1

¿Adónde ir, cuando no se ha estado en ninguna parte? Primero, se escondió en el barrio judío, asomando furtivamente la cabeza de cuando en cuando para ver el mundo que le rodeaba, explorando y tanteando la firmeza del suelo. Kiev, «la Jerusalén de Rusia», seguía atemorizándole e inquietándole. Había estado allí durante unos pocos y cálidos días de verano, después de su reclutamiento, y, ahora, volvía a ver la ciudad con sólo la mitad de su ser, sumida la otra mitad en sus preocupaciones. Sin embargo, al rondar de una calle a otra, advertía que los colores eran bonitos y brillantes. Una bruma dorada flotaba en el aire de los atardeceres. Las bulliciosas avenidas estaban llenas de gente y, entre los transeúntes, había campesinos ucranianos con sus trajes típicos, gitanos, soldados y sacerdotes. Por la noche, blancos globos de gas iluminaban las calles, y había una espesa niebla sobre el río. Kiev se levantaba sobre tres colinas, y él recordaba la primera vez que había visto la ciudad desde el Puente Nicolás, salpicada de casas blancas con verdes tejados, iglesias y monasterios, con las cúpulas de oro y plata surgiendo sobre la verde fronda. Sabía apreciar la belleza de un panorama, aunque esto no le había ayudado a bien vivir. Sin embargo, un hombre era algo más que un caballo de labor, o, al menos, así lo decían.

Mirando hacia el otro lado, más allá del pardo río vítreo —por donde había llegado sobre un caballo moribundo—, la estepa se perdía en la verde lejanía. Sólo treinta verstas, y el shtetl se había esfumado —¡puf!—, perdido, muerto tal vez. Aunque sentía añoranza, sabía que nunca volvería allá. Pero ¿qué iba a pasar? En más de una ocasión, Raisl le había echado en cara su miedo de partir, y acaso era verdad, aunque en definitiva, no lo era. «Lo cierto es que me he marchado —pensó—. Y, ¿habrá sido para bien? ¿Habrá vuelto ella?» —se preguntó. No podía pensar en Raisl sin maldecirla.

Visitó lugares que no conocía, hablando en ruso a cuantos le hablaban…, poniéndose a prueba, según se decía. ¿Por qué tenía un hombre que temer al mundo? Por lo que él era, si no por otra cosa. Paralizado por el miedo a ser reconocido como judío y expulsado de allí, observó desde el coro de una iglesia a los campesinos, algunos de ellos con mochila a la espalda, que se arrodillaban y rezaban en el altar ante un grande crucifijo de oro y el icono de una Madona enjoyada, mientras el sacerdote, hombre corpulento y revestido de ricos y gruesos ornamentos, salmodiaba el oficio ortodoxo. El remendón sintió escalofríos mientras contemplaba todo aquello, y el extraño olor del incienso aumentó su nerviosismo. Dio un respingo al sentir que le tocaban en un brazo y ver, a su lado, a un jorobado de negra barba que le mostraba con el dedo a los campesinos que, abajo, golpeaban el suelo con la frente y lo besaban apasionadamente. «¡Ve y haz lo mismo que ellos! ¡Come pan salado y escucha la verdad!». El remendón se marchó a toda prisa.

Asombrado de su propia audacia, descendió en otra ocasión a las catacumbas de Lavra —debajo del viejo monasterio del monte Pechersky que dominaba el Dniéper—, entre un grupo de campesinos asustados y alelados que llevaban velas encendidas. Avanzaban en irregular hilera por unos pasadizos de techo bajo, que olían a humedad y mostraban, a través de ventanas enrejadas, los santos de la Catedral ortodoxa en abiertos ataúdes, cubiertos con raídos paños de púrpura y oro. Rojas lamparillas brillaban en las paredes debajo de los iconos. En una celda iluminada con velas, por delante de la cual transcurrió la hilera, un monje de lacios cabellos caídos sobre los hombros sostenía una reliquia de «la mano de san Andrés», para que la besaran los fieles, quienes se arrodillaban al acercar los labios a la apergaminada mano. Yakov se proponía besar rápidamente los huesudos dedos, pero, cuando le llegó la vez, apagó su vela de un soplo y echó a correr a tientas en la oscuridad.

Fuera, había una multitud de pordioseros, algunos de ellos mancos y cojos, inválidos de la última guerra. También había tres ciegos. Uno, parecía tener los ojos vueltos hacia dentro. A otro, le salían tanto que parecían los ojos de un pez. Y el tercero leía en alta voz, «por inspiración divina», un libro de evangelios que sostenía con ambas manos. Se quedó mirando fijamente a Yakov, y éste le correspondió de la misma manera.

2

Vivía en el corazón del barrio judío del distrito de Podol, en una casa rebosante de gente, donde se ponían los colchones a airear y las harapientas ropas a secar sobre un patio lleno de tenderetes de madera, donde todo el mundo se afanaba y nadie ganaba gran cosa. Se limitaban a vivir. El remendón aspiraba a algo mejor, mejor al menos que lo que hasta entonces había tenido, o sea, nada. Al principio, durante el período de las frías lluvias de finales de otoño, permaneció recluido en el sector judío; pero, después de la primera nevada sobre la ciudad —aproximadamente al cabo de un mes de su llegada—, empezó a salir de nuevo, en busca de trabajo. Con el saco de las herramientas a cuestas, se arrastró por las calles del Podol y de Plossky, llanos distritos comerciales que se extendían hasta la orilla del río, y subió a los barrios altos de la ciudad, donde el trabajo estaba prohibido a los judíos. Seguía diciéndose que no hacía más que buscar su oportunidad, pero, al hacerlo, sentíase a veces como un espía detrás de las líneas enemigas.

El barrio judío, inalterado desde hacía siglos, bullía de gente y olía mal. Sus únicos artículos eran espirituales; faltaba la prosperidad. Y el remendón, que había abandonado el shtetl, sentía esta falta como una ofensa. Había probado a trabajar para un fabricante de cepillos, un hombre de barba hirsuta que le había prometido enseñarle el oficio. Su salario era un plato de sopa. Había vuelto a su trabajo de remendón y tampoco le había valido de nada: un plato de sopa, en ocasiones. Si se rompía una ventana, la cubrían con trapos y murmuraban una oración. Él se ofrecía a repararla por la comida, y, cuando había realizado su trabajo, le daban las gracias, una bendición y un plato de sopa de fideos. Vivía frugalmente en un cuchitril de techo bajo, en el piso de un ayudante de impresor —Aarón Latke—, y dormía sobre un banco cubierto con un saco de harpillera. El piso estaba lleno de chiquillos y olía a yacijas de plumas; y el remendón, al ver que se le iban los kopeks y no ganaba ninguno, sintió crecer su inquietud. Tenía que ir a un sitio donde pudiera ganarse la vida o cambiar de oficio, o ambas cosas a la vez. Tal vez entre los gentiles tendría mejor suerte; era imposible que fuese peor. Además, ¿qué oportunidades puede tener un hombre que ignora cuáles son estas oportunidades? Tenía que ver mundo. Por consiguiente, salió a hurtadillas del ghetto. Caminando sobre la nieve, se sintió anónimo. Y, en cierto sentido, invisible dentro de su gabán y su gorro rusos: un obrero sin trabajo, como tantos otros. Los rusos se cruzaban con él sin mirarle. Le habían dicho que no tenía aspecto judío, y ahora lo creía. Empezó a remontar la nevada cuesta hacia Kreshchatik, la espaciosa calle principal, preguntando en los quioscos, en las tiendas y en los edificios públicos, encontrando poco que hacer, algún trabajo ocasional, y cobrando en quinientas monedas de cobre. Por la noche, en su cuchitril, con una taza de té caliente entre sus manos enrojecidas, pensaba en volver al shtetl, y era como si pensase en la muerte.

En una ocasión, dijo esto en voz alta y Latke le miró horrorizado y con ojos desorbitados. Era éste un hombre de manos artríticas y padre de ocho hijos medio muertos de hambre. El dolor entorpecía su trabajo, pero no sus sudores.

—Por el amor de Dios, ten paciencia —le dijo—. No careces de inteligencia, y esto es el principio de tu fortuna. Después, como suele decirse, tu vaca parirá.

—Para triunfar, hay que tener suerte. Yo nunca la he tenido.

—Acabas de venir del campo y todavía estás verde. Tienes que tener paciencia hasta que sepas el terreno que pisas.

Y el remendón siguió buscando su fortuna.

Una cruda tarde en que los faroles de gas derramaban una luz verdosa sobre la nieve, Yakov, que avanzaba penosamente por el distrito de Plossky al anochecer, tropezó con un hombre que yacía de bruces sobre la pisoteada nieve. Vaciló un minuto antes de volver hacia arriba el cuerpo del caído, temeroso de verse metido en complicaciones. El hombre era un ruso gordo y calvo, de unos sesenta y cinco años; su gorro de piel había caído sobre la nieve; habían manchas coloradas y azules en su cara, y nieve en su bigote. Rezumaba y olía a alcohol por todos sus poros. El remendón advirtió en seguida el botón blanco y negro que el hombre llevaba prendido en su gabán: el águila bicéfala de las Centurias Negras. «Que se apañe como pueda» pensó. Corrió hasta la esquina, asustado, pero volvió sobre sus pasos. Agarrando al antisemita por los sobacos empezaba a arrastrarle hacia el portal de la casa de enfrente del lugar donde había caído, cuando oyó un grito calle abajo. Una muchacha que llevaba un pañolón verde sobre un vestido del mismo color corría cojeando en su dirección. Al principio, creyó que se trataba de una niña lisiada, pero en seguida vio que era una joven coja de una pierna.

La recién llegada se arrodilló, enjugó la nieve del rostro del hombre, le sacudió y dijo, sofocada:

—¡Levántate, papá! ¡Papá, esto no puede seguir así!

Después, se dirigió a Yakov, mientras se retorcía las manos sobre el pecho, haciendo chascar los nudillos.

—Hice mal en no ir a buscarle —dijo—. Es la segunda vez, en este mes, que se cae en la calle. Cuando bebe en la taberna, se pone imposible. Tenga la bondad de ayudarme a llevarle a casa, señor. Sólo vivimos a unas puertas de aquí.

—Cójale de las piernas —dijo Yakov.

