1
Desde la ventana enrejada de su habitación sobre la cuadra del ladrillar, Yakov Bok vio, aquella mañana, a muchas personas cubiertas con largos abrigos, que corrían no sabía adonde, pero todas en la misma dirección. «Vey iz mir[1] —pensó inquieto—. Algo ha ocurrido». Los rusos salían de las calles próximas al cementerio y se apresuraban, solos o en grupos, sobre la nieve primaveral, en dirección a las cuevas de la barranca; algunos corrían por el centro de las fangosas calles empedradas. Yakov se apresuró a esconder el bote de hojalata en que guardaba sus rublos de plata y bajó precipitadamente al patio para enterarse de la causa de tanto movimiento. Preguntó a Proshko, el capataz, que haraganeaba junto a los hornos de cocer ladrillos; pero Proshko escupió y no dijo nada. Fuera del patio, una mujer campesina de rostro huesudo, negro pañolón y grueso vestido, le dijo que habían encontrado, cerca de allí, el cadáver de un niño.
—¿Dónde? —preguntó Yakov—. ¿Qué edad tenía? Pero ella le respondió que lo ignoraba y se marchó a toda prisa. El día siguiente, el Kievlyanin publicó la noticia de que, en una húmeda cueva de una barranca situada a cosa de versta y media del ladrillar, el cadáver de un niño ruso asesinado, Zhenia Golov, de doce años, había sido encontrado por otros dos chicos mayores de quince años, Kazimir Selivanov e Iván Shestinsky. Zhenia, muerto desde hacía más de una semana, presentaba el cuerpo cubierto de heridas y desangrado. Después del entierro, en el cementerio próximo a la fábrica de ladrillos, Richter, uno de los conductores, trajo un puñado de folletos en los que se acusaba a los judíos del asesinato. Tales folletos, según pudo observar Yakov al examinar uno de ellos, habían sido impresos por la organización de las Centurias Negras. Su emblema, el águila imperial bicéfala, aparecía en la cubierta, y, debajo de él, podía leerse: SALVAD A RUSIA DE LOS JUDÍOS. Aquella noche, en su habitación, Yakov leyó, fascinado, que el muchacho había sido muerto y desangrado con fines religiosos por los judíos, al objeto de llevar su sangre a la sinagoga para hacer pasteles de Pascua. Aunque esto era ridículo, Yakov se asustó. Se levantó, se sentó y volvió a levantarse. Se dirigió a la ventana, volvió atrás apresuradamente y siguió leyendo el periódico. Sentíase preocupado porque la fábrica donde trabajaba se hallaba emplazada en el distrito Lukianovsky, en el que estaba prohibido que vivieran los judíos. Él vivía allí desde hacía meses, con nombre supuesto y sin certificado de residencia. Y estaba asustado porque el periódico amenazaba con un pogrom. Su propio padre había sido muerto durante un incidente, cuando Yakov tenía apenas un año; un incidente que no llegó a pogrom y que fue menos que inútil: dos soldados borrachos habían matado a los tres primeros judíos con quienes habían tropezado, y su padre había sido el segundo. En cambio, el hijo, cuando era todavía un colegial, había sobrevivido a un pogrom de tres días realizado por los cosacos. A la mañana del tercer día, cuando las casas ardían aún, salió con media docena de chiquillos del sótano en que habían permanecido escondidos y vio a un judío de barba negra que yacía en el arroyo sobre un montón de plumas ensangrentadas; tenía una salchicha blanca metida en la boca, y un cerdo le estaba devorando un brazo.
2
Cinco meses atrás, un templado viernes de primeros de noviembre, antes de que cayesen las primeras nieves sobre el shtetl[2], el suegro de Yakov, un viejo pellejudo de aspecto preocupado, vestido de harapos y que parecía un amasijo de sarmientos, llegó a la casa de su yerno en una desvencijada carreta tirada por un caballo esquelético. Se sentaron en la pequeña y fría morada —destartalada desde la huida de Raisl, la esposa infiel, hacía dos meses— y bebieron juntos la última taza de té. Shmuel, hombre más que sesentón, de enmarañada barba gris, ojos acuosos y arrugada frente, hurgó en el bolsillo de su caftán y sacó medio terrón de azúcar moreno que ofreció a Yakov, quien lo rehusó con un movimiento de cabeza. El buhonero —su único bien había sido su hija; nada tenía que dar y sólo podía hacer favores, prestar servicios cuando podía— sorbió su té azucarado, mientras su yerno lo tomaba sin azúcar. Así sabía más amargo, como la existencia. El viejo, de cuando en cuando, hacía algún comentario sobre la vida, sin acusar a nadie, o formulaba alguna pregunta inocua; pero Yakov guardaba silencio o le daba breves respuestas.
Cuando su taza de té estuvo por la mitad, Shmuel suspiró y dijo:
—No hace falta ser profeta para saber que me reprochas lo de mi hija Raisl.
Tenía el rostro triste, bajo el sombrero hongo que había encontrado en un cubo de basura del pueblo vecino. Cuando sudaba, el sombrero se pegaba a su frente, pero, como era hombre religioso, no le importaba. Sus flacas manos parecían colgar de las mangas del raído y remendado caftán. Calzaba zapatos —no botas— muy grandes, dentro de los cuales bailaban sus pies.
—¿Te he dicho yo algo? Eres tú quien se reprocha haber criado a una puta.
Shmuel, sin decir palabra, sacó un sucio pañuelo azul y se echó a llorar.
—¿Y por qué, si puedo preguntarlo, te pasaste meses sin dormir con ella? ¿Puede tratarse así a una esposa?
—Más bien fueron semanas. Pero ¿cuánto tiempo puede un hombre dormir con una mujer estéril? Me cansé de probar.
—¿Por qué no fuiste a ver al rabino cuando yo te lo pedí?
—Porque no quiero que se meta en mis asuntos, como yo no me meto en los suyos. A fin de cuentas, es un ignorante.
—La caridad no fue nunca tu fuerte —dijo el buhonero.
Yakov se levantó, iracundo.
