Unamuno y el paisaje de Castilla

Cuando se produce la pérdida de Cuba, Puerto Rico y las Filipinas, en medio de la indiferencia del país —Romanones ha descrito con brío el alegre tropel de gentes que se dirigían a la plaza de toros de Madrid el mismo domingo en que llegó la noticia del desastre naval de Cavite—, los intelectuales reaccionan con amargura y proceden a un minucioso examen de conciencia con el propósito de diagnosticar el origen y causas de la decadencia nacional. Hecho curioso: aunque la independencia de las repúblicas de Sudamérica y la consiguiente «provincialización» de España se remontan a 1825, los españoles no parecieron advertirlo hasta que la intervención de Estados Unidos liquidó en 1898 los últimos vestigios coloniales americanos y asiáticos. Despertando de un sueño secular, un grupo de escritores e intelectuales abrieron los ojos y trataron de comprender lo ocurrido. España era una sombra de sí misma y su voz parecía haber enmudecido para siempre. Urgía la empresa de devolverle la salud perdida, empezando para ello por la palabra. La decadencia que inquietara ya a Cervantes (recuérdese su verso sobre «la sola y desdichada España») y a Quevedo (véase su admirable soneto «Miré los muros de la patria mía») había llegado a un punto extremo, opresivo, angustioso. Ganivet, Unamuno, Machado, Azorín y otros acometen, cada uno a su manera, la necesaria meditación salvadora. La llamada generación del 98 se enfrenta a los mitos bajo cuyo peso languidece y se asfixia la vida nacional y pasa cuidadosamente por la criba el arte y la literatura, la historia, el paisaje peninsular. Pero, como vamos a ver en seguida, su actitud crítica no se objetiviza nunca o casi nunca y aparece en muchos casos arbitraria e incluso caprichosa.

Como Quevedo, Unamuno advierte la ruina del país y, después de señalar sus males, se aferra desesperadamente a ellos en nombre de una españolidad metafísica, abstracta: si en su juventud habla de europeizar España, más tarde reacciona contra estas tendencias y propone a sus paisanos la tarea de «españolizar» Europa. Como Quevedo, Unamuno profesa un hondo desprecio por la ciencia y la técnica, el comercio y el lucro. En sus obras tropezamos a menudo con apreciaciones negativas de la sociología («¿Hay algo más horrendo, más grotesco, más bufo que eso que suelen llamar sociología?»), de las invenciones mecánicas y de lo que él denomina «la peste de la lógica». La historia deviene a sus ojos una agitación inútil y el progreso moderno le merece los más vivos sarcasmos: «Deja la civilización con el ferrocarril, el teléfono, el water-closed, y lleva la cultura en el alma… El desprecio a la comodidad es aún una de las evidentes superioridades de los pueblos de casta ibérica. En ninguna parte estalla tan a las claras la ramplonería humana como en la mesa del comedor de un gran hotel… El señor que no sabe viajar sin almohada y baño es un mentecato…», etc. Haciéndose eco de las obsesiones de la casta cristiano vieja de Castilla, Unamuno reprocha a los catalanes su «avaricia codiciosa» y el deleite carnal que «se ofrece tan pródiga y variablemente en Barcelona» (su horror al sexo es, igualmente, muy quevedesco).

