La Biblia en España

El 1 de enero de 1836, comisionado por la British and Foreign Bible Society, George Borrow, conocido más tarde por sus numerosos amigos madrileños como «Don Jorgito el Inglés», atraviesa la frontera española desde Portugal con el propósito de difundir en nuestro país las luces del Evangelio. En Badajoz tropieza con una tribu de gitanos y, experto conocedor de sus costumbres e idioma (según nos informa complacientemente el propio Borrow, poseía a la perfección una buena docena de lenguas), intima en seguida con ellos, lo que le vale ser escoltado por uno de la cuadrilla y recibir las proposiciones matrimoniales de una gitana que, por seguirle a la capital, se declara dispuesta a robar y decir la buenaventura. Montado en un borrico hace su entrada en Madrid, se hospeda en una típica posada de la calle de la Zarza, entra en contacto con la burocracia ministerial para obtener el permiso de editar en castellano y sin notas el Antiguo y el Nuevo Testamento, presencia los combates callejeros que suceden al célebre motín de La Granja. En octubre del mismo año va a su país a fin de informar a la Sociedad Bíblica de sus proyectos y, aprobados estos, vuelve a España, desembarcando en Cádiz el 22 de noviembre. Tras atravesar una Andalucía asolada por las bandas de facciosos partidarios de don Carlos, Borrow llega sin novedad a Madrid, donde obtiene, a la postre, la suspirada autorización de repartir personalmente la Biblia por los pueblos, y emprende a continuación un largo y accidentado viaje de propaganda por Castilla la Vieja, León, Galicia y Asturias. De regreso a la capital, edita una traducción del Evangelio de san Lucas al caló, hecha por él mismo, y otra del mismo Evangelio al vascuence, pero sus actividades de proselitismo suscitan pronto una enconada reacción de los medios conservadores y eclesiásticos: en enero de 1838, la policía secuestra los libros existentes en la tienda abierta por Borrow y, en mayo, el propio Borrow es encarcelado por desacato a la autoridad. Liberado gracias a una enérgica intervención del embajador británico, prosigue, impertérrito, la difusión del Evangelio por ambas Castillas antes de dirigirse de nuevo a Inglaterra para discutir la situación con sus superiores y ganarlos a sus ideas y planes. Zanjadas las diferencias, se traslada a España por tercera y última vez: de Cádiz a Madrid, de Madrid a Sevilla, ejerce su infatigable y pintoresco apostolado sin arredrarse ante los obstáculos que se interponen y acumulan en su camino. Poco a poco, no obstante, su estatus personal deviene precario y en 1840 embarca definitivamente para Inglaterra. Publicada dos años más tarde, su obra La Biblia en España, fruto de sus experiencias y andanzas por la Península, le otorgó una inmediata y bien merecida notoriedad. Junto con las ya mencionadas Cartas de España, de Blanco White, es, probablemente, el documento humano más vivo y fresco, revelador y valioso de que hoy disponemos sobre la España y los españoles de la primera mitad del siglo XIX. Como dice su traductor, Manuel Azaña, «Borrow lucha a brazo partido con la realidad española, la asedia, poco a poco la domina y, con la lentitud peculiar de su procedimiento, acaba por poner en pie a una España rebosante de vida… Labradores, arrieros, posaderos, gitanos, curas de aldea, monterillas, mendigos, pastores pasan ante nosotros y, al verlos gesticular y oírlos hablar, creemos encontrarnos con antiguos conocidos. Unos son pícaros, otros santos; unos son listos, otros muy zotes; casi todos groseros, muchos con sentimientos nobles, pero unidos en general por un aire de familia inconfundible; y la verdad es que, con todas sus picardías o su zafiedad, no puede uno dejar de quererles. Tuvo, además, Borrow una espléndida visión del campo, y lo sintió e interpretó de modo enteramente moderno. Así, don Jorge descubrió y pintó, en realidad, lo que quedaba de España. Arrancados los árboles, agostado el césped, arrastrada en mucha parte la tierra vegetal, asomaba el armazón de roca, con toda su fealdad y su inconmovible firmeza».