—No me hables de caridad. ¿He tenido algo en toda mi vida? ¿He recibido algo, para poderlo dar? Prácticamente, nací huérfano: mi madre murió a los diez minutos de nacer yo, y ya sabes lo que le ocurrió a mi pobre padre. Si alguien rezó por ellos, ése fui yo, muchos años más tarde. Si esperaban a la puerta del cielo, debieron de pasar mucho frío, o tal vez estén esperando aún. Pasé toda mi miserable infancia en un sucio orfelinato, sin saber apenas lo que era la existencia. Cuando soñaba, comía, devoraba mis sueños. Supe poco de la Torah y menos del Talmud, aunque aprendí hebreo porque tengo buen oído para los idiomas. Y así pude conocer los Salmos. Me enseñaron un oficio y me hicieron practicarlo en cuanto cumplí diez años… y no es que lo lamente. Por esto puedo trabajar, llamémoslo trabajo, con mis manos, y por esto algunos me llaman «ordinario», pero lo cierto es que pocos saben lo que es la ordinariez. Muchos que parecen distinguidos no lo son, si se les mira de cerca. A mi modo de ver, Viskover, el Nogid, es un hombre ordinario. No tiene más que rublos, y, cuando abre la boca, le parece a uno que los oye sonar. Yo estudié varias materias por mi propia cuenta; incluso antes de ingresar en el Ejército, aprendí a hablar correctamente el ruso, mucho mejor que como lo hablan los campesinos. Lo poco que sé, lo aprendí yo solo: Historia y Geografía, un poco de ciencia, de aritmética, y un par de libros de Spinoza. No es mucho, pero sí mejor que nada.
—Aunque de poco te ha servido, por lo que veo… —dijo Shmuel.
—Déjame terminar. He tenido que arañar el suelo para comer. ¿Puede hacerse algo sin dinero? Lo que pueda hacer otro, también puedo hacerlo yo, pero no es mucho. Sé remendar cuanto se rompe…, salvo el corazón. En este shtetl, todo se descompone… Pero ¿qué puede importarle una grieta en el techo a quien atisba por ella para espiar a Dios? ¿Y quién puede pagar para taparla, si es que se decide a hacerlo? La mitad de las veces, me quedo sin cobrar. Y, si tengo suerte, recibo un plato de fideos. Aquí, las oportunidades nacieron muertas. Te confieso que estoy de un humor endiablado.
—No tienes por qué hablarme de las oportunidades…
—Me reclutaron para la guerra ruso-japonesa, pero ésta terminó antes de ingresar yo en filas. Dios sea loado por ello. Después, caí enfermo y me echaron a patadas. Un judío asmático no les servía para nada. Dios sea también loado por eso. Cuando regresé, volví a arañar con mis uñas rotas. Después de rodar un tiempo por ahí, conocí a tu hija y me casé con ella. Pero, en cinco años y medio, no supo lo que era el embarazo. No me dio hijos, y ya no pude mirar a nadie cara a cara. Y, ahora, se larga con un extraño al que conocería en la posada…, con un goy[3], estoy seguro. Creo que ya es bastante… ¿Hacía falta más? No quiero que la gente me compadezca ni se pregunte lo que hice para ser tan desdichado. No hice nada. Fue el destino. Soy inocente. He sido huérfano demasiado tiempo. Todo lo que tengo en este cementerio, a mis treinta años cumplidos, son dieciséis rublos que me dieron por todo lo que poseía. No me hables de caridad, te lo ruego, pues nada tengo que dar.
—Se puede hacer caridad sin tener nada que dar. No me refería al dinero. Me refería a mi hija.
—Tu hija no se merece nada.
—La llevé de un pueblo a otro a consultar a los rabinos, pero nadie pudo asegurarle que tendría hijos. También fue a ver a los médicos, cuando tuvo un rublo para pagar la visita, pero le dijeron lo mismo. Al menos, los rabinos costaban más barato. Y por esto huyó…, ¡que Dios la proteja! Incluso los pecadores son siervos de Dios. Ella pecó, pero estaba desesperada.
—¡Ojalá siga huyendo por toda la eternidad!
—Durante años, fue una esposa fiel. Compartió todas tus desdichas.
—Compartió lo que ella misma había causado. Fue una esposa fiel hasta el último minuto, o hasta el último mes, o hasta el mes anterior… Pero dejó de serlo, ¡así pille el cólera!
—¡No lo permita Dios! —gritó Shmuel, levantándose—. ¡Antes caiga sobre ti!
Con ojos iracundos, maldijo con saña al remendón y salió de la casa.
Yakov lo había vendido todo, salvo la ropa que llevaba puesta y que era como la que solían llevar los lugareños: camisa bordada y ceñida con cinturón sobre los pantalones, cuyas perneras se introducían en las altas y arrugadas botas. Y chaqueta campesina de piel de oveja, parda, raída y remendada, y que, a veces, olía a lana. También había conservado sus herramientas y unos cuantos libros: la Gramática Rusa de Smirnovsky, un volumen de Biología elemental, unos Pasajes Escogidos, de Spinoza y un Atlas estropeado que, al menos, tenía veinticinco años. Había hecho un paquetito con los libros, atándolo con un bramante. En cuanto a las herramientas, las había metido en un saco, del que sobresalía la sierra después de atado. También llevaba un poco de comida en un cucurucho de papel de periódico. Dejaba unos cuantos muebles desvencijados —el trapero le había pedido dinero por llevárselos— y dos juegos de platos descantillados y también invendibles. Shmuel podría hacer con ello lo que quisiera: usarlo, tirarlo o quemarlo, pues nada valía. Raisl había querido tener dos juegos, por amor de su padre, pues a ella le daba lo mismo. Pero, a cambio del caballo y la carreta, el buhonero recibiría una vaca bastante buena. Y con ella realizaría el pequeño negocio que había venido haciendo su hija. Siempre le resultaría más remunerador que sus cambalaches. Shmuel era la única persona que conocía Yakov capaz de traficar con nada y de venderlo, a pizcas y a rodajas, por verdaderos kopeks. A veces, cambiaba nada por cerdas de puerco, lana, grano y terrones de azúcar, y vendía pescado seco, jabón, pañuelos y caramelos a los campesinos, en ínfimas cantidades. Ahí estaba su talento, y de esto vivía milagrosamente. «El que nos dio los dientes nos dará el pan». Sin embargo, su aliento no olía a nada: ni a pan, ni a nada.
Yakov, con su ropa holgada y su gorro en punta, era un hombre alto y nervudo, de grandes orejas, manos manchadas y callosas, ancha espalda, rostro atormentado, iluminado hasta cierto punto por unos ojos grises, y cabello castaño. Su nariz parecía a veces judía, y otras, no. A nadie sorprendió que, después de la fuga de Raisl, se afeitara la breve y rojiza barba. «Córtate la barba y ya no te parecerás a tu Creador», le había dicho Shmuel. Desde entonces, más de un judío le había advertido que parecía un goy, pero esto no le había dado frío ni calor. Parecía joven, pero se sentía viejo; y no culpaba a nadie de ello, ni siquiera a su mujer. Tampoco se culpaba a sí mismo, y sí, únicamente, al destino. Su nerviosismo se traslucía en sus movimientos. Generalmente, caminaba más de prisa de lo que era necesario, habida cuenta de lo poco que tenía que hacer; pero siempre estaba haciendo algo. A fin de cuentas, era remendón y tenía que tener las manos ocupadas.
