Examinemos ahora esta sociedad española de 1800 cuya imagen ha llegado hasta nosotros gracias al genio pictórico de Goya. Aunque agrupada en torno a la Corte, la aristocracia ha adoptado desde hace algún tiempo los gustos y aficiones del bajo pueblo. Verbenas populares y corridas de toros alternan, pues, con recepciones palaciegas y ceremonias religiosas. Sobre el fondo gris y ocre de los lejanos edificios de la capital, carrozas, tiendas de campaña, parasoles cubren la bulliciosa «Pradera de San Isidro». Goya nos ha dejado una impresionante galería de retratos de los personajes alrededor de los cuales orbitaba la somnolienta vida nacional: ministros, duquesas, grandes de España, infantes y príncipes con sus uniformes, condecoraciones, cintas de colores, espadas, joyas, pendientes, collares. Pero el más extraordinario de todos es, sin duda, el de la familia real de Carlos IV, que se conserva en el Museo del Prado. Mientras Velázquez había exaltado e idealizado mediante el color a los monarcas y príncipes de la Casa de Austria (incluso al desdichado Carlos II), el pincel de Goya es infinitamente más crudo. El espectador queda sobrecogido de la crueldad con que el pintor ha trazado los rasgos del rey y de la reina María Luisa y se pregunta cómo los monarcas pudieron permitir tal ultraje. La explicación más plausible sería esta: la realidad sobrepasaba la ficción. Hablando de la reina, ¿no había dicho Napoleón: «Elle a son coeur et son histoire sur sa physonomie et cela dépasse tout ce qu’on peut imaginer»? En cualquier caso, resulta evidente que Goya había dejado de creer en la realeza y que, como observa André Mairaux, el rey encarnaba, a sus ojos, «el símbolo de lo absurdo universal». Cuando, en sus recientes memorias, John Dos Passos evoca su visita al palacio real de Madrid poco antes de la caída de la monarquía y nos describe el rostro céreo, los ojos muertos y la mandíbula prognata del último monarca español anterior a la República, el efecto de la pesadilla es el mismo.
En sus admirables Letters from Spain, Blanco White describe con gran ironía la fauna de cortesanos y pretendientes venidos de todos los rincones de España con la esperanza de obtener un cargo o prebenda gracias a la intervención de la reina o de su favorito Godoy: «Como los carruajes de alquiler no se conocen, ni en Madrid ni en los Sitios, hay algo que a la vez inspira compasión y risa en la aparición de estos jueces, intendentes y gobernadores en embrión, saliendo en traje de gala, después de una laboriosa toilette, a emprender su camino por en medio del barro, dirigiendo a menudo ansiosas miradas a encajes, lazos y vuelillos, artísticamente adosados a las mangas y al chaleco, por si cualquier accidente pudiera denunciar la sucia y descolorida camisa que tanto empeño hay en ocultar. Así llegan aperreados a palacio, a vagar horas y horas por aquellas galerías hasta que consiguen hacerle una reverencia al ministro o al elevado personaje en quien cifran sus esperanzas. Cumplido este deber, marchan a casa a comer una comida modestísima y escasa, a menos que su buena estrella les depare alguna invitación. Por la tarde deben presentarse en el paseo público, donde la familia real toma el aire libre diariamente; después se completa el día asistiendo a la tertulia de alguna dama de la Corte, si han tenido la suerte de obtener su venia para hacerle presentes sus respetos; los que visitan Madrid y los Sitios, sin tener que buscar el favor de la Corte, encontrarán diversión por algún tiempo en la vista de estas curiosas escenas; por lo demás, la Corte de España es muy triste, tiesa y ceremoniosa, para que nadie pueda encontrar distracción en ella».
