció un pájaro— y lo propio hicieron algunos de los funcionarios.
Marfa Golov —cuando Yakov la vio por primera vez— estaba esperando la llegada de las autoridades, de pie y en compañía de una vecina envuelta en un grueso pañolón, la cual, al aparecer los carruajes, se escurrió rápidamente y empezó a subir los inseguros escalones de una casa de madera de dos pisos y techumbre acanalada de zinc. La casa dominaba un cementerio cercado por una tapia de poca altura y desde ella, se veía también, a lo lejos, la fábrica de ladrillos. Bibikov se paró a contemplarla; como era domingo, sus chimeneas no arrojaban humo. La casa era cuadrada como una caja; había estado pintada de blanco, pero, ahora, su fachada aparecía desconchada y gris. El patio delantero, sin una planta y fangoso a causa de la lluvia, estaba protegido por una valla sin pintar, formada por largos y desiguales tablones horizontales y estropeados por el tiempo, y plantada junto al borde de la calle. La calle, donde esperaban los vehículos, estaba llena de hoyos y de barro, y los carruajes parecían la comitiva de un entierro, en el que sólo faltaba el coche fúnebre. Marfa, mujer de treinta y nueve años, según habían dicho los periódicos, vagamente agraciada, de tenso y aturrullado aspecto, pequeño mentón, boca afligida y ojos que miraban en todas direcciones, llevaba para la ocasión una blusa estampada de flores oscuras, larga falda verde y zapatos puntiagudos abrochados con botones de dos tonos. Se había colgado un descolorido camafeo del ajado cuello y se cubría los hombros con un pañuelo. Llevaba, además, un sombrero blanco, nuevo, adornado con un puñado de brillantes cerezas, que despertó cierto interés en los circunstantes. Cuando introdujeron al remendón en el patio, Marfa estalló en sollozos. Uno de los funcionarios de la oficina del fiscal y un guardia que estaba junto a él maldijeron al preso en voz baja, pero lo bastante alta para que él los oyese.
—Sin duda, es él —farfulló Marfa.
—¿Quién es él? —preguntó Bibikov, quitándose los lentes y mirándola con fijeza.
—El judío de quien me habló Zhenia, el que le persiguió armado de un largo cuchillo.
—Tome nota de la identificación —dijo Grubeshov a Iván Semyonovitch.
El ayudante no traía su libreta de notas, y dijo a uno de los policías que lo anotara.
En el patio, había un pozo de mohoso brocal; Bibikov miró dentro de él, pero no pudo ver nada.
Entonces, dejó caer una piedra dentro del pozo y, al cabo de unos momentos, se oyó el choque de aquélla con el agua. Los funcionarios se miraron unos a otros, pero el magistrado instructor se apartó del pozo sin decir palabra.
—La habitación está arriba, señor —dijo Marfa al fiscal—. Es muy pequeña, como usted verá, pero Zhenia también era pequeño para la edad que tenía. Y no le venía de mí, que no me falta estatura, sino del cobarde de su padre que nos dejó abandonados —declaró, sonriendo nerviosamente.
Marfa les introdujo en la casa y se apresuró escaleras arriba para mostrar a las autoridades la habitación donde solía dormir su pobre hijito. Ellos frotaron los pies en una estera enfangada que había en la puerta y entraron en pequeños y silenciosos grupos, contemplando la oscura y angosta alcoba, emplazada entre un dormitorio sucio y grande, con una cama metálica de matrimonio, y una habitación cuya puerta estaba cerrada y que Marfa dijo que servía de despensa.
—¿Qué puede hacer una viuda con tantos dormitorios? En general, los empleo para guardar cosas. Cuando murió mi tía, me dejó sus muebles, aunque ya tenía de sobra con los míos.
Cuando los otros hubieron visto la habitación del muchacho, hicieron subir a Yakov. Éste no tenía el menor deseo de hacerlo, pero sabía que, si lo decía así, le llevarían a rastras. Subió despacio la escalera, haciendo sonar las cadenas que llevaba atadas a las piernas y que le martirizaban los tobillos. Tres guardias le esperaban en el rellano y le siguieron, empuñando sus pistolas. Marfa, el padre Anastasy, Grubeshov, Iván Semyonovitch y el coronel Bodyansky permanecieron en el pasillo mientras el judío miraba furtivamente la habitación del chico. Grubeshov tenía los labios fruncidos, y todos le observaban con gran atención. El remendón hubiese querido aparecer tranquilo y digno, pero le fue imposible. Era como si esperase que un animal salvaje saltara encima de él. Miró temerosamente al interior de la mezquina estancia; el papel de las paredes estaba medio arrancado, deshecho el catre, arrugada y sucia la sábana, rasgada la manta. Aunque la habitación y el catre eran nuevos para él, Yakov tuvo la momentánea y alucinada impresión de que los había visto antes de entonces. Pero, inmediatamente, recordó su yacija en el piso del impresor del Podol. Ésta había sido la causa de aquella impresión, pero posiblemente los otros habían creído que había pensado en algo que, de saberse, sería causa de su condena.
—Mi querido Zhenechka quería ser sacerdote —murmuró Marfa, dirigiéndose al padre Anastasy y enjugándose los enrojecidos ojos con un pañuelo perfumado—. Era un niño muy religioso y adoraba al buen Dios.
—Sabía que se estaba preparando para ingresar en el seminario —dijo el sacerdote—. Uno de los monjes me dijo que era un chico muy bueno, incluso santo en ciertos aspectos. Tengo entendido que había tenido una experiencia mística. También me dijeron que le gustaban nuestras vestiduras sacerdotales y esperaba el día en que podría llevarlas. Su muerte ha sido una pérdida para Dios.