Mientras arrojaba sus cosas en el interior de la carreta, entre cuyas dos ruedas traseras se balanceaba un herrumbroso cubo de agua, miró con disgusto al jamelgo, un huesudo animal de mísero aspecto, zanquivano, de huesudo cuerpo castaño y de grandes y estúpidos ojos, que parecía, empero, haberse llevado muy bien con Shmuel. La verdad es que se exigían muy poco y vivían en paz. El caballo solía hacer lo que le venía en gana, y Shmuel se lo consentía. Al fin y al cabo, ¿importaba retrasarse un poco en un mundo que se había vuelto loco? Mañana, no sería más rico que hoy. El remendón estaba irritado consigo mismo por adquirir el decrépito animal, pero había pensado que era mejor un mal cambalache con Shmuel que no obtener nada de su vaca cediéndola a un campesino que la codiciaba. La sangre de un suegro pesaba siempre más que el agua. Aunque no había ninguna estación de ferrocarril por allí cerca y el cochero pasaba sólo cada quince días a recoger a los viajeros, Yakov hubiera podido ir a Kiev sin necesidad de adquirir el caballo y la carreta. Shmuel le había ofrecido transportarle a lo largo de las treinta y pico de verstas que había de recorrer, pero el remendón había preferido librarse de él y viajar solo. Se imaginaba que, cuando llegase a la ciudad, podría vender el caballo —y perdón por la carreta— si no a un carnicero, al menos a un chalán que le daría unos cuantos rublos por él.
Dvoira, la vaca de negras ubres, estaba en el campo, detrás de la choza, ramoneando al pie de un chopo sin hojas, y Yakov fue a buscarla. La vaca levantó la cabeza y le miró acercarse. El remendón le acarició el magro flanco.
—Adiós, Dvoira —le dijo—, y que tengas suerte. Dale cuanto te resta a Shmuel, pues también es pobre.
Hubiera querido decirle más, pero no pudo. Arrancó un puñado de hierba amarillenta, se lo dio a la vaca y volvió junto al caballo y la carreta.
Shmuel había vuelto.
«¿Por qué se comportará como si fuese él quien me ha abandonado?».
—No he vuelto para pelear —dijo Shmuel—. No voy a defenderla por lo que hizo: me hirió tanto como puede haberte herido a ti. Tal vez más. Pero, cuando el rabino dice que es como si estuviese muerta, asiento con la boca pero no con el corazón. Ante todo, es mi única hija, y, además, ¿para qué necesitamos más muertos? La he maldecido más de una vez, pero le pido a Dios que no me escuche.
—Bueno, me marcho —dijo Yakov—. Cuida de la vaca.
—No te marches aún —dijo Shmuel, con ojos tristes—. Si te quedaras, quizá Raisl volvería.
—¿A quién le importa que vuelva?
—Si hubieses tenido más paciencia, ella no te habría abandonado.
—Cinco años, casi seis, es ya mucha paciencia. Estoy harto. Tal vez habría esperado los diez que son de ley, pero ella tuvo que liarse con un sucio extranjero, y ya tengo bastante, muchas gracias.
—¿Quién podría censurarte? —dijo Shmuel, suspirando tristemente. Y, al cabo de un rato, preguntó—: ¿Tienes tabaco para liar un pequeño cigarro, Yakov?
—Mi petaca está vacía.
El buhonero se frotó con fuerza las secas palmas.
—Conque no tienes, no tienes… Pero lo que no entiendo es por qué vas a Kiev a buscarte complicaciones. Es una ciudad peligrosa, llena de iglesias y de antisemitas.
—He sido engañado desde que nací —dijo Yakov, amargamente—. Sabes muy bien lo que he tenido que pagar, dejando aparte lo de vivir aquí toda mi vida, salvo los pocos meses que estuve en el Ejército. El shtetl es una cárcel, no ha cambiado desde los tiempos de Khmelnitsky. Se desmorona, y los judíos se desmoronan con él. No hace falta que te diga que aquí somos todos prisioneros. Por consiguiente, ya es hora de que me resuelva a probar en otra parte. Quiero ganarme la vida, quiero conocer un poco de mundo. He leído unos cuantos libros durante los últimos años, y es sorprendente las muchas cosas que pasan y que nosotros ignoramos. No pido el Tibet, pero lo que vi en San Petersburgo me interesó. ¿Quién pensó nunca en unas noches blancas? Sin embargo, es un hecho científico. Allí las tienen. Cuando me licenciaron, pensé en salir de aquí lo antes posible, pero me lo impidieron las circunstancias y, entre ellas, tu hija.
—Mi hija quiso marcharse de aquí desde que os casasteis. Fuiste tú quien no quiso hacerlo.
—Es verdad —dijo Yakov—, fue culpa mía. Pensé que, como las cosas no podían ir peor, irían mejor. Me equivoqué de medio a medio, y ya basta. Por fin, voy a largarme.
—Fuera del Pale, sólo los judíos ricos y los profesionales pueden lograr certificados de residencia. El zar no quiere judíos pobres en su país, y Stolypin, así se sequen sus pulmones, todavía le empuja. ¡Puah!
Shmuel escupió entre los dedos.
—Como no puedo ser profesional, por falta de instrucción, no me importaría hacerme rico. Como dice el adagio, vendería mi última camisa para ser millonario. Tal vez, si tengo suerte, podré hacer fortuna en el mundo exterior.
—Lo que está en el mundo —dijo Shmuel— está en el shtetl… Gente, pruebas, preocupaciones, circunstancias. Pero, al menos, aquí está Dios con nosotros.
—Está con nosotros mientras no vienen los cosacos a galope. Entonces, se marcha a otra parte. Está en la casa de al lado, si puedo decirlo así…
El buhonero hizo una mueca, pero no replicó a la observación.
—Casi cincuenta mil judíos viven en Kiev —dijo—, encerrados en unos cuantos barrios y dispuestos a recibir el primer golpe si se produce un nuevo pogrom. Y pegarán en las grandes ciudades antes que aquí. Cuando oigamos sus gritos, podremos refugiarnos en los bosques. ¿Por qué te empeñas en darte de manos a boca con las Centurias Negras, así Dios los cuelgue de la lengua?
—Lo cierto es que soy un hombre lleno de deseos que no puedo satisfacer, al menos, estando aquí. Ya es hora de que me marche y pruebe fortuna. Cambia de lugar, y cambiará tu suerte, dice la gente.
—Desde hace un año o cosa así, Yakov, eres un hombre diferente. ¿Cuáles son esos deseos, que tanta importancia tienen?
—Deseos que no puedo adormecer y que me hacen estar despierto. Yo te he dicho lo que quiero: llenar el estómago de cuando en cuando; un trabajo que se pague en rublos, no en platos de fideos; incluso un poco de instrucción, si puedo lograrla, y no me refiero a estudiar la Torah después de la jornada de trabajo. Esto ya lo hice. Lo que ahora quiero saber es lo que pasa en el mundo.
