1
En una celda larga y de alto techo de los sótanos del Tribunal del Distrito —horrible edificio estucado del barrio comercial del Plossky, a pocas verstas del ladrillar del Lukianovsky—, Yakov, en estado de suma aflicción, no podía borrar de su mente la imagen de su propia persona esposada entre dos largas hileras de guardias a caballo, con los sables desenvainados y haciendo sonar las espuelas, mientras le empujaban por las calles cubiertas de nieve y surcadas por los deslizadores de los trineos.
Había suplicado al coronel que le dejase caminar por la acera, mitigando así su vergüenza, pero le habían obligado a hacerlo por el mojado centro de la calle, y todos los obreros que se dirigían al trabajo se habían parado a observarle. Al principio, le contemplaban tranquilamente; pero, después, se hacía un profundo silencio, sólo interrumpido por murmullos y por algunas risas ahogadas. Casi todos parecían preguntarse a qué se debía aquel desfile pero, entonces, un colegial uniformado, de gorra azul y chaqueta con botones de plata, se había puesto a bailar detrás del preso, estirando dos dedos por encima de la frente a guisa de cuernos y cantando «Zhid, Zhid», con la cual provocó los comentarios, los gritos y las burlas de la gente. Una pequeña multitud, en la que se comprendían algunas mujeres, empezó a seguirles, haciendo burla del remendón, insultándole y llamándole «judío asesino». Sintió deseos de echar a correr, pero no se atrevió. Alguien le lanzó un tarugo, pero éste alcanzó a un caballo que salió disparado al galope, levantando nieve con sus cascos y sin que su jinete fuese capaz de dominarle hasta haber recorrido un par de manzanas. Entonces, el coronel, hombre corpulento que se cubría la cabeza con un gorro de piel, levantó el sable, y la multitud se dispersó.
El coronel condujo al preso a la Jefatura de la Policía secreta, pardo edificio de una sola planta, emplazado en un callejón; pero, después de una larga y aburrida conversación por teléfono, fragmentos de la cual llegaron a oídos del asustado preso, sentado en un banco de una antesala y rodeado de guardias, el coronel llevó directamente a Yakov a una celda de los sótanos del Tribunal del Distrito, dejando a un par de guardias con los sables desenvainados para que vigilasen el pasillo. Yakov, solo en la celda, empezó a retorcerse las manos y a lamentarse: «¿Qué he hecho, Dios mío? ¡Estoy en manos de mis enemigos!». Se golpeaba el pecho con los puños, maldecía su destino y se imaginaba cosas horribles que acababan con su linchamiento por la multitud. Sin embargo, había momentos en que sentía una súbita esperanza, al pensar que, si lograba explicar los motivos de lo que había hecho, le pondrían inmediatamente en libertad. Había simulado estúpidamente una personalidad que no tenía, con la esperanza de crearse una «oportunidad»; ésta le había fallado, y pagaba la lección. Si le soltaban ahora, ya habría sufrido bastante. Se reprochó su egoísmo y su loca ambición, habida cuenta de quien era, y se prometió ser diferente en el futuro. Había pagado cara su experiencia. Después, se levantó de un salto y gritó: «¿Qué futuro?», pero nadie le respondió. Un ordenanza le entró una taza de té y un pedazo de pan moreno, pero no pudo comer, aunque no había tomado nada en todo el día. A medida que fueron pasando las horas, menudearon más sus lamentaciones, se mesó los cabellos con ambas manos y empezó a golpear la pared con la cabeza. Uno de los guardias lo vio y le prohibió rotundamente que lo hiciera.
Empezaba a anochecer cuando el preso, sentado inmóvil sobre un delgado colchón extendido en el suelo, oyó unas pisadas distintas de las de los vigilantes que montaban guardia en el pasillo, sustituyendo a los dos primeros centinelas. Un hombre de mediana estatura, sombrero negro y abrigo de piel, avanzó apresuradamente por el corredor débilmente alumbrado, en dirección a la oscura celda. Ordenó al guardia que abriese la puerta, le encerrase con el preso y los dejara solos. El guardia vaciló, y el hombre esperó pacientemente.
—Tengo orden de permanecer aquí, si no le importa a Su Señoría —dijo el guardia—. El señor fiscal dijo que no debíamos perder de vista al judío, porque es un caso muy importante. Así me lo manifestó su ayudante.
—Vengo en misión oficial y le llamaré cuando le necesite. Espere detrás de la puerta del pasillo.
El guardia abrió de mala gana la puerta de la celda, encerró al hombre con Yakov y se alejó. El hombre esperó a que el guardia se hubiese marchado; después, se sacó un cabo de vela del bolsillo, lo encendió y vertió unas gotas de cera en un platito. Sostuvo el plato en la mano, observando a Yakov durante un buen rato, y, después, lo dejó sobre la mesa de la celda. Al ver el vaho de su propia respiración, se arrebujó en su gabán de piel.
—Padezco un resfriado crónico —dijo.
Tenía una barba bastante negra, llevaba lentes y se envolvía el cuello con una gruesa bufanda. Miró al remendón, quien permanecía de pie y en actitud de firmes, aunque temblando interiormente, y se presentó con voz pausada y tonante:
—Soy B. A. Bibikov, magistrado instructor de Causas de Extraordinaria Importancia. Sírvase decirme quién es usted.
—Yakov Shepsovitch Bok, señor. Pero mi estúpida falta no tiene nada de extraordinario.
—¿No se llama usted Yakov Ivanovich Dologushev?
—Era un nombre supuesto. Lo he confesado ya.
Bibikov se ajustó los lentes y le miró en silencio. Levantó la vela para encender un cigarrillo; pero cambió de idea, se sentó y se metió el cigarrillo en un bolsillo.
—Dígame la verdad —dijo el magistrado instructor, con voz severa—: ¿Mató usted a aquel desventurado muchacho?
Una niebla muy negra se elevó ante los ojos del atónito Yakov.
—¡Jamás! ¡Jamás! —gritó roncamente—. ¿Por qué había de matar a una inocente criatura? ¿Cómo hubiese podido hacerlo? Durante años, ansié tener un hijo. Para desgracia mía, mi esposa no podía tenerlos. Si no de hecho, soy padre en el fondo de mi ser. Y, siendo así, ¿cómo habría podido matar a un niño inocente? ¡Es algo inconcebible! Preferiría la muerte.
—¿Cuánto tiempo lleva de casado?
—Cinco años, casi seis. Aunque, en realidad, he dejado de estarlo, porque mi esposa me dejó.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué lo hizo?
—Por decirlo en pocas palabras, me fue infiel. Huyó con alguien a quien no conozco, y por esto me veo ahora en la cárcel. Si no lo hubiese hecho, yo me habría quedado en mi sitio, es decir, en el pueblo en que nací. En estos momentos, estaría sentado a la mesa, disponiéndome a comer lo poco que hubiera. Pero peor habría podido ser. Al anochecer, tanto si había ganado algún kopek como si no, me dirigía a mi choza. Pensándolo bien no era un lugar tan malo.
—¿No es usted de Kiev?
—No de la ciudad, pero sí de su provincia. Salí de mi pueblo a los pocos meses de haberme abandonado mi mujer, y estoy aquí desde noviembre. Tenía vergüenza de quedarme allí, después de lo que había pasado. También había otras razones, pero ésta era la que más me preocupaba.
—¿Qué otras razones?
—Estaba harto de mi oficio…, que no es tal oficio. Y esperaba que, con un poco de suerte, podría lograr alguna instrucción. Dicen que en América hay escuelas nocturnas para adultos.
—¿Pensaba emigrar a América?
—Era una de mis ideas, señor, aunque he tenido muchas y nada ha salido de ellas. En todo caso, soy súbdito fiel del zar.
El magistrado instructor sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió. Fumó en silencio, de pie, al otro lado de la mesa, sin dejar de observar el atormentado rostro de Yakov a la luz de la vela.
—Entre los artículos que poseía usted cuando fue detenido, vi unos cuantos libros y, entre ellos, un volumen de fragmentos escogidos del filósofo Spinoza.
—Es cierto, señor. ¿Podrían devolvérmelos? También me preocupan mis herramientas.
—A su debido tiempo, si no le procesan a usted. ¿Conoce bien los escritos de aquel filósofo?
—Sólo en cierto modo —respondió el remendón, inquieto por el tono de la pregunta—. Aunque he leído el libro, no acabo de comprenderlo.
—Entonces, ¿por qué se siente atraído por él? Pero deje que antes le pregunte por qué empezó a leer a Spinoza. ¿Acaso porque era judío?
