En 1949, después de trece años de ausencia, Gerald Brenan recorre por espacio de unos meses las regiones del centro y sur de la Península y, de regreso a Inglaterra, publica un libro en el que resume las impresiones de su viaje: La faz actual de España. Borrow había ido a nuestro país a difundir el mensaje bíblico y Hemingway a ver corridas de toros. El propósito de Brenan era más vasto y, sobre todo, mucho más complejo. Experto conocedor de la lengua, historia y literatura hispanas, el autor de El laberinto español había vivido siete años en Andalucía hasta los primeros meses de la guerra civil y su interpretación de los orígenes y causas del conflicto sigue siendo, todavía hoy, una de las más sólidas y convincentes en la materia. En El laberinto español (1943), Brenan había defendido con serenidad y cierta discreta reserva el punto de vista republicano. Pero cuando en 1949 se decide a visitar la Península, no se propone analizar la situación creada por la guerra civil española, sino que quiere centrar su atención en los rasgos y características esenciales del país, o, para emplear sus propios términos, en «su naturaleza más permanente». Con una objetividad que no excluye una profunda y lúcida simpatía hacia el pueblo, Brenan describe la vida española durante uno de los períodos más duros y difíciles de nuestra historia. Las páginas de su diario de viaje captan la realidad vivida por los veinte y tantos millones de españoles con la fidelidad y precisión de una cámara cinematográfica. A veces, el lector cree revivir algunas de las escenas (personajes, comparsas, decorado) del libro de Borrow: así, el andaluz que se lamenta de la hipocresía de los manchegos, el extraño escritor que desea hacerle una entrevista para el periódico local y termina por darle un sablazo o ese buen sacerdote que muestra orgullosamente el nuevo altar de su capilla: «Era la última palabra en materia de juguetes mecánicos; tenía toda clase de ingeniosos artilugios que funcionaban cuando se apretaba un botón eléctrico. Las luces se encendían y se apagaban; se abría una puerta y la custodia que contenía el Santísimo Sacramento se elevaba lentamente, como un sol de oro, según la expresión del párroco, hacia un cielo lleno de ángeles». Pero no se trataba de la misma España que conociera Borrow, sino de un país traumatizado por los horrores de la guerra civil y de la represión que le siguió y que, bajo la férrea disciplina militar impuesta por los vencedores, lucha por sobrevivir y se esfuerza en acrecentar su potencial económico. Para penetrar en esta realidad, Brenan debe recusar el espejismo de las apariencias. «El extranjero que recorriera la prensa española —escribe— podría muy bien llegar a la conclusión de que nada sucede, en la Península, salvo partidos de fútbol, ceremonias religiosas y corridas de toros». No obstante, la impresión primera y superficial es engañosa, y si en Madrid observa que «todos los habitantes de esta ciudad tienen dinero o simulan tenerlo» y que «las tiendas están llenas de alimentos de lujo, hay un café o un bar a cada pocos metros y las gentes no parecen tener otra tarea que la de pasearse», cuando visita Andalucía advierte que «no es posible andar por las calles de Córdoba sin quedarse horrorizado ante tanta miseria». Las estructuras agrarias inmóviles siguen lastrando, como en el siglo XIX, el desarrollo económico del país, y la debilidad de la burguesía la conduce a prolongar su alianza con las fuerzas represivas que garantizan el necesario y cruel proceso de acumulación capitalista. «El sistema empleado en estas grandes propiedades [se refiere a los latifundios de Andalucía] es mantener en la nómina durante todo el año a un reducido número de trabajadores y tomar a los de más por los breves períodos que los cultivos reclaman. Por cada diez colocados de modo permanente, hay cien que están a la merced del trabajo circunstancial. Esto significa que, incluso en un buen año, un peón del campo tiene que mantener a su familia durante los doce meses con lo que gana en seis u ocho… El único poder auténtico que existe hoy en España es el dinero, y ni terratenientes ni estraperlistas ven la necesidad de hacer sacrificios para prevenir una revolución que, mientras el ejército y la policía sigan fieles, no puede producirse». Entre los burgueses y funcionarios, de un lado, y los obreros y campesinos, de otro, existe una masa fluctuante y desamparada que acampa en un presente inhóspito y busca desesperadamente la manera de insertarse en el proceso de acumulación: «España —dice— está llena de estos desdichados, de gentes que han perdido su posición en las zonas seguras de la sociedad y merodean recogiendo las migajas que caen de las mesas de quienes han tenido más suerte que ellos… El sistema económico español es un juego de sociedad en el que sólo hay asiento para la mitad de los que juegan». Pero, al tiempo que señala las injusticias sociales y el contraste dramático entre la riqueza de algunos y la pobreza de los más, Brenan no deja de observar, con un pragmatismo que bien pudiera escandalizar a más de uno, que «la guerra civil, el hambre y el mercado negro han provocado una revolución social en la que, por toda España, las gentes de energía y determinación han pasado de la pobreza a la abundancia»; para Brenan, incluso el mercado negro tiene su lado bueno: «Como la revolución industrial en la Inglaterra victoriana, ofrece oportunidades a las personas laboriosas y emprendedoras para elevarse en la escala social».