Junto a los retratos de los reyes, cortesanos y aristócratas, Goya nos ha legado un espléndido, personalísimo testimonio de la vida española de su tiempo. Su visión de la sociedad no es solamente racionalista y lúcida: posee, asimismo, una dimensión que hoy calificaríamos de «nietzscheana». Por primera vez en la historia de la pintura, la crítica abandona el campo de la moral para enraizar, como en Sade, en zonas mucho más profundas y oscuras. En sus Caprichos, en sus Desastres de la guerra, en sus Disparates, Goya osa enfrentarse abiertamente a los demonios que enseñorean el subconsciente de sus paisanos: monstruos, pesadillas, fantasmas, escamoteados durante siglos y siglos, abandonan sus guaridas sombrías y, liberados por él, cobran, de pronto, una angustiosa y terrible precisión. Como dice Malraux, su voz no es solamente la suya: es la voz amordazada de España. Desde la época de los Reyes Católicos, conforme la atmósfera de asfixia intelectual se acentuaba y su situación devenía dramática, los escritores españoles de casta hebrea se habían refugiado en la conciencia de su propia soledad y expresaban su discrepancia respecto a la tiranía de la opinión cristiano-vieja en forma indirecta y oblicua: evasión a un mundo ideal en santa Teresa y fray Luis de León, pesimismo cósmico en Alemán, etc.; en Cervantes, la dimensión irónica, incomprendida o mal interpretada hasta fecha muy reciente, debía permitirle la creación de la obra literaria española más significativa y densa de todos los tiempos. En el siglo XVIII, los ilustrados, al rebelarse contra la opresión y el oscurantismo imperantes, lo hacen en nombre de la razón, de manera puramente defensiva: su literatura es una literatura «comprometida» en la medida en que se propone enterrar la superstición, combatir la ignorancia, educar al pueblo, pero su impugnación del mito estético, religioso y moral en que se fundó la grandeza imperial de Castilla (y su ruina subsiguiente) carece de dimensión imaginativa, es una crítica pedestre, a ras de suelo. En Goya tan sólo encontramos una alianza integral de imaginación y razón que adopta, a menudo, la apariencia de un delirio. En él, y únicamente en él, nos hallamos en presencia de un universo de una verdad e intensidad superiores a las del mito histórico-cultural que refuta. Su obra entronca, así, con el solitario desafío de un Nietzsche, de un Lautréamont o de un Sade. Estos rostros suyos —ajenos, inmóviles y como indiferentes— de mujeres acosadas de demonios y monstruos, ¿no ilustran, acaso, la sorprendente actitud de Justine? La heroína de Sade soporta, en efecto, con el más perfecto despego las sucesivas violaciones y torturas de los libertinos con quienes tropieza y, como a las criaturas de Goya, la total ausencia de voluntad, inteligencia y memoria la mantiene en un perpetuo estado de inocente y bestial estupefacción. En su célebre ensayo sobre el padre de la pintura moderna, Malraux observa que, si «Bosch introducía los hombres en su universo infernal, Goya introduce lo infernal en el universo humano». Deliberadamente, Goya rompe con la voluntad de armonía de Velázquez, reivindica el horror como deliberado ingrediente artístico: «como los ojos de los gatos, su imaginación no se alumbra más que de noche». Pero los demonios goyescos no son el fruto de una imaginación enfermiza. Las brujas, fetos, gigantes, enanos, hombres-libélula, perros y toros voladores, chivos satánicos, íncubos, súcubos, que afloran con violencia brusca a la superficie del país, devastado por los horrores de la guerra y de la resistencia nacional a los invasores, existían ya en la conciencia de los españoles antes de imponerse en los aguafuertes y grabados de Goya con la sobrecogedora y fulgurante evidencia de una aparición.