—No, señor. Yo no sabía quién ni qué era cuando su libro cayó en mis manos. Si ha leído usted la historia de su vida, sabrá que no era muy apreciado en la sinagoga. Encontré la obra en una librería de lance de un pueblo vecino, pagué un kopek por ella y me maldije por gastarme un dinero que era tan difícil de ganar. Después, leí unas cuantas páginas y tuve que seguir, como si me empujara un vendaval. Como le he dicho, no lo comprendía muy bien. Pero, cuando uno empieza a interesarse por esta clase de ideas, es como si montara en la escoba de una bruja. Me sentí un hombre diferente. Bueno, esto es un decir, porque, en realidad, he cambiado muy poco desde mi juventud.
Aunque había hablado con toda libertad, el hecho de comentar un libro con un magistrado ruso asustaba al remendón. «Me está sonsacando —pensó—. Aunque, a fin de cuentas, es mejor que me interrogue sobre un libro que sobre un niño asesinado. Le diré la verdad, pero midiendo mis palabras».
—¿Quiere explicarme lo que cree que significa la obra de Spinoza? En otras palabras, ¿cree que plantea una verdadera filosofía?
—Es difícil responder a esto —dijo Yakov, en tono de excusa—. Lo cierto es que soy medio analfabeto. Mi otra mitad posee sólo una instrucción mediana. Hay muchas cosas que se me escapan, aunque concentre la atención.
—Le diré por qué se lo pregunto. Spinoza es uno de mis filósofos predilectos, y me interesa saber el efecto que produce en los demás.
—En este caso —dijo el remendón, con cierto alivio—, le diré que el libro significa varias cosas según el tema de los capítulos, aunque todas ellas ligadas en el fondo. Creo que lo que él pretendía era hacerse un hombre libre, en la medida en que se lo permitía su filosofía, si puedo expresarme así, escudriñando todas las cosas y relacionándolas entre sí, si es que Su Señoría comprende lo que quiero decir.
—Su interpretación no es mala —dijo Bibikov—, aunque se refiere al hombre más que a su obra. Yo quisiera que me explicara un poco su filosofía.
—No sé si podré hacerlo —dijo el remendón—. Tal vez es que Dios y la Naturaleza son una misma cosa, y también el hombre, ya sea rico o pobre. Si comprende usted que la mente del hombre es parte de Dios, entonces, lo comprende tan bien como yo. En cierto modo, es libre, si está en la mente de Dios. Y, si está en ella, lo sabe. Al propio tiempo, existe el inconveniente de que el hombre está atado por la Naturaleza, aunque esto no es cierto para Dios, el cual es la propia Naturaleza. También hay algo llamado Necesidad, que está siempre presente, aunque nadie la quiere y todos tienen que luchar contra ella. En el shtetl, Dios va de un lado a otro con la Ley en la mano. En cambio, ese otro Dios, aunque llena más espacio, tiene mucho menos que hacer. Aunque uno acabe creyendo en él, verá, si sigue sin trabajo, que el mundo ha cambiado poco. Y esto por culpa de la Necesidad. También me imagino que quiere decir que la vida es la vida y que es insensato arrojarla a patadas a la tumba. O esto o no entiendo nada de lo que el autor dijo tan bien.
—Si el hombre se encuentra atado por la Necesidad, ¿de dónde le viene la libertad?
—Su Señoría la tiene en su pensamiento, si su pensamiento está en Dios. Es decir, si cree en esta clase de Dios, o, dicho en otras palabras, si lo razona. Es como si el hombre volara por encima de su propia cabeza en alas de la razón, o algo por este estilo. Uno se incorpora al Universo y olvida sus preocupaciones.
—¿Cree usted que uno puede ser libre de esta manera?
—Hasta cierto punto. —Yakov suspiró—. Suena bien, pero mi experiencia es muy limitada. He vivido muy poco fuera de las pequeñas aldeas.
El magistrado sonrió.
Yakov iba a soltar una risita, pero logró contenerse a tiempo.
—¿Existe esta libertad que usted describe, la verdadera libertad, diría usted, o bien no se puede ser libre sin libertad política?
«Aquí es donde tengo que andarme con cuidado —pensó el remendón—. La política es la política. No conviene atizar las brasas sobre las cuales tiene uno que pasar».
—No me atrevería a asegurarlo, señor. Hay algo de ambas cosas.
—Cierto. Podríamos decir que, según Spinoza, existe más de un concepto de libertad: En la Necesidad, filosóficamente hablando. Y, prácticamente, en el Estado, es decir, dentro del campo de la política y de la acción política. Spinoza concedía cierta libertad de elección política, parecida a la libertad de elegir las ideas, si esta elección fuese posible. Al menos, es posible pensar en ella. Tal vez creía que el objeto del Estado, del Gobierno, era la seguridad y la relativa libertad del hombre racional. Ésta consistía en permitir al hombre pensar lo mejor que pudiese. También opinaba que el hombre era más libre cuando participaba en la vida de la sociedad que cuando, como él, vivía en la soledad. Pensaba que el hombre libre dentro de la sociedad tenía positivo interés de fomentar el bienestar y la emancipación intelectual de su prójimo.
—Supongo que así será, señor, ya que usted lo dice —declaró Yakov—. En cuanto a mí, creo que lo que usted ha dicho es digno de reflexión. Pero, cuando se es pobre como yo, el tiempo se va en otras cosas que no hace falta mencionar. Dejemos, pues, que aquéllos a quienes les sobra tiempo se ocupen de las cuestiones políticas.
—¡Ah! —suspiró Bibikov.
Chupó su cigarrillo en silencio. Por unos instantes, no hubo el menor ruido en la celda.
«¿Habré dicho algo malo? —pensó Yakov, presa de pánico—. Hay ocasiones en que valdría más no abrir la boca».
Cuando el magistrado habló de nuevo, su voz volvió a tener el tono seco, objetivo del funcionario investigador.
—¿Ha oído usted alguna vez la expresión «necesidad histórica»?
—No la recuerdo. Creo que no, aunque tal vez podría adivinar lo que significa.
—¿Está seguro? ¿No ha leído a Hegel?
—No le conozco ni de nombre.
—¿Y a Karl Marx? También éste era judío, aunque no se enorgullecía de ello.
—Tampoco sé quién es.
—¿Quiere usted decir que tiene una «filosofía» propia? En este caso, ¿cuál es?
—Si la tengo, no valdrá mucho, señor —se excusó el remendón—. Lo único que he hecho ha sido leer un poquitín. Mi única filosofía, si Su Señoría me permite decirlo así, es que la vida podría ser mejor de lo que es.
—Entonces, ¿cómo puede mejorarse, si no es por medio de la política?
«Esto es una trampa», pensó Yakov.
—Quizá aumentando los empleos y el trabajo —farfulló—. Sin olvidar la buena voluntad entre los hombres. Todos tendríamos que obrar de un modo razonable, si no queremos que lo malo se convierta en peor.
—Bueno, esto al menos es un principio —dijo el magistrado, sin levantar la voz—. Tiene usted que seguir leyendo y reflexionando.
—Lo haré en cuanto salga de aquí.
Bibikov pareció turbado. El remendón tuvo la impresión de haberle disgustado, aunque no estaba seguro de la razón. Probablemente, se había embrollado al hablar. Cuando uno se halla en apuros y concurren, además, otras circunstancias desventajosas, es difícil dar sentido a las palabras.
Al cabo de un rato, el magistrado le preguntó en tono distraído:
—¿Cómo se hizo ese chichón en la cabeza?
—Golpeándola en la oscuridad, desesperado.
Bibikov buscó en su bolsillo y presentó su cajetilla de cigarrillos al remendón.
—Fume uno. Son turcos.
Yakov fumó para no despreciarlo, aunque no le encontró gusto al cigarrillo.
El magistrado se sacó del bolsillo un papel doblado y un trozo de lápiz y los dejó sobre la mesa, diciendo:
—Le dejo este cuestionario. Hemos de conocer más detalles de su vida, ya que no tiene antecedentes policiales. Cuando haya respondido a todas las preguntas y estampado su firma, llame al guardia y entréguele el papel. Escríbalo todo con la mayor exactitud y claridad. Le dejaré la vela.
Yakov miró fijamente el papel.
—Ahora, tengo que apresurarme. Mi chico tiene calentura, y, siempre que ocurre esto, mi esposa se pone frenética.
El magistrado instructor se abrochó el gabán de piel y se caló un negro sombrero de alas anchas que parecía demasiado grande para su cabeza.
Saludando con la cabeza al preso, dijo con voz pausada:
—Ocurra lo que ocurra, debe tener fortaleza.
—¡Dios mío! ¿Acaso puede ocurrirme algo? Soy inocente.
Bibikov se encogió de hombros.
—Una circunstancia muy conmovedora —dijo.
—Tenga usted piedad de mí, señor. La vida ha sido muy ingrata conmigo.
—La piedad es cosa de Dios. Yo dependo de la ley. La ley le protegerá.
Llamó al guardián y salió de la celda. Mientras se cerraba la puerta, el magistrado se alejó apresuradamente por el mal alumbrado pasadizo.
De pronto, el remendón tuvo la impresión de sufrir una gran pérdida.