Marfa lloró desconsoladamente. Iván Semyonovitch sintió que sus ojos se nublaban y se volvió para secárselos con la manga. Yakov sintió ganas de llorar, pero no pudo hacerlo.
El padre Anastasy bajó la escalera, y Bibikov subió, deslizándose entre los guardias. Bibikov echó un vistazo a la habitación de Zhenia, miró distraídamente a su alrededor y, poniéndose de rodillas, levantó la sábana y miró debajo de la cama. Tocó el suelo y se miró las puntas de los dedos manchadas de polvo.
—Tal vez haya un poco de polvo en el suelo —dijo Marfa, apresuradamente—, pero siempre vacío el orinal.
—No se preocupe por esto —dijo Grubeshov, desabrido—. Bien, ¿qué ha descubierto? —le preguntó a Bibikov.
—Nada.
El magistrado instructor echó una ojeada al dormitorio de Marfa y se detuvo ante la puerta cerrada de la otra habitación, como para escuchar; pero no tocó la manija de la puerta
Después, echó a andar escalera abajo. Marfa quiso arreglar un poco la cama del muchacho, pero Grubeshov le dijo que la dejara como estaba.
—Es cuestión de un minuto.
—Déjela como está. La Policía lo prefiere así.
Bajaron. Aunque lloviznaba, varios funcionarios permanecían en el patio. Los otros, el preso y los guardias que lo custodiaban, se reunieron en el destartalado saloncito de Marfa, una estancia que olía a humo de tabaco, a cerveza ordinaria y a berzas.
A requerimiento de Grubeshov, la mujer abrió los postigos de la ventana; después, sacudió rápidamente el polvo de media docena de sillas con un trapo sucio, pero nadie se sentó. El preso tenía miedo de sentarse. Marfa trató de limpiar un poco el suelo con una escoba, pero el fiscal se la quitó de las manos.
—Esto puede esperar, Marfa Vladimirovna. Ahora, tenga la bondad de prestarnos toda su atención.
—Quisiera limpiar un poco todo esto —se apresuró a explicar ella—. Sinceramente, no esperaba que viniesen tantos personajes. Pensaba que sólo traería al preso para que viese lo que había hecho. Y, ¿valía la pena asear la casa para un puerco judío?
—Está bien —dijo Grubeshov—. No nos interesan sus asuntos domésticos. Sírvase contarnos lo que le ocurrió a su hijo.
—Desde pequeño quería ser sacerdote —lloriqueó Marfa—, y, ahora no es más que un cadáver en su tumba.
—Sí, todos sabemos que ha sido un trágico suceso. Pero me permito rogarle que se ciña a lo que sepa sobre las circunstancias que condujeron al crimen.
—¿No quiere Su Señoría que les sirva antes un poco de té? —preguntó ella, aturrullada—. El samovar está hirviendo.
—No —dijo el fiscal—. Estamos muy ocupados y todavía hemos de hacer muchas cosas antes de volver a nuestras casas. Tenga la bondad de decirnos cuanto sepa, sobre todo, acerca de la desaparición y la muerte de Zhenia. Por ejemplo, ¿cómo se enteró usted de ello? —Después, volviéndose a Yakov, que contemplaba la lluvia y los castaños a través de la ventana, le dijo—: ¡Eh, usted! Sabe muy bien que esto le interesa. Por consiguiente, preste atención.
Durante el tiempo que el remendón llevaba en la cárcel, la ciudad se había vestido de verde y había perfume de lilas en todas partes pero ¿acaso podía disfrutarlo? A través de la ventana abierta, le llegaba el aroma de la hierba húmeda y de las hojas nuevas, y, más allá del cementerio, los troncos de los abedules eran de plata. En alguna parte, cerca de la casa, un organillo desgranaba un vals que Zinaida Nikolaievna había tocado una vez en su guitarra: El verano se ha ido para siempre.
—Prosiga, por favor —dijo Grubeshov a Marfa.
—Era un muchacho serio —dijo Marfa rápidamente— y nunca me dio disgustos. En cuanto a mí, soy viuda y mi conducta es limpia, pura y sencilla. Mi marido, que era telegrafista, me abandonó, según le dije ya a Su Señoría, y, dos años más tarde, murió de tisis galopante, justo castigo a su mal comportamiento para con nosotros. Yo tengo que trabajar de firme para vivir, y por esto mi casa no está limpia. Pero mi hijo tuvo siempre un techo bajo el cual cobijarse, y mi vida ha sido siempre irreprochablemente laboriosa. Quien trabaja como una mula no puede vivir como los señores, y disculpe usted mi franqueza. Lo cierto es que salimos adelante, a pesar del abandono en que aquel hombre nos dejó. Esta casa no es mía, la tengo alquilada, y, en ocasiones, realquilo una o dos habitaciones, aunque tengo que andarme con cuidado, pues hay mucha gentuza aficionada a no pagar sus deudas. No quería que mi hijo tuviese tratos con esa clase de gente, Por ello, eran raras las ocasiones en que tenía huéspedes, aunque esto significase un trabajo aún más duro para mí, y, cuando los tenía, eran siempre gente honrada. Pero, aunque no podía darle todos los gustos, Zhenia no carecía de lo necesario y me correspondía ayudándome en todo lo posible. No era como otros muchachos que podría citar, como por ejemplo, Vasya Shiskovsky, el chico de la casa de al lado. El mío era un muchacho obediente, un ángel. Una vez, me preguntó si no era más conveniente que dejase sus estudios en el colegio de religiosos y se colocase de aprendiz de carnicero; pero yo le aconsejé: «Zhenia, querido, es mejor que sigas con tus lecciones. Edúcate bien, y, cuando seas rico, podrás mantener a tu pobre madre en su ancianidad». «Mamenka —me respondió—, yo siempre cuidaré de ti, incluso cuando seas vieja y estés enferma». Era un santito, y no me sorprendió cuando un día al salir de su clase de religión, me dijo que deseaba ser sacerdote. Aquel día, mis ojos se llenaron de lágrimas.