Tras caracterizar así la sociedad española en estos terribles años de hambre y de sequía, miedo y privaciones, Brenan contrasta sus experiencias peninsulares con las de la sociedad industrial a la que él pertenece. Su sensibilidad oscila entre la acción y la contemplación, la estética y la moral: una mezcla curiosa de Bentham, Ruskin y Lawrence de Arabia. Como inglés, encuentra en España «una especie de espontaneidad que echaba de menos en mi patria. Lo que nuestro país ganaba en orden y justicia social, lo perdía en celo y vitalidad». Brenan se pregunta por qué los septentrionales tienen que acudir siempre al Sur para aprender el arte de vivir y se lamenta del filisteísmo inglés; en España, en cambio, el sentido moral soporta difícilmente los contrastes, pero no hay modo de permanecer insensible ante el encanto de las «virtudes» primitivas de la sociedad preindustrial. El dramatismo de la lucha diaria por el pan, tan evidente hoy, por ejemplo, en los países musulmanes, coloreaba aún, hace unos años, la vida de la Península. Miembro de una sociedad opulenta, el autor de La faz actual de España lo analiza desde un punto de vista a la vez estético y moral: «Esta búsqueda del alimento tan a la vista puede ser aflictiva, pero también, hay que reconocerlo honradamente, estimulante. Llena el ambiente de ansias y deseos. Nos sentimos muy lejos de Bournemouth y Torquay, con sus existencias letárgicas».
En la época que nos pinta, el pueblo español no había sido conquistado aún por los valores de la sociedad industrial, y el proceso de acumulación capitalista se producía en un ambiente de gran inexperiencia social, dominado todavía por los hábitos y prejuicios de una sociedad que vivía, desde siglos, al margen del rendimiento y de la técnica.
Recuerdo que hace escasamente veinte años me detuve en un bar de un pueblo de la costa alicantina (hoy llenos de snacks, night-clubs y moteles) y, como advirtiera que apenas había otra cosa en los estantes que unas botellas de coñac español, pedí una copa de este con un poco de sifón.
—¿Qué marca prefiere? —Me preguntó el dueño—. ¿Fundador?
—Bueno —dije— dé me Fundador.
—Lo siento. Fundador no hay.
¡El extraño patrón me había propuesto la única marca de la que no disponía!
Un hecho como este sería hoy totalmente impensable, pero, hasta mediada la década de los años cincuenta, el carácter español seguía siendo, a lo menos en las zonas no industriales, el mismo que cautivara a Borrow y Hemingway. En apariencia, gran número de españoles parecían adaptarse a los principios de utilitarismo y de rendimiento, pero interiormente se oponían a ellos y se resistían a asimilarlos.
El rasgo peninsular que atrae más a menudo la admiración de Brenan es esa vitalidad, heredada tal vez de los árabes, que hace que los españoles se abandonen al placer y al dolor «de manera más abierta y completa que cualquier otro pueblo». Vitalidad, en primer lugar, de las mujeres, que avanzan por la calle como impulsadas por las miradas de admiración masculinas, «sin las dudas ni vacilaciones que consumen a las jóvenes bonitas de Inglaterra. Saben que están donde están para ser miradas y que los hombres están donde están únicamente para mirarlas». Sus cabellos, en particular, retienen justamente la atención de nuestro visitante: «Esos grandes bucles que caen como cascadas y que luego son lavados, cepillados, peinados, recogidos, perfumados y frotados con brillantina para que rivalicen en brillo con los zapatos y las pupilas, son el índice de la enorme vitalidad animal de esta raza, una vitalidad que sería un poco tosca y monótona si no se impusiera a sí misma con tanta frecuencia una clase especial de refinamiento y melancolía». Placer y dolor, estoicismo y hedonismo: el pueblo español oscila de uno a otro sin alcanzar el equilibrio jamás. Brenan cree que «deben de ser muy pocas las almas españolas que hay en el limbo, porque la mayor desdicha para el español es la pobreza de espíritu o la carencia de sentimientos. Y, desde luego, las grandes vicisitudes por las que pasan estas gentes dejan una huella en sus caras, una huella que se advierte más porque son precisamente caras muy expresivas. Las expresiones que se observan en algunas personas de más de cincuenta años son algunas veces extraordinarias». Sobre este punto no podemos sino suscribir sus palabras: comparados con la movilidad y viveza de los rostros españoles, los de los alemanes, suizos, belgas o ingleses resultan, casi siempre, insípidos. Entre la gente de pueblo es frecuente encontrar caras de una nobleza y dignidad notables: adustas o alegres, ensimismadas o eufóricas, aun en los casos manifiestos de cabotinage, no se les puede negar, de buena fe, una recia y atractiva personalidad.