—¿Cuándo volverá usted? —gritó.
—Mañana.
Se cerró una puerta distante y se apagó el rumor de las pisadas.
—Es un mañana muy largo —dijo el guardia.
2
A la mañana siguiente, otro guardián abrió la puerta de la celda, cacheó minuciosamente a Yakov por tercera vez desde que éste se había despertado, le puso unas pesadas esposas sujetas a una corta cadena y, en presencia de otros dos guardias armados, uno de los cuales maldijo al preso y le empujó con sus pistolas, condujo a Yakov, más muerto que vivo, y le hizo subir dos tramos de una angosta escalera de madera que llevaba a la oficina del magistrado instructor. En la espaciosa antesala, algunos escribientes de uniforme se hallaban sentados detrás de largas mesas rascando papeles con sus mojadas plumas. Le contemplaron con interés y, después, se miraron entre ellos.
Yakov fue introducido en un despacho más pequeño y de pardas paredes. Bibikov estaba de pie junto a una ventana abierta, y agitaba la mano para aventar el humo de su cigarrillo. Al entrar Yakov, cerró rápidamente la ventana y se sentó en su sillón, a la cabecera de una larga mesa. La habitación contenía un voluminoso escritorio, varios estantes de gruesos libros, dos grandes lámparas de pantalla verde y un pequeño icono en un rincón. De la pared, pendía un gran retrato en sepia del zar Nicolás II, lleno de medallas y con la barba meticulosamente tonsurada, que miraba severamente al remendón. El retrato aumentó su inquietud.
La única otra persona que había en la estancia era el ayudante de Bibikov, un hombre de cara granujienta y de unos treinta años; tenía una barba rala a través de la cual se veía su pequeño mentón. Estaba sentado al lado del magistrado, y dijeron a Yakov que se sentara al otro extremo de la mesa. Los tres guardias de la escolta salieron a la antecámara a requerimiento del magistrado. Éste, después de dirigir una rápida mirada al preso —una mirada casi de repugnancia, pensó el remendón—, rebuscó entre un montón de documentos oficiales que tenía delante, sacó uno muy grueso, y hojeó sus páginas. Murmuró algo a su ayudante, quien llenó una pesada pluma estilográfica en un gran frasco de tinta negra, secó la pluma con un trapo manchado de tinta y empezó a escribir rápidamente en una libreta de notas.
Bibikov presentaba un aspecto inquieto y cansado; parecía haber cambiado desde la noche pasada, y, por un instante Yakov se preguntó nerviosamente si sería el mismo hombre. Su cabeza era grande, tenía la frente ancha y un poco canoso el negro cabello. Mientras leía, se pellizcaba el labio inferior; después, dejó el papel, sopló sus lentes, se los puso con mucho cuidado y sorbió un poco de agua de un vaso que tenía delante. Habló en tono frío, dirigiéndose al remendón por encima de la mesa:
—Voy a leerle un fragmento de la declaración de Nikolai Maximovich Lebedev, fabricante del distrito de Lukianovsky. Quiero decir que su fábrica se encuentra en el Lukianovsky… —después, cambió el tono oficial de su voz y dijo pausadamente—: Yakov Shepsovitch Bok, se encuentra usted en una situación difícil y conviene que dejemos las cosas claras. Escuche, ante todo, la declaración del testigo Lebedev. Dice que usted quiso engañarle desde el principio.
—¡No es cierto, señor!
—Un momento. Tenga la bondad de contenerse. Bibikov cogió el documento, volvió una página y leyó en voz alta:
”N. Lebedev: El individuo a quien yo conocía por Yakov Ivanovich Dologushev, aunque me hizo, por casualidad, un favor personal de cierta importancia, por el cual le recompensé generosamente y mi hija le trató con la mayor consideración, estaba muy lejos de ser un hombre sincero; mejor dicho, se portó como un embustero. Me ocultó, por motivos que saltan a la vista —pues jamás le habría tomado a mi servicio si hubiese sabido lo que sé ahora—, que era, en realidad, y por mucho que tratase de disimularlo, miembro de la nación judía. Confieso que sentí una ligerísima sospecha cuando observé su desconcierto ante una pregunta que le dirigí sobre la Sagrada Escritura. Al preguntarle si tenía la costumbre de leer la Santa Biblia, respondió que sólo conocía bien el Antiguo Testamento, y palideció visiblemente cuando le leí algunos pasajes del Nuevo Testamento y, en particular, del Sermón de la Montaña.
«Magistrado instructor: ¿Algo más?».
”N. Lebedev: Observé también una extraña vacilación, una especie de tartamudeo, cuando pronunció su nombre por primera vez, es decir, su nombre supuesto, con el que aún no se había familiarizado. Naturalmente, éste se adaptaba mal a su lengua judía. Además, por tratarse de un hombre sumamente pobre, mostró una extraordinaria renuncia —y esto habla tal vez en su favor— a aceptar mi generoso ofrecimiento de un empleo en mi fábrica; habiéndome extrañado aún más la inquietud que mostró cuando le dije que tendría que vivir en una habitación situada encima del establo y dentro del perímetro de la fábrica. Deseaba trabajar para mí, pero le asustaba hacerlo, lo cual se comprende ahora muy bien. Se mostraba turbado y nervioso, y se humedecía constantemente los labios y desviaba la mirada. Como estoy un poco delicado de salud —padezco del hígado y tengo bastante asma—, tenía necesidad de un inspector que viviese en la fábrica y pusiera orden en mis asuntos. Por consiguiente, habida cuenta de que el judío me había ayudado cuando me sentí súbitamente enfermo y caí sobre la nieve, mis sospechas duraron poco y le ofrecí el empleo. Creo que él sabía muy bien, cuando aceptó mi ingenua oferta, que el distrito Lukianovsky es territorio sagrado y prohibido a los judíos como lugar de residencia, salvo en caso de estar prestando un servicio excepcional a la corona; y presumo que ésta sería la causa de que no me entregara su documentación a fin de presentarla a la Policía del distrito.
«Magistrado instructor: ¿Se la pidió usted?».
”N. Lebedev: No de un modo directo. O tal vez, sí. Creo que lo hice una vez y que él me dio una excusa más o menos convincente. Y, como aquellos días andaba yo bastante preocupado con mi salud, olvidé insistir sobre el particular. Si lo hubiese hecho y él hubiese seguido negándose, le habría despedido en el acto. Soy generoso y benévolo, señor, pero no hasta el punto de tener a un judío como empleado. Tenga la bondad de fijarse en la insignia que llevo en el ojal. El hecho de que ese hombre no se sintiera intimidado por ella es prueba de su insolencia. Permítame que le diga que soy exsecretario de actas de la «Sociedad del Águila Bicéfala».
El magistrado dejó el documento sobre la mesa, se quitó los lentes y se frotó los ojos.
—Ya ha oído la declaración —le dijo a Yakov—. Por mi parte, he leído su cuestionario y conozco sus respuestas. Pero, ahora, debo pedirle que comente las observaciones del testigo Lebedev. ¿Son ciertas, en lo sustancial? Responda con cuidado. Esto, aunque no es un juicio, es una investigación policial para ver si la acusación está bien fundada.
Yakov se levantó, excitado.
—Por favor, señor. Sé poco de leyes y no siempre es fácil decir sí o no debidamente. ¿No podría pedir consejo a un abogado? Poseo unos cuantos rublos para pagar sus honorarios, si la Policía quiere devolverme mi dinero.
—Se lo devolverán, si dice usted la verdad. En cuanto a consultar a un abogado, es imposible en este estado procesal. En nuestro sistema judicial, lo primero es el procesamiento. Después de las diligencias previas, el magistrado instructor y el fiscal discuten el caso y, si ambos creen que el acusado es culpable, se dicta el auto de procesamiento y se envía al Tribunal del Distrito, donde es confirmado o revocado por los jueces. La defensa sólo puede empezar a actuar cuando el procesamiento ha sido notificado al acusado, al que se entrega una copia del auto. En el término de una semana, o tal vez un poco más, el acusado puede designar un abogado e informar de ello al tribunal.
—Señor —dijo Yakov, alarmado—, ¿y si el acusado es inocente de lo que le imputan? Discúlpeme, pero me siento muy confuso. Hay momentos en que creo que todo está claro como la luz del día, que el delito a que se refiere Su Señoría es leve, poco más que un error. Pero, al minuto siguiente, dice usted cosas que me hacen temblar. ¿Basta haber cometido un pequeño delito para que se me acuse de otro muchísimo más grave? ¿Van a procesarme sólo por haber dado a una persona un nombre que no era el verdadero?
—Esto se verá a su debido tiempo.
El remendón exhaló un profundo suspiro y se sentó, estrujándose las esposadas manos sobre las rodillas.
—Le he pedido que comente las observaciones del testigo Lebedev —dijo Bibikov.