Con ayuda de la joven, medio llevó y medio arrastró al gordo ruso calle arriba, hasta una casa de tres pisos, de ladrillos amarillos y marquesina de hierro forjado sobre el portal. La chica llamó al portero, y, entre éste y el remendón, y con la muchacha cojeando a su espalda, subieron al padre de ésta al amplio y ricamente amueblado primer piso. Allí le depositaron sobre un sofá de cuero del dormitorio, junto a la estufa de azulejos. Un perro pequinés empezó a ladrar y a gruñirle al remendón. La muchacha lo cogió, se lo llevó a otra habitación y regresó en seguida. El perro siguió ladrando estruendosamente al otro lado de la puerta.

Mientras el portero le estaba quitando los mojados zapatos el hombre se movió un poco y gimió.

—Dios sea loado —murmuró al fin.

—Papá —dijo su hija—, debemos darle las gracias a ese hombre por ayudarte después de tu accidente. Te encontró de bruces en la nieve. De no ser por él, te habrías asfixiado.

Su padre abrió unos ojos lacrimosos.

—Dios sea loado —repitió.

Después, se santiguó y empezó a llorar en silencio. Ella se santiguó también y se llevó un pañuelo a los ojos.

Mientras la joven desabrochaba el gabán de su padre, Yakov, después de aspirar profundamente una última bocanada de aire cálido, salió del piso y echó escalera abajo, aliviado de salir de allí.

La muchacha le llamó con voz aguda desde lo alto de la escalera y se apresuró a bajar en su seguimiento, cojeando y agarrándose al pasamano. Tenía un rostro afilado, y ojos escrutadores y hambrientos. Parecía tener unos veinticinco años y era de complexión delicada, torso alargado y cabellos de color de miel, que llevaba sueltos sobre los hombros. No era bonita, pero tampoco vulgar, y, aunque Yakov lamentó su cojera, no pudo dejar de experimentar un momentáneo sentimiento de repulsión.

Ella le preguntó quién era; lo hizo con los ojos bajos, pero los levantó en seguida para mirarle fijamente. Después, los desvió hacia el saco de herramientas que él llevaba sobre el hombro.

Yakov no le dio muchas explicaciones: era forastero y acababa de llegar de provincias. Sólo entonces se le ocurrió quitarse el gorro.

—Tenga la bondad de volver mañana —le dijo ella—. Dice papá que quiere darle las gracias cuando se halle en mejores condiciones, pero yo añadiré francamente que puede esperar algo más que las gracias. Mi padre es Nikolai Maximovich Lebedev, semijubilado (en realidad, se había jubilado, pero tuvo que hacerse cargo de los negocios de su hermano al morir éste), y yo soy Zinaida Nikolaievna. Le ruego que venga mañana, cuando papá esté en sus cabales. Entonces, suele estar de muy buen humor, aunque no tanto como antes de morir mi pobre madre.

Yakov, sin decir su nombre, prometió volver a la mañana siguiente y se alejó.

De vuelta en su cubil del piso de Aarón Latke, se preguntó qué habría querido decir la chica con aquello de «más que las gracias». Sin duda, se había referido a una recompensa, posiblemente un rublo o dos, o cinco, si estaba de suerte. Pero tenía sus dudas sobre si había de volver allá. ¿Podía aceptar una recompensa de manos de un antisemita declarado? Ni por un instante se había sentido a gusto en su compañía, ni en la de la joven. Por consiguiente, lo mejor era no ir, o bien decirle al hombre la clase de persona con quien estaba en deuda, y largarse. Pero ninguna de ambas cosas le satisfacía. Yakov sudó mentalmente, recordando la mirada del borracho del águila bicéfala. Durmió mal y, al despertar, se encontró con que había cambiado de idea. ¿Por qué no aceptar un rublo, dos, si éstos habían de ayudar a un judío a subsistir? ¿Qué mejor servicio cabía esperar de un antisemita?

Recordó un dicho ruso: «El lobo temeroso debe mantenerse fuera del bosque». Pero resolvió ir. Si no se arriesgaba, ¿cómo sabría lo que pasaba en el mundo?

Volvió, pues, a la casa del Plossky, sin sus herramientas, aunque no había podido vestirse decentemente, ni lo hubiera hecho aunque hubiera podido. Zinaida Nikolaievna, vistiendo falda y blusa bordada de campesina, sujetos los cabellos con dos cintas verdes y luciendo un collar de abalorios amarillos, le condujo a la habitación de su padre. Nikolai Maximovich, envuelto en una holgada bata acolchada con cuello de piel, se hallaba sentado a una mesa junto a la encortinada ventana, con un enorme libro abierto delante de él. En la pared, a su espalda, pendía un gran dibujo en forma de árbol, con gruesas ramas negras, en las que unos discos blancos correspondían a los ascendientes de Nicolás II desde Adán. Encima de él, un cuadro con el retrato del zar sentado en compañía del pálido zarevitch. La casa estaba excesivamente caldeada. El perrito mostró los dientes al remendón, y la cocinera tuvo que sacarle de la estancia.

Nikolai Maximovich se levantó despaciosamente. Era un viejo de ojos melancólicos, enrojecidos y orlados de arrugas, y saludó a Yakov con toda naturalidad. El remendón, recordando la insignia de las Centurias Negras, sintió desprecio por él, y un poco por sí mismo. Se le encogió la garganta. Aunque no tembló, pensó que hubiera podido hacerlo.

—Nikolai Maximovich Lebedev —dijo el obeso ruso, tendiéndole su blanda y gordezuela mano.

Una gruesa cadena de oro colgaba sobre su panza, y su camisa aparecía manchada de granos de rapé.

Yakov, después de una breve vacilación, le estrechó la mano y respondió tal como había planeado hacerlo:

—Yakov Ivanovich Dologushev.

Si hubiese dado su verdadero nombre, se habría desvanecido la recompensa. Sin embargo, se sintió avergonzado y sudoroso.

Zinaida Nikolaievna trajinaba con el samovar.

El padre ofreció una silla al remendón.

—Le estoy muy agradecido, Yakov Ivanovich —dijo, sentándose de nuevo—. Resbalé en la nieve. Sin duda, había hielo debajo de ella. Fue usted muy amable al prestarme auxilio. No todos lo habrían hecho. En una ocasión, en circunstancias completamente diferentes…, sólo empecé a beber después de la muerte de mi adorada esposa, mujer de excepcionales cualidades, y Zina puede confirmarle la verdad de lo que digo… En una ocasión, decía, sufrí un desvanecimiento en la calle Fundukieyevsky, frente a un café, y permanecí tendido en el pavimento y con la cabeza abierta durante no sé cuánto tiempo, hasta que alguien, en este caso una mujer que había perdido a su hijo en Port Arthur, se decidió a acudir en mi ayuda. En la actualidad, la gente se preocupa mucho menos de su prójimo que en tiempos pasados. Los sentimientos religiosos han degenerado en todo el mundo, y la amabilidad escasea mucho. Sí, mucho.

Yakov permanecía muy erguido en su silla, esperando que llegase el momento de la recompensa.

Nikolai Maximovich contempló la raída pelliza del remendón. Sacó la cajita del rapé, introdujo una pulgarada en cada ventana de su nariz, se sonó vigorosamente con un gran pañuelo blanco, estornudó dos veces y, después de varios inútiles intentos, logró volver la cajita al bolsillo de su bata.

—Mi hija me ha dicho que ayer llevaba usted un saco de herramientas. ¿A qué se dedica, si puedo preguntarlo?

—A reparaciones de todas clases —respondió Yakov—. Trabajos de carpintería, de pintura, y también arreglo tejados.

—¡Ah, sí! ¿Está empleado en la actualidad?

El remendón, sin pensarlo, dijo que no.

—¿De dónde es usted, si no le importa decirlo? —prosiguió Nikolai Maximovich—. Se lo pregunto porque soy curioso por naturaleza.

—De provincias —respondió Yakov, después de una breve vacilación.

—¡Oh! ¿De veras? Un joven campesino… No es mala cosa, si me permite decirlo. No pueden negarse las virtudes del campo. Yo soy de la región de Kursk. En mi juventud, fui a la siega del heno. ¿Ha venido a Kiev como peregrino?

—No, he venido en busca de trabajo. —Hizo una pausa—. Y, si es posible, de un poco de instrucción.

—Excelente. Se expresa usted bien, aunque con acento provinciano. Pero gramaticalmente bien. ¿Tiene estudios?

«¡Al diablo con tanta pregunta!» —pensó el remendón.

—He leído un poco por mi cuenta.

La muchacha le observaba a través de los párpados entornados.

—¿Suele leer la Sagrada Escritura? —preguntó Nikolai Maximovich—. Apostaría a que sí.

—Conozco los Salmos.

—Magnífico. ¿Has oído, Zina? Los Salmos… Es magnifico. El Antiguo Testamento es admirable: verdadera profecía del advenimiento de Cristo y de nuestra Redención a través de Su muerte. Sin embargo, no puede compararse con la predicación y las parábolas de Nuestro Señor en el Nuevo Testamento. Precisamente ahora estaba releyendo este pasaje. —Nikolai Maximovich miró el libro abierto y leyó en voz alta—: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los Cielos».

Yakov, que había palidecido, asintió con la cabeza.

Nikolai Maximovich tenía los ojos húmedos. Tuvo que sonarse otra vez.

—Siempre llora cuando lee el Sermón de la Montaña —dijo Zinaida Nikolaievna.

—Siempre —asintió Nikolai Maximovich. Y, después de carraspear, siguió leyendo—: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos obtendrán misericordia».

«Misericordia» —pensó el remendón, y le hace llorar.

—«Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los Cielos».

«A ver si llegamos de una vez a la recompensa» —pensó Yakov.

—¡Ah! No puede ser más conmovedor —dijo Nikolai Maximovich, enjugándose de nuevo los ojos—. Tiene usted que saber, Yakov Ivanovich, que, en cierto modo, soy un hombre triste y melancólico, bebedor empedernido. Pero también soy algo más que esto, aunque no hace mucho tiempo prendí fuego a mi ropa mientras fumaba un cigarrillo, al caer una pavesa sobre mi pantalón. Y, si Zina no se hubiese dado prisa en verter una jarra de agua encima de mí, a estas horas sería un cadáver calcinado. Si bebo, es porque soy más sensible que la mayoría, porque siento agudamente las tristezas de la vida. Mi hija puede atestiguarlo.

—Cierto —dijo ella—. Mi padre es sumamente sensible. Cuando nuestro perrito Pasha murió de enfermedad, papá se pasó varias semanas sin poder comer.

—Y, cuando Zina era pequeña, después de su grave enfermedad, lloré todas las noches la desgracia de su pierna tullida.

