España ya no es «diferente»

Hemos hablado hasta ahora de la España anterior a 1950. Aunque sea a vuelapluma, trataremos de resumir a continuación las transformaciones acaecidas en el país en los últimos veinte años del franquismo.

Pese a la aparente inmovilidad de la superestructura política, este período pasará a la historia como uno de los más ricos y decisivos en cambios profundos, estructurales. Con gran retraso en relación a los países europeos más avanzados, España ha entrado, durante él, en el camino de la industrialización y de la moderna sociedad de consumo.

En 1949, Brenan podía escribir todavía que la impresión más duradera de su visita era lo poco que, después de todas las vicisitudes de la guerra civil y de la Segunda Guerra Mundial, había cambiado el carácter español. Hoy, difícilmente diría lo mismo. En este lapso de tiempo asistimos, de hecho, a una quiebra total del sistema de valores dominante en España desde la época de los Reyes Católicos, valores que, de modo arbitrario, fueron considerados durante siglos como inherentes a nuestro modo de ser, como esencias perennes de nuestro carácter. Toda una línea del pensamiento español, desde Quevedo hasta Unamuno y Menéndez Pidal, había decretado que los españoles, por el mero hecho de serlo, poseían un destino particular y privilegiado, ajeno a las leyes sociales y económicas del mundo moderno. Fundándose en una concepción metafísica del hombre, pretendían elaborar una imagen del español distinta de la de los demás seres humanos: la de un ser sediento de absoluto, preocupado, ante todo, por la muerte. El hecho de que, a lo largo del siglo XIX, las regiones más dinámicas de la periferia (Cataluña, Vascongadas, Asturias) se hubiesen plegado sucesivamente al modelo europeo no conmovía a estos escritores, contagiados del inmovilismo fascinador de la meseta castellana y de su proverbial impermeabilidad histórica. Para ellos, y para muchos españoles y europeos, el Homo hispanicus no era ni podría devenir nunca el Homo economicus.

En cierto modo, las circunstancias parecían darles la razón. Hasta hace pocos años, el español desconocía o rechazaba la ética de la productividad. Como la mayoría de los pueblos subdesarrollados, reaccionaba frente al utilitarismo de las sociedades industriales con una mezcla ambigua de envidia y desprecio. Pero, hoy, su mentalidad experimenta una profunda metamorfosis. Mientras el contacto con Europa ha abierto los ojos a varios millones de trabajadores allí emigrados, el turismo ha cumplido una función idéntica en el interior de nuestras fronteras. Año tras año, los extranjeros que regularmente nos visitan habrán comprobado que, paralelamente a la inevitable subida de precios, las relaciones humanas con los indígenas se «deterioran». Con la excitación y las prisas del último comensal llegado al banquete, estos procuran atrapar como pueden el tiempo perdido y se esfuerzan en alcanzar rápidamente el nivel técnico y social que los demás pueblos europeos han conquistado pacientemente como resultado de una experiencia lenta e ininterrumpida. Gracias al turismo y a la emigración, el español ha descubierto los valores de las sociedades más avanzadas y los cultiva con celo de neófito. Enriquecerse, ascender, avanzar sin tener en cuenta los obstáculos, tales son las normas de la nueva religión que, cada año, gana centenares de miles de adeptos. Esta indispensable transformación ética, que ni la Reforma luterana del siglo XVI ni la revolución industrial del siglo XIX lograron imponer en España, el turismo la ha generalizado en menos de cuatro lustros, sin necesidad de violencias ni sangre.

La raíz histórica del problema debemos buscarla en el esclarecedor análisis de Américo Castro de la conciencia tricéfala —cristiana, musulmana y judía— de los españoles y de la formación de su carácter nacional bajo la influencia del prestigio del Al-Andalus y de la convivencia social de las tres castas. «Desde el siglo XV —escribe Castro—, el conflicto de las castas comenzó a trazar la figura que los españoles han ofrecido en la época moderna… el prurito castizo de los cristianos viejos actuó como elemento corrosivo y disolvente; el capitalismo y la técnica —el comercio y la industria— se hicieron imposibles dentro de la Península… Las actividades comerciales, industriales y bancarias convertían, sin más, en judíos a quienes se ocupaban en ellas… Los españoles interrumpieron esa clase de actividades a fines del siglo XVI, por juzgarlas perniciosas para la pureza castiza que había hecho posible su expansión imperial… Era más esencial para ellos la honra de sus personas que la acumulación de riquezas que ponían en duda su cristiandad vieja… Una riqueza secularizada y de clase media era la de los españoles judíos, una riqueza tenida por vil… En lugar de Contrarreforma, la contraofensiva de los hidalgos debería llamarse Contrajudería». En estos últimos años asistimos, pues, a un verdadero proceso de «rejudificación» de España, de cuyos efectos no podemos sino congratularnos.

Hasta 1955, aproximadamente, la inmensa mayoría de los españoles no tenía la posibilidad material de abandonar el país: las autoridades exigían un salvoconducto para viajar de una ciudad a otra y el pasaporte era privilegio exclusivo de una afortunada minoría. Una campaña psicológica bien orquestada ponía en guardia contra la influencia nociva de lo extranjero. La cuarentena impuesta al régimen franquista por los acuerdos de Potsdam, el cierre de la frontera francesa, la retirada de los embajadores favorecían la natural xenofobia de las clases conservadoras, xenofobia alimentada por el gobierno de las pasadas glorias y el papel «funesto» de Francia e Inglaterra en la decadencia y ruina de nuestro Imperio. En esta época se prohibía el empleo de nombres extranjeros para comercios, cines, bares, etc., y la prensa subrayaba machaconamente las diferencias «insalvables» que, según ella, existirían in aeternum entre España y las demás naciones de Europa.