Brenan intenta penetrar en los recovecos y escondrijos del «alma nacional» y analizar las escabrosas relaciones del español con la religión y la muerte. La herida de la reciente guerra civil no ha cicatrizado todavía y la orgía de sangre a que se han entregado los dos bandos le lleva a interrogarse sobre esta pasión, «mitad sexual y mitad religiosa», que induce a los españoles «a asociarse con la Muerte y a trabajar para ella». En el arte religioso español es posible advertir, como dice Brenan, «el ansia indígena —cabría llamarla africana— de extraer hasta la última gota de emoción de las situaciones, de transmitir todos los sentimientos, y especialmente los sentimientos penosos, hasta el orgasmo». Pero esta característica tan hispánica se manifiesta, sobre todo, durante el ceremonial de las procesiones de Semana Santa; y, antes de decir unas palabras sobre ellas, he considerado oportuno reproducir algunos pasajes de la reseña de un periódico de Madrid de la procesión del Silencio, celebrada en la capital el Viernes Santo del año 1964: «Madrid, una de las ciudades más alegres y bonitas del mundo, es también uno de los mayores centros de penitencia a la antigua…»
«Diez mil kilos de hierro, distribuidos en quinientas pesadas cadenas, fueron arrastrados el viernes por los penitentes de la procesión del Silencio. La mayor parte de ellos pertenecían a la Hermandad de Cruzados de la Fe; otras, adquiridas en el Rastro al precio de trescientas o cuatrocientas pesetas, aparecieron, incontroladas, a la vera de un Cristo o de una Virgen Dolorosa. Y, por primera vez en la historia de nuestros desfiles de Semana Santa, se han tenido que alquilar cadenas en ciertas ferreterías ante la extraordinaria demanda que se produjo a última hora, precisamente cuando el tiempo amenazaba con portarse peor. Las ferreterías cobraron diez duros por el alquiler de una cadena para toda la noche del Viernes Santo. Por otra parte, se distribuyeron cinco mil cruces de madera…»
«Una de estas cruces, la que va siempre detrás del Santo Cristo de la Fe, está hecha de un poste de telégrafos entero. Pesa alrededor de cien kilos y es de propiedad particular. Desde hace varios años carga con ella su piadoso dueño, que es hombre joven y de buena posición económica…»
«En las tiendas de objetos religiosos de la calle de la Paz, así como en algunos conventos de clausura, se han vendido cientos de cilicios y disciplinas, por no decir millares. Los cilicios están hechos por las monjas con unos alicates, un rollo de alambre y unas tenazas. La parte que destinan al contacto con la carne aparece erizada de púas con un filo muy semejante al corte de las navajas. Los hay para colocar alrededor de un brazo, de un muslo o de la cintura».
«Las disciplinas son una especie de látigo de varias puntas, cada una de las cuales lleva unos cuantos nudos. Tales látigos sirven para castigarse y flagelarse uno mismo…»
«Hay que suponer que todos los instrumentos de penitencia corporal que se han mencionado fueron utilizados con el permiso o el consejo del confesor, ya que, de otra manera, podrían resultar nocivos para la salud espiritual y física de quien los usare arbitrariamente».
Las manifestaciones religiosas más suntuosas son las de Sevilla, Málaga y Córdoba, pero al forastero que visitara por primera vez la Península durante las fiestas le aconsejaría, quizá, las procesiones del Sudeste: las de Murcia, Lorca o Cartagena. En esta última ciudad, la participación masiva del Ejército y de la Marina confiere especial solemnidad y rigidez a todas las ceremonias: los encapuchados y penitentes no se abandonan a la emoción dramática, como los sevillanos o malagueños; su estilo es más bien severo y hierático, muy de acuerdo con las imágenes de las Dolorosas demacradas y céreas, de los Cristos yacentes y exangües. El ruido de las cadenas y de las botas de los soldados cubre el murmullo afligido de las oraciones, los capirotes evocan viejos grabados de la Inquisición o fotografías recientes del Ku Klux Klan, y los pies ateridos y ensangrentados de los penitentes compiten con los clavos, lanzadas y heridas, escrupulosamente reproducidos, de las imágenes santas. En Murcia, el forastero puede presenciar aún el muy goyesco «Entierro de la Sardina» y admirar los pasos del escultor Salzillo (1707-1783), probablemente los más bellos de España. En Lorca, en fin, las procesiones toman el aspecto de extravagantes cabalgatas bíblicas: los pasos representan escenas del Antiguo Testamento y de la historia romana, y la rivalidad tradicional de dos cofradías —la de los Blancos y la de los Azules— colorea las ceremonias de un acusado tinte de paganismo. Los Cristos y las Dolorosas alternan con las figuras anacrónicas de Cleopatra y Nerón. Como en el teatro de la época isabelina, los papeles femeninos son representados por travestis y el conjunto escenográfico produce en el espectador una curiosa impresión de sincretismo religioso: mezcla híbrida de cristiana Cuaresma y folclórico Carnaval.