—Todo está dicho en la Torah. Nunca se sabe bastante. Apártate de los malos libros, de los libros impuros, Yakov.
—No hay libros malos. Lo único malo es tenerles miedo.
Shmuel se quitó el sombrero y se enjugó la frente con el pañuelo.
—Si quieres ir a algún lugar del extranjero, Yakov, con los turcos o con los que no son turcos, ¿por qué no vas a Palestina, donde un judío puede ver montañas y árboles judíos, y respirar aire judío? Si yo tuviera la menor oportunidad, es allí adonde iría.
—En este mísero pueblo, he llevado una existencia de pordiosero. Ahora, voy a probar en Kiev. Si puedo vivir allí decentemente, me quedaré. Si no, ahorraré, haré los sacrificios que sean necesarios, me dirigiré a Amsterdam y embarcaré para América. En resumen: tengo muy poco, pero tengo planes.
—Con planes o sin ellos, te estás buscando líos.
—Nunca tuve nada que buscar —dijo el remendón—. Bueno, que tengas suerte, Shmuel. Ha pasado ya la mañana. Por consiguiente, es hora de partir.
Subió a la carreta y asió las riendas.
—Te acompañaré hasta los molinos —dijo Shmuel.
Y se encaramó al asiento del otro lado.
Yakov tocó al jamelgo con una varilla de abedul que el viejo tenía en la carreta, introducida en un orificio al borde del asiento. Pero el caballo, después de un sorprendido galope inicial, aflojó la marcha y se paró en medio de la carretera.
—Yo nunca empleo el latiguillo —declaró el buhonero—. Lo tengo aquí como recordatorio. Si él se hace el remolón, le recuerdo que podría usarlo. Y cualquiera diría que me entiende.
—En este caso, será mejor que vaya andando.
—Paciencia —Shmuel chascó los labios—. Adelante, guapo… Es muy vanidoso. Siempre que puedas, Yakov, aliméntalo con avena. Come demasiada hierba, y le produce gases.
—Si le produce gases, dejémosle que reviente —dijo Yakov, tirando de las riendas.
Yakov no se volvió a mirar atrás. El jamelgo avanzó por el serpenteante camino, entre los negros campos arados y salpicados de oscuros pajares; a la izquierda, muy lejos, se veía la iglesia de los campesinos. Después, la carreta subió por el estrecho camino empedrado del cementerio; unos cuantos sauces escuálidos y amarillos se erguían entre las tumbas; en el montículo cubierto de lápidas, yacían enterrados los padres de Yakov, un hombre y una mujer de poco más de veinte años. Él había pensado visitar sus fosas invadidas por la cizaña, pero, en el último minuto, le faltó valor. El pasado le dolía como una herida en la cabeza. Pensó en Raisl y se sintió deprimido.
El remendón golpeó con la varilla el costillar del jamelgo, pero éste no aceleró su marcha.
—Iré a Kiev por Hanukkah.
—Si no llegas allá, será porque Dios no lo habrá querido. Y no vas a perderte nada.
Un pordiosero cubierto de harapos llamó al remendón desde detrás de una lápida inclinada.
—¡Eh! Yakov, hoy es viernes. Si me das una moneda de dos kopeks, rezaré para ti las oraciones del sábado. La caridad salva de la muerte.
—La muerte es lo que menos me preocupa.
—Préstame un par de kopeks, Yakov —dijo Shmuel.
—Hoy no he ganado ni uno.
El pordiosero, que tenía unos pies horribles, le llamó goy, torció la boca y le miró con ira.
Yakov escupió en el camino.
Shmuel rezó una oración para librarse de mal.
El jamelgo empezó a trotar, arrastrando la desvencijada carreta cuesta abajo y dejando atrás la colina del cementerio, mientras el cubo oscilante golpeaba el eje del carromato. Pasaron junto al asilo, deteriorado edificio que tenía un pabellón anejo para huérfanos, y Yakov desvió la mirada para no verlo. Después, cruzaron un puente de madera y entraron en la parte más poblada del pueblo. Pasaron ante la choza de Shmuel y ninguno de los dos se volvió a mirarla. Una ennegrecida casa de baños, de ventanas entabladas, se levantaba junto a un pequeño arroyo, y el remendón sintió de pronto ganas de bañarse y se imaginó envuelto en el espeso vapor, frotándose los enjabonados costados con un cepillo, mientras el empleado derramaba agua sobre su cabeza. Que Dios bendiga el agua y el jabón, solía decir Raisl. Dentro de unas horas, la casa de baños, echando humo por todas sus rendijas, estaría llena de judíos, lavándose para la noche del viernes.
Avanzaron dando tumbos por una calle desigual y polvorienta, con casitas bardadas a uno de los lados y campos yerbosos al otro. Una judía de recia pelambre, sentada en el umbral de su casa, desplumaba entre sus rodillas una gallina de ensangrentado cuello, mientras maldecía a gritos a una cerda que hozaba entre los restos de su campo de patatas. Un charco de sangre en la cuneta daba testimonio de la matanza ritual. Más allá, una cabra de negra barba y retorcida cuerna, atada a un poste, baló y embistió al caballo, pero la cuerda que la sujetaba por el cuello resistió, y, aunque el poste osciló, la cabra fue rechazada hacia atrás. Las puertas de algunas casitas se habían desprendido de sus goznes, y, donde había escalones, éstos aparecían alabeados. Las vallas estaban inclinadas y a punto de derrumbarse sin que nadie pareciese darse cuenta, y esto irritó al remendón, a quien gustaba ver las cosas en su sitio y funcionando.
Esta noche, las velas blancas brillarían en las iluminadas ventanas. Brillarían para todos, menos para él.
El caballo avanzó en zigzag hacia la plaza del mercado. Ahora, las casas eran mejores; algunas de ellas eran grandes y bonitas, y, en verano, sus jardines se llenaban de flores.
—Pueden quedarse con ellas esos ricos piojosos —murmuró el remendón.
Shmuel no tenía nada que decir. Su cerebro, según solía declarar, había agotado este tema. No envidiaba a los ricos; lo único que quería era compartir un poco de su riqueza, lo bastante para seguir viviendo mientras se afanaba por ganarse la vida.
El mercado, una plaza grande y despejada, con casas de madera en dos de sus lados, algunas de ellas con tiendas en la planta baja, estaba lleno de carretas cargadas de grano, verduras, leña, pieles y muchas otras cosas. Alrededor de las paradas y de los tenderetes, se arracimaban las mujeres, comprando para el sábado. Aunque solía pasear por el mercado, el remendón no saludó a nadie, ni nadie le saludó.
«Me marcho y no lo siento —pensó—. Debería haberlo hecho años atrás».
—¿A quién lo has dicho? —preguntó Shmuel.