Ya se trate de poesía o de teatro, pintura o arquitectura, sus gustos reflejan su íntima comunión con los ideales que impulsaron la grandeza imperial de España, y su retórica del gesto también (ese «me duele España» que puntuaba con el ademán grave de El caballero de la mano en el pecho). Pero, para comprender justamente la «morada vital» en que se desenvuelve el pensamiento de Unamuno, nada mejor que analizar su actitud con respecto al paisaje. La estimación de este es, entre los españoles, un hecho relativamente reciente. Durante el Siglo de Oro, pese a que el motivo del viaje en busca de un empleo sea uno de los procedimientos más usados en la novela de corte picaresco, las descripciones de lugares son más bien raras y, por lo común, sumamente convencionales. Para encontrar referencias del paisaje urbano o campestre es necesario bucear en las crónicas, relaciones y correspondencias sepultadas en bibliotecas y archivos. En el siglo XVIII, las observaciones abundan, enfocadas casi siempre desde un ángulo exclusivamente económico y social. Para Azorín, Enrique Gil Carrasco es el primer escritor español que eleva el paisaje a una categoría literaria: El señor de Bembibre es, en cierto modo, una simple colección de paisajes de la bellísima tierra del Bierzo. En Galdós encontramos, asimismo, excelentes retratos de los pueblos soñolientos e inmóviles de Castilla, pero hay que esperar a la generación del 98 para que el paisaje español abandone definitivamente su papel subordinado y funcional dentro de la prosa y aun de la poesía y pase a ocupar una posición de primer plano mediante una especie de promoción estética.

Una primera observación: la gran variedad y riqueza de paisajes de la Península se refleja escasamente en la obra colectiva del 98. Si los montes y rías de Galicia son poéticamente vividos por Valle-Inclán y el luminoso paisaje alicantino —olivares y almendros escalonados en pulcros bancales— es objeto de amorosa descripción en la prosa azoriniana, regiones y provincias enteras —entre las que figuran algunas de las más notables e impresionantes de España— no atraen la atención de nuestros escritores y permanecerán, hasta fecha reciente, literariamente vírgenes. Si Azorín, Baroja, Valle-Inclán retratan con singular encanto su patria chica, el interés colectivo del 98 se centra, por lo general, en una sola área geográfica (el centro de la Península) y en una única categoría de paisaje (la meseta castellana). Las descripciones de ciudades y aldeas, páramos y sierras, planicies y campos nos valen pasajes y aun libros enteros escritos en una prosa limpia y bruñida, trabajada con esmero de orfebre. En ellos, como vamos a ver, el hombre forma parte integrante del paisaje y ocupa un lugar secundario. Los escritores del 98 lo sitúan en un decorado rústico o urbano, como un elemento más —igual que un árbol, una roca o el cauce seco de un río—. Para Unamuno, la existencia objetiva del campesino castellano no cuenta, o cuenta apenas: el paisaje es, ante todo, un espejo o, si se quiere, la emanación de su propia espiritualidad.

Recientemente, el joven ensayista Juan Carlos Curutchet resumía así la posición del 98: «La moderna geografía ha sido definida como la ciencia de los paisajes. El paisaje geográfico en sí es esencialmente concreto; es accesible a los sentidos (o a las prolongaciones técnicas de los sentidos), es tridimensional y consta básicamente de dos elementos: el natural y el humano. Ambos aspectos aparecen vinculados entre sí en lo que el geógrafo alemán Ratzel llamó, hace ya varias décadas, ecúmene, entendiendo por esta el área habitada, trabajada y transitada por el hombre. Allí donde las sociedades humanas han convertido el paisaje natural en su morada, la formación primitiva ha cambiado e incluso desaparece por obra de la actividad adaptadora y transformadora de la cultura. El paisaje natural es extensión, se desenvuelve en el espacio; el paisaje cultural es actividad, se desarrolla en el tiempo. Curiosamente, los escritores españoles (y no sólo ellos: también los historiadores, etc.) han intentado hacer del paisaje de Castilla (tal en el caso de Unamuno y Azorín) un paisaje natural; han creído descubrir en él ciertas esencias, ciertas cualidades de eternidad y misterio que detendrían el proceso histórico a la altura de un determinado estadio de su desarrollo».