Miró nerviosamente a Grubeshov, el cual hizo una ligera señal de asentimiento con la cabeza.
—Prosiga, Marfa Vladimirovna. Díganos lo que ocurrió a finales de marzo de este año, pocas semanas antes de la Pascua judía. Y hable más despacio, a fin de que podamos comprender todo lo que diga. No se precipite. —Después, se volvió a Yakov—: ¿Presta usted atención?
—Toda mi atención, señor, aunque, francamente, no comprendo qué tiene que ver esto conmigo. ¡Es todo tan extraño!
—Tenga un poco de paciencia —dijo Grubeshov—. Ya verá cómo acaba pareciéndole menos extraño que su propia nariz.
Varios de los presentes, entre ellos el general, se echaron a reír.
—Un día de aquella semana —dijo Marfa, lanzando una rápida mirada al judío—, un martes que no olvidaré en mi vida, Zhenia se levantó, se vistió, se puso las medias negras que yo le había comprado el día de su santo, y salió para la escuela a las seis de la mañana, con lo de costumbre. Aquel día, tuve que trabajar hasta bien entrada la noche e ir después a la compra, por lo cual llegué bastante tarde a casa. Zhenia no estaba aquí. Descansé un rato, pues padezco de várices dolorosas desde que tuve a mi hijo, y fui a ver a Sofya Shiskovsky, mi vecina de la casa contigua, cuyo hijo, Vasya, iba a la misma clase que Zhenia, y pregunté a éste dónde estaba mi chico. Vasya me respondió que no lo sabía, pues, aunque había visto a Zhenia a la salida del colegio, no habían regresado juntos como de costumbre. «¿Adónde ha ido?», le pregunté. «No lo sé», me respondió. Bueno, pensé, habrá ido a casa de su abuela, no tengo por qué alarmarme. Pero, aquella misma noche, me dio un cólico. Estuve tres días con fiebre y temblores, y tuve que quedarme otros tres en la cama, tanta era mi debilidad. Sólo me levantaba para ir al retrete, dicho sea con perdón, o para cocer un poco de arroz con agua para atajar la diarrea. Zhenia faltaba de casa desde hacía una semana, seis o siete días exactamente, y, cuando me disponía a informar a la Policía de su desaparición, lo encontraron muerto en aquella cueva, con cuarenta y siete cuchilladas en el cuerpo. Unos vecinos vinieron a mi casa a paso lento y con mirada triste. Estaban pálidos como muertos y me asustaron antes de abrir la boca. Después, me contaron la horrible desgracia, y exclamé: «¡Mi vida ha terminado, porque ya no tengo razón de seguir existiendo!».
Marfa se llevó una mano a los ojos y se tambaleó. Dos o tres funcionarios se acercaron a ella, pero la mujer se agarró al respaldo de una silla y se mantuvo erguida. Los hombres se retiraron.
—Discúlpeme —dijo Bibikov, amablemente—, pero ¿por qué esperó seis o siete días antes de decidirse a informar a la Policía acerca de la desaparición de su hijo? Si se hubiese tratado de mi hijo, yo habría presentado inmediatamente la denuncia. Al menos, al ver que no comparecía en toda la noche. Cierto que estaba usted enferma, pero incluso los enfermos, suelen levantarse de la cama y actuar en los casos de urgencia.
—Todo depende de cómo sea la enfermedad, señor. Si la fiebre es muy alta y a una se le va la cabeza, no siempre es capaz de razonar como debiera. Estaba muy alarmada por lo de Zhenia y tenía horribles pesadillas. Temía que le estuviese ocurriendo algo horrible, pero, después, pensaba que eran sueños producidos por la fiebre. Y, mientras estuve enferma, también lo estuvieron mi vecina Sofya y su hijo Vasya. Por eso, nadie llamó a mi puerta, como solían hacer dos o tres veces al día. Y Yuri Shiskovsky, el marido de Sofya, es tan incapaz de llamar a una puerta cuando le necesitan, que antes lo haría Papá Noel. No nos llevamos muy bien, pero esto es otra historia. De todos modos, si alguien hubiese venido a mi casa uno de aquellos días, le habría dejado sordo con mis gritos, por el miedo que sentía por mi pobre hijo. Pero nadie vino.
—Deje que siga con su declaración —dijo Grubeshov a Bibikov—. En caso necesario, puede preguntarle después.
El magistrado instructor asintió, mirando a su colega.
—Le aseguro que es muy necesario, Vladislav Grigorievitch. Pero hágase como usted quiere: la interrogaré más tarde. Mas, ya que hablamos de cosas necesarias, aunque quizás no tanto como aquélla, creo que también habríamos de discutir todas estas diligencias que se están practicando durante la instrucción del sumario. Aunque sólo sea por cuestión de principio.
—Mañana —dijo Grubeshov—. Mañana, hablaremos de todo. —Después, se volvió a la mujer y dijo—: Vayamos ahora al grano, Marfa Vladimirovna. Cuéntenos lo que Zhenia y Vasya Shiskovsky le dijeron acerca del judío, antes de ocurrir el suceso fatal.