—¿A quién había de decirlo? Prácticamente, a nadie. No es asunto de su incumbencia. Si he de serte sincero, siento un peso en el corazón…, pero estoy harto de este lugar.
Se había despedido de sus dos compinches, Leibish Polikov y Haskel Dembo. El primero se había encogido de hombros; el segundo le había abrazado sin pronunciar palabra, y eso había sido todo. Un carnicero que sostenía por las gruesas y amarillas patas a una gallina que no dejaba de cloquear y de agitar las alas vio pasar la carreta y dijo algo gracioso a sus parroquianas. Una de éstas, una joven que se volvió a mirar, llamó a Yakov, pero la carreta se alejaba ya del mercado, poniendo en fuga a unos polluelos acurrucados en las rodadas del camino y a una bandada de vocingleros patos.
Se acercaron a la sinagoga, con su cúpula y su veleta de hierro; un edificio de paredes amarillas y picadas de viruela, y puerta de roble, que, de momento, permanecía en paz. Había sido saqueada en más de una ocasión. El patio estaba vacío, salvo por un judío de negro sombrero que, sentado en un banco, leía el periódico y tomaba el sol. Yakov había frecuentado poco la sinagoga en los últimos años; sin embargo, recordaba fácilmente la larga sala de elevado techo, con sus candelabros de bronce, sus ventanas ovaladas y sus lugares de oración, con taburetes y candeleros de madera, donde había pasado tantas horas, la mayoría de ellas en balde.
—¡Arre! —dijo.
Al otro lado del pueblo —un shtetl era una isla rodeada por Rusia—, el remendón tiró de las riendas y el caballo se detuvo ante un molino cuyas remendadas aspas giraban lenta y pesadamente.
—Aquí debemos separarnos —le dijo al buhonero.
Shmuel sacó del bolsillo un estuche de paño bordado.
—Olvidabas esto —dijo, turbado—. Lo encontré en tu cajón, antes de salir.
Dentro del estuche había otro que contenía unas filacterias. Había también un manto de oración y un libro de rezos. Antes de casarse, Raisl había confeccionado el estuche con un trozo de su vestido y bordado en el las tablas de los Diez Mandamientos.
—Gracias.
Yakov arrojó el estuche entre las demás cosas que iban en la carreta.
—Yakov —dijo Shmuel, con emoción—, ¡no te olvides de tu Dios!
—¿Quién olvida a quién? —dijo el remendón, enojado—. ¿Acaso he recibido algo más que palos en la cabeza y orines en la cara? ¿Qué es lo que tengo que agradecerle?
—No hables como un mojamed. Sigue siendo judío, Yakov. No reniegues de nuestro Dios.
—Los mojameds reniegan de un Dios por otro. Yo no quiero a ninguno de los dos. Vivimos en un mundo donde el reloj marcha de prisa mientras Él permanece en su montaña eterna contemplando el espacio. No nos ve, ni le importamos nada. Hoy necesito mi pedazo de pan, y no en el Paraíso.
—Escúchame, Yakov, y sigue mi consejo. He vivido más que tú. Hay un shul en el barrio de Podol, en Kiev. Ve allí los sábados y te sentirás mejor. «Bienaventurados los que confían en Dios».
—A donde debería ir es a las reuniones del partido socialista. Allí, y no al shul, es adonde debería ir. Pero lo cierto es que me disgusta la política, aunque no sabría decir por qué. ¿De qué le sirve a quien no es un activista? Supongo que es cuestión de mi carácter. Siento inclinación por la filosofía, aunque sé muy poco de muy pocas cosas.
—Ten cuidado —dijo Shmuel, muy agitado—. Vivimos en medio de nuestros enemigos. La mejor manera de protegernos es acogiéndonos a la protección de Dios. Recuerda que si Él no es perfecto tampoco lo somos nosotros.
Se abrazaron rápidamente, y Shmuel se apeó de la carreta.
—Adiós —le dijo al caballo—. Adiós, Yakov. Pensaré en ti cuando rece las Dieciocho Bendiciones. Si algún día ves a Raisl, dile que su padre la espera.
Shmuel retrocedió arrastrando los pies hacia la sinagoga. Cuando ya estaba lejos, Yakov sintió remordimiento por haber olvidado darle un par de rublos.
—Vamos, ¡arre!
El jamelgo levantó una oreja, inició un trotecillo y fue aflojando la marcha hasta convertirla en un paso cansino.
«¡Menudo viaje me espera!», pensó el remendón.
El caballo se detuvo en seco ante un ratón que cruzó corriendo el camino.
—¡Arre, maldito seas!
Pero el caballejo no quiso moverse.
Pasó un campesino con un buey de larga cuerna, al que pinchaba con un palo.
—A los caballos hay que hablarles con el látigo —dijo en ruso, desde el otro lado del camino.
Yakov empezó a golpear con la vara de abedul, hasta hacerle sangre. El jamelgo se quejaba, pero no se movía de su sitio en el camino. El campesino, después de observarles un rato, prosiguió su marcha.
—¡Hijo de perra! —gritó el remendón a su caballo—. Si seguimos así, no llegaremos a Kiev.
Estaba a punto de desesperarse, cuando un perro castaño cruzó sobre las hojas secas, al pie de unos árboles, salió al camino, y le ladró al caballo. El jamelgo arrancó a toda prisa, y Yakov apenas tuvo tiempo de agarrar las riendas. El perro les persiguió, ladrando fuertemente a las patas del caballo, y desapareció en un recodo del camino. Pero la carreta siguió adelante, entre chirridos de los ejes y tumbos de las ruedas, mientras el rocín trotaba lo más de prisa que podía.
Ahora, enfiló un polvoriento camino de tierra seca; a uno de los lados discurría un pequeño riachuelo al pie de un muro inclinado; al otro, se veían las desparramadas chozas de madera de una aldea, cubiertas sus techumbres con paja corrompida. A pesar de la pobreza y de la estrafalaria estampa de un gran número de cerdos, aquellas chozas tenían mejor aspecto que las casitas del shtetl. Un campesino barbudo partía leña con un hacha; una mujer sacaba agua del pozo de la aldea. Ambos interrumpieron su trabajo para mirarle. A una versta de su pueblo, era ya un extraño para todo el mundo.
El caballo siguió trotando, mientras Yakov contemplaba los campos, arados algunos de ellos, donde crecía la avena, el heno y la remolacha dulce. Los pajares recortaban su oscura silueta sobre los bosques. Un cuervo voló lentamente sobre el rastrojo de un campo de trigo. El remendón contó las ovejas y las cabras que pastaban en el prado comunal, bajo las gruesas y perezosas nubes. El otoño había sido húmedo y triste; las hojas muertas pendían aún en muchos árboles de los bosques que rodeaban los campos. El año pasado, en esta época, había nevado ya. Aunque solía gustarle el paisaje, Yakov sintió que le pesaba. El zumbido y el brillo del estío se habían esfumado. En la morada lejanía, la estepa se extendía melancólica, interminable.