Entre las finas y atinadas observaciones de Brenan respecto al arte religioso español merecen destacarse las que hacen referencia al barroco, como esta oportuna cita extraída del brillante ensayo de Roger Fry, A Sampler of Castile: «En una iglesia española, la arquitectura, la escultura y la pintura son, sin excepción, accesorios del arte puramente dramático —la danza religiosa, si se quiere— de la misa. Por la superfluidad y la confusión mismas de tanto oro y resplandor, percibido a través del penumbroso ambiente, el ánimo queda exaltado y encandilado. No se incita al espectador a que mire y comprenda; se le pide que se mantenga pasivo y receptivo. Queda reducido a una condición hipnótica. ¡Qué diferente es esto del primer gótico francés o del Renacimiento italiano! En estos, todo es luminoso, de líneas bien definidas, objetivo. El ánimo es sacado de su ensimismamiento para que contemple activamente las formas y los colores. Se trata de artes precisamente expresivas de las ideas artísticas; en cambio, el arte español es impresivo por su falta de claridad. Sus efectos son acumulativos: hace que cada arte se mezcle con los demás y que todos juntos produzcan un estado completamente distinto de la comprensión estética».
Personalmente, a mí me ha atraído siempre la profusión de mármoles de color y la abundancia de motivos ornamentales platerescos que brindan, por ejemplo, la fastuosa fachada de la catedral de Murcia o numerosas iglesias y monumentos de la ciudad de Lorca. El barroco italiano no alcanza nunca un grado semejante de concentración e intensidad y hay que ir a la hispanizada Apulia —a Lecce, Manduria, Martina-Franca— para encontrar asombrosos y exultantes portales del orden de los que he admirado más de una vez en la iglesia de la Trinidad de Alcaraz o en la capilla de la Santa Cruz de Caravaca. El sincretismo religioso de la región se revela también aquí, pues, como observa Brenan, el barroco español se inserta en las tradiciones de la artesanía árabe o mudéjar, «habituados a idear complicados dibujos lineales y aficionados a la organización de complejas ceremonias y procesiones religiosas».
Resulta imposible compendiar en estas páginas las enjundiosas observaciones de Brenan sobre una serie de tipos humanos con quienes el eventual viajero tropezaría aún hoy en cualquier ciudad o pueblo de la Península: el ex combatiente falangista, según el cual, si Franco «pudiera entrar en un café o en un bar y escuchar lo que dice la gente, el país cambiaría de la noche a la mañana», o el resistente un tanto neurótico «cuya droga no es el sexo ni la morfina, sino la política». Mayor interés tienen todavía sus consideraciones respecto al carácter netamente urbano de la civilización hispánica: en efecto, mientras en Inglaterra y los países nórdicos actúan importantes fuerzas centrífugas y hay un éxodo inverso de la ciudad al campo, la civilización española, dice Brenan, «está edificada sobre el temor y la antipatía frente a la naturaleza». Como los árabes, los españoles tienden a vivir apiñados los unos sobre los otros, y, contemplando Toledo desde uno de los miradores de la ciudad, no puede menos que exclamar: «¡Qué conejera forman sus calles, casas e iglesias! Como Fez, huele a Edad Media; como Lhasa, a monjes».
La faz actual de España data de 1949 y, hoy, la actitud de los españoles ante el paisaje empieza a modificarse. El excursionismo y el cámping, populares ya desde primeros de siglo en la industriosa y europeizada Cataluña, se han extendido rápidamente en los últimos años a las demás regiones de la Península gracias a la influencia del turismo y al espectacular aumento del parque de automóviles. Ahora, el burgués madrileño sube a respirar el aire de la sierra como el parisiense va a su maison de campagne. La transformación progresiva de los medios y técnicas de producción se refleja gradualmente en la conciencia social de los españoles y, aunque los problemas planteados en el siglo XIX siguen en pie, asistimos, como vamos a ver, a una brusca y ferviente apoteosis de los valores de la sociedad de consumo.