—Prometo a Su Señoría que lo hice sin la menor intención de causar daño. Si obré mal, lo hice a regañadientes y contra mi deseo. El propio Nikolai Maximovich lo reconoce así. Lo cierto es que lo encontré borracho sobre la nieve. Como recompensa, me ofreció un empleo que yo no le había pedido. Podía haberlo rehusado, y así lo hice de momento; pero mi dinero se estaba agotando, tenía que pagar el alquiler, etc. Buscaba trabajo desesperadamente, pues no sé estarme sin hacer nada, y así acabé por aceptar lo que él me ofrecía. Le satisfizo mi trabajo de pintura y empapelado, y también me dijo que desempeñaba bien mis funciones de inspector en la fábrica de ladrillos. Solía levantarme a las tres y media de la madrugada para inspeccionar la carga de las carretas. Más de una vez me expresó su satisfacción. Pregúnteselo, señor, se lo ruego.
—Cierto, pero ¿acaso no le dio usted un nombre falso, un nombre de cristiano? Y esto no fue accidental. Lo hizo intencionadamente, ¿no?
El magistrado le miraba de un modo un tanto agresivo. ¿Era el mismo hombre que había dicho que admiraba a Spinoza?
—Fue un error, lo confieso —dijo Yakov—. Le di el primer nombre que me vino a la cabeza. Lo hice sin pensar, señor, y de aquí vienen todos mis males. Pero, cuando uno se encuentra en situación apurada, no es fácil pensar en lo que vendrá después. Dologushev es un campesino tuerto que vive cerca de mi pueblo y se dedica a la matanza de cerdos. Pero la verdad es que yo no quería vivir en el recinto de la fábrica. Tanto me preocupaba esto, que me quitaba el sueño. Nikolai Maximovich dice que yo me resistí a aceptar su ofrecimiento de vivir sobre el establo. Lo dice él mismo en la declaración que Su Señoría me acaba de leer. Yo le pedí que me dejara vivir en el Podol, pero me dijo que no, que tenía que ser en la fábrica. En una palabra, no fue idea mía. Y se equivoca si piensa que me pidió el pasaporte. Tal vez pensó hacerlo, pero no lo hizo. Es un hombre melancólico y, a veces, confunde sus ideas. Juro que nunca me lo pidió. Si lo hubiese hecho, la cosa habría terminado en seguida. Yo habría pensado que no había nada que hacer y me habría marchado a casa. Me habría ahorrado muchos disgustos.
—Sin embargo, vivió usted en el Lukianovsky, a pesar de saber que vulneraba la ley.
—Así fue, señor, pero yo no quería perder mi empleo. Esperaba empezar una vida mejor.
Su voz se había vuelto suplicante; pero, al advertir los apretados labios y la severa mirada del magistrado, Yakov guardó silencio y se contempló las manos.
—En el cuestionario —dijo Bibikov, poniéndose los lentes y consultando otro papel—, declara usted que es «judío de nacimiento y nacionalidad». Creo advertir cierta reserva en ello. ¿Cuál es?
El remendón permaneció un minuto silencioso y, después, levantó la cabeza inquieta.
—Lo que quise decir es que no soy hombre religioso. Lo fui cuando era pequeño, pero perdí la fe. Pensaba que lo había mencionado anoche, cuando hablamos, pero tal vez no fue así. Esto es lo que quise expresar.
—¿Y cómo ocurrió? Me refiero a la pérdida de su fe.
—Supongo que habría más de una razón, aunque no puedo recordarlas todas. Dado el giro que tomó mi vida, tuve muchas cosas en qué pensar. Y una idea arrastra otra. Define una idea, y, a los dos minutos, surge otra que tiende a desplazarla. También he leído un poco, como ya le indiqué a Su Señoría, y me he enterado de cosas que antes ignoraba. Todo contribuyó a aquel resultado.
El magistrado se retrepó en su silla.
—¿No puede darse el caso de que haya sido usted bautizado? Le convendría mucho que fuera así.
—Oh, no, señor, nada de eso. Soy librepensador.
—Lo comprendo. Pero el hecho de ser librepensador presupone que uno sabe cómo ha de pensar.
—Procuro que así sea —dijo Yakov.
—¿Qué entiende usted por librepensador?
—Es el hombre que decide por sí mismo si ha de creer o no en la religión. También puede ser agnóstico. Algunos lo son, y otros, no.
—¿Cree que su irreligiosidad le da más categoría?
«¡Dios mío, qué he dicho! —pensó el remendón—. Es mejor que no alardee de esto, si no quiero cavar mi propia tumba y que me entierren en ella».
—Como ha dicho Su Señoría —dijo, apresuradamente—, el sí y el no surgen automáticamente cuando se dice la verdad. Yo le estoy diciendo la verdad.
—No compliquemos el asunto más de lo necesario —dijo Bibikov, bebiendo un poco de agua de su vaso—. Legalmente, es usted judío. El Gobierno Imperial le considera tal, aunque usted trate de escabullirse y escurrir el bulto. Así figura en su pasaporte. Nuestras leyes referentes a los judíos le son de aplicación. Sin embargo, ya que se avergüenza de su pueblo, ¿por qué no renuncia oficialmente a su fe?
—No me avergüenzo, señor. Quizá no me guste todo lo que veo… Hay judíos de todas clases, según dicen. Pero, si tengo que avergonzarme de alguien, este alguien podría ser yo mismo.
Al decir esto, su rostro enrojeció un poco más.
Bibikov le escuchaba con interés. Consultó sus notas y, después, miró al acusado con los párpados entornados. Iván Semyonovitch, el ayudante, que reaccionaba inmediatamente a sus observaciones, adoptando a menudo la misma expresión facial del magistrado, miró también las notas desde el lugar donde se hallaba y se inclinó hacia delante, y prestó mucha atención.
—Le ruego que me diga toda la verdad —dijo severamente el magistrado Instructor—. ¿Es usted revolucionario, teórico o de acción?
Yakov sintió que el corazón le palpitaba con fuerza.
—¿Dice esto alguno de sus papeles, señor?
—Sírvase contestar mi pregunta.
—No, no lo soy. Ni quiera Dios que lo sea. Es algo que se encuentra fuera de mi alcance, si entiende usted lo que quiero decir. No está en mi carácter. Soy un hombre pacífico. «Yakov —solía decirme—, hay demasiada violencia en el mundo, y tienes que ser listo para librarte de ella». No he nacido para esto, señor.
—¿No es socialista, o miembro de algún partido socialista?
El remendón vaciló.
—No.
—¿Está seguro?
—Le doy mi palabra de honor.
—¿Es sionista?
—No.
—¿Pertenece a algún partido político? Me refiero también a los partidos judíos.
—A ninguno en absoluto, señor.
—Muy bien. ¿Ha anotado usted las respuestas, Iván Semyonovitch?
—Literalmente, señor. Aquí está todo —dijo el granujiento ayudante.
—Bien —dijo Bibikov, rascándose distraídamente la barba—. Ahora, deseo interrogarle sobre otra cuestión. Déjeme buscar el documento.
—Discúlpeme Su Señoría —dijo Yakov—. No quisiera interrumpirle, pero me gustaría que supiese que, cuando salí de mi aldea, pusieron en mi pasaporte el sello de «Autorización concedida». Y cuando llegué a Kiev, el día siguiente, pues llegué a hora avanzada de la noche, presenté el documento a la sección de pasaportes de la Comisaría de Policía del distrito de Podol. Y también allí me lo sellaron, señor.
—Esto figura ya en el expediente. He examinado el pasaporte y su declaración es correcta en lo esencial. Sin embargo, iba a hablarle de otra cosa.
—Si me permite Su Señoría, sólo omití registrarme en el Lukianovsky. Éste fue mi error.
—También consta en el expediente.
—Si no le importa, quisiera hacer constar que serví algún tiempo en el Ejército Ruso.
—Ya consta. Muy poco tiempo, menos de un año. Fue licenciado por enfermedad, ¿no es cierto?
—Y también porque terminó la guerra. Entonces, ya no necesitaban más soldados.
—¿Cuál era su enfermedad?
—Ataques de asma. Intermitentes. Nunca sabía cuándo iba a darme el próximo.
—¿Padece todavía esta dolencia? —preguntó el magistrado, en tono de coloquio—. Se lo pregunto porque mi hijo sufre de asma.
—He mejorado bastante, aunque, algunas veces, en tiempo ventoso, me cuesta respirar.
—Celebro la mejoría. Y, ahora, permítame que pase a la otra cuestión. Voy a leerle algo de la declaración de Zinaida Nikolaievna Lebedev, soltera, de treinta años de edad.
«Es terrible —pensó el remendón, estrujándose las manos—. ¿En qué terminará todo esto?».