El lector de hoy se ve obligado a examinar las razones por las que los dos testimonios de la época más significativos y válidos fueron obra de un expatriado (Blanco White) y de un forastero (Borrow). Trasplantado a orillas del Támesis y escribiendo en inglés, Blanco disfrutaba, sin duda, de una independencia de juicio y libertad de criterio de los que no disponían sus colegas de la Península, sumergidos en el remolino de las breves insurgencias revolucionarias o aplastados por la paz sepulcral de los gobiernos conservadores. Pero ¿y Borrow? Su estancia en el país totalizaba apenas los tres años, y su formación, su cultura, su sensibilidad, su inteligencia eran muy distintas, si no enteramente opuestas, a las de los españoles. ¿Cómo explicar, entonces, que su libro diese justamente en el blanco y los de los escritores peninsulares naufragaran, por lo común, en la trivialidad o en la retórica? Un análisis de la literatura española del siglo XVIII y primera mitad del XIX nos permite esclarecer un tanto la cuestión. Ilustrados y liberales (Feijoo, Cadalso, Meléndez, Jovellanos, Antillón, Quintana, etc.) defendían una literatura «militante», destinada a propagar verdades al pueblo; como la mayor parte de los escritores de mi generación, analizaban la sociedad del país desde un ángulo exclusivamente moral y crítico: la literatura debía ser, ante todo, útil; convertirse en un instrumento de combate. Anticipándose a Marx, no se proponían explicar el mundo, sino transformarlo (en su caso sería mejor decir: corregirlo y mejorarlo). De todo este período, solamente Larra logra escapar (mediante una tensión que le abocará fatalmente al suicidio) al dilema que, de modo inexorable, se plantea el intelectual moderno entre estética y moral, acción y contemplación, comprensión y crítica. En efecto: renunciando a uno de los términos de la antítesis, nuestros escritores miraban a menudo sin ver: sus obras evidencian un neto desprecio hacia aspectos de la vida española sugestivos y originales. Para Borrow (como para Brenan o Hemingway un siglo más tarde), el problema no era el mismo. Para él resultaba difícil resistir, viniendo de otro medio (y en particular, de una sociedad en plena transformación industrial), a esa especie de atractivo y seducción que ejercen sobre el forastero las sociedades económicamente subdesarrolladas. Los españoles no podían captar las virtudes humanas del mundo preindustrial en que vivían porque, precisamente, estaban intentando escapar de él y caminaban, por así decirlo, con anteojeras. Como señala Lévi-Strauss, «tratándose de sociedades diferentes, todo cambia: la objetividad nos es concedida graciosamente. No siendo agentes, sino espectadores de las transformaciones que se operan, nos es tanto más fácil poner en la balanza su pasado y su devenir cuanto que estos sirven de pretexto de contemplación estética y de reflexión intelectual, en lugar de manifestarnos su presencia en forma de inquietud moral». Borrow no busca un pintoresquismo fácil a la manera de un Merimée o un Washington Irving. Su curiosidad intelectual, su fino sentido del humor, su cálida simpatía humana le permiten registrar fielmente toda una serie de hechos, situaciones, reacciones psicológicas que son —o han sido— inconfundiblemente españolas, al menos hasta fecha muy reciente. Su retrato de los pueblos peninsulares no es angustioso y lúgubre, como lo es, por ejemplo, el de un Jovellanos: este rehúsa toda contemplación estética, mira a veces sin ver, compara el deprimente «ser» con el «deber ser», juzga y analiza las cosas desde un punto de vista exclusivamente moral. Borrow, sin abandonar por eso su sentido crítico, sabe captar el «encanto» de nuestro atraso y examina con afectuosa ironía nuestras costumbres primitivas y casi tribales. Así, mientras se dirige a Madrid con su acompañante gitano, es detenido por un guardia nacional, analfabeto él, que observa con excusada sospecha su extrañísimo atuendo.

—«¿Tiene usted pasaporte? —me preguntó, al fin, el nacional».

