Hemos dicho, a la totalidad de los españoles —incluso en aquellas regiones periféricas (Valencia, Cataluña, Vascongadas, Galicia) que nunca llegaron a castellanizarse del todo y que, a raíz de la decadencia de Castilla a partir del siglo XVII, han manifestado esporádicamente en los períodos de crisis sus antiguas tendencias centrifugas y, a veces, sus veleidades de independencia. Pero, bajo la dinastía de los Austrias, la vivencia colectiva de los españoles parece responder a un acorde unánime, grandioso. Un estilo común homogeneiza armas y letras: las hazañas fabulosas de los conquistadores y algunas de las expresiones más logradas del genio artístico español. Si recorremos la Península y admiramos ciertas ciudades (Ávila, Salamanca), monumentos (El Escorial), obras pictóricas (Las lanzas, de Velázquez, o los caballeros pintados por El Greco), obras dramáticas (Lope de Vega, Tirso, Calderón), hallaremos fácilmente, en expresiones a primera vista tan dispares, un inconfundible aire de familia: todos ellos parecen inspirados por una imagen ideal que los proyecta más allá de sus límites aparentes. El gesto de Espínola recibiendo las llaves de la ciudad de manos del burgomaestre de Breda evoca irresistiblemente los retratos de los conquistadores trazados con pluma certera por el cronista Bernal Díaz del Castillo: «¿Pues de qué condición somos los españoles para no ir adelante y estarnos en parte que no tengamos provecho y guerras?». Servir a Dios propagando la cristiandad y servir al rey engrandeciendo sus reinos: estos dos propósitos trascendentes animan a Cortés y sus hombres durante la derrota, retirada y angustiosa espera de la «noche triste», y les conduce a la victoria final sobre Moctezuma, abriéndoles el camino de la posesión del imperio azteca con sus inmensas riquezas y tesoros. En las situaciones más graves y de mayor peligro, la elocuencia de Cortés echa mano, como recuerda Menéndez Pidal, de un verso de romance, como sentencia respetada por todos: «Más vale morir con honra que deshonrado vivir». Para los españoles, el botín es la prolongación, en un plano material, de los ideales de evangelización y conquista: tras el despojo de los tesoros reales de Moctezuma y Atahualpa, la búsqueda del legendario Eldorado les obsesionará como un espejismo. Pero observemos que en ningún momento se propondrán trabajar o hacer fructificar las riquezas así conseguidas. Obligados a explotar las minas de metales preciosos, los desdichados indígenas morirán por decenas de millares y la acusadora voz de fray Bartolomé de las Casas se alzará pronto, con rigurosidad implacable, contra los responsables del cruel genocidio.
Desde tiempos remotos, los escritores e historiadores peninsulares se han esforzado en compendiar los rasgos e ilustres en figuras tales como Séneca o el Cid. Ganivet consideraba a aquel como paradigma secular de los españoles, y en su Idearium califica con gran intuición la «sangría» de terapéutica propiamente nacional. (Años más tarde, algunos españoles deberían proceder, en efecto, a la masiva eliminación de «glóbulos rojos» para restaurar la comprometida salud del país). Menéndez Pidal, por su parte, intenta establecer un parangón entre españoles y romanos (comparando la ocupación de la Galia por Julio César con la conquista de México y Perú) y cree discernir, en la figura un tanto nebulosa del Cid, las esencias perennes de esta espiritualidad castellana que asombraba al mundo europeo durante el siglo XVI, y, según frase del poeta Luis Cernuda, «como admirable paradoja se imponía». Pero nadie ha precisado y resumido la figura del «caballero cristiano» —ideal, repetimos, de todos los españoles cuando en nuestros dominios no se ponía el sol— como lo hizo hace treinta años, con evidentes propósitos actualizadores, Manuel García Morente.