Al enfrentarse al paisaje castellano, Unamuno lo hace desde un punto de vista estético-religioso que excluye a priori la dimensión humana y social del mismo. Ya se trate de Salamanca, Ávila o Palencia, del Guadarrama o de Yuste, su actitud es siempre egocéntrica y subjetiva. El conflicto entre moral y estética, acción y contemplación no existe: su apreciación no es conflictiva, carece de dinamismo interno. Por otra parte, su visión está embebida de motivos y temas, añoranzas y recuerdos del arte y la literatura castellanos del Siglo de Oro (santa Teresa, don Quijote, El Greco, etc.): así, el paisaje que contempla lleva adherida una serie de valores culturales estáticos y es, en cierto modo, un paisaje neutralizado por la tradición. El glorioso pasado español aureola las iglesias, castillos y aldeas habitados por los fantasmas de Isabel la Católica o don Álvaro de Luna. Únicamente cuando visita Las Hurdes —el misérrimo valle inmortalizado en la película de Buñuel— parece humanizarse un poco y contemplar realmente a los indígenas, en lugar de mirarlos sin ver, como si fueran transparentes. Su postura se sitúa, por tanto, en las antípodas de un Jovellanos. Unamuno tiene probablemente razón, si se «habla del campo de Castilla, de los solemnes páramos de La Mancha y se dice que son áridos y tristes, queriendo decir con eso que son feos», en proclamar que le produce «una más honda y más fuerte impresión estética la contemplación del páramo… que uno de esos vallecitos verdes que parecen de Nacimiento de cartón… En el paisaje ocurre lo que en la arquitectura: el desnudo es lo último que se llega a gozar. Hay quien prefiere una colinita verde, llena de arbolitos de jardín, a la imponente masa de los grandes gigantes rocosos de la tierra». Pero, al admirar esos parajes adustos y graves, Unamuno no se preocupa nunca de la existencia material de sus habitantes. La desnudez «ascética» del campo castellano le exalta: continuamente nos dice que «oscuros pensamientos de eternidad parecen brotar de la tierra» y habla de misteriosos «efluvios éticos»; refiriéndose al paramo de Palencia, dirá que de aquel terrible desierto de piedra brotan «los más jugosos, los más fuertes cantos de la eternidad del alma».

En realidad, el amor de Unamuno por las planicies desnudas de Castilla responde a una vieja tradición peninsular. Los ilustrados habían advertido ya la hostilidad hereditaria de los campesinos españoles hacia el árbol. En su Viaje por la Península, publicado en 1787, Antonio Ponz escribe: «Es increíble la aversión que hay en las más partes de España al cultivo de los árboles». Desdevises du Dézert refiere el caso del corregidor de un pueblo que, deseando plantar arboledas, tropezó con la tenaz oposición de sus paisanos, quienes argüían que «los árboles atraen la humedad y empañan la pureza del aire». Sarrailh recuerda, asimismo, la indignación de Nicolás de Azara ante la barbarie y rústica obstinación de los antiarbolistas. De este modo se comprende que los inmensos bosques a que hacen referencia los historiadores antiguos fueran talados unos tras otros, sin que nadie elevara la voz para protestar. Jovellanos, como siempre, se había esforzado en combatir la ignorancia de sus compatriotas, y en sus Diarios se lamentaba a cada paso de la falta de arbolado y describía minuciosamente el aún existente en las comarcas más ricas para subrayar su decisiva influencia en la pobreza o prosperidad de un país. Pero el resultado, según confesión propia, era negativo: «Años ha que está ofrecido medio real por cada árbol plantado, y años que no parece un alma a cobrar un real». Los hermosos pinsapos de la sierra de Ronda o los densos pinares de los montes de Alcaraz pueden darnos una idea aproximada del primitivo paisaje de la Península antes de la funesta tala de bosques. En Las guerras civiles de Granada, consagrada a la lucha entre españoles cristianos y moriscos, Ginés Pérez de Hita menciona los magníficos robles que sombrean la sierra de los Filabres: cuando yo la visité, hace unos años, el paisaje era desnudo, casi lunar; apenas algún ejemplar atormentado y raquítico evocaba la antigua riqueza forestal de la región. Cuando Joaquín Costa reacciona y organiza la campaña nacional que culminará en la creación de la Fiesta del Árbol, la mayor parte del centro de la Peninsula, es ya un terrible y fascinador desierto: habrá que esperar a la época contemporánea para que el hombre empiece a reconstruir lentamente lo que, con tenacidad digna de mejor causa, ha destruido siglo tras siglo. En la España árida del centro y sudeste no llueve porque no hay árboles y no hay árboles porque no llueve. Para salir del círculo vicioso era preciso emprender una repoblación forestal intensiva y multiplicar los medios de riego mediante la construcción de acequias y embalses. Los españoles del siglo XX parecen haberlo entendido al fin y, afortunadamente, el paisaje peninsular empieza a transformarse: la España seca y baldía reduce paulatinamente sus límites y, hoy, Unamuno no se podría extasiar ya ante algunos de sus paisajes. A la larga, cabe esperar que la concepción crítica y moral de Jovellanos y Costa se imponga de modo definitivo sobre la contemplación estético-religiosa de Unamuno y el 98.