A partir de 1960, el franquismo, con la habilidosa capacidad de adaptación que le caracterizaba, sobrevivió en gran parte gracias al aporte financiero de aquellos europeos contra quienes nos prevenían unos pocos años antes. Y con ese radicalismo español tan característico, se pasó de la política de «espléndido aislamiento» defendida por él a abrir las fronteras a dos millones de españoles justamente insatisfechos de las condiciones de vida reinantes en España y a acomodar a los imperativos y exigencias de la nueva y próspera industria turística su gigantesco aparato de propaganda. Todo ello, preciso es admitirlo, sin maquiavelismo ni premeditación algunos. Cuando sus principios contradecían las realidades, el régimen de Franco sacrificó siempre los principios con desconcertante facilidad.

Poco a poco, mediante la doble corriente de forasteros y emigrantes, expatriados y turistas, el español ha aprendido, por primera vez en la historia, a trabajar, comer, viajar, explotar comercialmente sus virtudes y defectos, asimilar los criterios de productividad de las sociedades industriales, mercantilizarse, prostituirse y todo eso —paradoja extrema de una tierra singularmente fértil en burlas sangrientas y feroces contrastes— bajo un sistema originariamente creado para impedirlo. El hecho es significativo como índice de la dinámica actual del pueblo español. Obligado a aceptar el fait accompli, el franquismo procuró sacar, como es natural, el mayor provecho a una situación que no había previsto y que, en definitiva, escapaba a sus manos.

Un cambio de mentalidad tan brusco no se lleva a cabo sin contradicciones ni sobresaltos. Si el fenómeno de la «mercantilización» de las relaciones humanas es, en líneas generales, positivo, su aplicación práctica trae consigo, como vamos a ver, una serie de consecuencias que lo son mucho menos: la improvisación, el mimetismo, la falta de autenticidad se manifiestan hoy en todos los órdenes de la vida española. El español quiere comportarse como el europeo que le visita sin tener aún los medios ni, sobre todo, el entreno social necesarios. De ahí que, copiando los modales extranjeros en su aspecto más aparente y superficial, su imitación degenere a menudo en caricatura.

En restaurantes, hoteles, comercios, oficinas, despachos públicos, este desentreno social se traduce en improvisación, ineficacia, torpeza, confusionismo. Sorprendido por el maná caído del cielo, el español se enfrenta a la nueva situación sin una preparación moral y social adecuadas. En los últimos quince años, el país ha perdido la mayor parte de las características de la sociedad preindustrial, sin alcanzar por eso las ventajas materiales y técnicas de las sociedades más ricas. En la fase actual de nuestra historia, los clisés válidos durante siglos envejecen rápidamente.

La inautenticidad, el mimetismo dominan hoy la escena española. Tenemos, por ejemplo, nuestras costas. En las playas solitarias del Sur, junto a aldeas y pueblos pacientemente construidos siglo a siglo, improvisados bloques de viviendas, hoteles estándar rompen la armonía antigua y desmienten la belleza que motivara originariamente el actual boom económico. Lo viejo se sobrepone a lo nuevo sin continuidad ni equilibrio. En lugar de una evolución progresiva asistimos a un trastorno brusco de todos los hábitos sociales y mentales. En lo moral, como en lo económico, pretendemos quemar las etapas sin tener en cuenta que ni las estructuras ni las costumbres pueden cambiarse de la mañana a la noche. Nuestro comportamiento deja de ser auténtico y se convierte en una copia triste y un tanto forzada. Los españoles de hoy hemos perdido nuestra identidad secular sin habernos forjado todavía una personalidad definida y nueva.

En lo exterior, las apariencias no han cambiado y los atributos del «alma española» fascinan y seguirán fascinando a nuestros visitantes: los toros, el cante flamenco, el ceremonial religioso, el donjuanismo, etc. Pero desengañémonos. Obligados a mantenerlos y exhibirlos por las necesidades del turismo, los españoles empiezan a dudar interiormente de ellos. En la película Bienvenido, Mr. Marshall, los habitantes de un pueblo castellano se disfrazaban de andaluces para embaucar a los americanos y conseguir sus divisas. Hoy, este disfraz es una realidad: de Galicia al País Vasco, de Navarra a Cataluña, el estilo y folclore «andaluces» campan por sus respetos, ofreciendo al turista la imagen convencional y típica de la España que le atrae.

Los millones de extranjeros que visitan la Península la contemplan ya a través del telón alienador de la moderna sociedad de consumo. Anuncios, reclamos, estaciones de gasolina, snacks y moteles se alinean a lo largo de las principales carreteras y ocultan poco a poco el paisaje natural. La dolce vita europea se da cita en las playas de la Costa Brava y Mallorca, Alicante y Torremolinos y, simultáneamente, la fisonomía tradicional de Castilla se transforma y hasta la remota y olvidada Almería lleva camino de convertirse en un centro cinematográfico de primer orden. El forastero podrá apreciar el sol y el cielo luminoso del país y admirar, según sus gustos, el arte románico catalán y los Goyas del Museo del Prado, los monumentos islámicos de Andalucía y Ávila, El Escorial y Toledo; bañarse en las hermosas playas del Sur y presenciar corridas de toros y procesiones de Semana Santa; pero hallará difícilmente, a lo menos en las zonas más avanzadas, la razón de este Spain is different que tanto pregonó la propaganda oficial. No, España no es aún Europa, pero lleva camino de serlo y, para bien o para mal, ha roto sus amarras con la vieja y soñolienta España.