García Morente se esfuerza en determinar los ideales de cada militar de Castilla que —a partir de la lucha secular contra el Islam y su adopción por los demás pueblos peninsulares en la época de los Reyes Católicos— se han mantenido con altibajos —y con una base social que paulatinamente se reduce desde fines del siglo XVIII— hasta nuestros días. Para él —exaltado, sin duda, por las peculiares circunstancias de la guerra civil de 1936-1939—, estos ideales tienen un carácter permanente, eterno: «El español ha sido, es y será siempre el caballero cristiano. Serlo constituye la última aspiración más profunda y activa de su verdadero ser». Si ponemos en pretérito perfecto lo que García Morente pone en presente de indicativo, su análisis del espíritu cristiano viejo de los siglos XVI y XVII es bastante justo. El pueblo español, dice en síntesis, se considera a sí mismo, si no elegido, «cuando menos llamado por Dios a la vocación de conquistar gloria para sí y para Él»; es un pueblo magnánimo, valeroso, resuelto, sufrido, sobrio y ascético; su símbolo, el caballero cristiano, es el paladín defensor de una causa que se cifra en Dios y en su conciencia. «Ser caballero y ser cristiano —escribía en el siglo XVI Antonio de Guevara— muy bien se compadecen en la ley de Cristo; el bueno y verdadero caballero ha de ser animoso en el corazón, esforzado en el pelear, generoso en el dar, paciente en el sufrir y clemente en el perdonar». El caballero cristiano busca la grandeza con perfecto desprecio de las cosas materiales. La generosidad y esplendidez del español, la facilidad con que se despoja de todo y renuncia a ocuparse de la administración o el aumento de sus propios bienes, radica en su creencia en unos valores supremos, absolutos, incondicionales. Como Quevedo, piensa que el único oficio digno de él es la guerra: los franceses —dice Quevedo— vienen a España para comerciar; los españoles, en cambio, atraviesan Francia a pie, con la capa a la espalda, para ir a Flandes a servir a su rey, pues los españoles no pueden servir a nadie fuera de su país y jamás aceptarán, para subsistir, ejercer otro oficio que el de soldados. Nacionalismo y catolicismo: política de Dios y gobierno de Cristo. Mientras Europa abandona poco a poco las estructuras mentales de la Edad Media, España se encastilla en ellas y opone al espíritu comercial «judaico» su altivo y solitario desafío. Cortés, Pizarro, Núñez de Balboa, Magallanes descubren continentes y océanos en medio del asombro y admiración del mundo renacentista. De California y Florida a Chile y Río de la Plata, los castellanos conquistan riquezas y tierras para su rey, y su ideal mesiánico y antieconómico parece triunfar, por un momento, de los modernos principios mercantilistas. En esta época, el español se siente vivir con fuerza; se sabe a sí mismo existiendo como poder real de acción y de creación: la prodigiosa arquitectura que impone en el México recién conquistado muestra hasta qué punto sus creencias e ideales son firmes. Ahí está como ejemplo, en la sierra granítica, severo, adusto y solemne, el monasterio de El Escorial: «brillando al sol como un acero limpio», dirá uno de nuestros poetas; desnudo y puro, con su maciza voluntad de piedra y sus tercos anhelos de inmortalidad.
El silencio y grandilocuencia que impresionan siempre a quien lo visita se corresponden perfectamente con los ideales del espíritu español de la época. Como dice García Morente, el caballero cristiano es «hombre silencioso y aun taciturno, grave en su postura y de pocas palabras en el comercio común; pero, cuando se ofrece la ocasión, sabe alzar la voz y encumbrarse a formas superiores de elocuencia y retórica». Esta voluntad de estilo —tan manifiesta en la pintura de El Greco y de Velázquez— se trasluce, asimismo, en el gesto, el porte y la indumentaria. En el Cantar de Mio Cid, el anónimo autor insiste ya en la gravedad y severidad de la figura del Campeador, sin omitir siquiera la referencia a su armadura y prendas de vestir. Esta retórica del gesto pudiera cifrarse, como hemos dicho, en el refrán tan castizo de «genio y figura hasta la sepultura». El genio se revela en la figura y la figura es el reflejo del genio: por genio debe entenderse aquí el carácter propio del cristiano viejo, su conciencia de ser quien es y no otra cosa, expresión y símbolo de su morada vital. El honor castellano, eje de todo el teatro español del siglo XVII, responde, como indicábamos antes, a las circunstancias particulares de la sociedad peninsular de aquel tiempo, íntimamente desgarrada por el conflicto de las castas. La honra personal acaba por identificarse con la buena opinión: la ley del honor obliga a los maridos a realizar terribles venganzas no por celos, sino en razón de una lógica fría que antepone la buena fama a la vida. «¡Muera yo, viva mi fama!», grita Rodrigo Arias al ser mortalmente herido por Diego Ordóñez en uno de los más populares dramas de honor de la época. Como decían Las Partidas, «el infamado, aunque no haya culpa, muerto es cuanto al bien y a la honra de este mundo». Así, la venganza debe llevarse a cabo aun en la persona de un inocente, como lo hace García de Castañar cuando ejecuta a su mujer:
A muerte te ha condenado
mi honor, cuando no mis celos, porque a costa de tu vida
de una infamia me preservo.