Marfa había escuchado atentamente a los dos hombres, alternando una expresión de inquietud con otra de visible cansancio. Mientras Bibikov hablaba, ella miraba nerviosamente a su alrededor, pero bajaba los ojos si tropezaba con la mirada de alguien.
—Vasya me repitió lo que había oído decir más de una vez a Zhenia: que les daba miedo el judío de la fábrica de ladrillos.
—Siga, la estamos escuchando.
—Zhenia me dijo que un día, mientras él y Vasya jugaban en el patio de la fábrica, al anochecer, vieron a dos judíos que se deslizaban por la puerta de la verja y subían la escalera del lugar donde vivía ése.
Miró al remendón, y en seguida, desvió la mirada. Él permanecía en pie, con la cabeza gacha.
—Perdone que le interrumpa —dijo Bibikov al fiscal—, pero me gustaría saber cómo pudieron los chicos identificar a esos dos hombres como judíos.
El coronel Bodyansky lanzó una carcajada, y Grubeshov sonrió.
—Es muy fácil, señor —dijo Marfa, con vehemencia—. Llevaban vestiduras judías y largas y enmarañadas barbas, no primorosamente recortadas como las llevan algunos de los caballeros aquí presentes. Además, los chicos miraron a través de la ventana y vieron que rezaban. Llevaban túnicas y sombreros negros. Los chicos se asustaron y vinieron corriendo a casa. Invité a Vasya a que se quedara a tomar una taza de cacao y un pedazo de pan blanco con Zhenia, pero estaba asustadísimo y me dijo que quería ir a su propia casa.
Grubeshov la había escuchado, con las manos cruzadas a la espalda.
—Prosiga, por favor.
—Los chicos me dijeron que ése llevaba a otros judíos a su barracón. Uno de ellos era un viejo que llevaba un maletín negro, y Dios sabe lo que traería en él. Una vez, Zhenia le dijo a ése, a la cara, que si volvía a perseguirle, se lo contaría al capataz. «Si haces eso, te mataré», le dijo el judío. Otro día, Zhenia le vio corriendo detrás de otro chico en el patio de la fábrica, un niño que aún no tendrá ocho años y que vive por este vecindario, Andriushka Khototov, cuyo padre es barrendero. Gracias a Dios, el chico pudo huir por el portal abierto. Entonces, el judío vio a mi Zhenia y le persiguió, pero mi Zhenia pudo saltar la valla y echar a correr, aunque me dijo que le dolía el corazón del miedo que había pasado de no poder saltar antes de que le agarrase el judío. Otro día, Zhenia, que estaba oculto detrás de uno de los hornos, vio a dos judíos que habían agarrado a un niño ruso y trataban de arrastrarlo hasta el establo. Pero el chico era listo y empezó a morder, a arañar y a gritar con tal fuerza que los hombres se asustaron y le dejaron marchar. Yo le advertí a Zhenia, más de una vez, que no volviese por allí si no quería que le secuestrasen y le matasen, y él me prometió que no lo haría. Creo que estuvo algún tiempo sin ir, pero, una noche, llegó a casa muy asustado y febril, y, cuando yo le grité: «¿Qué te pasa, Zhenia? Dime en seguida qué te ha ocurrido», me respondió que el judío le había perseguido con un largo cuchillo, en la oscuridad y entre las tumbas del cementerio. Me arrodillé ante él y le dije: «Zhenia Golov, prométeme por la Santísima Virgen que no volverás a acercarte a ese malvado judío. No vuelvas a la fábrica de ladrillos». «Sí, Mamenka —me dijo—, te lo prometo». Esto fue lo que dijo, pero volvió a pesar de todo. Como Su Señoría sabe, los niños son siempre niños. Sabe Dios por qué les atraerá el peligro. Pero, si yo le hubiese encerrado bajo llave en esta casa, como había hecho alguna vez cuando era pequeño, ahora estaría vivo y no sería un cadáver metido en su ataúd.
Se santiguó devotamente.
—Marfa Vladimirovna —le dijo Grubeshov—, sírvase explicar qué más le dijeron los dos chicos.
—Me dijeron que habían visto una botella de sangre sobre la mesa del judío.
El general dio un respingo y los funcionarios se miraron unos a otros, horrorizados. Yakov miró a Marfa con ojos desorbitados y sus labios se agitaron convulsivamente.
—¡No había ninguna botella de sangre sobre mi mesa! —gritó—. Si había algo, sería un bote de mermelada de frambuesa. La mermelada no es sangre. La sangre no es mermelada.
—¡Silencio! —le ordenó Grubeshov—. Ya le avisaremos cuando le toque hablar.
Uno de los guardias apuntó a Yakov con su revólver.
—Guárdese ese estúpido revólver —dijo Bibikov—. El hombre está esposado y encadenado. —Después, se volvió a Marfa—. ¿Vio usted personalmente la «botella de sangre»? —le preguntó.
—No, pero la vieron los dos chicos y ellos me lo contaron. Apenas si podían hablar. Estaban casi verdes del susto.
—Entonces, ¿por qué no lo denunció a la Policía? Era su deber denunciarlo, así como los otros incidentes que acaba de enumerar, como, por ejemplo, la persecución de su hijo con un cuchillo. Esto era un delito. Y vivimos en una sociedad civilizada. Tales hechos deben denunciarse a la Policía.