—Es verdad —dijo ella, con ojos lacrimosos.

—Le explico todo esto para que sepa qué clase de persona soy —dijo Nikolai Maximovich a Yakov—. Zina, ten la bondad de servirnos el té.

Zina trajo el té en una pesada bandeja de plata, que depositó sobre la mesa de mármol; también había dos tarros de mermelada, de melocotón y de frambuesa, panecillos de Viena y mantequilla.

«Es una locura, lo sé —pensó Yakov—. Tomar el té con un goy acaudalado».

Sin embargo, comió ávidamente.

Nikolai Maximovich vertió un poco de leche en su té y comió un panecillo con mantequilla. Comía y tragaba ruidosamente, como si bebiera en vez de comer. Después, sorbió otra vez el caliente contenido de la taza y dejó ésta sobre la mesa, enjugándose los labios con una servilleta de lino.

—Quisiera ofrecerle una modesta recompensa por su oportuna ayuda.

Yakov dejó apresuradamente la taza y se levantó.

—No pido nada, y gracias por el té. Ahora, tengo que marcharme.

—Así hablan los cristianos, pero siéntese, por favor, y escuche lo que tengo que decirle. Zina, llena la taza de Yakov Ivanovich y unta su panecillo con mantequilla y mermelada. Lo que tengo que decirle, Yakov Ivanovich, es lo siguiente: tengo un departamento vacío en el piso de arriba. Ha sido desalojado hace poco, pues los inquilinos no eran como debían. Cuatro hermosas habitaciones que tienen que ser pintadas y empapeladas de nuevo. Si quiere usted encargarse de esta tarea, le pagaré cuarenta rublos, que es más de lo que daría en otra ocasión, puesto que pongo la pintura y los otro materiales. Pero, en este caso, concurren circunstancias especiales. Naturalmente, quiero mostrarle mi gratitud, pero ¿no preferiría usted trabajar a que le diese algunas monedas de plata? ¿Tiene valor el dinero que se consigue sin esfuerzo? Ofrecer trabajo equivale a reconocer el mérito de aquél a quien se ofrece. A pesar de que me hizo usted el mayor de los favores, pues, como dice Zina, podría haberme ahogado en la nieve, ¿no es mi oferta de trabajo mejor recompensa que un simple pago en dinero? —Miró gravemente a Yakov—. ¿Acepta usted?

—Habida cuenta de sus razones, sí —dijo Yakov.

Se levantó rápidamente, dijo que tenía que marcharse y, después de tropezar con un armario, salió apresuradamente de la casa.

Aunque le preocupaba meterse en aquello, y aunque aquella noche cambió de idea cada media hora, mientras yacía despierto e inquieto en la cama, a la mañana siguiente volvió a casa de Nikolai Maximovich. Volvió por la misma razón que le había impulsado a ir la primera vez: recoger su recompensa. En este caso, la recompensa era lo que iba a ganar con su trabajo. ¿Podía permitirse el lujo de rechazar cuarenta rublos, que era una suma enorme? Por consiguiente, ¿por qué había de preocuparse? Sólo se trataba de ir allá, hacer rápidamente su trabajo, cobrar el dinero y, una vez éste en su bolsillo, largarse para siempre y olvidarlo. «A fin de cuentas, sólo es un trabajo; no voy a vender mi alma. Cuando haya terminado, me lavaré las manos y me iré con la música a otra parte. Y no son mala gente. La muchacha es franca y honrada a su manera, y, en lo tocante al viejo, tal vez lo juzgué mal. ¿A cuántos paganos he conocido en mi vida? Quizás alguien clavó aquella insignia de las Centurias Negras en su corbata cuando él estaba borracho en la taberna. Pero, si la insignia es suya de verdad, me gustaría preguntarle por las buenas: Nikolai Maximovich, ¿tendría usted la bondad de explicarme cómo es capaz de llorar por un perro muerto y pertenecer a una sociedad de fanáticos que predica la muerte de los seres humanos, cuando concurre en éstos la circunstancia de que son judíos? Explíqueme la razón. Y a ver qué me respondía».

También temía el remendón que, cuando se presentase a trabajar, pues no dejaba de ser un trabajo además de una «recompensa», le pidiesen que mostrara su pasaporte, documento en el que constaba: «Religión: Judaica», que revelaría inmediatamente a Nikolai Maximovich aquello que él había pretendido ocultarle. Se mordió los labios, reflexionando en esto, pero resolvió que, si le pedían el pasaporte, diría que lo tenía la Policía del Podol; y si Nikolai Maximovich seguía insistiendo en verlo, entonces, habría llegado el momento de salir a escape para evitar mayores riesgos. Era, por consiguiente, como un juego de azar; pero, si no quería arriesgarse, tendría que tirar las cartas. Pensó que el ruso estaría demasiado ebrio para pedirle el pasaporte, aunque la ley lo exigiese así. Además, se trataba de una recompensa, y esto podía ser también motivo de que no lo hiciese. Ahora, casi se arrepentía de no haber declarado en seguida que era judío de nacimiento. Quizás habría perdido su recompensa, pero no habría tenido de qué avergonzarse. Si uno empieza a ocultarse, cada vez tiene que esconderse más.

Hizo un buen trabajo en el piso: rascó el papel de las paredes y la pintura del techo; llenó los huecos con yeso y revistió aquél de una buena lechada de cal, y empapeló los muros limpiamente, aunque no tenía mucha experiencia en esto: en el shtetl, sólo Viskover, el Nogid, se permitía estos lujos. Yakov trabajaba durante todo el día y hasta bien entrada la noche, a la luz amarilla de una lámpara de gas, a fin de terminar cuanto antes, cobrar sus rublos y desaparecer. El amo de la casa subía todas las mañanas, deteniéndose de cuando en cuando en la escalera para cobrar aliento, a fin de ver cómo iba el trabajo, y siempre se mostraba profundamente satisfecho. Por las tardes, sacaba su botella de vodka, en la que había introducido mondaduras de naranja, y, al ponerse el sol, estaba ya como una cuba. Zina que no se dejaba ver durante todo el día, le enviaba a la cocinera Lidia con su piscolabis a la hora del almuerzo: pastel de pescado, un tazón de borscht o unas empanadillas de carne, todo ello tan exquisito que el remendón habría sido capaz de hacer su trabajo sólo por la comida.

Un noche, Zina subió cojeando la escalera y se mostró sorprendida de que él trabajase hasta tan tarde. Le preguntó si no había comido desde la hora del almuerzo. Al responderle él que no tenía apetito, le invitó, riendo nerviosamente, a cenar con ella, puesto que su papá se había retirado a descansar y a ella le gustaba comer acompañada. El remendón, sorprendido por esta invitación, pidió a Zina que le excusara. Todavía le quedaba mucho que hacer, explicó, y, además, iba mal vestido. Zina replicó diciendo que esto no tenía importancia.

—La ropa puede quitarse en un minuto, Yakov Ivanovich. Y, en todo caso, no influye en el carácter del hombre. Éste es amable o no lo es, con ropa o sin ella. Además, no me gustan los cumplidos excesivos.

Él le dio las gracias, pero insistió en que su trabajo no admitía dilaciones. Todavía le quedaban por hacer un par de habitaciones. La noche siguiente, ella subió de nuevo y, con cierta agitación, confesó que se sentía muy sola; por tanto, comieron juntos en la cocina del piso de abajo, Zina había despedido a Lidia y no paró de hablar en toda la comida. Sobre todo de su infancia, del colegio de señoritas donde había estudiado, y de las diversiones de Kiev en la estación estival.

—Los días son largos y calurosos, pero las noches son lánguidas y brilla en ellas la luna. La gente toma el fresco en los jardines, y algunos salen de paseo por los parques, beben kvass y limonada, y escuchan música sinfónica. ¿Ha oído usted Pagliacci, Yakov Ivanovich? Creo que le gustaría el Parque Marinski.

Él dijo que los parques le tenían sin cuidado.

—En primavera se celebra la Feria. Es muy interesante. O, si prefiere usted el cinematógrafo, hay uno en el Kreshchatik.

Le brillaban los ojos mientras hablaba; pero, cuando él la miraba, los desviaba en el acto. Cuando hubieron comido, el remendón, a quien la charla había puesto un poco nervioso, dijo que tenía que volver al trabajo; pero Zina le siguió para ver cómo pegaba el papel que ella había elegido, un papel con ramos de rosas azules. Ella se sentó en una silla que había traído de la cocina, cruzó las piernas —la sana sobre la lisiada— y empezó a comer pipas de girasol, balanceando rítmicamente la pierna mientras observaba el trabajo del hombre.

Después, encendió un cigarrillo y se puso a fumar torpemente.

—No puedo tratarle como a un trabajador corriente, Yakov Ivanovich, por la sencilla razón de que no lo es usted. Al menos, no lo es para mí. En realidad, es usted un invitado que se ha puesto a trabajar, debido a las rarezas de papá. ¿Comprende lo que quiero decir?

—Si no se trabaja, no se come.

—Cierto. Pero usted es más inteligente, e incluso más apuesto, e indudablemente más delicado… por favor, no menee la cabeza…, que el artesano ruso corriente. No puede usted imaginarse lo desagradables que pueden llegar a ser. En particular, los ucranianos. Y por esto tememos hacer reparaciones o mejoras en la casa. No, no lo niegue. Cualquiera puede ver que es usted diferente. Le dijo a papá que cree en la necesidad de la instrucción y que le gustaría mejorar la suya. Le oí cuando lo decía, y lo aprobé con entusiasmo. También a mí me gusta leer, y no sólo novelas. Estoy segura de que encontrará buenas oportunidades en el futuro y de que, si sabe aprovecharlas, algún día llegará a ser tan rico como papá.

Yakov siguió empapelando la habitación.