Los estudiosos del teatro español del Siglo de Oro (Unamuno, Menéndez Pidal, etc.) no han captado (o no han querido captar) el carácter semítico de esta concepción del honor que, como muchas otras tenidas por castellanas, es, en realidad, el resultado de la convivencia secular española de cristianos, moros y judíos. Cuando Valle-Inclán satiriza cruelmente en sus «esperpentos» los motivos del teatro español del siglo XVII, advierte, con razón, que el honor calderoniano es «una forma popular judaica». En efecto, en ninguna otra de las literaturas del Occidente europeo encontraremos una motivación semejante: el Otelo de Shakespeare, aunque moro, se conduce más bien como un europeo; los personajes de Lope, Tirso o Calderón, aunque españoles, razonan y actúan en virtud de estructuras mentales netamente semíticas, hebraicas.
Pero volvamos a las características del alma castellana que examina García Morente y detengámonos en otro punto fundamental: el estoicismo. Para él, en el fondo del alma española hay «un residuo indestructible de estoicismo que, hermanado íntimamente con el cristianismo, ha enseñado a los hombres de España a sufrir y a aguantar, por una parte; a acometer y a dominar, por otra. En la historia de nuestra nación hispana adviértese… una oscilación pendular entre el heroísmo y el abstencionismo, la hazaña y la inmovilidad, que encuentra bella expresión de sus contrastes en múltiples aspectos de nuestra pintura y nuestra literatura». Esta oscilación explicaría, según él, que, al tomar otro rumbo la historia europea a fines del siglo XVII, el pueblo español se hubiese encerrado orgullosamente en sí mismo y hubiese vuelto desdeñosamente la espalda a la historia: «La actitud de apartamiento que España adoptó en 1700 frente a una Europa que rápidamente se descristianizaba fue, pues, una actitud congruente con la índole y estilo de la persona nacional». Nosotros diríamos mejor que, desaparecido el poderío marítimo después del fracaso de la Armada Invencible y aplastados los ejércitos en el campo de batalla de Rocroi, los españoles descubrieron con satisfacción que un pueblo de soldados (valiente, pero inculto) no podía mantener, a la larga, su supremacía militar frente a los pueblos «mercantiles» (menos aguerridos que él, pero más hábiles en los menesteres técnicos, comerciales y científicos). La admirable paradoja del siglo XVI se había desvanecido de golpe, y España era ya el solar de hidalgos pobres, orgullosos y rústicos que, melancólicamente, describiría Cervantes a lo largo de las maravillosas andanzas de Sancho Panza y el Caballero de la Triste Figura.
Un último punto que cautiva la atención de García Morente es la actitud del castellano ante la muerte: el caballero cristiano, porque es cristiano y porque es caballero, «concibe la muerte como una aurora y no como un ocaso»; la vida, para él, es un simple tránsito, cuanto más breve mejor, hacia la puerta que se abre ante la eternidad y lo infinito:
Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar,
que es el morir:
allí van los señoríos
derecho a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales, allí los otros medianos y más chicos: allegados, son iguales,
los que viven por sus manos y los ricos.
La poesía y el teatro españoles de los siglos XVI y XVII ofrecen, en efecto, abundantes ejemplos de esta «impaciencia de eternidad» tan bellamente expresada en el célebre poema de santa Teresa de Jesús:
Vivo sin vivir en mí,
y tan alta vida espero,
que muero porque no muero.
Los santos arrebatados de Zurbarán y Morales, los Cristos y Dolorosas en el éxtasis de sus angustias y sufrimientos no tienen equivalente en el arte pictórico de ningún otro país occidental: son creación puramente española, expresión directa de la actitud del castellano ante la vida, fruto de su vivencia inmanente y existencial.
Desaparecido para siempre el imperio español y arruinado económicamente el país, los ideales de la casta militar de Castilla subsistirán, no obstante, en determinados sectores geográficos y núcleos sociales de la Península e impregnarán aún, con sorprendente fuerza, el estilo y retórica de la Falange durante el período de máximo esplendor de esta, durante y después de la guerra civil. El grito de «¡Abajo la inteligencia, viva la muerte!», lanzado en presencia de Unamuno, es el eco desvaído y un tanto grotesco de una espiritualidad cristiano-vieja que en el siglo XVI fue, sin duda, auténtica y rica. Hoy, cuando los valores de la moderna sociedad industrial arraigan, por fin, en los españoles, podemos pensar razonablemente que aquella se halla en vías de extinción. Origen y causa de la decadencia del país, deberemos poner en su activo, a lo menos, la inspiración de algunas de las obras más bellas y perdurables de nuestro arte.