«Recordé haber leído que el mejor modo de conquistar la voluntad de un español es tratarlo con ceremoniosa cortesía. Eché, pues, pie a tierra y, quitándome el sombrero, hice una profunda reverencia al soldado constitucional, diciéndole:»

—«Señor nacional, ha de saber usted que yo soy un caballero inglés que viaja por su gusto. Tengo pasaporte, y en cuanto usted lo examine verá que se halla perfectamente en regla; está expedido por el gran lord Palmerston, ministro de Inglaterra, de quien, naturalmente, habrá usted oído hablar; al pie del pasaporte está su firma manuscrita; véala y regocíjese, porque acaso no vuelva a presentársele a usted otra ocasión de verla. Como yo tengo ilimitada confianza en el honor de todos los caballeros, dejaré el pasaporte en manos de usted mientras voy a comer a la posada. Cuando lo haya usted revisado, será usted seguramente tan amable que vaya a devolvérmelo. Caballero, beso a usted la mano».

«Le hice una nueva reverencia, que él me pagó con otra más profunda todavía, y, mientras miraba tan pronto el pasaporte como a mi persona, me fui a la posada, guiado por un mendigo que hallé al paso». El mismo sentido del humor, la misma ironía presiden la minuciosa descripción de sus tropiezos con la naciente burocracia ministerial madrileña. El gobierno estaba entonces en manos de los liberales progresistas: Mendizábal, uno de los hombres más odiados por la reacción había procedido a la desamortización de los señoríos civiles y de los bienes eclesiásticos y, cuando Borrow le visita para solicitar la libre impresión de las Escrituras, exclama:

—«¿Qué singular desvarío les impulsa a ustedes a ir por mares y tierras con la Biblia en la mano? Lo que aquí necesitamos, mi buen señor, no son Biblias, sino cañones y pólvora para acabar con los facciosos y, sobre todo, dinero para pagar a las tropas. Siempre que venga usted con esas tres cosas, se le recibirá con los brazos abiertos; si no, habrá usted de permitirnos prescindir de sus visitas, por mucho honor que nos dispense con ellas».

Sin desanimarse por tal acogida, Borrow insiste, aprovechando el nuevo cambio ministerial: los liberales moderados Istúriz y Alcalá Galiano (nuestro mejor crítico literario de la época, junto con Blanco) han provocado la caída de Mendizábal y, recomendado por el segundo, Borrow es recibido con «seductora cortesía» por el ministro del Interior, el poeta y dramaturgo duque de Rivas. Este lo envía a su secretario, el cual, secamente, le rehúsa la autorización, invocando una cláusula del Concilio de Trento. Borrow recurre entonces al embajador inglés y, provisto de una carta de él, visita otra vez al duque, de quien dice: «Estuvo diez veces más bondadoso y afable que antes; leyó la carta, sonrió con la mayor dulzura y luego, como poseído de súbito entusiasmo, extendió los brazos de un modo casi teatral, exclamando: Al secretario; él hará por usted el gusto. De nuevo me precipité al secretario, que me recibió con frialdad glacial. Le referí las palabras de su jefe y le entregué la carta que me había escrito el ministro británico. El secretario la leyó con atención y me dijo que, evidentemente, su excelencia se había tomado interés en el asunto. Me preguntó después mi nombre y tomando una hoja de papel, se sentó como si fuera a escribir el permiso. Yo estaba en mis glorias. De pronto, el secretario se detuvo, alzó la cabeza, pareció reflexionar un momento y, poniéndose la pluma detrás de la oreja, dijo: “Entre los decretos del Concilio de Trento se cuenta uno…”». Algo corrido, Borrow se dirige de nuevo, días más tarde, a Alcalá Galiano, quien le acompaña en persona al ministerio del Interior y discute en voz baja con el secretario del duque. El asunto queda aparentemente resuelto y se despide. A solas con Borrow, el secretario aprueba sus razones y admite que la regeneración moral de España depende de la libre circulación de las Escrituras. Pero de nuevo saca a relucir el Concilio de Trento y Borrow se va sin conseguir el permiso.