Se abrió la puerta. El magistrado y su ayudante levantaron la cabeza, mientras dos funcionarios penetraban en la estancia. Uno de ellos, de uniforme azul y rojo y charreteras doradas, era el oficial que había detenido a Yakov, el coronel Bodyansky, hombre corpulento y de recortado y rojo mostacho. El otro era el fiscal Grubeshov, de la Audiencia de Kiev. Aquella mañana había bajado a echar un vistazo a Yakov en su celda, pero no le había dicho una sola palabra. Yakov se había quedado helado contra la pared. Al cabo de cinco minutos, el fiscal se había marchado, dejándole sumido en una sudorosa inquietud.
Grubeshov dejó sobre la mesa una gastada cartera sujeta con correas. Era un hombre fornido, de rostro carnoso, patillas, gruesas cejas y ojos de halcón. Un rollo de carne del cogote descansaba sobre el cuello duro de su camisa, cuyas puntas aparecían dobladas sobre una corbata negra de lazo. Vestía traje negro y chaleco amarillo bastante sucio, y parecía dominar su agitación. Yakov volvió a sentir aprensión.
El ayudante de Bibikov se había apresurado a levantarse y a saludar con una inclinación de cabeza. A una mirada de aviso del magistrado, el remendón se levantó también a toda prisa y permaneció en pie.
—Buenos días, Vladislav Grigorievitch —dijo Bibikov, un poco confuso—. Buenos días, coronel Bodyansky. Estaba interrogando al sospechoso. Tengan la bondad de sentarse. Haga el favor de cerrar la puerta, Iván Semyonovitch.
El coronel se pasó los dedos por el bigote, y el fiscal saludó con la cabeza, sonriendo ligeramente por nada en particular. Obedeciendo a una señal del magistrado, Yakov volvió a sentarse, tembloroso. Los recién llegados le observaron, con gran atención el fiscal, casi como si apreciase la salud, el peso y el vigor del remendón, haciendo que a éste le corriese un escalofrío por la espalda o como si Yakov fuese un animal nuevo en el zoo. En cambio el coronel miraba más allá de él, como si no existiera.
«Tal vez esto hubiera sido lo mejor», pensó, cansadamente.
Bibikov echó un rápido vistazo a la primera página del documento que tenía en la mano; después, pasó varias hojas y levantó la mirada.
—Aquí está —dijo, carraspeando—. Ésta es la principal declaración:
”Z. N. Lebedev: Desde el primer momento, tuve la impresión de que era diferente o extraño en cierto modo, pero sin sospechar la razón fundamental de ello. En otro caso, no habría querido tratos con él, puede usted creerme. Me parecía que tenía algo de extranjero, pero lo atribuí a que era de provincias y carecía, visiblemente, de educación y de cultura. Sólo puedo decir que me sentía incómoda en su presencia, aunque, naturalmente, le agradecía que hubiese ayudado a papá cuando éste se cayó en la nieve. Después, le detesté, porque trató de violarme. Le dije firmemente que no quería volver a verle…
—Esto no es cierto. Yo no traté de violarla —dijo Yakov, levantándose a medias—. No es cierto, en absoluto.
—Por favor —dijo Bibikov, mirándole fijamente y con asombro.
—¡Silencio! —dijo el coronel Bodyansky, descargando un puñetazo sobre la mesa—. ¡Siéntese inmediatamente!
Grubeshov tamborileó sobre la mesa con los dedos.
Yakov se sentó en seguida. Bibikov miró al coronel, un tanto perplejo.
Después, le dijo con firmeza al remendón:
—Le ruego que se domine. Esto es una investigación judicial. Seguiré leyendo:
«Magistrado instructor: ¿Le acusa usted de intentar violarla?».
”Z. N. Lebedev: Tengo la seguridad de que éste fue su propósito. Por aquel entonces, yo había empezado ya a sospechar que era judío. Pero, cuando lo vi con seguridad, empecé a dar gritos.
”Magistrado instructor: Explique lo que quiere decir con las palabras «lo vi con seguridad».
”Z. N. Lebedev: Él… vi que tenía ese corte que suelen hacer a los judíos varones. No pude dejar de verlo.
«Magistrado instructor: Cálmese, Zinaida Nikolaievna, y prosiga. Comprendo que le desagrade, pero es mejor que me diga toda la verdad».
”Z. N. Lebedev: Él se dio cuenta de que no toleraría su propósito y salió de la habitación. No he vuelto a verlo más y doy gracias a Dios por ello.
«Magistrado instructor. Entonces, si permite decirlo así, no hubo violación en el verdadero sentido de esta palabra. ¿No la tocó, ni intentó hacerlo?».
”Z. N. Lebedev: Puede usted expresarlo así, pero lo cierto es que se desnudó y que su intención era tener relaciones con una mujer rusa. Era lo que deseaba, o no se habría desvestido y quedado desnudo. Tengo la seguridad de que Su Señoría no puede aprobarlo.
«Magistrado instructor: Yo no apruebo expresa o tácitamente la conducta de él ni la de usted, Zinaida Nikolaievna. ¿Informó después a su padre, Nikolai Maximovich, de este incidente?».
”Z. N. Lebedev: Mi padre no se siente bien. No ha gozado de buena salud ni ha estado animado desde que murió mi pobre madre. Y su único hermano murió hace un año, después de una larga enfermedad. Por consiguiente, no quise trastornarle más. Hubiera querido azotar al judío.
«Se observa que, en este momento la testigo rompe a llorar copiosamente».
Bibikov dejó el papel sobre la mesa.
—¿Quiere decirme ahora —preguntó a Yakov— si intentó usted violar a Zinaida Nikolaievna?
Iván Semyonovitch llenó el vaso del magistrado con una jarra de porcelana que había sobre la mesa.
—Rotundamente, no, señor —se apresuró a responder Yakov—. Mientras yo trabajaba en el piso de arriba, comimos juntos un par de veces, porque ella me invitó. Y la última noche, la noche en que terminé de pintar, me invitó a pasar a su dormitorio. Quizá yo no hubiera debido ir, ahora lo veo claro, pero era difícil no hacerlo, si consideramos la naturaleza humana. De todos modos, dudé no poco y, en cuanto vi que estaba sucia, si me permite Su Señoría decirlo así, me marché en seguida. Ésta es la pura verdad, y no podría ser más verdad aunque lo estuviera repitiendo hasta el Día del Juicio.
—¿Qué quiere dar a entender con la palabra «sucia»?
El remendón se aturrulló.
—Siento tener que mencionar estas cosas, pero el hombre que se halla en apuros no tiene más remedio que explicarse. La verdad es que tenía la menstruación.
Levantó las manos esposadas para enjugarse el rostro.
—Cualquier judío que se acerque a una mujer rusa debería ser ahorcado —dijo el coronel Bodyansky.
—¿Declaró que se hallaba en esta condición? —preguntó Grubeshov, con voz ligeramente ronca.
—Vi la sangre, señor, y discúlpeme por decirlo, mientras ella se lavaba con una toalla.
—¿Vio usted la sangre? —dijo sarcásticamente el fiscal—. ¿Tenía esto algún significado religioso para usted, como judío que es? ¿Sabe que en la Edad Media se decía que los varones judíos menstruaban?
Yakov le miró, sorprendido y asustado.
—Nada sabía de esto, señor, aunque no comprendo cómo podía ser. Pero, volviendo a Zinaida Nikolaievna Lebedev, su estado me hizo ver que aquello no sería bueno para ninguno de los dos, aunque confieso que la mayor tontería la hice cuando me avine a entrar en su habitación. Hubiera debido marcharme a casa en el mismo instante de terminar mi trabajo y no dejarme tentar por una mesa llena de toda clase de manjares.
—Refiera lo que ocurrió en la habitación —dijo Bibikov—. Y, por favor, cíñase a la cuestión que estamos tratando.
—No ocurrió nada, señor, se lo juro de todo corazón. Como he dicho antes, y también lo dice la joven en la declaración que acaba de leerme, me vestí lo más de prisa que pude y me marché. Puede estar seguro de esto y de que no volví a verla jamás. Siento lo que pasó, puede creerme.
—Lo creo —dijo Bibikov.
Grubeshov, vivamente sorprendido, miró fijamente al magistrado instructor. El coronel Bodyansky rebulló inquieto en su silla.
Bibikov dijo, como justificándose:
—Encontramos dos cartas, ambas reconocidas por los testigos como escritas de su puño y letra. Una de ellas era de Nikolai Maximovich a Yakov Ivanovich Dologushev, encomiando su diligencia como inspector de la «Fábrica de Ladrillos Lebedev», y la otra era de su hija, Zinaida Nikolaievna. Estaba escrita en una hoja de papel de carta, azul y perfumada, y en ella invitaba al acusado a visitarla en su casa, manifestando expresamente que escribía la carta con el permiso de su padre. Tengo ambas misivas en mi archivo. Me las entregó el capitán Korimzin de la Policía de la ciudad de Kiev, quien las encontró en la oficina de la fábrica de ladrillos.
El coronel y el fiscal permanecieron sentados, inmóviles como estatuas.