Ella respondió al punto:
—Si Su Señoría me permite decirlo, estaba hasta las narices de la Policía, y que me perdonen aquéllos que están presentes y que nunca me han molestado. Una vez, les denuncié que Yuri Shiskovsky, por razones que prefiero guardarme, me había golpeado en la cabeza con un pedazo de madera, y me tuvieron toda la mañana en el cuartelillo, haciéndome preguntas personales y llenando largos impresos, como si fuera yo la criminal y no aquel loco, al que dejaron marchar, a pesar de la brecha que yo tenía en la cabeza y de que cualquier idiota podía saber quién había pegado a quién. No puedo perder el tiempo de esta manera. Tengo que ganarme la vida, y por esto no denuncié lo que me habían dicho los muchachos.
—Es bastante comprensible —dijo Grubeshov, volviéndose al general, quien asintió con la cabeza—, aunque convengo con el magistrado instructor en que tales cosas deberían ser denunciadas en seguida. Y, ahora, termine su relato, Marfa Vladimirovna.
—Ya he terminado, no tengo nada que añadir.
—En este caso —dijo el fiscal, dirigiéndose a los funcionarios—, creo que ya podemos marcharnos.
Sacó un plano reloj de oro del bolsillo de su chaleco amarillo y lo consultó acercándolo a los ojos.
—Vladislav Grigorievitch —dijo Bibikov—, debo insistir en mi derecho de interrogar a la testigo.
La expresión de Marfa pasó del miedo al furor:
—¿Qué le he hecho yo? —gritó.
—Ni usted me ha hecho nada, ni yo le he hecho nada. La cuestión es muy otra. Quisiera que me contestara a un par de preguntas, Marfa Golov. Insisto en ello, Vladislav Grigorievitch. Desgraciadamente, no puedo entrar ahora en determinadas cuestiones, pero insisto en hacer una o dos preguntas y quisiera que las respuestas fuesen veraces y directas. Por ejemplo, ¿es cierto, Marfa Golov, que recibe usted objetos robados por una banda de ladrones, uno de los cuales es o era su amante y visita a menudo esta casa?
—No tiene que molestarse en contestar —dijo Grubeshov, enrojeciendo—. Esto no guarda ninguna relación con el asunto.
—Insisto en que sí tiene relación, Vladislav Grigorievitch.
—No, no recibo esa clase de objetos —dijo Marfa, con los labios blancos y los ojos nublados—. Es un sucio rumor difundido por mis enemigos.
—¿Es ésta su respuesta?
—Claro que sí.
—Muy bien. ¿Es cierto que, en enero pasado hizo un año, arrojó usted el contenido de un frasco de ácido fénico a los ojos de su amante, dejándolo ciego para toda la vida, a pesar de lo cual se reconciliaron después?
—¿Fue él quien me ha denunciado? —preguntó ella, furiosa.
—¿Denunciado?
—Quiero decir, contado estos malditos embustes.
—Boris Alexandrovitch, como superior jerárquico que soy de usted, le prohibo estas preguntas —dijo irritado Grubeshov—. Si tiene que preguntar algo de esta naturaleza, sírvase hacerlo mañana por la mañana en mi oficina, aunque no veo qué importancia pueden tener estos desatinos. No modifican en absoluto el peso de las pruebas importantes. Y, ahora, tenemos que marcharnos. Hoy es domingo y nuestras familias nos reclaman.
—¿A qué «pruebas importantes» se refiere?
—A las que hemos estado recogiendo, incluida la prueba de la Historia.
—La Historia no es la Ley.
—Ya lo veremos.
—Debo insistir en que Marfa Golov responda a mi pregunta.
—No tengo nada que añadir a lo que ya he dicho —respondió Marfa, con altivez—. Él me pegaba y yo me defendía. Los cardenales me duraban meses en las piernas y en la espalda, y, en una ocasión, me pegó en un ojo con tal fuerza que estuvo echando pus durante tres semanas.
—¿Es cierto que también solía pegarle a su hijo, y que una vez lo hizo con tal dureza que el chico perdió el conocimiento?
—Le prohíbo que responda —gritó Grubeshov.
—No diga tonterías —dijo el coronel Bodyansky a Bibikov.
—¡El judío mató a mi hijo! —chilló Marfa—. Alguien tendría que arrancarle los ojos. —Corrió a la ventana y gritó, mirando a las tumbas del cementerio—. ¡Zhenia, hijo mío, vuelve a casa! ¡Vuelve junto a tu madre!
Y empezó a llorar desaforadamente.
«Está loca —pensó Yakov—. Como ese sombrero con sus cerezas».
—¡Fíjese! —gritó Marfa, volviéndose hacia el remendón—. ¡Me está mirando como un lobo hambriento de los bosques! ¡Hagan que deje de mirarme!
Se produjo cierto revuelo entre los funcionarios. Dos guardias asieron al preso de los brazos.
Marfa, echando chispas por los ojos, trató de quitarse el sombrero. Parpadeó, gimió y se derrumbó en el suelo. Se le cayó el sombrero, pero, antes de perder el conocimiento, miró a su alrededor para ver dónde estaba. El padre Anastasy y el coronel Bodyansky se inclinaron para prestarle ayuda.
Cuando Marfa volvió en sí, sólo la Policía y los guardias estaban con ella y el preso en la habitación. Para desconsuelo de Yakov, Bibikov había salido el primero, y ahora le vio, a través de la ventana, cruzando la fangosa calle y subiendo solo a su carruaje.
La madre del niño muerto pidió su sombrero, sopló para quitarle el polvo y lo guardó cuidadosamente en un cajón del armario.
Después, se cubrió la cabeza con un basto pañuelo negro.
3
Grubeshov, con su sombrero hongo y su mojada capa impermeable, protegía al padre Anastasy con un gran paraguas negro, mientras el locuaz sacerdote, de pie sobre una piedra plana y elevando y bajando el tono de acuerdo con el sentido de lo que iba diciendo, recitaba con voz nasal las sangrientas culpas de la nación judía.