Para quien haya tenido ocasión de ver de cerca la burocracia española —independientemente de la coloración política del gobierno al que sirve—, no cabe la menor duda de que la pintura de Borrow conserva, por desdicha, una mordiente actualidad. Los testimonios que pudiéramos citar —escalonados durante más de un siglo— llenarían fácilmente las páginas de un libro. Este mundillo madrileño de favoritismos y zancadillas, cruelmente retratado en algunas novelas de Galdós, ha sobrevivido, en efecto, a todos los temporales con sus ritos, esperas, promesas, decepciones, enchufismo. Las eternas figuras del pretendiente y del cesante, presos en el engranaje inhumano de la maquinaria oficial, alcanzarán pronto una dimensión trágica: tal es la amarga historia de la familia de don Ramón Villaamil en Miau, que desemboca en el suicidio del protagonista.

El mismo humor y cordialidad embeben las sabrosas y coloridas descripciones de una serie de personajes altamente representativos de la moderna historia de España: el cura carlista, el bravucón liberal, el guardia suspicaz y quisquilloso. Ejemplo del primero, este anciano eclesiástico que, oculto en una extraña casa de huéspedes de Córdoba (los liberales le persiguen), explica en los siguientes términos a Borrow las razones del culto español a la Virgen: «Cualquiera que vaya a visitar mi iglesia, y la contemple tal como en ella está, tan bonita, tan guapita, tan bien vestida y gentil, con aquellos colores, blanco y carmín, tan lindos, no necesitará preguntar por qué se adora a María Santísima».

Baltasar, hijo de la propietaria de la posada madrileña donde se hospeda Borrow, encarna perfectamente, por su parte, el tipo español de matón que tanto abunda y se manifiesta en los frecuentes períodos de agitación y de crisis: alegre y brutal, simpático unas veces, odioso las más e irresponsable siempre. Quienquiera que haya vivido la atmósfera heroica y mezquina, admirable y abyecta de los años 1936-1939 podrá situar fácilmente en cualquiera de los dos bandos el personaje de Baltasarito:

—«¿Son muy duras las obligaciones de un nacional?»

—«Nada de eso. Estamos de servicio una vez cada quince días… Las obligaciones son ligeras y los privilegios grandes. Por ejemplo: yo he visto a tres compañeros míos pasearse un domingo por el Prado, armados de estacas, y apalear a cuantos les parecían sospechosos. Más aún: tenemos la costumbre de rondar de noche por las calles y, cuando tropezamos con alguien que nos desagrada, caemos sobre él y, a cuchilladas o bayonetazos, lo dejamos, por lo común, en el suelo revolcándose en su sangre. Sólo a un nacional se le permitiría hacer tales cosas».

—«Supongo que todos los nacionales serán de opinión tan liberal».

«—¡Qué quiere usted, don Jorge! Soy joven, y la sangre joven hierve en las venas. Los nacionales me llaman el alegre Baltasar, y mi popularidad se funda en la jovialidad de mi carácter y en mis ideas liberales. Cuando estoy de guardia llevo siempre la guitarra, ¡y si viera usted qué función se arma!… Mandamos por vino y los nacionales se pasan la noche bebiendo y bailando, mientras Baltasarito toca la guitarra y canta canciones…».

Durante su viaje por Galicia, Borrow visita un castillo ruinoso y es apresado por un destacamento de soldados, allí de facción. Su conversación con los suboficiales nos la transmite del siguiente modo:

—«Hace media hora que estamos vigilándole a usted, mientras hacía observaciones».

—«Pues se han tomado ustedes un trabajo inútil. Soy inglés, y me entretenía en contemplar la bahía».

—«Sospechamos que es usted un espía».

—«¿De veras?»

—«Sí, y en estos últimos tiempos hemos cogido y fusilado varios».