Aunque la sangre se había coagulado sobre la herida del flanco del rocín, ésta seguía rezumando y atraía a las moscas; Yakov las oxeaba sin tocar al animal. Había pensado que se animaría al alejarse del shtetl, pero vio que no era así. Sentíase descontento, turbado por la impresión, más honda de lo que hubiera querido confesar, de que no había tenido más remedio que marcharse. Los pocos amigos que tenía quedaban atrás. Sus costumbres, sus mejores recuerdos, quedaban allí. Pero también quedaba su vergüenza. Se marchaba porque su manera de ganarse la vida —sin haber llegado a sepulturero— era peor que la de muchos, menos inteligentes y menos hábiles que él. Se marchaba porque, habiéndose casado, no tenía hijos —«vivo, pero muerto», decía el Talmud de los que eran como él—, y se sentía amargado, burlado. Sin embargo, si ella le hubiese permanecido fiel, se habría quedado. Luego era mejor que no lo hubiese hecho. Tenía que agradecerle el librarse de una vida estéril. Pero le causaba cierta aprensión ir a una ciudad de extraños —judíos o gentiles, los extraños eran siempre extraños—, a un lugar en cierto modo prohibido. ¡Santa Kiev, madre de las ciudades rusas! Conocía los pueblos situados a doce millas a la redonda del shtetl, pero sólo una vez, una semana de verano, había estado en Kiev. Sentía la alarma de lo desconocido, de no saber dónde estaban las cosas, de no poder presentir nada, ni ver nada con claridad. Lo único que podía recordar eran las hileras de destartaladas y atestadas viviendas del Podol. ¿Tendría que seguir soportando la misma inútil pobreza y la misma existencia gris, entre masas de judíos tan pobres como él, o podría encontrar una vida mejor? ¿Lo lograría, a su edad? Tenía ya treinta años… Escaseaba el trabajo que él podía hacer. Con unos cuantos rublos en el bolsillo, ¿cuánto tiempo podría aguantar antes de morirse de hambre? ¿Por qué mañana tenía que ser mejor que hoy? ¿Se había ganado este privilegio?
Le daban miedo muchas cosas, y, como raras veces había recorrido largas distancias, le daba miedo viajar. Le picaban las plantas de los pies, lo cual, según decían las viejas, significaba: «Viajarás hasta un lugar remoto». Esto estaba bien, pero ¿podría llegar allí? El caballo había aflojado de nuevo el paso; un cielo negro se cernía sobre su estúpida cabeza. ¿Y si esas nubes, oscuras y grávidas se abriesen de pronto y vertiesen su nieve sobre el mundo? ¿Lo aguantaría el rocín? Se imaginó la nieve cayendo espesa, cubriendo en pocos minutos el camino y los campos con su blanco manto, de modo que no se veía dónde terminaba el uno y empezaban los otros, y llenando la carreta. El rocín se detendría. Y, aunque Yakov lo azotase hasta poner sus huesos al descubierto, el animal se tumbaría tranquilamente sobre la nieve, porque era terco como el que más. «Hermano, estoy cansado. Si quieres viajar con esta tormenta, sigue en buena hora. Pero no cuentes conmigo. Yo voy a dormir un poco, y, si me duermo para siempre, tanto mejor. Al menos, la nieve abriga». Y el remendón se vio caminando entre los remolinos hasta perecer a su vez.
Pero nada dijo el caballo, y no pareció que fuese a nevar, ni siquiera a llover. El día era fresco, un poco ventoso —agitaba las crines del rocín—, y, aunque el caballo marchaba según su antojo, iba avanzando. Sin embargo, al cruzar un bosquecillo de negros árboles y cuyas ramas sin hojas se entrecruzaban amenazadoramente sobre la cabeza de Yakov, todo el paisaje se ensombreció, y el remendón, que seguía esperando un cambio del tiempo, sintió que volvían a erizarse sus nervios. Haciendo visera con la mano para resguardarse de la extraña luz, miró hacia delante: el camino serpenteaba y no se veía nieve en ninguna parte. «Ya basta —pensó—. Voy a comer un poco». Como si hubiese leído su pensamiento, el jamelgo se paró antes de que él tirase de la rienda. Yakov saltó de su asiento y, asiendo la brida, arrastró al caballo hacia la orilla del camino. El caballo separó las patas traseras y vertió un chorro amarillo sobre el suelo. Yakov orinó sobre unos helechos secos. Sintiéndose mejor, arrancó unos puñados de hierba y, como no encontró ningún morral en la carreta, se los dio con las manos al rocín. El caballo, jadeante, royó la hierba con sus gastados dientes amarillos hasta que aquélla pareció echar espuma. El estómago del remendón empezó a gruñir. El hombre se sentó al pie de un árbol iluminado por el sol, se levantó el cuello de la pelliza y abrió el paquete de la comida. Comió un pedazo de patata hervida, masticándolo despacio, y, después, medio pepino con sal gruesa y un pedazo de pan moreno. «¡Ojalá hubiese tenido un poco de té! —pensó—. O al menos un poco de agua caliente y azucarada». Después, se quedó dormido con la espalda apoyada en el árbol, volvió a despertar de pronto y subió apresuradamente a la carreta.
—Se ha hecho tarde, ¡maldita sea! Vamos, ¡arre!
El rocín se negó a dar un paso. El remendón agarró la vara de abedul. Pero lo pensó mejor: bajó del carromato, desenganchó el herrumbroso pozal y fue en busca de agua. Cuando encontró un riachuelo, descubrió que el cubo estaba agrietado; pero logró llevarlo medio lleno hasta el caballo, el cual no quiso beber.
—No me vengas con juegos —dijo.
Vertió el agua, colgó el pozal del gancho de debajo de la carreta y volvió a su asiento. Agitó la vara en el aire hasta que ésta silbó. Entonces, el caballo agachó las orejas y se puso en movimiento, si es que podía llamarse movimiento a aquello. Al menos, parecía que habían cambiado de sitio. El remendón hizo silbar de nuevo la vara, y el caballo, tras un minuto de indecisión, inició el trote. La carreta avanzó crujiendo.
Al cabo de un trecho, la carreta alcanzó a una vieja, una peregrina que caminaba despacio y apoyándose en un largo bastón; una gruesa campesina vestida de negro y que llevaba zapatos de hombre, mochila y una tosca bufanda que le cubría la cabeza.
Yakov desvió la carreta hacia la orilla del camino, pero, al llegar a la altura de la vieja, le gritó:
—¿Quiere subir, abuela?
—Que Jesús te bendiga —dijo la vieja, que tenía tres dientes amarillos.