Personalmente, como ya he indicado en otras ocasiones, mi actitud es más ambigua. Al encararme al paisaje español lo hago con el conflicto y desgarro interiores de Brenan: desde un punto de vista a la vez estético y crítico, como sujeto activo y como contemplador. Mi prolongada estancia en los países de sociedad industrial me ha sensibilizado al encanto un tanto salvaje y áspero del paisaje preindustrial: así, precediendo al actual boom turístico de Almería, creo haber sido uno de los primeros españoles que ha captado la belleza sombría de su suelo; mi mirada, al llegar a él, era ya la de un individuo más o menos integrado en la moderna sociedad de consumo. El grandioso y alucinante desierto rocoso de Tabernas —tan explotado hoy por la industria cinematográfica del western—, la agreste y bellísima costa que se extiende de Cartagena al cabo de Gata, no podían interesar, con su africanismo, a unos españoles que, razonablemente, se esforzaban en escapar de él y cuyas aspiraciones convergían hacia un paisaje elaborado y modelado por la actividad creadora del hombre. Unamuno y, en menor grado, Azorín valoraban el paisaje en función de los ideales estético-religiosos de la vieja casta militar de Castilla. Pero el paisaje español sólo podía ser visto —bien o mal, pero con una sensibilidad moderna— por europeos o españoles europeizados. Hoy, cuando las manifestaciones más visibles y agresivas de la actual sociedad de consumo (estaciones de gasolina, snacks, moteles, anuncios) interfieren con un telón de alienadoras tentaciones el hasta hace poco natural paisaje de la Península, los españoles comienzan a mirar su propio país con distintos ojos y corren detrás de un primitivismo que progresivamente desaparece: el encanto de este aumenta, en efecto, en la misma proporción en que deviene exótico y raro. La adopción razonada y consciente de los criterios «económicos» de la sociedad industrial moderna conduce, paradójicamente, a la exaltación sentimental de los valores primitivos y ancestrales. Los ingleses lo sabían muy bien, y en el pasado siglo recorrían ya y se refugiaban en los paisajes de Grecia, Sicilia y Andalucía; y los franceses, suizos, belgas o alemanes que, agotado el primitivismo del sur de Italia y en vías de extinguirse el de España, buscan hoy un reposo psicosomático en las sociedades dormidas del Islam e incluso en la India. El atraso vivido por un pueblo se presta a la contemplación estética de otro. Al marroquí que, huyendo de la miseria, «sube» hasta Suecia en busca de trabajo, corresponde el sueco que, escapando a la creciente enajenación de la sociedad de consumo en que vive, va a darse un baño de humanidad en el desierto de Marruecos. La contradicción es insoluble y, oscuramente, los españoles de hoy lo presienten: el burgués europeizado de la Península comienza a gustar del sabor de los lugares no estropeados aún por el turismo europeo y añora la antigua imagen de España en la medida en que esta se aparta y distancia de él, facilitándole, al fin, una contemplación objetiva. Hoy por hoy, la situación en que vivimos pudiera resumirse en estos términos: España no es todavía Europa, pero, para bien y para mal, ha dejado de ser España.