Finalmente, todo se arregla con reverencias corteses y la visita obligada al domicilio del gobernador. (Ciento veinte años después me ocurrió a mí un lance parecido cuando me disponía a visitar la polvorienta biblioteca municipal de un pueblo andaluz. El guardia civil que se abocó conmigo no habló, por cierto, de fusilarme, pero evocó amenazadoramente sombrías conjuras antiespañolas y me aconsejó que anduviera en lo futuro con «muchísimo ojo». Como he referido el incidente en otro lugar, no lo repetiré aquí).

Otra característica muy española que retiene la siempre alerta atención de Borrow es ese espíritu de campanario que suscita universal desconfianza y recelo hacia cuanto no sea o proceda de la patria chica, ya se trate de personas, ya de cosas, de otros lugares de la Península e incluso de la misma región. Así, la dama de Toro que aplasta con su desprecio a Valladolid o el divertidísimo notario pontevedrés cuyo ardiente patriotismo se detiene en los límites de la ciudad natal y a quien nada le importa en absoluto fuera de Pontevedra:

—«Los de Vigo pretenden que su ciudad es mejor que la nuestra, y que tiene más títulos para ser la capital de esta parte de Galicia… ¿Ha oído usted jamás un desatino semejante? Le digo a usted, amigo, que me importaría muy poco que ardiese Vigo con cuantos mentecatos y bribones encierra. ¿Se le ocurriría a usted jamás comparar Vigo con Pontevedra?»

—«No lo sé; nunca he estado en Vigo; pero he oído decir que su bahía es la mejor del mundo».

—«¿La bahía, buen señor? ¡La bahía! Sí; esos bribones tienen una bahía, y la bahía es la que nos ha robado todo nuestro comercio. Pero ¿qué necesidad tiene de una bahía la capital de una provincia? Lo que necesita son edificios públicos donde puedan reunirse los diputados provinciales a tratar de sus asuntos; pues bien: lejos de tener Vigo un edificio público bueno, no hay una casa decente en todo el pueblo. ¡La bahía! Sí, tienen una bahía, ¿pero tienen agua para beber? ¿Tienen fuentes? Sí, las tienen; pero el agua es tan salobre que haría reventar a un caballo. Espero, querido amigo, que no habrá hecho usted un viaje tan largo para ponerse de parte de una gavilla de piratas como los de Vigo».

Las penetrantes dotes de observación de Borrow le permiten trazar un retrato de las diferentes clases sociales españolas que, hasta fecha muy reciente, conservaba, todavía, plena vigencia: «Un español de la clase baja me parece mucho más interesante que un aristócrata… Es ignorante, por supuesto; pero, cosa singular, invariablemente he encontrado en las clases más bajas y peor educadas mayor generosidad de sentimientos que en las altas… Los andaluces de clase alta son probablemente, en términos generales, los seres más necios y vanos de la especie humana». Castilla le parece, por lo común, «parda, árida y triste», y, a diferencia de Unamuno y los escritores del 98, admite que le sería difícil encontrar bello «aquel paisaje de absoluta desnudez, sin árboles ni verdor». Durante sus viajes advierte, justamente, que España es uno de los pocos países de Europa donde no se mira —ahora sería mejor decir: no se miraba— la pobreza con desprecio, y, abundando en la opinión de los «ilustrados», reconoce que «la gran masa de la nación española habla, piensa y vive exactamente como sus antepasados hace seis siglos».

Testigo del país soñoliento en el que «escribir es llorar», su pintura sobresale por su modernidad entre las adocenadas descripciones y cuadros costumbristas de los escritores de su tiempo (Estébanez Calderón, Mesonero Romanos). De un extremo a otro del libro, Borrow no se desdice nunca de su cordial simpatía hacia los españoles, a quienes amó, sin duda, a su manera un tanto personal y estrambótica, independientemente de sus deseos y afanes de proselitismo. Como dice Manuel Azaña, «pugnaba por un mínimo de hospitalidad y de libertad, sin las que los hombres en sociedad son como fieras; y eso está siempre bien, hágase como se haga. El libro de Borrow es un precioso documento para la historia de la tolerancia, no en las leyes, sino en el espíritu de los españoles».