A él no le importaban estas bendiciones. «Mala suerte», pensó. La ayudó a subir a la carreta y tocó al jamelgo con la punta de la vara. Con gran sorpresa por su parte, el caballo reemprendió su trote. Entonces, al llegar a un recodo del camino, la rueda de la derecha osciló y se inclinó hacia atrás, mientras la rueda izquierda se doblaba dentro.
La vieja se santiguó, se apeó despaciosamente y echó a andar apoyada en su grueso garrote. No volvió la cabeza para mirar atrás.
Yakov maldijo a Shmuel por haberle endosado la carreta. Saltó al camino y examinó la rueda rota. El gastado aro de metal había saltado. La madera se había quebrado, rompiendo dos radios. El rajado cubo desprendía grasa del eje. Yakov gruñó.
Después de cinco minutos de desorientación, sacó de la carreta la bolsa de las herramientas, la desató y esparció éstas en el suelo. Pero ni la hachuela, ni la sierra, ni el cepillo, ni las cizallas, ni la escuadra, ni la masilla, ni el alambre, ni el punzón, ni las dos leznas que llevaba le sirvieron para reparar lo que se había roto. En el mejor de los casos, tardaría un día en arreglar la rueda. Pensó en comprar una a un campesino, suponiendo que se adaptase, o poco menos, a su carreta; pero ¿dónde encontrar al campesino? Cuando uno no los necesitaba, se los encontraba hasta en la sopa. Yakov arrojó los fragmentos de la rueda rota al interior de la carreta. Ató la bolsa de las herramientas y esperó tristemente a que pasara alguien. Pero no pasó nadie. Pensó en regresar al shtetl, pero recordó que había quedado harto de él. El viento era ahora más frío, más cortante; se metía por debajo de su pelliza y le hacía cosquillas entre los omóplatos. El sol empezaba a ponerse y el cielo se estaba oscureciendo.
«Si voy despacio, tal vez podré llegar a la aldea próxima con sólo tres ruedas».
Lo intentó, corriéndose lo más posible hacia la izquierda del asiento y pidiéndole al caballo que lo tomara con calma. Para alivio suyo, la carreta se puso en movimiento, a pesar de los crujidos de la rueda de atrás, y así recorrieron una media versta. Volvía a alcanzar a la peregrina y se disponía a decirle que no podía llevarla, cuando la otra rueda trasera chirrió estridentemente contra el eje, y la parte de atrás de la carreta chocó contra el suelo con gran estruendo, aplastando el pozal. El caballo dio un tirón, resopló y retrocedió. El remendón, inclinado en un ángulo peligroso, se quedó paralizado.
Al rato, saltó de su asiento. «¿Quién inventó mi vida?». A su espalda, quedaba la estepa vacía de árboles; delante de él estaba la vieja. Ésta se había detenido ante un enorme crucifijo levantado al borde del camino; se santiguó, se arrodilló despacio y se puso a golpear el duro suelo con la frente. Y así siguió hasta que a Yakov empezó a dolerle la cabeza. La penumbrosa estepa estaba aquí deshabitada. Yakov sintió miedo de la niebla y del viento. Desenganchó el caballo, levantó el pesado yugo de madera y asió las riendas. Hizo retroceder al rocín hasta colocarlo junto al asiento de la carreta y, trepando a éste, saltó sobre el animal. Todavía tardó menos en bajar. Entonces, colocó la bolsa de las herramientas, el atadijo de los libros y los paquetes sobre el inclinado asiento, se ató las riendas a la cintura y volvió a montar. Después, se echó las herramientas al hombro, sujetó con la mano izquierda las otras cosas sobre el lomo del caballo, y empuñó las riendas con la derecha. El rocín salió al galope, y Yakov se sorprendió al ver que no se había caído.
Pasaron junto a la vieja, postrada ante la cruz. Yakov se sentía estúpido e inseguro a lomos del caballo, pero siguió adelante. El jamelgo pasó del galope al trote y, después, a un paso cansino. Por último, se paró. Yakov lo maldijo hasta desgañitarse, y esto surtió efecto, porque el animal volvió a la vida y reemprendió la marcha. Entonces, el remendón, que jamás había poseído un caballo —no sabía por qué, pero lo cierto era que nunca lo había tenido—, empezó a soñar con la buena suerte, en el triunfo, en la opulencia. Tenía una casa confortable, un negocio floreciente —tal vez una pequeña fábrica de algo—, una esposa fiel, morena y bonita, y tres hijos rebosantes de salud, que Dios les bendiga. Pero, cuando se hubo sosegado un poco, pensó con ira en su suegro, pegó con el puño al animal y se auguró un triste futuro. Yakov apremiaba al animal para que se apresurase —había oscurecido y el viento de la estepa cortaba como un cuchillo—, pero, sintiéndose libre de la carreta, el jamelgo se dedicaba a contemplar el mundo. También quiso pararse a comer un poco de hierba, arrancándola ruidosamente con sus gastados dientes, y yendo de un lado a otro del camino. De cuando en cuando, se volvía y daba un trotecillo hacia atrás. Yakov, frenético, le amenazaba con emplear el látigo, pero ambos sabían que no lo tenía. Desesperado, golpeó al animal con los tacones. El rocín salió disparado, y, durante unos peligrosos minutos, aquello fue como navegar en un bote de remos por un mar tempestuoso. Habiéndose salvado por los pelos, Yakov dejó de cocear. Pensó en tirar cuanto llevaba, por si la disminución del peso aligeraba la marcha del animal, pero no se atrevió a hacerlo.
—¡Soy un hombre duro, maldito caballo! ¡Pórtate bien, o me las pagarás!
Pero su amenaza no surtió efecto.
Había oscurecido por completo. El viento silbaba. La estepa era un mar negro y lleno de voces extrañas. Aquí, nadie hablaba yiddish, y el jamelgo, consciente tal vez de la extraña circunstancia, empezó a trotar y pronto estuvo a punto de volar. Aunque el remendón no era supersticioso, lo había sido de muchacho; y recordó a Lilith, Reina de los Malos Espíritus, y a la Bruja-pez, que atraía a los viajeros para darles muerte o, en otro caso, les ayudaba. En Ucrania, los duendes surgían como el humo. De cuando en cuando, sentía una presencia a su espalda, pero no volvía la cabeza. Entonces, apareció en el cielo una luna amarilla, como una flor que se estuviera abriendo, e iluminó la vacía estepa hasta sus sombríos confines. La lejanía parecía brillar. «Será una larga noche», pensó el remendón. Cruzaron al galope una aldea de campesinos, amarillo el alto campanario a la luz de la luna, oscuras las achaparradas chozas, sin la menor iluminación en parte alguna. Aunque olía a humo de leña, no se veía ninguna fogata. Yakov pensó en desmontar, llamar a una puerta y pedir alojamiento para pasar la noche. Pero tuvo la impresión de que, si se apeaba del caballo, jamás podría volver a montar. También temía que le robasen sus escasos rublos; por consiguiente, decidió que lo mejor era aguantar y proseguir su incierto camino. El cielo estaba tachonado de estrellas y un viento frío le azotaba la cara. Hubo un momento en que se durmió, tuvo una pesadilla y se despertó, temblando y sudoroso. Temió encontrarse irremediablemente perdido, pero vio, con gran asombro, que a lo lejos se elevaba un montículo pálidamente iluminado por la luna y sembrado de luces dispersas, y que a su pie discurría un ancho río en el que se reflejaba la luna medio oculta. El rocín dejó de trotar y tardaron una hora casi interminable en recorrer la última media versta que les separaba de la corriente.