El grupo de funcionarios y policías habían dejado los coches y el automóvil al final de una calle inclinada y empedrada, flanqueada a uno de sus lados por una hilera de ennegrecidas chozas, cuyos moradores se asomaron a puertas y ventanas para mirarles, pero sin que ninguno saliera a ver lo que hacían. Al avanzar los recién llegados, una bandada de patos cruzó la calle y dos perritos blancos corrieron a esconderse, ladrando furiosamente. Los funcionarios subieron los escalones de una colina desde la que podía verse a lo lejos el serpenteante Dniéper; después, bajaron a un fangoso barranco y siguieron el curso de éste hasta llegar al pie de una elevación rocosa en la que se abrían varias cuevas; en una de ellas había sido descubierto el cadáver de Zhenia Golov. Esta cueva, minuciosamente descrita en los periódicos que Yakov había leído el día del descubrimiento del cuerpo del niño, había sido excavada en la falda de la colina por los antiguos ermitaños y se hallaba a unos quince pies sobre el nivel del suelo. Para llegar a ella, había que subir unos toscos escalones cortados en la roca. En la cima del montículo, había un ralo bosquecillo de abedules de delgados y blancos troncos, poblados de vocingleras golondrinas, y, más allá, se extendía un plano sector de los suburbios de la ciudad, compuesto de casas desperdigadas y de solares vacíos, a unas dos verstas de la fábrica de ladrillos de Nikolai Maximovich.
—Desde aquí, hay un camino casi recto que lleva a la fábrica donde se presume que fue muerto Zhenia —dijo Grubeshov.
—Permítame, Vladislav Grigorievitch, que llame su atención sobre la circunstancia de que el camino desde la casa de Marfa Golov es casi tan recto y un poco más corto —dijo Bibikov.
—En todo caso —replicó el fiscal—, la prueba más importante será el dictamen de los peritos.
El sacerdote, hombre de largos cabellos y larga nariz, y cuyo aliento olía a ajo, permanecía en pie bajo el paraguas de Grubeshov, frente a un irregular semicírculo de oyentes. El fiscal mandó que acercasen a Yakov, y los funcionarios se apartaron para dejarle paso, mientras él avanzaba empujado por los guardias y haciendo rechinar las cadenas. Bibikov se mantenía en segundo término, mirando y fumando impasiblemente. Seguía lloviznando y el remendón había perdido su gorro, lo cual le producía una molestia desproporcionada a su actual situación. «Sólo ha sido el gorro, no la vida», pensó. Pero esta idea era terrible, porque era la primera vez que se confesaba que temía por su vida. Y, temeroso de escuchar algún Secreto que, una vez conocido, le condenase sin remisión, permaneció con los pies hundidos en el barro, respirando con dificultad y escuchando como alelado.
—Queridos hijos —dijo el sacerdote a los rusos, restregándose las secas manos—, si se abriesen las entrañas de la tierra y nos mostrasen a todos los que han muerto desde la creación del mundo, os asombraría ver el número de niños cristianos inocentes que han sido torturados hasta la muerte por los judíos perseguidores de Cristo. En todos los tiempos, según se describe en sus libros sagrados y en diversas exégesis, la voz de la sangre semita les impulsa a la profanación y a indecibles horrores: sirva de ejemplo el Talmud, que compara la sangre con el agua y la leche, y predica el odio contra los gentiles, quienes son presentados como seres no humanos, como simples animales. El precepto «no matarás» no rige cuando nosotros somos las víctimas, porque, ¿acaso no está escrito también en sus libros: «Asesina al bueno entre los gentiles»? Esta pérfida conducta se prescribe también en la Cábala, el libro de la magia y la alquimia judías, donde se invoca el nombre de Satanás. Por eso ha habido innumerables matanzas de niños inocentes, cuyas lágrimas no movieron a compasión a sus verdugos.
Sus ojos pasearon una mirada centelleante por los rostros de los funcionarios. Ninguno de éstos se movió.
—El crimen ritual equivale a una reproducción de la crucifixión de Nuestro Señor. El asesinato de niños cristianos y la distribución de su sangre entre judíos son prenda del odio eterno de éstos contra la cristiandad, pues, al matar a los inocentes niños cristianos, repiten el martirio de Cristo. Zhenia Golov, al derramar su sangre cálida, simboliza, a nuestros ojos, el derramamiento de la preciosísima sangre de Nuestro Señor, vertida gota a gota, entre los sufrimientos de la cruz en que le había clavado el Anticristo. Dicen que la muerte de un gentil, de cualquier gentil, apresura el advenimiento de su esperado Mesías, Elijah, para el cual tienen siempre abiertas las puertas de sus casas, pero que nunca, en todo el tiempo transcurrido desde su primera venida, se ha dignado aceptar la invitación y sentarse en el sillón vacío. Desde la destrucción del Templo de Jerusalén por las legiones de Tito, no han tenido en sus sinagogas un ara para el sacrificio de animales, y por esto lo han sustituido por la matanza de gentiles y, en particular, de niños inocentes. Incluso su filósofo Maimónides, cuyas obras fueron prohibidas en nuestro país en 1844, ordena a los judíos que maten a niños cristianos. ¿No os dije ya que nos consideran como bestias?