Dirigiéndose de nuevo a Yakov, el magistrado dijo:
—A juzgar por la fecha de la carta, ésta fue escrita por la joven después del incidente a que nos hemos referido. ¿Fue así?
—En efecto, señor: Yo, por aquel entonces, trabajaba ya en la fábrica de ladrillos.
—¿Contestó la carta, tal como ella le pedía?
—No. Pensé que ya tenía demasiadas preocupaciones y que era absurdo buscarme más. Aquel que teme las inundaciones debe mantenerse lejos del agua.
—Las últimas declaraciones de la joven —dijo el magistrado—, aunque no fueron oficiales, confirman lo que usted dice. Por consiguiente, dadas las circunstancias, y esto no quiere decir que admire su comportamiento, Yakov Bok, recomendaré al fiscal que no le acuse de tentativa de violación.
Se volvió a su ayudante, el cual asintió con la cabeza y se puso a escribir a toda prisa.
El fiscal, que había enrojecido intensamente bajo las patillas, cogió su cartera, echó la silla hacia atrás y se levantó ruidosamente. El coronel Bodyansky se levantó también. Bibikov fue a coger el vaso de agua y lo volcó. Levantándose de un salto, enjugó con su pañuelo el agua derramada sobre la mesa, ayudado por Iván Semyonovitch, el cual, desolado, recogió velozmente los papeles y empezó a secar los que se habían mojado.
Grubeshov y el coronel Bodyansky salieron malhumorados de la estancia, sin pronunciar palabra.
Cuando hubo enjugado el agua, el magistrado instructor volvió a sentarse, esperó a que Iván Semyonovitch hubiese secado y ordenado los documentos, y, aunque un poco turbado por el accidente, recogió sus notas, carraspeó y se dirigió de nuevo al remendón con su voz tonante:
—Nuestras leyes, Yakov Bok —dijo, lúgubremente— castigan a los miembros de su religión, sean ortodoxos o heréticos, que adoptan nombres diferentes de los que constan en su partida de nacimiento, para dar con ello ocasión a algún engaño. Pero, habida cuenta de que en este caso no ha habido falsificación de documentos, y considerando también que no consta que sea usted reincidente, me mostraré benévolo por esta vez y no le acusaré de este delito, aunque personalmente opino, según le he dicho ya, que su engaño fue muy reprobable y que puede dar gracias a su buena suerte de que aún no le haya colocado en situación más comprometida…
—Se lo agradezco profundamente, señor…
El remendón se secó los ojos con los dedos. El magistrado prosiguió:
—Sin embargo, pediré al tribunal que le juzgue por haber residido en un distrito prohibido a los judíos salvo en determinadas circunstancias que no concurren en su caso. En este aspecto, ha vulnerado usted la ley. No es un delito grave, pero será juzgado y condenado por él.
—¿Me encerrarán en la cárcel, señor?
—Me temo que sí.
—¡Oh! ¿Por mucho tiempo?
—No mucho… Tal vez un mes, o incluso menos, según el magistrado que dicte la sentencia. Esto le servirá de lección, cosa que le hace mucha falta.
—¿Tendré que ir vestido de presidiario?
—Recibirá el mismo trato que los demás presos.
Llamaron a la puerta y entró un ordenanza de uniforme, el cual entregó un sobre a Iván Semyonovitch, quien lo pasó rápidamente a Bibikov.
El magistrado instructor lo abrió con mano ligeramente temblorosa, leyó la nota manuscrita, se limpió los lentes y salió apresuradamente de la habitación.
Aunque sabía que le esperaban malos ratos —aunque casi había esperado que se limitarían a darle una buena reprimenda y enviarle de nuevo al barrio judío (¡y cómo habría corrido hacia allá!)—, pensó Yakov, después de su primer susto, que las cosas no habían empeorado mucho. Un mes en la cárcel no es un año, y tres semanas aún son menos; además, mirándolo bien, el alquiler era de balde. Después de su marcha, maniatado, por las calles cubiertas de nieve, de los gritos de la multitud y de la terrible pregunta que el magistrado instructor le había hecho la noche anterior en su celda, había esperado una calamidad o algo peor. Ahora, la tempestad se había calmado. Prácticamente, sólo le acusaban de una falta, y quizás un abogado lograría que la condena se redujese a una semana o que le absolviesen. Claro que tendría que despedirse de algunos de los rublos que tenía ahorrados —era de esperar que la Policía se los devolviese—, pero un rublo podía ganarlo, si no en un día, en una semana o en un mes. Era mejor trabajar un mes para ganar un rublo que tener que pasarlo en la cárcel. Era una tontería preocuparse por el dinero.
Lo importante era ser libre, y, una vez recobrase la libertad, Yakov Bok sería menos estúpido en sus relaciones con la ley.
El ayudante del magistrado, después de vacilar un poco, había leído la nota que Bibikov había arrugado y dejado sobre la mesa antes de salir. Después de leerla, sonrió vagamente. Pero, cuando el remendón trató de devolverle su sonrisa, el ayudante se sonó ruidosamente.
Entonces, regresó el magistrado instructor, resoplando y con semblante contraído y hosco, seguido de Grubeshov y del coronel Bodyansky. Una vez más, sentáronse a la mesa y el fiscal abrió su cartera. Iván Semyonovitch les miró con gran interés, pero los funcionarios guardaron silencio. Entonces, el ayudante probó su pluma y se apercibió para escribir. La sonrisa de Grubeshov se había desvanecido; tenía los labios fuertemente apretados. El coronel mostraba una expresión muy grave. A Yakov le bastó con mirarles para sentir renacer todo su miedo. Un sudor frío le cosquilleó la espalda. Volvió a esperar lo peor. Al menos, casi lo peor.
—Ahora, el señor fiscal le hará algunas preguntas —dijo Bibikov, con voz apagada pero ronca.
Se retrepó en su silla y empezó a juguetear con la cinta de sus lentes.
—Con su permiso, formularé primero mi pregunta —dijo el coronel, con una ligera inclinación de cabeza a Grubeshov.
El fiscal, que estaba examinando los compartimientos de su cartera, le miró y asintió con un ademán.
—Diga el detenido —tronó la voz del coronel Bodyansky— si pertenece a alguna de las asociaciones políticas que voy a mencionar: social-demócratas, socialistas-revolucionarios u otros grupos como el Bund Judío, sionistas de alguna especie, o populistas.
—Ya he investigado esto —dijo Bibikov, con un deje de impaciencia.
El coronel se volvió a él.
—Señor magistrado instructor, la función de proteger a la Corona contra sus enemigos cae bajo la jurisdicción de la Policía política secreta. Se han producido ya demasiadas ingerencias en nuestros asuntos.
—En absoluto, coronel. Estamos investigando un delito común…
—Incluso los delitos comunes pueden ser de lesa majestad. Le ruego que no intervenga en mis preguntas, y yo no intervendré en las suyas. Respóndame —dijo, volviéndose hacia Yakov—: ¿Es usted miembro de alguno de los llamados partidos políticos que acabo de mencionar, o de alguna organización secreta terrorista o nihilista? Contésteme la verdad, si no quiere que le mande a la Fortaleza Petropavelsky.
—No, señor —respondió vivamente Yakov—. Nunca he pertenecido a ningún partido político, ni a ninguna de las organizaciones secretas a que usted se ha referido. Si he de ser sincero, no sabría distinguirlas entre sí. Tal vez podría hacerlo si fuese más instruido, pero, lo que es ahora, no podría decirle gran cosa acerca de ellas.
—Si miente, será severamente castigado.
—¿Quién habla de mentir, señor? Como exsoldado que soy, juro que no miento.
—No se esfuerce —dijo el coronel, en tono despectivo—. Nunca he conocido a un judío que pudiera llamarse soldado.
El rostro de Yakov enrojeció intensamente.
El coronel escribió con furia en una hoja de papel, introdujo ésta en un bolsillo de su guerrera y le hizo una señal al fiscal con la cabeza.
Grubeshov había sacado de la cartera una libreta de notas con cubierta de hule y estaba estudiando, con el ceño fruncido, unas de sus páginas, llena de apretada escritura.
Después, dejó la libreta sobre la mesa, y, aunque miraba fijamente al remendón, parecía hallarse de excelente buen humor cuando le dijo, con voz seca, pero ligeramente campechana:
—Bueno, señor Yakov Shepsovitch Bok, alias Dologushev, alias no sé qué más, hasta ahora nos hemos estado divirtiendo un poco, pero tengo que hacerle algunas preguntas graves y le ruego que les preste la mayor atención. Según su propia confesión, es usted culpable de ciertas violaciones flagrantes de la legislación rusa. Ha confesado usted ciertos delitos, y existen razones, excelentes razones, para sospechar otros. Uno de ellos es de tal gravedad que me abstendré de nombrarlo hasta obtener más pruebas de él, cosa que me propongo hacer ahora, con el permiso de mis colegas.