—El pobre papá sufre horriblemente de melancolía. Al llegar la tarde, se emborracha por completo, y pierde el apetito para cenar. Generalmente, se queda dormido en su sillón. Lidia le quita los zapatos, y, con la ayuda de Alexei, le acostamos. Por la noche, se despierta y reza sus oraciones. A veces, se desnuda y, por la mañana, no hay quien encuentre su ropa. Una vez, metió los calcetines debajo de la alfombra, y encontré sus calzoncillos, completamente mojados, en el retrete. En general, no se despierta hasta el mediodía. Naturalmente, resulta bastante pesado para mí, pero no puedo quejarme, porque papá ha tenido una vida muy difícil. Y no hay nadie que me haga compañía en cuanto ha anochecido, salvo Lidia y, en ocasiones, Alexei, cuando éste tiene que arreglar algo. Pero ambos son bastante tontos. Alexei duerme en el sótano, y Lidia tiene una pequeña habitación en la parte de atrás del piso, junto a la terraza y más allá del dormitorio de papá. Y, como prefiero leer a verla andar arriba y abajo, hago que se acueste temprano. A veces, me gusta esta impresión de ser la única persona de la casa que permanece levantada por la noche. Me da una sensación de intimidad. Enciendo el samovar, leo, escribo cartas a las viejas amigas y hago labor de punto. Papá dice que mis encajes son estupendos. Le maravilla la complicación de sus dibujos. Pero, la mayoría de las veces —suspiró—, y si he de serle sincera, me siento muy sola.

Chupó desconsoladamente una pipa de girasol y, a continuación, declaró que, a pesar de aquella enfermedad de su niñez que la había dejado lisiada, había gustado siempre a los del otro sexo y había tenido más de un admirador.

—No lo digo por alabarme, ni quisiera parecer desvergonzada. Sólo lo digo para que no crea que me he visto privada de las experiencias normales de la vida. De ninguna manera. Tengo una figura muy atractiva, y muchos hombres se han fijado en mí, sobre todo cuando me he vestido de etiqueta. Una vez, en un restaurante, un hombre me miró con tanta insistencia que papá se levantó y fue a pedirle una explicación. El hombre se excusó humildemente, y, aunque le cueste creerlo, Yakov Ivanovich, cuando llegué a casa, me eché a llorar.

Desde luego, prosiguió diciendo Zina, muchos caballeros la habían pretendido, aunque, desgraciadamente, no siempre eran los más delicados y distinguidos, cosa que también les había ocurrido a algunas de sus amigas. Los hombres sensibles y formales abundaban poco, aunque podían encontrarse en todas las clases sociales, y no sólo entre la aristocracia.

Él la escuchaba con un oído, consciente de que ella observaba todos sus movimientos. «¿Por qué se toma todo ese trabajo? —se preguntó—. ¿Qué puede ver en un hombre como yo, cuyas cualidades son todas negativas, si no estoy equivocado? Soy mal conversador en ruso, pues esta lengua me cae pesada. Y, si pronunciara la palabra “judío”, echaría a correr en seis direcciones a la vez».

Sin embargo, la joven empezaba a meterse en su cabeza. Llevaba mucho tiempo sin tocar a una mujer y se preguntaba qué tal le sentaría acostarse con ella. Jamás había dormido con una rusa, aunque Haskel Dambo lo había hecho con una campesina y había dicho que era igual hacerlo con una rusa que con una judía. En cuanto a la pierna lisiada, pensó Yakov, tenía poca importancia.

Aquella noche, acabó de empapelar la cuarta habitación y sólo le quedó el arreglo de las puertas. Dos días más tarde, cuando sólo le faltaba dar los toques finales, Nikolai Maximovich subió la escalera a trompicones, para inspeccionar el piso. Recorrió las diversas habitaciones, pasó los dedos por el papel y contempló los techos.

—¡Estupendo! —dijo—. Verdaderamente estupendo. Un trabajo hecho a conciencia, Yakov Ivanovich. Le felicito.

Al cabo de un rato añadió, como si se le hubiera ocurrido de repente:

—Le ruego que me disculpe por preguntárselo, pero ¿cuáles son sus ideas políticas? Supongo que no será socialista. Se lo pregunto confidencialmente, sin la menor intención de entremeterme y, menos aún, de censurarle. En una palabra, se lo pregunto porque me interesa su porvenir.

—No soy político —respondió Yakov—. La política está en todas partes, pero no se ha hecho para mí. No se aviene con mi carácter.

—¡Magnífico! A mí me ocurre lo mismo, y creo que he salido ganando con ello. No crea usted, Yakov Ivanovich, que vaya a olvidar la calidad de su trabajo. Si le interesara seguir trabajando para mí, aunque en otra y, si puedo expresarme así, más elevada labor, me complacerá mucho tomarle a mi servicio. Lo cierto es que poseo una pequeña fábrica de ladrillos no muy lejos de aquí, en el vecino distrito. La heredé de mi hermano mayor, un viejo solterón que pasó a mejor vida hace medio año, después de padecer una enfermedad incurable. Traté de vender la fábrica, pero las ofertas fueron tan mezquinas que, a pesar de no tener mucha afición ni, en mi estado actual, mucha cabeza para los negocios, la conservé, aunque, debo confesarlo, no me resulta muy provechosa. Mi capataz Proshko lleva la dirección; es un técnico excelente, pero, por lo demás, muy ignorante, y, dicho en confianza, los conductores que trabajan a sus órdenes no dan cuentas muy claras de los ladrillos que salen de la fábrica. Yo quisiera tenerle a usted como una especie de inspector, para llevar las cuentas y, en general, velar por mis intereses. Mi hermano conocía todas las fases de las operaciones, pero, a mí, los ladrillos me agotan la paciencia.

Yakov, aunque había escuchado con gran interés la proposición, confesó su falta de experiencia en los negocios.

—Ignoro por completo la contabilidad —dijo.

—Dando por supuesta la honradez, los negocios sólo requieren sentido común —dijo Nikolai Maximovich—. Lo que tenga que aprender, lo aprenderá usted con la práctica. Yo suelo ir a la fábrica un par de días a la semana, y me paso una hora allí. Trataré de informarle de lo que usted no sepa, aunque confieso francamente que mis conocimientos son muy limitados. No me diga nada, Yakov Ivanovich. Mi hija, cuyo criterio en estos asuntos me inspira plena confianza, tiene muy buena opinión de sus méritos, y le aseguro que yo la comparto por entero. Le considera hombre serio y de gran sensatez, y yo confío en que, una vez dominados los rudimentos del negocio, realizará un trabajo sumamente eficaz. Durante el período de su… llamémoslo aprendizaje, le pagaré cuarenta y cinco rublos al mes. Espero que le parecerá satisfactorio. Pero debo decirle que aún tendrá otra ventaja, no sólo en su beneficio, sino también en el mío. Mi hermano convirtió una parte de las dependencias anejas a la fábrica en cómoda y abrigada vivienda, y, si acepta usted mi ofrecimiento, podrá vivir allí sin pagar alquiler.

Los cuarenta y cinco rublos emocionaron y tentaron al remendón.

—¿Y cuál es la función de un inspector? Disculpe la pregunta, pero yo no soy hombre de mundo.

—La mundanalidad es vanidad, y a mí no me satisface. El inspector cuida de que los negocios de la empresa lleguen a buen fin. Nosotros fabricamos unos dos mil ladrillos cada día, aunque antaño fabricábamos muchos más. Producimos otro millar durante la temporada en que la construcción es más activa, y algo menos en esta época del año. Últimamente, la cifra ha menguado todavía más, aunque tenemos una contrata del Concejo Municipal de Kiev para varios millares de ladrillos. El propio zar ordenó ciertas mejoras ciudadanas que deben realizarse antes del Jubileo Romanov, y el Municipio está arrancando los pisos de madera y construyendo aceras de ladrillo a lo largo de calles enteras, aunque, naturalmente, estas obras sólo se efectúan cuando el tiempo lo permite y nunca bajo las nevadas invernales. También tenemos un pequeño encargo de ladrillos para la restauración de ciertas fortificaciones a orillas del Dniéper. Sí, usted debería registrar los pedidos y, desde luego, llevar una cuenta exacta de los ladrillos que se fabrican y de los que salen de la fábrica. Los números se los daría Proshko, pero usted debería cuidar de comprobarlos. También debería cursar las facturas y anotar los pagos en los libros. Una o dos veces por semana, me entregaría los giros y el dinero, conservándolos entretanto en la caja fuerte. Proshko continuaría, desde luego, con la dirección técnica, pero haciendo todos los pedidos por medio de usted. También cuidaría usted de la nómina y de pagar a los obreros a fin de mes.

Aunque poco seguro de sí mismo y asaltado por toda suerte de temores, Yakov pensó que ésta podía ser su gran oportunidad. Después de unos cuantos meses de experiencia en este trabajo, tal vez se le presentarían otras ocasiones.

—Lo pensaré con el mayor interés —dijo.

Pero, antes de que Nikolai Maximovich hubiese empezado a bajar la escalera, había resuelto ya aceptar.

El dueño de la casa volvió con una botella de vodka, para celebrar el trato. Yakov bebió un par de copas y se esfumaron sus inquietudes. Esto era el prólogo de un futuro mejor, se dijo. Durmió un rato, tumbado en el suelo, y acabó después la pintura de las puertas, sintiéndose de nuevo inquieto.

Caía la noche. Después de limpiar y barrer el suelo, de lavar las brochas con trementina y de lavarse él mismo, oyó que Zina subía cojeando la escalera. La joven llevaba un vestido de seda azul, el cabello recogido y sujeto con una cinta blanca, y ligeramente coloreados los labios y las mejillas. Invitó a Yakov a cenar una vez más con ella.

—Para celebrar la terminación de su espléndido trabajo y, sobre todo, sus futuras relaciones con papá, aunque éste se ha retirado a descansar y estaremos solos.

Él apeló a las excusas de siempre; incluso se sentía un poco irritado por la invitación y tenía ganas de escapar; pero ella no quiso atender a nada.

—Vamos, Yakov Ivanovich, que no todo es trabajo en la vida.

Esto era una novedad para él. «A fin de cuentas —pensó—, he terminado mi trabajo aquí, y no volveré a verla. ¿Qué hay de malo en una despedida?».

Zina había preparado un banquete sobre la mesa de la cocina; incluso había manjares que él no había visto jamás. Pepinos rellenos, arenques frescos del Danubio, gordas salchichas, esturión en escabeche con setas, carnes de varias clases, vino, pasteles y cherry brandy. El remendón, abrumado por tanta abundancia, se sintió un poco cohibido al principio. Cuando se está acostumbrado a carecer de todo, lo excesivo causa espanto. Pero pronto descartó sus temores y comió ávidamente de aquellos manjares que no había gustado jamás. Sorbió el vino rojo, acompañándolo con deliciosos pedazos de pan blanco.