Desde la Baja Edad Media, los documentos mencionan la existencia de conjuros y ceremonias, sahumerios y sacrificios, apariciones diabólicas y nocturnos aquelarres. Las brujas españolas realizan fantásticas cabalgatas aéreas montadas en machos cabríos, escobas o cañas. En la época de los Reyes Católicos, la creencia popular atribuye los maleficios e invocaciones diabólicas a los moriscos. El diablo suele expresarse en lengua arábiga y manifiesta un vivo interés por las cuestiones del sexo. En 1537, la Inquisición prendió a una cincuentena de mujeres que confesaron haber tenido trato carnal con el demonio, el cual solía aparecérseles, a veces en forma de hombre fornido y velludo y otras en figura de un negrísimo chivo. El morisco Román Ramírez, que sirvió de modelo a uno de los personajes dramáticos de su contemporáneo Ruiz de Alarcón, viajaba a caballo por los aires y había hecho un pacto con el diablo, por cuya razón fue encarcelado y condenado por el Santo Oficio en 1600. Diez años después, un diablo en forma de sátiro presidía los aquelarres en dos pueblecitos navarros y los asistentes lo adoraban con genuflexiones y besos antes de parodiar sacrílegamente la misa y entregarse a toda clase de obscenidades: los acusados admitieron no sólo sus brujerías, sino que se reconocieron reos de sodomía y homicidio y tortura de niños. Los escritores del Siglo de Oro aluden igualmente en sus obras a la existencia de nigromantes y demonios. En el Coloquio de los perros, Cervantes nos describe con ironía los prodigios de tres hechiceras y, durante el maravilloso episodio de la aventura de Clavileño, don Quijote evoca la historia del licenciado Torralba, a quien los diablos llevaron por el aire hasta Roma para contemplar el saco de la ciudad por las tropas del condestable de Borbón y que, según la creencia popular, regresó de nuevo a Valladolid después de doce horas de vuelo. En La inocencia castigada, María de Zayas presenta un nigromante moro que, por medio de la figura desnuda de una dama hecha de cera y con el corazón atravesado de alfileres, facilitaba la posesión carnal del modelo auténtico por su desdeñado galán.
Pero ni todos los hechizos eran tan fantásticos como lo que inventaba la imaginación popular ni tan inofensivos como los que nos refiere Cervantes. Demonios mucho más reales y concretos amenazaban a numerosos españoles de sangre «no limpia» y sospechosos, por tanto, de herejía o de judaísmo. Sus compatriotas vivían obsesionados por la existencia de fantasmales enemigos interiores y, para combatirlos, el Santo Oficio había montado un formidable aparato de delación, vigilancia y tortura. Los teólogos admitían esta última considerándola no sólo beneficiosa para el bien común de la sociedad, sino también para el del propio reo, y el magistrado Gonzalo Suárez de la Paz enumera las distintas clases de tormento y sus ventajas respectivas: «Los géneros que más se usan son: el primero, de agua y cordeles; el segundo, de garrucha; el tercero es del sueño; el otro de ladrillo, y el otro, de tablillas…». La doble represión del sexo y de la inteligencia había traumatizado profundamente a los españoles, pero nadie hasta Goya tuvo el valor de sacar a la luz lo que permanecía sepultado en el arcano de las conciencias. Goya no se proponía, como se propondrá más tarde Balzac, competir con el registro civil: su propósito era más bien, diríamos hoy, el de psicoanalizar a los españoles. En lugar de perseguir la «realidad» para copiarla, su arte pictórico se funda en la exploración audaz del subconsciente, en la verdad revelada del sueño. De nuevo podemos emparentar aquí su tentativa con la filosofía de Sade o de Nietzsche. Cuando aquel desenmascara la violencia inherente a la condición humana, violencia revestida hasta entonces de pretextos morales o metafísicos (desde la razón de Estado a los sacrificios religiosos), revelándonos así la existencia de impulsos crueles oscuramente ligados al sexo que la razón no ha sabido explicar (y la generalización del término «sádico» es la prueba palmaria de la realidad universal de este instinto hasta entonces innominado), realiza una labor terapéutica de extraordinaria importancia. Como escribe Georges Bataille: «Por regla general, el verdugo no emplea el lenguaje de una violencia que ejerce en nombre de un poder establecido, sino el del poder, que la excusa aparentemente, la justifica y le da una razón de ser respetable. El violento tiende a callar y a acomodarse con tal engaño. Por su parte, el espíritu de engaño abre la puerta a la violencia. En la medida en que el hombre tiene ansias de atormentar, la función de verdugo legal representa la facilidad: el verdugo habla a sus semejantes, si lo hace, el lenguaje del Estado. Y si actúa bajo el dominio de la pasión, el silencio taimado en el que se recrea le da el único placer que le conviene… Así, la actitud de Sade se opone a la del verdugo, de la que es el perfecto contrario». Padre de la pintura moderna, Goya anticipa, igualmente, la aventura intelectual de Freud y del surrealismo: los autos de fe y corridas de toros, en los que los españoles liberan sus seculares inhibiciones, hallan por primera vez, gracias a él, una interpretación que, abandonando las apariencias seductoras del folclore y de lo pintoresco, cala en las entrañas de una motivación infinitamente más real y profunda.