Le hizo una inclinación de cabeza a Bibikov, quien correspondió gravemente a ella y siguió fumando.
—¡Oh, Dios mío! —gruñó Yakov—. Le juro que soy inocente de cualquier delito grave. No, señor. Mi única culpa ha sido mi estupidez, vivir en el Lukianovsky sin permiso. El señor magistrado instructor dice que puede costarme un mes de cárcel… Pero le aseguro que no he cometido ningún delito grave.
«Que Dios se apiade de mí —pensó, aterrorizado—. Estoy en un mal paso, peor que si pisara arenas movedizas. Esto es lo que le pasa al que echa a andar sin saber adonde va».
—Responda concretamente a esta pregunta —dijo Grubeshov, consultando su libreta—: ¿Es usted hasid o misnogid? Tenga la bondad de anotar sus respuestas con toda exactitud, Iván Semyonovitch.
—No. No soy nada de eso —respondió Yakov—. Como ya le he dicho al señor magistrado, no soy más que librepensador. Quiero decir que no tengo creencias religiosas.
—Esto le servirá de poco —dijo el fiscal, con súbita irritación—. Ya esperaba una respuesta parecida. Con ella sólo pretende usted eludir mi interrogatorio. Ahora, conteste directamente: ¿es usted judío circunciso?
—Soy judío, señor. Lo admito. Lo demás es asunto personal.
—Ya le he interrogado sobre todo esto, Vladislav Grigorievitch —dijo Bibikov—. Consta en su declaración. Léasela, Iván Semyonovitch. Así, ahorraremos tiempo.
—Debo suplicar al magistrado instructor que se abstenga de intervenir —dijo tercamente Grubeshov=. No me interesa ahorrar tiempo. Éste carece de importancia para mí. Por favor, déjeme continuar sin inútiles interrupciones.
Bibikov cogió el jarro para servirse agua; pero el jarro estaba vacío.
—¿Quiere que lo llene, señor? —murmuró Iván Semyonovitch.
—No —dijo Bibikov—. No tengo sed.
—¿Qué significa eso de librepensador? —preguntó el coronel.
—Dejemos esto, coronel Bodyansky, se lo suplico —dijo Grubeshov—. No es ningún partido político.
El coronel Bodyansky encendió un cigarrillo.
Grubeshov se dirigió a Yakov, leyendo en voz alta y pronunciando despacio ciertas palabras que había anotado en su libreta.
—¿Verdad que hay entre ustedes ciertos judíos llamados tzadikim? Cuando un judío desea perjudicar a un cristiano, a un goyim, según dicen ustedes, acude al tzadik y le da un pidion, que es una especie de paga, y el tzadik ejerce su poder, mediante fórmulas mágicas, para atraer la desgracia sobre el cristiano. ¿Es así? Respóndame.
—Por favor —dijo Yakov—, no comprendo lo que quiere usted de mi. ¿Qué tengo que ver yo con estas cosas?
—Si no lo sabe, no tardará mucho en saberlo —dijo Grubeshov, enrojeciendo—. De momento, limítese a contestar veraz y claramente, en vez de replicar con preguntas estúpidas. Dígame, ahora: ¿qué entienden ustedes por afikomen? Quiero la verdad lisa y llana.
—Pero ¿qué tengo que ver yo con todo esto? —dijo Yakov—. ¿Qué sé yo de todo lo que me pregunta? Si usted no lo sabe, tampoco lo sé yo.
—Vuelvo a repetirle que se limite a contestar a mis preguntas. Le diré, cargándome de paciencia y por última vez, que no me interesan sus comentarios personales. Piense que su situación es grave y muérdase la lengua.
—No lo sé con seguridad —dijo el remendón, muy afligido—, pero me parece que es una especie de massot que se emplea en la ceremonia pascual como protección contra los malos espíritus y los hombres malvados.
—Anote esto, Iván Semyonovitch. ¿Es cosa de magia?
—Dada mi manera de pensar, lo considero una superstición, señor.
—Pero ha dicho que es lo mismo que el massot, ¿no?
—Prácticamente, lo mismo, según tengo entendido. No soy experto en estas materias. Si quiere usted saber la verdad, creo que no le serviré de mucho. No tengo nada que decir contra los que quieren seguir las costumbres tradicionales, pero a mí me interesan más las cosas nuevas del mundo.
Dirigió una mirada al magistrado instructor, pero éste estaba mirando por la ventana.
Grubeshov metió la mano en la cartera y sacó un objeto envuelto en un pañuelo. Separó cuidadosamente los cuatro ángulos de éste y extrajo, con ademán triunfal, un pedazo triangular de massot.
—Encontraron esto en su habitación de la fábrica de ladrillos. ¿Qué me dice ahora?
—¿Qué puedo decir, señor? Nada. Es un pedazo de massot. Pero no es mío.
—¿Es massot shmuro?
—No sabría decírselo.
—Tengo entendido que los judíos que son muy religiosos comen massot shmuro.
—Creo que sí.
—¿En qué se diferencia del massot corriente?
—No me lo pregunte, señor. En realidad, no lo sé.
—Pregunto lo que quiero. Y seguiré preguntando hasta que los ojos se le salgan de las órbitas. ¿Queda bien entendido?
—Sí, señor.
—¿Conoció usted este massot?
—No.
—Entonces, ¿cómo fue a parar a su habitación? Allí lo encontró la Policía.
—Lo trajo un viejo, un hombre al que no conocía. Le doy mi palabra de honor. Aquel viejo se había perdido una noche cerca del cementerio y lo recogí hasta que acabase de nevar. Unos chicos le habían herido a pedradas. Estaba muy asustado.
—¿Ocurrió esto en las proximidades del cementerio del Lukianovsky?
—Sí, donde está la fábrica de ladrillos.
—¿Era un tzadik?
—Suponiendo que lo fuese, ¿qué tiene que ver esto conmigo?
—¡Conteste con respeto! —dijo el fiscal, golpeando la mesa con la palma de la mano.
El pedazo de massot cayó al suelo. Iván Semyonovitch se apresuró a recogerlo. Lo levantó para que todos viesen que no se había roto. Bibikov se humedeció los resecos labios.
—Responda cortésmente —dijo.
Yakov, aturrullado, asintió con la cabeza.
Grubeshov hizo una nueva reverencia al magistrado.
—Muchísimas gracias —dijo. Hizo una pausa, como para añadir algo, pero cambió de idea y preguntó a Yakov—: Su amigo el tzadik, ¿iba a menudo a su habitación?
—Sólo estuvo allí aquella vez. No le conocía. Y nunca volví a verle.
—Esto se debió a que fue usted detenido poco después de su partida.
Yakov no pudo discutir este punto.
—¿Es cierto que ocultó usted a otros judíos en su habitación y que traficó con ellos en objetos robados?
—No.
—¿No robó usted sistemáticamente a su patrono Nikolai Maximovich Lebedev?
—Como Dios es mi juez, jamás le quité un solo kopek.
—¿Está seguro de que no coció usted personalmente este massot? Se encontró medio saco de harina en su habitación.
—Permítame decirle con todo respeto, señor, que esta harina no sirve para el massot. Además, no soy panadero. Una vez, probé a cocer mi pan, para ahorrarme un kopek o dos, pero me salió duro como la piedra. Malgasté la harina. La panadería no entra en mis especialidades. Suelo trabajar de carpintero o de pintor… A propósito, supongo que mis herramientas estarán a salvo, pues es todo lo que tengo en el mundo… En general, hago remiendos, aunque esto rinde muy poco, y jamás he tenido suerte en mis empleos. Pero no soy un delincuente, señor.
Grubeshov le escuchaba con impaciencia.
—Conteste concretamente la pregunta. ¿Coció ese tzadik el massot?
—Si lo hizo, no fue en mi casa. En todo caso lo haría en otra parte, aunque no lo creo.
—Entonces, ¿lo hizo otro judío?
—Es probable.
—Es más que probable —dijo el fiscal, mirándole fijamente—. Es la pura verdad.
Al ver Yakov que volvía a mirar en su maldita cartera, se estrujó las manos esposadas debajo de la mesa.
Grubeshov sacó ahora lentamente una tira larga de ropa manchada.
—¿Ha visto esto antes de ahora? —preguntó agitando sobre la mesa el trapo manchado.
Bibikov fijó una mirada ausente en el harapo y se limpió los lentes; Iván Semyonovitch miró el trapo con ojos fascinados.
—Yo les diré lo que es —dijo el fiscal—. Es un trozo de una camisa de campesino, parecida a la que lleva en este momento. ¿Es, por casualidad, de su propiedad?
—No lo sé —dijo Yakov, con voz cansada.
—Le aconsejo que lo piense mejor, Yakov Bok. A quien no come ajo, no le huele el aliento.