»En el histórico pasado —dijo el padre Anastasy, con su voz sonora y musical—, el judío ha empleado la sangre cristiana para diversos fines. La ha empleado para encantamientos y ritos de brujería, para filtros de amor y para envenenar los pozos, para elaborar un veneno mortal que extendía las epidemias de un país a otro: una mezcla de sangre cristiana de una víctima asesinada, orina de judío, cabezas venenosas e incluso un pedazo de Hostia robada y mutilada, el propio cuerpo sangrante de Cristo. Está escrito que todos los judíos necesitan un poco de sangre cristiana para prolongar sus vidas y no morir en plena juventud. Y, en aquellos tiempos, según está también escrito, consideraban que nuestra sangre era el remedio eficaz para curar sus enfermedades. La utilizaban, de acuerdo con sus libros de Medicina, para curar a sus mujeres después del parto, contener hemorragias, curar la ceguera de los niños y cicatrizar las heridas de la circuncisión.
Uno de los oficiales de la Policía de Kiev, el capitán Korimzin, que llevaba el gabán mojado y enfangadas las botas se santiguó disimuladamente. Yakov se sintió desfallecer. El sacerdote le miró fijamente durante un minuto y prosiguió; y, aunque su voz era tranquila, sus ademanes revelaban una profunda agitación. Los rusos siguieron escuchando con grave interés.
—Quizás haya entre nosotros, hijos míos, quienes arguyan que esto son cuentos supersticiosos de tiempos pretéritos. Pero la verdad de muchas de las cosas que os he dicho, aunque no diré que todas, puede inferirse de la frecuencia de las acusaciones contra los judíos. La verdad no puede ocultarse para siempre. Si muere el campanero, el viento tañerá las campanas. Tal vez en nuestra Era científica no podamos aceptar todas las acusaciones que se han hecho contra ese pueblo desdichado. Sin embargo, debemos preguntarnos cuánto hay de verdad en ellas, a pesar de nuestra resistencia a creer. No diré que todos los judíos sean culpables de estos crímenes ni que, por ende, haya que dar estado legal a los pogroms contra ellos. Pero sí que existen ciertas sectas entre ellos, en particular los hasidim y sus jefes, los tzadikim, que cometen en secreto crímenes como los que os he descrito y que el mundo gentil, a pesar de sus frecuentes experiencias, parece olvidar hasta que, ¡ay!, otra pobre criatura desaparece y es encontrada muerta, con las manos atadas a la espalda y acribillado el cuerpo con un arma punzante, a la manera de los antiguos tiempos, coincidiendo siempre el número de las heridas con ciertas cifras mágicas: tres, siete, nueve o trece. Sabemos que su Pascua también es conmemoración de la Crucifixión, aunque ellos tratan de explicarla de otro modo. Sabemos que es la época en que secuestran a los gentiles para sus ceremonias religiosas. Aquí, en nuestra Ciudad Santa, durante las incursiones polovtsianas del año 1100, el monje Eustratios fue secuestrado en el Monasterio de Pechera y vendido a los judíos de Kherson, quienes le crucificaron durante la Pascua. Como ahora no se atreven a cometer crímenes tan descarados, celebran la ocasión comiendo massot y bollos sin levadura en el oficio de Seder. Pero incluso este acto oculta un crimen, porque el massot y los bollos contienen sangre de nuestros mártires, aunque, naturalmente, los tzadikim lo niegan. Y, así, por medio de nuestra sangre en su comida pascual, vuelven a consumir el cuerpo agonizante del Cristo vivo. ¡Yo afirmo, queridos hijos, que ésta ha sido la causa de la muerte de Zhenia Golov, el niño inocente que quería ser sacerdote!
El pope se enjugó un ojo, y después, el otro, con un pañuelo blanco. Dos de los guardias que estaban más cerca del remendón se apartaron de éste.
Pero Yakov gritó:
—¡Esto es un cuento fantástico, desde el principio hasta el fin! ¿Quién podría creer una cosa así? ¡Yo no lo creo!
Le temblaba la voz y estaba pálido como un muerto.
—Los que puedan entender, creerán —dijo el sacerdote.
—Muestre más respeto, si sabe lo que le conviene —dijo acaloradamente Grubeshov, pero sin levantar la voz—. ¡Escuche y aprenda!
—¿Qué puedo aprender, si la verdad es todo lo contrario? —gritó el remendón, ronca la garganta—. Se puede teorizar sobre algún punto, pero no hay nada de verdad en cuanto se ha dicho. Con su permiso, reverendo padre, diré que todo el mundo sabe que la Biblia nos prohíbe comer sangre. Así figura en el Libro, en las leyes y en otros pasajes. Yo he olvidado casi todo lo que sabía sobre los textos sagrados, pero he vivido entre mi gente y conozco sus costumbres. Mi propia esposa había tirado muchos huevos por un poquitín de sangre en la yema. «Raisl —le decía—, no te lo tomes tan a pecho. No podemos vivir como reyes». Pero no había manera de que volviese el huevo a la mesa si lo había quitado de ella, aunque debo decir que yo no insistía, porque me había habituado a sus costumbres. Ella sabía mantenerse firme, reverendo padre. Nunca le dije: «Trae acá ese maldito huevo», pero, si lo hubiese hecho, habría sido capaz de arrojármelo a la cara. También tenía horas enteras en remojo la poca carne o pollo que comíamos, para quitarle todo resto de sangre, y, después, lo espolvoreaba con sal para asegurarse de que no quedaba una gota. Jamás se cansaba de lavar la carne. Juro que ésta es la pura verdad. Y juro que soy inocente del crimen de que me acusan, no usted personalmente, reverendo padre, pero sí alguna de las autoridades aquí presentes. No soy hasid ni soy tzadik. Soy remendón de oficio, que es uno de los oficios más humildes. Y, antes, serví un breve tiempo en el Ejército Imperial. En realidad, si he de hablar sinceramente, no soy religioso, sino librepensador. Al principio, mi esposa y yo discutíamos por esto, pero yo le decía que la religión es asunto personal de cada cual, y así es, si su reverencia me permite que lo diga. Sea como fuere, jamás toqué a ese muchacho, ni a otro alguno. También yo he sido niño, y nunca olvidaré los años de mi infancia. Quiero a los niños, y me habría sentido dichoso si mi esposa me hubiese dado uno. Soy incapaz de hacer nada de lo que se ha dicho, y, si alguien lo cree, se equivoca de persona.