En los Desastres de la guerra, Goya parece adivinar las leyes del ciclo clínico que regirá hasta el día de hoy la historia de los españoles y en el que al frenesí y desatino de las crisis (revoluciones, guerras civiles) suceden largos períodos de calma, embrutecimiento y modorra (regímenes de fuerza, dictaduras militares). Sacrificada la convivencia de las castas en aras de una ilusoria unanimidad, la intolerancia devendrá, desde el siglo XVI, una virtud a ojos de los españoles, independientemente de sus opciones políticas o religiosas. Una de las figuras más importantes de la segunda mitad del siglo XIX, Marcelino Menéndez Pelayo, resume así la opinión de la mayoría de sus paisanos: «La llamada tolerancia es virtud fácil; digámoslo más claro: es enfermedad de épocas de escepticismo o de fe nula. El que nada cree, ni espera en nada, ni se afana y acongoja por la salvación o perdición de las almas, fácilmente puede ser tolerante. Pero la mansedumbre de carácter no depende sino de una debilidad o eunuquismo del entendimiento». En estas condiciones psicológicas, es obvio que la sociedad española no podía crear fácilmente una fórmula de convivencia factible: el desacuerdo debía desembocar fatalmente en las guerras carlistas del siglo XIX y el millón de muertos de los años 1936-1939. Si, como decía irónicamente Larra, «España se ha dividido siempre en dos clases: gentes que prenden a gentes que son prendidas», el arte visionario de Goya supone una severa advertencia en la medida en que aventura una inquietante profecía. Los cadáveres fusilados, ahorcados, mutilados que obsesivamente se suceden en sus grabados evocan irresistiblemente las ejecuciones y matanzas que ensangrentarán más tarde el suelo nacional. Incendios, pillajes, asesinatos, mujeres violadas cobran así, a posteriori, un significado premonitorio y siniestro. La denuncia de esa violencia latente que busca y encuentra, en cada época, el pretexto que le permite manifestarse aparece en él desprovista de toda clase de oropeles. Así se aclara por qué las luchas civiles por cuestiones políticas, sociales, religiosas, artísticas, etc., revierten entre españoles una violencia desproporcionada al objeto: y es que el objeto es otro. Conflicto de creencias o ideologías opuestas, sin duda; pero sólo el «cainismo» y la vieja saña hispana pueden explicar su prolongado rigor y sus atrocidades. En los restantes países europeos (fundados en una necesaria antinomia de valores y contravalores) hubiesen resultado imposibles. Pero Américo Castro nos señala, con razón, que no debemos medir con el mismo rasero a España y aquellos. En Occidente, durante los siglos XVI y XVII, escribe el ilustre historiador, «católicos y protestantes se mataban unos a otros no por motivos de honra, sino por cuestiones de soberanía, de libertad de conciencia, de economía, de crítica intelectual; por razones, en último término, objetivas, o de inmanencia existencial». En España, como hemos visto, las cuestiones de honor predominaron siempre sobre el interés económico («Más vale honra sin barcos que barcos sin honra», dirá, en pleno siglo XIX, el almirante Méndez Núñez), y habrá que esperar el despegue económico y la invasión turística de los años sesenta para que los valores de la moderna sociedad industrial arraiguen por fin en la inmensa mayoría de los españoles y asistamos a lo que podríamos llamar actual proceso de «rejudificación».