Zina, campechana y feliz, y más atractiva que nunca, picaba ora un dulce, ora una chuchería cargada de especias, y llenaba a menudo el vaso de su invitado. Tenía arrebolado el afilado rostro, hablaba de sí misma y se reía sin motivo. Aunque él trataba de imaginársela como una posible amiga, seguía pareciéndole una extraña. Incluso él mismo se sentía extraño. En una ocasión, al contemplar el blanco mantel, pensó en Raisl, pero en seguida la alejó de su mente. Terminó su yantar —jamás en la vida había comido tanto— con un par de copas de brandy, y sólo entonces empezó a disfrutar de veras de la «fiesta».

Cuando levantó la mesa, Zina tenía la respiración un poco ronca. Trajo una guitarra, la pulsó y, con voz aguda y delicada, cantó «¡Ay, qué pesada es mi carga!». Era una canción triste que llenó a Yakov de suave melancolía.

Éste había pensado en levantarse y marcharse de allí, pero se estaba caliente en la cocina y era agradable permanecer sentado y escuchando la guitarra. Después, ella cantó Vamos, vamos, ángel mío, acércate y bailemos. Y, cuando dejó la guitarra, Zina le miró como nunca le había mirado hasta entonces. Yakov comprendió al momento lo que pasaba. La excitación y los presagios se fundieron en un solo sentimiento. «No —pensó—, es una mujer rusa. Si se acostase conmigo y descubriese quién soy, sería capaz de suicidarse». Pero, después, pensó que no siempre era así, que había mujeres a quienes no les importaba. En cuanto a él, estaba dispuesto a pasar por lo que hubiese de pasar. Pero dejándole a ella la iniciativa.

—Yakov Ivanovich —se llenó otro vaso de vino y lo apuró de un trago—, ¿cree usted en el amor romántico? Se lo pregunto porque me parece que se guarda usted de él.

—Tanto si me guardo como si no, es cosa que no siento con facilidad.

—Estoy completamente de acuerdo en que no conviene sentirlo con facilidad —dijo Zina—, pero también creo que los que se toman la vida en serio, tal vez demasiado en serio, responden con lentitud a ciertos cambios en el clima sentimental. Quiero decir, Yakov Ivanovich, que, si uno es demasiado tímido, o si se resiste a creer que tiene derecho a la buena suerte, se expone a que el amor se desvanezca como una nube en un cielo ventoso.

—Es posible —dijo él.

—¿Me ama usted… un poquitín, Yakov Ivanovich? —preguntó ella, velozmente—. En ocasiones, he observado que me miraba como si fuera así. Por ejemplo, hace unos minutos, me dirigió una deliciosa sonrisa que hizo mella en mi corazón. Me atrevo a preguntárselo, porque es usted muy modesto y se da cuenta, quizá demasiada cuenta, de que pertenecemos a clases diferentes, aunque, como personas, tenemos muchos puntos de contacto.

—No —dijo él—, no puedo decir que la ame.

Zina enrojeció. Pestañeó. Al cabo de un largo minuto, suspiró y dijo, bajando un poco la voz:

—Entonces, ¿le resulto simpática?

—Sí, ha sido usted muy amable conmigo.

—También usted me es simpático, de veras. Creo que es usted una persona seria e instruida.

—No, soy bastante ignorante.

Ella se sirvió un poco de cherry brandy, tomó un sorbo y dejó la copa sobre la mesa.

—Oh, Yakov Ivanovich, prescinda un momento de su seriedad y béseme. Atrévase a besarme.

Se levantaron y se besaron. Ella le estrechó en sus brazos, apretándose contra él. Por un momento, Yakov sintió angustia y piedad por ella.

—¿Quiere que nos quedemos aquí —murmuró Zina, respirando agitadamente— o prefiere que vayamos a mi habitación? Ha visto la de papá, pero todavía no ha visto la mía.

Le miraba fijamente a la cara, oscurecidos los verdes ojos, tenso el cuerpo, aferrada a él. Ahora pensó Yakov que parecía mayor, tal vez veintiocho o veintinueve años, y que estaba acostumbrada a hacer su voluntad.

—Lo que usted diga.

—Y usted, ¿qué dice, Yakov Ivanovich?

—Zinaida Nikolaievna —dijo él—, perdone que le haga esta pregunta, pero no quiero cometer un grave error. He cometido muchos y de muchas clases, pero hay algunos en los que no quisiera incurrir. Si es usted pura —dijo torpemente—, haríamos bien en no seguir adelante. Lo digo por el respeto que siento por usted.

Zina enrojeció; después, se encogió de hombros y dijo francamente:

—Soy tan pura como la mayoría de las mujeres, ni más, ni menos. En este aspecto, no tiene por qué preocuparse. —Después, rió con altivez y dijo—: Veo que es usted muy anticuado, y esto me gusta, aunque no puedo decir que su pregunta fuese muy discreta.

—Si le he hecho una, ¿por qué no puedo hacerle otra? ¿Y su padre? Quiero decir, ¿hay peligro de que se entere, si vamos a su habitación?

—Sería la primera vez —dijo ella.

Él se sintió momentáneamente sorprendido por la respuesta, y, después, la aceptó sin hacer más preguntas. ¿Por qué luchar contra los hechos?

Recorrieron en silencio el pasillo; Zina, cojeando. Yakov, de puntillas, hasta el perfumado dormitorio de ella. El pequinés, que estaba encima de la cama, miró al remendón y bostezó. Zina lo cogió y fue a encerrarlo en la cocina.

Había en la habitación numerosas mesitas colmadas de chucherías, y, en las paredes, cuadros de muchachas tocadas con pañuelos. Unas plumas de pavo real salían de detrás del marco de un espejo.

En un rincón de la estancia, pendía un icono de la Santa Virgen, con una roja lamparilla de aceite encendida a sus pies.

”¿Debo marcharme o quedarme? —pensó Yakov—. Bien mirado, llevo una larga temporada de abstinencia. Por algo soy un hombre. ¿Qué dice el Hasidim? «No te escondas de tu propia carne». Por otra parte, ¿qué significa esto para mí? A mi edad, no es nada nuevo. No significa nada.

Cuando ella volvió, Yakov estaba sentado en la cama. Se había quitado la camisa y la camiseta.

Yakov observó inquieto a Zina, la cual, después de descalzarse, se arrodilló ante el icono, se santiguó y rezó unos momentos.

—¿Es usted creyente? —preguntó ella.

—No.

—Lo siento, Yakov Ivanovich —suspiró Zina.

Después, se levantó y le pidió que pasara al lavabo para desnudarse, mientras ella lo hacía en la habitación.

«Será por la pierna —pensó él—. Cuando yo vuelva, estará ya acostada. Lo prefiero así».

Acabó de desnudarse en el lavabo. Sus manos aún olían a pintura y trementina, y se las lavó dos veces con la rosada y perfumada pastilla de jabón. Después, las olió de nuevo, y ahora apestaban a perfume. «Tal vez voy a hacer un disparate —pensó—. Pero lo haré».

Se contempló desnudo en el espejo y se sintió inquieto al principio, y asqueado después, por lo que se disponía a hacer.

Las cosas andan ya bastante mal, ¿por qué empeorarlas todavía más? «Esto no se ha hecho para mí; no soy de esta clase, y, cuanto antes se lo diga, tanto mejor». Entró en el dormitorio, con su ropa en la mano.

Zina se había trenzado los cabellos. Estaba desnuda, erguido el pecho, y se lavaba con una esponja a la luz del gas. Él vio que le corría un hilito de sangre brillante por la pierna lisiada y exclamó, estupefacto:

—¡Tiene usted eso!

—¡Me ha asustado…, Yakov! —Se cubrió con la húmeda toalla—. Pensé que esperaría a que le llamase.

—Ignoraba su estado. Perdóneme, pero no tenía la menor idea. Usted no me lo advirtió, aunque ya comprendo que es algo muy personal.

—Supongo que sabrá que así no hay ningún peligro —dijo Zina—. Y, además, no es ningún inconveniente. La hemorragia cesará en cuanto empecemos.

—Discúlpeme. Algunos pueden hacerlo, pero yo no.

Pensaba en la modestia de su esposa durante el período e incluso después, por mientras no se hubiera bañado. Por lo visto, esto no rezaba para Zina.

—Discúlpeme, pero voy a marcharme.

—Me siento muy sola, Yakov Ivanovich —exclamó ella—. ¡Tenga un poco de compasión!

Pero él había empezado ya a vestirse y, al cabo de un momento, se marchó.

3

Una noche de aquel crudo invierno, en la fría oscuridad de las cuatro de la madrugada, y después de que los carreteros Serdiuk y Richter sacaran dos yuntas del establo —dejando en éste otros seis caballos—, Yakov, que había oído el apagado rumor de sus pisadas sobre las losas cubiertas de nieve, saltó rápidamente de la cama, encendió un cabo de vela y se apresuró a vestirse. Bajó por la escalera exterior que daba sobre el establo y se deslizó a lo largo de la valla, dejando los hornos atrás y llegando al cobertizo donde se enfriaban los ladrillos. Inmóvil en la fría y húmeda noche, observó a los carreteros y a sus ayudantes, envueltos en el vaho de sus propias pellizas y de los flancos de los caballos, mientras cargaban las largas carretas cubiertas de paja de grandes y amarillos ladrillos. El trabajo era lento: uno de los ayudantes arrojaba un ladrillo a otro mozo, el cual lo arrojaba, a su vez, al carretero, y éste lo colocaba en su sitio. Después de un rato que le pareció interminable, plantado en la oscuridad, soplándose las manos y pataleando sin ruido para combatir el frío de los pies, Yakov había contado trescientos cuarenta ladrillos en uno de los carros, y cuatrocientos tres en el otro. Otras tres carretas quedaron sin cargar. Pero, por la mañana, cuando Proshko, el capataz, se presentó con el albarán de entrega en el atestado escritorio de bajo techo donde se sentaba Yakov detrás de una mesa llena de legajos hasta entonces inútiles, éste observó que los números garrapateados en la rasgada hoja de papel sumaban un total de seiscientos diez ladrillos, en vez de los setecientos cuarenta y tres que habían salido de la fábrica, y apretó los dientes, enfurecido, ante un robo tan descarado.

Aunque Yakov ansiaba desesperadamente trabajar, había aceptado la oferta de Nikolai Maximovich a regañadientes, y en el último momento había tratado de echarse atrás con verdadero pánico, al enterarse de que el Lukianovsky, donde estaba emplazada la fábrica —cerca de un cementerio, con unas cuantas casas y unos pocos árboles desperdigados a su alrededor y más allá, aunque se espesaban a lo lejos, a una media versta del terreno cubierto de lápidas— y donde él tendría que vivir, era un barrio donde estaba prohibida la residencia a los judíos. Entonces, le había dicho al amo de la fábrica que no podía aceptar el trabajo, porque dudaba mucho de poder realizarlo como era debido. Pero Nikolai Maximovich había rebatido sus objeciones, aconsejándole que lo pensara bien.