Se había vuelto de cara a los funcionarios, quienes le habían escuchado cortésmente, incluso los dos representantes de las Centurias Negras, aunque el más bajito de éstos no podía disimular la repugnancia que le causaba el remendón. Ahora, el otro se alejó. Un hombre tocado con un gorro redondo de paño sonrió amablemente a Yakov y miró impertérrito a la lejanía, donde las doradas cúpulas de la catedral asomaban por encima de los árboles.
—Sería mejor que confesase —dijo Grubeshov—, en vez de decir todas estas inútiles charranadas.
Y pidió perdón al sacerdote por expresarse en estos términos.
—¿Qué quiere Su Señoría que confiese, si ya le dije que no fui yo quien lo hizo? Podría confesar algunas cosas, pero no este crimen. Tendrá que perdonarme…, pero yo no lo hice. ¿Por qué tenía que hacerlo? Está usted equivocado, señor. Alguien ha cometido un terrible error.
Pero nadie se dio por aludido, y una densa tristeza invadió al remendón.
—Quiero que confiese cómo lo hicieron —dijo Grubeshov—. Cómo atrajeron al establo con caramelos y cómo, entre dos o tres, le amordazaron, le ataron de manos y de pies, y lo arrastraron escalera arriba hasta su habitación. Entonces, se pusieron sus hábitos y sombreros negros, rezaron, desnudaron al asustado muchacho y empezaron a pincharle en determinados lugares del cuerpo, produciéndole doce heridas, primero, y, después, la decimotercera: trece heridas en la región del corazón, en el cuello, que es de donde se saca la mayor parte de la sangre, y en la cara, de acuerdo con sus libros cabalísticos. Le aterrorizaron y le atormentaron, gozándose en el terror de su pequeña víctima y en sus conmovedoras súplicas de piedad, mientras recogían su sangre gota a gota en varias botellas, hasta dejarle exangüe. Después, guardaron los cinco o seis litros de sangre en un maletín negro, el cual, siguiendo la costumbre, fue llevado por un judío jorobado a la sinagoga para elaborar el massot y el afikomen. Y cuando el corazón del pobre Zhenia Golov dejó de latir y el niño yacía muerto en el suelo, usted y el tzadik de medias blancas lo recogieron, lo trasladaron envueltos en las sombras de la noche y depositaron el cadáver en la cueva. Después, ambos comieron pan y sal, a fin de que su fantasma no les persiguiera, y huyeron de allí antes de que saliese el sol. Más tarde, temiendo que alguien descubriera las manchas de sangre en el suelo de su habitación, envió a uno de sus judíos a incendiar el establo de Nikolai Maximovich. Todo esto es lo que debería confesar.
El remendón empezó a gemir, se retorció las manos y se golpeó el pecho. Buscó con la mirada a Bibikov, pero el magistrado instructor y su ayudante habían desaparecido.
—Llévenlo a la cueva —ordenó Grubeshov a los guardias.
Cerró su paraguas y les precedió, subiendo los escalones a grandes zancadas y penetrando en la cueva.
Las cadenas que llevaba en las piernas eran demasiado cortas para que Yakov pudiese subir los empinados escalones; por consiguiente, dos de los guardias le asieron por los sobacos y le arrastraron hacia arriba, mientras los otros seguían inmediatamente detrás. Después, uno de los guardias penetró en la cueva y los otros empujaron al remendón a través de la estrecha abertura de piedra.
En el interior de la húmeda cueva, que olía a muerte, y a la macilenta luz de un semicírculo de velas goteantes sujetas a la pared, Grubeshov mostró la bolsa de herramientas de Yakov.
—¿Son suyas estas herramientas, Yakov Bok? El carretero Richter las encontró en su habitación de encima del establo.
Yakov las reconoció a la luz de las velas.
—Sí, señor, hace muchos años que las tengo.
—Mire este herrumbroso cuchillo y estas leznas que han sido limpiadas de sangre con este trapo, y, ahora, atrévase a negar que estos instrumentos fueron empleados por usted y por su banda de judíos para agujerear el cuerpo y extraer la sangre de un dulce e inocente niño cristiano.
El remendón hizo un terrible esfuerzo para mirar. Contempló la brillante punta de lezna, y, más allá, en las profundidades de la cueva que ahora podía ver con toda claridad, observó a todos los presentes, entre los cuales se hallaba Marfa Golov, envuelta la cabeza en un pañuelo negro, reflejando sus húmedos ojos la luz de las velas, arrodillada y gimiendo ante el ataúd de su Zhenia, el cual, exhumado para aquella diligencia, yacía desnudo en el sueño de la muerte, mostrando las heridas de su cuerpo gris; inerte y lastimoso, a la luz de dos largas velas blancas que ardían junto a su enorme cabeza y sus diminutos pies.
Yakov contó apresuradamente las heridas de la tumefacta cara del muchacho y gritó:
—¡Catorce!
Pero el fiscal replicó que eran dos grupos mágicos de siete, y el padre Anastasy, apestando a ajos, cayó de rodillas y se puso a rezar en voz baja y quejumbrosa.