—Sí, señor —dijo Yakov, desesperado—, supongo que es mío, aunque esto no tiene la menor importancia. El viejo a quien me he referido había sido herido en la cabeza de una pedrada. Por consiguiente, empleé un pedazo de una camisa vieja, que se estaba cayendo a trozos, para enjugarle la sangre. Ésta es la pura verdad, lo juro.
—Entonces, confiesa usted que está manchada de sangre —gritó el fiscal.
Yakov sintió que se le secaba la lengua.
—¿Persiguió, alguna vez, a unos muchachos en el patio de la fábrica de ladrillos, cerca de los hornos, y, en particular, a un chico de doce años llamado Zhenia Golov?
El remendón fue incapaz de responder.
Grubeshov miró a Bibikov, sonrió ampliamente y preguntó al remendón con voz melindrosa:
—Dígame, señor judío, ¿por qué tiembla?
3
¿Por qué tiemblan los hombres?
Cuando volvieron a encerrarle en la celda, había tres sucios colchones de paja en el suelo. Uno era el suyo —¡qué desdicha que tuviera que considerarlo como suyo!—, y dos nuevos presos yacían sobre los otros. Uno de ellos era un hombre hirsuto y cubierto de harapos; el otro, un esqueleto viviente. Ambos apestaban a suciedad y a pobreza. Aunque ninguno de los dos le prestó la menor atención —el primero pestañeó de cara a la pared y el segundo siguió roncando—, el remendón se mantuvo en el rincón más apartado de la celda. Sentíase abandonado, como fuera del mundo.
«¿Qué va a ocurrirme ahora? —se preguntó—. Y, si todo termina mal, ¿quién se enterará? Igual podría estar muerto». Recordó a su suegro y a su mujer, pero era inútil pensar en atraérselos. Sobre todo, a la mujer. Después, pensó en sus padres, bajados a su hermosa tumba en plena juventud, pero su triste sino no le sirvió de consuelo. Su frustrada inocencia era como un insulto. Le acusaban injustamente, pero se veía impotente, incapaz de presentar alguna prueba y de hacer que le creyeran. ¿De qué barbaridad le acusarían la próxima vez? «¿Dirían lo mismo si me conociesen?». Trató de comprender lo que pasaba y de darse una explicación. A fin de cuentas, era un ser racional, y el hombre debe tratar de razonar. Sin embargo, cuanto más pensaba, menos lo comprendía. Cosas que le habían sido familiares trocábanse en malignas. Todo cuanto ocurriese en el futuro traería consigo algún peligro. El hecho de que, voluntaria o involuntariamente, fuese judío, no era bastante para explicar su destino. Al recordar su vida, sentíase lleno de odio contra la manera en que marchaban las cosas. «Soy remendón, pero rompo más de lo que arreglo». ¿De qué le acusarían la próxima vez? ¿Cómo defenderse de tan terribles sospechas, insinuaciones y acusaciones, si nadie estaba dispuesto a creerle?
El pánico le roía. Bullían en su cerebro desesperadas ideas sobre lo que tenía que hacer de inmediato…, escapar como fuera de la celda, registrar el ghetto y encontrar al viejo, para que éste les dijera a los rusos que le habían herido con una piedra y que Yakov le había enjugado la sangre.
El remendón va de casa en casa, llamando a todas las puertas y preguntando por el tzadik, pero nadie le conoce; por fin, en la última casa, sí que lo conocen; era un verdadero santo, pero se marchó hace mucho tiempo. El remendón toma apresuradamente el tren, se dirige a Minsk y, después de meses de desesperada búsqueda, encuentra una noche al viejo que vuelve de la sinagoga, mientras la luna ilumina su sombrero de rabino.
—Por favor, ven conmigo a Kiev y demuestra mi inocencia. Diles a las autoridades que nunca hice lo que ellos pretenden.
Pero el viejo tzadik no reconoce al remendón. Le mira largo rato, pero menea la cabeza. La herida de su sien ha cicatrizado, y el anciano no puede recordar ahora aquella noche que Yakov le dice que pasó con él en una habitación, encima del establo de una fábrica.
Cuando el remendón recordó donde se hallaba, se arañó las manos con las uñas y, después, la cara.
El hombre que roncaba se despertó dando un bufido.
—¡Akymytch! —dijo—. ¡Sastre de profesión! —gritó—. ¡Soy inocente! ¡No me peguéis!
El otro rió entre dientes,
—¿Tienes un cigarrillo, Potseikin? —preguntó el exsastre al que ocupaba el otro colchón—. Aunque no sea más que una colilla.
—Anda y que te zurzan —dijo el otro.
Sus ojos, inyectados en sangre parpadearon.
—¿Tienes un cigarrillo? —preguntó Akymytch a Yakov.
—Mi petaca está vacía —respondió el remendón. Y se la mostró.
—Apuesto a que no sabes por qué estoy aquí —dijo Akymytch.
—No.
—Tampoco yo. Me han tomado por otro. Nunca hice lo que dicen, así se hubiesen ahogado con la leche de su madre. Me han tomado por un anarquista.
Y se echó a llorar.
—Yo estoy aquí por culpa de un paquete de folletos o como quieran llamarlo —dijo Potseikin—. Un pobre bastardo, un hombre de ojos enloquecidos y abrigo grueso me dijo en la calle Institutsky: «Hermano —me dijo—, tengo ganas de orinar; guárdeme un momento este paquete y, cuando vuelva, te daré cinco kopeks. Palabra de honor». ¿Qué se le puede decir a un hombre que tiene ganas de mear? ¿Podía negarme? A lo mejor, se habría meado encima de mí. Por consiguiente, cogí el paquete, y, dos minutos más tarde, llegó corriendo un detective de ojos de puerco, me puso una pistola en la barriga, con tal fuerza que casi me la horadó, y me llevó a la Policía secreta sin escuchar una palabra de lo que yo le decía. Allí, tres gigantones me dieron un repaso con unos palos muy gordos, hasta molerme todos los huesos, y, después, me enseñaron los folletos, donde se decía que hay que derribar al zar. ¿Quién quiere derribar al zar? Personalmente, siento el mayor respeto por Nicolás II y la familia real, sobre todo, por las jóvenes princesas y el muchachito enfermo, al que quiero como si fuese mi propio hijo. Pero nadie me creyó, y por esto me encuentro aquí. Todo por culpa de esos malditos folletos.
—A mí me han tomado por otro —dijo Akymytch—. ¿Qué te ha pasado a ti, amigo?
—Lo mismo —respondió Yakov.
—¿Qué dicen que hiciste?
Pensó que debería callarse, pero la respuesta brotó rápidamente, como una acusación contra sus acusadores.
—Dicen que maté a un muchacho… Es una sucia mentira.
Se hizo un profundo silencio en la celda. «He metido la pata», pensó Yakov. Buscó al guardián con la mirada, pero éste había salido en busca de la olla de la sopa.
Los dos tipos de los jergones de paja hablaban en voz baja, con las cabezas juntas. Primero, lo hizo Akymytch; después, Potseikin.
—¿Lo hiciste? —preguntó Akymytch a Yakov.
—No, claro que no. ¿Por qué había de matar a una criatura inocente?
Volvieron a murmurar entre sí, y Potseikin dijo, con voz ronca:
—Dinos la verdad. ¿Eres judío?
—¿Y qué, si lo fuese? —dijo Yakov.
Pero, al ver que los otros volvían a murmurar, sintió miedo.
—No intentéis ninguna treta, o llamo al guardia.
El preso harapiento se levantó y se acercó al remendón, riendo burlonamente.
—¿No serás el maldito judío que mató al chico cristiano para chuparle la sangre? Lo leí en los periódicos.
—¡Dejadme en paz! —dijo Yakov—. Yo no he matado a nadie, y menos, a un chiquillo de doce años. No serviría para esto.
—Eres un apestoso y embustero judío.
—Pensad lo que queráis, pero dejadme en paz.
—¿Quién hubiera podido hacer una cosa así, sino un hijo de puta judío?
Potseikin saltó sobre el remendón y trató de morderle el cuello con sus podridos dientes. Yakov se lo sacudió de encima, pero Akymytch, el de fétido aliento, le atacó por la espalda y empezó a golpearle la cabeza y la carta con sus viscosas y huesudas manos.
—¡Asesino de cristianos!
—¡Socorro! —gritó Yakov, agitando los brazos.
Aunque giró sobre sí mismo, embistió y golpeó con los puños, Potseikin le dio un rodillazo en la espalda y Akymytch le alcanzó el cogote con ambos puños. El remendón cayó al suelo, nublado el cerebro por el dolor. Yació inmóvil, mientras los otros lo pateaban salvajemente, y, en el momento en que iba a desvanecerse, sintió un terrible furor.
Al rato, volvió en sí sobre su jergón, oyó los ronquidos de los otros y eructó. Una rata pasó corriendo entre sus piernas, y él se incorporó, horrorizado. Pero a través del ventanuco enrejado se veía un pedazo de luna, y el remendón la contempló durante un rato, sintiendo una extraña paz.