—Tonterías —le dijo—. Lo hará usted mejor de lo que se imagina. Tiene que aprender a confiar en sus aptitudes naturales, Yakov Ivanovich. Sólo tiene que seguir el método de contabilidad de mi hermano, un método primitivo pero eficaz, y lo dominará en poco tiempo.

No obstante, un poco intrigado por la resistencia del otro, elevó su oferta con otros tres rublos mensuales, y Yakov, que sólo deseaba poder aceptar, le indicó que le convendría más seguir viviendo en el Podol —aunque se calló el lugar de su residencia en el distrito— y acudir al trabajo por la mañana temprano. El trayecto era corto, y tendría que hacerlo a pie, ya que el tranvía que tenía su parada cerca de la fábrica no circulaba después de anochecido.

—Desgraciadamente, no me serviría de mucho si viviese en el Podol —dijo Nikolai Maximovich.

Estaban hablando en la fábrica, un día nuboso de finales de enero —un sudario de humo negro flotaba sobre los hornos—, y Nikolai Maximovich seguía llevando la insignia de las Centurias Negras. Yakov, mientras le hablaba —sabía que, si miraba la insignia, no podría separar los ojos de ella—, procuraba tener la vista apartada del siniestro e inquietante botón.

—Lo que más me preocupa no es lo que ocurra aquí durante el día —siguió diciendo el antisemita—, aunque le aseguro que también me preocupa bastante. Pero mi mayor motivo de inquietud es lo que pasa a primeras horas de la mañana, al ser cargados los carros para los primeros envíos. La luz del día no agrada al ladrón. Prefiere, para su sucio trabajo, aprovechar la oscuridad, cuando los fantasmas andan sueltos y la gente honrada duerme en su cama. Mi malogrado hermano, que no respetaba el sueño (y hay que respetarlo, si uno quiere que el sueño le respete), se plantaba aquí a las tres de la mañana, tanto si el tiempo era bueno como si era malo, para inspeccionar la carga de todas las carretas. No le pido que haga usted lo mismo, Yakov Ivanovich. Semejante abnegación en cuestiones de negocio es puro fanatismo, y estoy convencido de que, en este caso, precipitó la muerte de mi hermano —Nikolai Maximovich cerró los ojos y se santiguó—. Pero, si estuviera usted allí vigilándoles a primera hora de la mañana, y se presentara también sin previo aviso durante otras cargas, contando en voz alta y aproximadamente el número de ladrillos de cada remesa, posiblemente se sentirían inclinados a no exagerar la nota. Sé que algo me robarán, pues son seres humanos, pero es necesario poner un límite a la actividad de los ladrones. Si el negocio se hundiese, no podría obtener un precio razonable de la fábrica.

—¿Y cómo lo roban? —preguntó el remendón.

—Sospecho de los carreteros y del control o la complicidad de Proshko. Sacan más de lo que anotan.

—Entonces, ¿por qué no le despide?

—Esto es más fácil de decir que de hacer, mi querido joven. Si despidiese a Proshko, tendría que cerrar la fábrica. Es un excelente técnico, uno de los mejores, solía decir mi hermano. Confieso que no pretendo sorprenderle con las manos en la masa. Como hombre religioso que soy, lo único que quiero es evitar que robe. ¿No cree que es lo más sensato y lo más caritativo? Hagamos las cosas tal como le he propuesto. Ocupe la habitación de encima del establo, Yakov Ivanovich. No tendrá que pagar un solo kopek de alquiler.

Como no había mencionado la documentación —el pasaporte, necesario para emplearse, y el certificado de residencia—, Yakov decidió arriesgarse y aceptó el empleo con recelo. Hubo un momento en que pensó, una vez más, en declarar su condición de judío, en decirle en voz baja a Nikolai Maximovich: «Bueno, creo que debe conocer la verdadera situación. Dice que le gusto y sabe que trabajo honradamente y no malgasto el tiempo de quien me paga. Entonces, tal vez no le sorprenda saber que nací judío y que, por esta razón, no puedo vivir en este distrito». Pero esto era imposible. Aun suponiendo —fantástica suposición— que Nikolai Maximovich, con su insignia del águila bicéfala y todo lo demás, hubiese hecho caso omiso de su confesión atendiendo a su propio interés, el barrio Lukianovsky habría continuado cerrado para los judíos, con raras excepciones, y habría persistido el peligro del pobre remendón, en caso de ser descubierto. Todo era demasiado complicado. Durante la primera semana, estuvo muchas veces a punto de largarse y huir de aquel lugar; pero se quedó, porque Aarón Latke le había dicho que cierta imprenta del Podol confeccionaba documentos falsos de varias clases para presuntos compradores, los vendía a un precio no excesivo, y, aunque la idea de adquirir tales papeles le hacía sudar de angustia, decidió no echarla en olvido.

Cuando Proshko le llevó el albarán de entrega, el día en que Yakov había espiado la carga de los carros, y vio éste la cifra falsa en el papel, le palpitó el corazón con fuerza, pero le dijo al capataz que Nikolai Maximovich le había ordenado que estuviera presente durante la carga nocturna de las carretas y que, dada la responsabilidad que le había sido impuesta, así lo haría de hoy en adelante. Proshko, hombre corpulento, orejudo y barbudo, que llevaba botas de goma manchadas de arcilla y un largo y sucio delantal de cuero, miró al remendón con ojillos penetrantes.

—¿Qué se imagina que pasa en los carros por la noche? ¿Se figura que los carreteros se juerguean en ellos?

—Pasará lo que pase —dijo Yakov, nervioso—, pero lo cierto es que el número de ladrillos que se cargaron anoche no concuerda con la cifra consignada en su albarán, si me permite decirlo.

Inmediatamente, lamentó no haberlo dicho de otra manera. Pero ¿qué otros términos podían emplearse con un ladrón?

—¿Cómo sabe usted los ladrillos que se cargaron?

—Porque, anoche, estuve cerca del cobertizo, contándolos, de acuerdo con las órdenes que me había dado Nikolai Maximovich. En otras palabras, hice lo que él me dijo que hiciera.

Le temblaba la voz de emoción, como si los ladrillos hubiesen sido de su propiedad y no de la de un ruso antisemita.

—Entonces, se equivocó al contar —dijo Proshko—. Ésta es la cantidad que se cargó —añadió, golpeando el papel con uno de sus gruesos dedos—. Tenga en cuenta, amigo, que, cuando un perro mete la nariz en un montón de mierda, suele sacarla sucia. Y usted tiene la nariz muy larga, Dologushev. Si no lo cree, mírese al espejo. Un hombre con una nariz así debería vigilar muy bien dónde la mete.

Salió del barracón, pero volvió por la tarde.

—¿Y sus documentos? —preguntó—. ¿Los ha registrado ya? Si no lo ha hecho aún, démelos y los haré sellar por la Policía del distrito.

—Se lo agradezco mucho —dijo Yakov—, pero ya está hecho. Nikolai Maximovich se encargó personalmente de ello. No hace falta que se moleste.

—Dígame, Dologushev —preguntó Proshko— ¿por qué habla usted el ruso como un turco?

—¿Y qué, si fuese turco? —dijo el remendón, sonriendo avieso.

—Quien corre demasiado aprisa, levanta viento a su espalda —dijo Proshko, levantando una pierna y soltando un pedo.

Después de lo cual, Yakov se sintió demasiado inquieto para cenar. «No soy el tipo adecuado para hacer de policía —pensó—. Es una tarea más propia de los gentiles».

Sin embargo, hizo lo que se le había ordenado. Compareció en el cobertizo a las cuatro de la mañana y contó los ladrillos que eran cargados en las carretas. Y, durante el día, cuando vio por la ventana del barracón que estaban cargando, también salió a vigilar la operación. Lo hizo abiertamente, para disuadir a los ladrones de sus malos propósitos. Y, a partir de aquel día, siempre que Yakov se presentaba en el cobertizo, todos guardaban silencio, aunque, a veces, los carreteros suspendían su trabajo y se lo quedaban mirando.

Proshko dejó de entregarle los albaranes por la mañana, en vista de lo cual los redactó el propio Yakov. La teneduría de libros no era tan difícil como se había imaginado; había comprendido rápidamente el sistema, y, aparte de esto, no había mucho trabajo. Una vez a la semana, Nikolai Maximovich, más melancólico que nunca, llegaba en trineo a recoger los ingresos que había de depositar en el Banco, y, al cabo de un mes, Yakov recibió una larga carta de felicitación de su patrono. «Su labor es diligente y eficaz, tal como yo había previsto, y seguiré otorgándole toda mi confianza. Zinaida Nikolaievna le envía sus saludos. También ella aplaude su trabajo». Pero nadie más le aplaudía. Ni los carreteros ni sus ayudantes le prestaban la menor atención, ni siquiera cuando trataba de entablar conversación con ellos. Richter, el alemán de enorme cabeza, escupía en la nieve al acercarse él, y Serdiuk, el ucraniano, que olía a sudor de caballo y a alfalfa, le observaba y resoplaba. Proshko murmuraba cuando se cruzaba con él en el patio: «¡Bastardo chupatintas!». Yakov fingía no oírle. Si hubiese oído la palabra «judío», habría pegado un salto hasta las nubes.