3
Hacía mucho frío, pero el viento se había calmado sobre el Dniéper. No había transbordador, dijo el barquero.
—No funciona. Cerrado. Cerrado.
El hombre agitaba los brazos, como si estuviera hablándole a un extranjero, aunque Yakov se había dirigido a él en ruso. El hecho de que el transbordador no funcionase aumentó el deseo que tenía el remendón de cruzar el río. Pensaba dormir en una posada y levantarse temprano para buscar trabajo.
—Le pasaré al otro lado por un rublo —dijo el barquero.
—Es demasiado —respondió Yakov, aunque estaba muerto de cansancio—. ¿Cuánto dista de aquí el puente?
—Seis u ocho verstas. Un buen trecho, de todos modos.
—¡Un rublo! —gruñó el remendón—. ¿Se imagina que tengo tanto dinero?
—Puede tomarlo o dejarlo. No es fácil cruzar a remo un río peligroso, en una noche tan oscura. Hay peligro de ahogarse.
—¿Y qué haría con mi caballo? —dijo el remendón, como si hablase consigo mismo.
—Eso no es cosa mía.
El barquero, que tenía unos hombros como un tronco de árbol y lucía una barba enmarañada y gris, se sonó las narices con los dedos. El blanco de su ojo derecho tenía vetas de sangre.
—Escuche, amigo, creo que se preocupa demasiado por algo que no vale la pena. Aunque pudiera pasar el caballo a la otra orilla, cosa que no puedo hacer, la bestia se moriría. Basta con mirarla para ver que está en las últimas. Mire cómo tiembla. Respira como un buey degollado.
—Pensaba venderlo en Kiev.
—¿Y cree que habría un estúpido capaz de comprarle ese saco de huesos?
—Tal vez un carnicero de caballos… o alguna otra persona. Aunque sólo fuera por la piel.
—Le digo que ese caballo está muerto —afirmó el barquero—, pero puede usted ahorrarse un rublo. Me lo quedaré por el importe del viaje. Será un engorro para mí y me daré por satisfecho si obtengo cincuenta kopeks por los huesos. Pero, como es usted forastero, voy a hacerle este favor.
«El favor se lo haré yo a él», pensó el remendón.
Pero se metió en la barca, con su saco de herramientas, sus libros y los otros paquetes. El barquero desamarró el bote, sumergió los remos en el agua, y emprendieron la travesía.
El jamelgo, atado a una estaca, les observaba desde la orilla iluminada por la luna.
«Parece un viejo judío», pensó el remendón.
El caballo relinchó, y, al ver que no le daba resultado, lanzó un pedo estruendoso.
—Habla usted con un acento que me es desconocido —dijo el barquero, mientras remaba—. Es ruso, pero ¿de qué provincia?
—He vivido en Letonia y en otros lugares —murmuró el remendón.
—Al principio pensé que era uno de esos malditos polacos. ¡Vaya jerga la suya! —El barquero rió y, después, su risa se hizo taimada—. O tal vez uno de esos perros judíos. Pero, aunque viste usted como los rusos, tiene más bien aspecto de alemán, ¡así el diablo se los lleve a todos!, menos a usted y a los suyos, naturalmente.
—Soy letón —dijo Yakov.
—Bueno, como le decía, líbrenos Dios de los sanguinarios judíos —dijo el barquero, tirando de los remos—. Son unos parásitos narigudos, picados de viruela, tramposos y chupadores de sangre. Apestan la tierra y el aire con el hedor de su piel y con el olor a ajo de su aliento, y Rusia acabará muriendo de las enfermedades que ellos nos traen, a menos que terminemos con ellos de una vez. Cada judío es un diablo como es bien sabido, y, si alguna vez les ve usted quitarse sus sucios zapatos, observará que tienen pezuñas. Tan cierto como hay Dios, pues yo lo vi con mis propios ojos. Él se imaginaba que nadie le observaba, pero yo vi su pezuña como le estoy viendo a usted ahora.
Fijó su ojo sanguinolento en Yakov. El remendón sintió picazón en la planta del pie, pero no hizo ningún movimiento.
«Que hable lo que quiera», pensó. Pero sintió un escalofrío.
—Día tras día, van adentrándose más en nuestra patria —prosiguió diciendo el barquero, con voz monótona—, y la única manera de salvarnos es aniquilarlos. No me refiero a matar a un zhid[4] de cuando en cuando, de un puñetazo o de una patada en la cabeza, sino a exterminarlos, como hemos intentado hacerlo alguna vez, pero nunca como era debido. Lo que yo digo es que tendríamos que reunir a todos nuestros hombres, armarlos con fusiles, cuchillos, horcas, picos, con cualquier herramienta que sirva para matar judíos, y, al sonar las campanas en la iglesia, dirigirnos todos al barrio zhidy, fácil de encontrar por el hedor que despide, y sacarles de sus escondrijos, buhardillas, sótanos y madrigueras, y saltarles los sesos, horadarles la barriga llena de arenques, arrancarles las narices y liquidarlos a todos, jóvenes y viejos, porque, si quedasen algunos, se reproducirían como ratas y tendríamos que volver a empezar.
”Y, después, una vez muerta toda la maldita tribu, cosa que tendríamos que hacer en todas las provincias de Rusia donde pudiéramos hallarlos, aunque la mayoría de ellos se encuentran reunidos en el Pale, amontonaremos los cadáveres, los rociaremos con gasolina y haremos con ellos unas fogatas para diversión de todas las gentes del mundo. Y, cuando hayamos hecho todo esto, aventaremos las cenizas y nos repartiremos sus rublos, sus joyas, su plata, sus pieles y todo lo que ellos han robado, o bien lo devolveremos a los pobres, que es a quienes en justicia pertenece. Puede usted creer cuanto le digo: no está lejos el día en que haremos todo esto, porque nuestro Señor, a quien ellos crucificaron, quiere su justa venganza.
Soltó uno de los remos y se santiguó.
Yakov dominó el impulso de imitarle. El estuche de sus adminículos de oración cayó con ruido sordo en el Dniéper y se hundió como si fuera de plomo.