A excepción de éstos, su relación con los trabajadores de la empresa —quedaban unos cincuenta de los doscientos que trabajaban allí cuando se producían seis o siete mil ladrillos diarios— eran bastante normales, a pesar de que Proshko había difundido feos chismes a su respecto. Afirmaba, por ejemplo, que Skobeliev, el guardián, le había dicho que el remendón había cumplido una condena por hurto. Pero ninguno buscaba su amistad ni se quedaba a hacerle compañía después de las horas de trabajo, por lo que casi siempre permanecía solo. Después de la jornada laboral, se encerraba en su habitación, se pasaba largas horas leyendo a la luz de la lámpara de gas, aunque Maximovich le había prometido instalarle una bombilla eléctrica. Hasta entonces, había leído lo que había caído en sus manos; ahora, leía lo que le interesaba. Seguía estudiando el idioma ruso, escribía largos ejercicios gramaticales y los leía en voz alta. Y devoraba dos periódicos al día, aunque, a menudo, le producían escalofríos, tanto por lo que decían como por lo que daban a entender; por ejemplo, Rasputín y la zarina, nuevos complots de los terroristas, amenazas de pogroms y posibilidad de una guerra balcánica. Todo esto eran cosas nuevas para él; pero ¿cómo saber todo lo que hubiera debido saber? Entonces, empezó a recorrer las librerías del Podol en sus horas libres, buscando libros baratos. Compró una Vida de Spinoza, para leer durante sus noches solitarias en el cuarto de encima del establo. ¿Era posible aprender de la vida de otra persona? Y la Historia rusa le fascinaba. Leyó montañas de folletos encontrados en la trastienda de las librerías. Leyó algunos que trataban de la servidumbre; y uno sobre el sistema penal de Siberia, terrorífico relato encontrado en una cesta que el librero le había señalado con un guiño. Leyó sobre la rebelión y destrucción de los decembristas, y una fascinadora narración acerca de los Narodniki, idealistas de los años setenta que habían tratado de arrastrar a los campesinos a la revolución social y que, al ser rechazados por éstos, habían pasado del misticismo rural al terrorismo. Yakov leyó también una breve biografía de Pedro el Grande y, después, un horrible relato de la destrucción de Novgorod por Iván el Terrible. A este loco se le había metido en la cabeza que la ciudad intentaba traicionarle, en vista de lo cual había ordenado construir a su alrededor una muralla de madera a fin de evitar toda escapada. Entonces, penetró en ella con su ejército y, después de someter a sus súbditos a las más crueles torturas, asesinó diariamente a miles de ellos. Los actos de salvajismo fueron en aumento; un alarido de horror se elevó hasta el cielo, mientras las llorosas madres tenían que presenciar cómo sus hijos eran asados vivos y arrojados a los perros salvajes. Al cabo de cinco semanas, sesenta mil cuerpos torturados, despellejados y descuartizados yacían en las hediondas calles de la ciudad, mientras se propagaba la epidemia. Yakov se sentía mareado. Era como un pogrom…, como el peor de éstos. Los rusos hacían pogroms contra los mismos rusos; así había sido durante toda su Historia: «¡Triste país!», pensó, asombrado por lo que acababa de leer. Horrible combinación de experiencias, donde lo blanco era negro y lo negro era negro; y, si los rusos eran asesinados por sus propios gobernantes y morían como moscas, ¿quién era entonces el Pueblo Elegido? Cansado de la Historia, volvió a Spinoza, y releyó capítulos sobre crítica bíblica, supersticiones y milagros, que se sabía casi de memoria. Después de leer Spinoza, pensó que, si había un Dios, debió de cerrar la tienda y convertirse en una idea.

Mientras leía, Yakov redactaba pequeños ensayos sobre asuntos diversos: Yo estoy en la Historia —escribió, por ejemplo—, pero no dentro de ella. Por así decirlo, estoy muy alejado de ella, pasa por mi lado. ¿Será una buena condición, un defecto de mi carácter? ¡Vaya una pregunta! Desde luego, es un defecto pero ¿qué puedo hacer yo? Además, ¿vale la pena preocuparse tanto? Lo mejor es permanecer donde uno está, a menos que tenga algo que dar a la Historia, como leía por ejemplo en la vida de Spinoza. Porque éste comprendía la Historia y, además, tenía ideas para darle. Nadie puede quemar una idea, aunque las ideas quemen al hombre. Por otra parte, estaba el activista Juan de Witt, amigo y bienhechor de Spinoza, hombre bueno y grande que fue despedazado por la turba alemana, al sospechar ésta de él cuando era inocente. ¿Quién es merecedor de semejante destino? Algunos de sus pequeños ensayos eran críticas de «ciertas condiciones» de las que hablaban los periódicos. Leía éstos y los quemaba en el fogón. También quemaba los folletos que no podía revender.

Una cosa que inesperadamente le fastidiaba era que había dejado de utilizar sus herramientas. Se había confeccionado una cama, una mesa y una silla, así como algunos estantes que colgó en la pared; pero esto lo hizo en pocos días, en cuanto se instaló en la fábrica de ladrillos. Temía que, si no seguía ejercitándose en sus chapuzas, se olvidaría de su arte, cosa que no consideraba conveniente. Entonces, recibió otra carta, esta vez de Zina, la cual, en un texto de rasgos sorprendentemente gruesos, le invitaba a visitarla. Usted tiene sensibilidad, Yakov Ivanovich —le decía—, y respeto sus ideales y su manera de comportarse. Por consiguiente, no se preocupe por su traje, aunque supongo que, ahora, con el aumento de su salario, podrá comprarse uno nuevo. Se sentó para contestarla, pero, como no sabía qué decir, dejó la carta sin respuesta.

En febrero, pasó por un período de gran nerviosismo. Lo achacó a sus preocupaciones. Había visitado la casa donde confeccionaban documentos falsos y se había encontrado con que, sin ser éstos extraordinariamente caros, tampoco eran baratos; no obstante, pensaba hacerse imprimir un pasaporte y un certificado de residencia bajo su nombre supuesto. Cuando se despertaba, mucho antes de la hora en que tenía que ir a comprobar la carga de los ladrillos, sentía los músculos tirantes, el pecho oprimido y trabajosa la respiración, y le inquietaba sobremanera tener que tratar con Proshko. Incluso se turbaba cuando tenía que hacerle las preguntas más triviales. Sentíase siempre de un humor irritable, y se maldecía cuando cometía el menor error en sus cuentas, aunque fuera cuestión de un par de kopeks. Una vez, al anochecer, tuvo que echar a un par de chicos del patio de la fábrica. Sabía que eran unos alborotadores; uno de ellos era un muchacho pálido y granujiento, de unos doce años; el otro parecía un campesino y tenía cabeza de estopa y aproximadamente la misma edad. Solían entrar en el patio al salir de la escuela, al atardecer, y se arrojaban pellas de arcilla, rompían ladrillos y espantaban a los caballos del establo. Yakov les había advertido que se mantuvieran lejos de la fábrica. Aquel día, les vio desde la ventana de su barracón. Se habían deslizado en el patio, con la mochila de los libros en la mano, y se divertían arrojando piedras al humo que brotaba de los hornos. Después, empezaron a tirar pedazos de ladrillo a las chimeneas. Yakov salió corriendo del barracón, gritándoles que se marchasen; pero ellos no le hicieron caso. Entonces, corrió hacia ellos para asustarles. Al verle venir, los muchachos le abuchearon, se tocaron sus partes genitales y, agarrando sus mochilas, cruzaron frente al cobertizo y treparon sobre un montón de ladrillos que había junto a la valla. Arrojaron las mochilas por encima de aquélla y saltaron al otro lado.

—¡Pequeños bastardos! —gritó Yakov, amenazándoles con el puño.

Al volver al barracón, vio a Skobeliev que le observaba, taimado. Después, el guardián se alejó apresuradamente con su palo, a encender las lámparas de gas. Al cabo de un rato, éstas brillaban como velas verdes en el crepúsculo.

Proshko, de pie ante la puerta del cobertizo, también le había estado observando.

—Corre usted como un cerdo herniado, Dologushev.

A la mañana siguiente, un inspector de Policía visitó al remendón para preguntarle si, entre los empleados de la fábrica, había algún sospechoso de actividades políticas subversivas. El remendón le respondió que no. El inspector le hizo unas cuantas preguntas más y se marchó. Aquella noche Yakov no pudo concentrarse en la lectura.

Como dormía mal, probó a acostarse inmediatamente después de comer. Se dormía con bastante rapidez, pero se despertaba antes de la medianoche, completamente alerta y con la impresión de estar en peligro. Envuelto en la oscuridad, temía calamidades en las que sólo pensaba ocasionalmente durante el día. Por ejemplo, un incendio en el establo, mientras él, atado de pies y manos, era incapaz de moverse, y los enloquecidos caballos se estrellaban contra los muros. O que se moría de tuberculosis o de sífilis, tosiendo u orinando sangre. O, sobre todo, lo que más le aterrorizaba: que descubrían su filiación judía. Se despertaba gritando, y escuchaba, temeroso, los ruidos del establo, para saber si los carreteros estaban allí y le habían oído gritar. Una vez, soñó que Richter, cargado con su enorme saco negro, le seguía por el camino del cementerio, y que, al volverse él y preguntarle al alemán lo que llevaba en el saco, el carretero guiñaba un ojo y le decía: «¡A ti!». Por consiguiente, Yakov encargó y pagó los documentos falsos, aunque dejó pasar varias semanas sin ir a buscarlos. Por alguna razón que ni él mismo podía explicarse, empezaba a sentirse mejor.

Siguió un período más tranquilo, durante el cual, por primera vez en su vida, gastó dinero como si éste no fuese más que dinero. Compró más libros, papel de escribir, tabaco, un par de zapatos para alternar con las botas, una deliciosa jarrita de confitura de fresas y un kilo de harina de pan. El pan no se hinchó, pero lo coció a pesar de todo y lo comió como bizcocho. También compró un par de calcetines, un juego de calzoncillos y camiseta, y una blusa barata: sólo lo necesario. Una noche, sintiendo el deseo apremiante de comer algo dulce, entró en una confitería y se hizo servir una taza de cacao y pasteles. Y se compró una gruesa barra de chocolate. Cuando, más tarde, contó los rublos que le quedaban, vio que había gastado más de lo que había calculado, y esto le preocupó. Y volvió a la frugalidad. Se alimentaba de pan moreno, leche agria y patatas hervidas, más un huevo de cuando en cuando. Se zurcía los calcetines y las camisas viejas hasta que no les quedaba un pedazo en que no hubiera una puntada. Ahorraba hasta el último kopek. «Dejemos que se acumulen las perras», murmuraba.

Tenía importantes planes.

Una noche del mes de abril, cuando la gruesa capa de hielo del Dniéper empezaba a quebrarse, Yakov volvía a la fábrica bastante tarde —después de vender los libros recientemente comprados y de dar un paseo por el distrito de Plossky—, cuando empezó a nevar inesperadamente. Al subir la cuesta del cementerio, vio a unos muchachos que atacaban a un viejo y les gritó. Los chiquillos echaron a correr como conejos asustados, metiéndose en el cementerio. El viejo era un judío, un hasid[5] que llevaba un caftán hasta los tobillos, un redondo sombrero rabínico con ala de piel, y largas medias blancas. Se inclinó despacio y recogió una pequeña bolsa negra y atada con un bramante que había caído sobre la nieve. Le habían herido en una sien, y la sangre resbalaba sobre su hirsuta mejilla hasta la barba gris partida en dos. Tenía los ojos empañados.

—¿Qué le ha pasado, abuelo? —le preguntó el remendón, en ruso.

El hasid, asustado, retrocedió un paso; pero Yakov esperó, y el viejo le respondió en mal ruso que acababa de llegar de Minsk, para visitar a un hermano enfermo que vivía en el barrio judío, y se había perdido. Entonces unos muchachos le habían atacado, arrojándole bolas de nieve en cuyo interior habían puesto afiladas piedras.

Los tranvías habían dejado ya de circular y la nieve caía espesa, en gruesos copos. Yakov se sintió un poco inquieto, pero pensó que podía llevar el viejo a la fábrica, limpiarle la herida con agua fría y dejarle descansar un poco, haciéndole salir antes de que llegasen los carreteros y sus ayudantes.

—Venga conmigo, abuelo.

—¿Adónde quiere llevarme? —preguntó el hasid.

—Donde pueda restañar la sangre de su herida. Después, cuando deje de nevar, le mostraré el camino hacia el barrio judío del Podol.

Condujo al viejo hasta el ladrillar y le hizo subir a su habitación de encima del establo. Después de encender la lámpara, Yakov rasgó un pedazo de su camisa más vieja, lo mojó y limpió con él la sangre de la barba del anciano. La herida aún sangraba, pero esto no parecía preocupar al hasid, que permanecía sentado en la silla de Yakov, con los ojos cerrados y respirando como si murmurase algo. Yakov le ofreció pan y una taza de té azucarado, pero el hasid lo rehusó. Era un hombre grave, de largos cabellos, y pidió un poco de agua al remendón. Después de verter unas gotas en sus dedos sobre una taza, sacó un paquetito de su caftán, unos pedazos de mosot[6] envueltos en un pañuelo. Los bendijo, suspiró y empezó a mascar un pedacito. El remendón descubrió con sorpresa que era la Pascua. Experimentó una fuerte emoción y se volvió de espaldas hasta que aquélla hubo pasado.

Miró por la ventana; seguía nevando, pero se percibía ya un poco de luna, un disco de pálida luz entre la nieve que caía. «Pronto parará», pensó. Pero no ocurrió así. Desapareció el resplandor y todo volvió a quedar oscuro. Yakov pensó que podía esperar a que llegasen los carreteros, contar rápidamente los ladrillos y, cuando cesara de nevar, hacer salir al viejo cuando hubiesen marchado los carros y antes de que llegase Proshko. Si seguía nevando, el viejo tendría que salir de todos modos.

El hasid se durmió en la silla, se despertó, contempló la lámpara, miró hacia la ventana y volvió a dormirse. Cuando los carreteros abrieron la puerta del establo, se despertó de nuevo y miró a Yakov; pero el remendón le impuso silencio con un ademán y salió para bajar al cobertizo. Le había ofrecido su cama al anciano, pero, cuando regresó, éste estaba sentado y despierto. Los carreteros habían cargado los carros y esperaban en el cobertizo a que se hiciera de día. Habían atado cadenas a los cascos de los caballos, pero Serdiuk dijo que no saldrían si aumentaba el grueso de la capa de nieve. Yakov se sintió preocupado de verdad.

De nuevo en su habitación, arrebujado en su pelliza, observó la nevada; después, lió y fumó un cigarrillo y se hizo una taza de té tibio. Bebió un poco, se quedó dormido en su cama y soñó que se había encontrado con el hasid en el cementerio. El viejo le había preguntado: «¿Por qué te escondes aquí?», y él le había golpeado la cabeza con un martillo. Fue un sueño horrible, que le produjo dolor de cabeza.

Al despertar, se encontró con que el viejo le estaba mirando, y volvió su nerviosismo.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Pasa lo que pasa —dijo el anciano—. Ahora, ha parado de nevar.

—¿He dicho algo mientras dormía?

—Yo no he oído nada.

El cielo se había aclarado y ya era hora de que el viejo se marchase, pero éste mojó las puntas de los dedos en el agua, desató su paquete, lo abrió y sacó un gran pañuelo listado para el rezo. Después sacó un estuche de filacterias del bolsillo de su caftán.

—¿Dónde está el Este? —preguntó.

Yakov señaló con impaciencia la pared de la ventana. Mientras bendecía las filacterias, el anciano arrolló una de ellas en su brazo izquierdo y se ciñó la otra a la frente, pasándola con cuidado sobre la costura de su herida.

Después, se cubrió la cabeza con el pañuelo ritual, previamente bendecido, y rezó de cara a la pared, balanceándose hacia delante y hacia atrás. El remendón esperó, con los ojos cerrados. Terminadas las oraciones de la mañana, el viejo se descubrió, plegó cuidadosamente el pañuelo y lo guardó. Se quitó las filacterias, las besó y las guardó también.

—Que Dios se lo pague —le dijo a Yakov.

—Gracias, pero debemos marcharnos ya.

El remendón sudaba bajo su frío indumento. Le dijo al viejo que esperase un minuto, bajó la escalera cubierta de nieve y dio una vuelta alrededor del establo. El patio estaba silencioso y blanco; los tejados de los hornos, cubiertos con un manto de nieve. Pero los carros, aunque cargados de ladrillos, no habían salido aún, y los carreteros todavía permanecían en el cobertizo. Yakov subió corriendo la escalera, asió al viejo de un brazo y recogió su paquete. Avanzaron presurosos sobre la nieve primaveral hasta la puerta de la verja. Acompañó al viejo cuesta abajo, hasta la parada del tranvía; pero, mientras esperaban, pasó un trineo haciendo repicar sus campanitas. Yakov lo paró, y el adormilado conductor le prometió que llevaría al judío a su calle del Podol. Cuando Yakov volvió a la fábrica, tuvo la impresión de haber llegado al fin de una larguísima noche. Frente al establo, se cruzó con Proshko, que, parecía muy animado.

Al entrar en su habitación, Yakov tuvo la súbita impresión de que alguien había rondado por allí durante su ausencia. Le parecía que sus cosas habían sido removidas y colocadas no exactamente en el mismo lugar. Sospechó del capataz. Desde el establo, llegaba un olor a estiércol y a paja podrida. Revisó apresuradamente sus escasos bienes, pero no vio que faltara nada, ni artículos personales, ni libros, ni un rublo en el bote del dinero.

Se alegró de haber vendido algunos de sus libros y de haber quemado los folletos; todos trataban de Historia, pero, a veces, la Historia resultaba peligrosa. Al día siguiente, se enteró de que habían encontrado un cadáver en una cueva próxima; después, leyó, con fascinado horror, el relato periodístico del espantoso asesinato de un muchacho de doce años, que vivía en una de las casas de madera próximas al cementerio. El cadáver había sido hallado en posición sentada, con las manos atadas a la espalda. Estaba en ropa interior, descalzo y con un calcetín negro colgando de su pie izquierdo; esparcidos a su alrededor, había una blusa manchada de sangre, un gorro de colegial, un cinturón y varias libretas tiznadas con lápiz. Tanto el Kievlyanin como el Kievskaya Mysi publicaban el retrato del muchacho, Zhenia Golov, y Yakov reconoció al chico granujiento a quien había echado del patio de la fábrica junto con su amigo. Uno de los periódicos decía que el muchacho llevaba muerto una semana; el otro decía que dos. Cuando el inspector de Policía había examinado la hinchada cara y el mutilado cuerpo del muchacho, había contado treinta y siete heridas producidas con un instrumento punzante. Según el profesor Y. A. Cherpunov, del «Instituto Anatómico» de Kiev, la víctima había sido apuñalada y desangrada, «posiblemente con fines religiosos». La afligida madre, Marfa Vladimirovna Golov, de estado viuda, había reclamado el cadáver de su hijo. Ambos periódicos publicaban una fotografía de la madre apretando sobre su acongojado pecho la pobre cabeza del muchacho y gritando desconsoladamente: «Dime, Zheniushka, ¿quién le ha hecho esto a mi hijito?».

Aquella noche, el río se salió de madre, inundando las zonas bajas de la ciudad. Dos días más tarde, el muchacho fue enterrado en el cementerio, a pocos pasos de su antiguo hogar. Desde su ventana, Yakov pudo ver los árboles espolvoreados aún por la nieve de abril, y, discurriendo entre ellos y las lápidas de las tumbas, el enlutado séquito, en el que figuraban algunos peregrinos que se apoyaban en bordones. Cuando el ataúd fue bajado a la fosa, centenares de octavillas volaron por el aire: ACUSAMOS A LOS JUDÍOS. Una semanas más tarde, la «Unión de Ciudadanos Rusos de Kiev», junto con algunos miembros de la «Sociedad del Águila Bicéfala», plantaron una enorme cruz de madera sobre la tumba del muchacho —Yakov lo estuvo observando desde lejos— y, según dijeron los periódicos de la noche, hicieron un llamamiento a todos los buenos cristianos para que predicasen una nueva cruzada contra los enemigos israelitas. ¡Quieren nada menos que nuestras vidas y nuestro país! ¡Pueblo de Rusia, apiádate de tus hijos! ¡Venga a los infortunados mártires! «Esto es terrible —pensó Yakov—. Quieren empezar un pogrom». En la fábrica, Proshko llevaba ahora la insignia de las Centurias Negras prendida en su delantal de cuero. A la mañana siguiente, muy temprano, el remendón corrió a la imprenta a buscar sus documentos falsos, pero se encontró con que el lugar había sido reducido a cenizas. Volvió a su vivienda de la fábrica y contó apresuradamente sus rublos, para ver si le bastarían para llegar a Amsterdam y, a ser posible, a Nueva York. Recogió sus pocas cosas, se colgó a la espalda el saco de las herramientas, y empezaba a bajar la escalera cuando un hombre que dijo ser el coronel I. P. Bodyansky, bigotudo y pelirrojo, jefe de la Policía secreta de Kiev, otros varios oficiales, quince guardias con cordones blancos sobre la pechera de sus uniformes, una patrulla de Policía, varios detectives de paisano y dos representantes de la Oficina del fiscal jefe del Tribunal del Distrito, una treintena en total, se precipitaron escalera arriba, empuñando sables y pistolas y cerraron el paso al fugitivo Yakov.

—Queda usted detenido, en nombre de Su Majestad Nicolas II —dijo el pelirrojo coronel—. Si intenta resistir, es hombre muerto.

El remendón confesó desde el primer momento que era judío. De todo lo demás, era inocente.