Aferrados a su propia conciencia de mando, a su destino de pueblo llamado a regir los destinos del mundo —y que pronto transferirá el impulso conquistador fraguado en la lucha secular contra el Islam a las más apartadas regiones de la geografía europea y americana, desde Flandes e Italia a México y Perú—, los castellanos erigen la «dimensión imperativa» de sus personas como criterio y horizonte existencial del resto de los españoles. La honra y orgullo de los cristianos viejos se cifran en su limpieza de origen, en su pertenencia a la casta guerrera que hizo posible la Reconquista y la prodigiosa expansión imperial. Nobles o villanos, pobres o ricos, todos poseen conciencia de su «hombría», de su supremacía personal frente a los nuevos cristianos, originalmente manchados de impureza. Américo Castro ha analizado con gran lucidez el célebre honor castellano no como concepto abstracto, sino como inmanencia existencial, integrándolo en el contexto humano en que se produjo. Para los cristianos viejos se trataba, ante todo, de afirmar su temple y limpieza mediante una conducta que no abriera ningún resquicio a la embestida de la opinión ajena: «Lo único que alborotaba al español era la sospecha de que en el centro o raíz de sí mismo se hubiesen inferido elementos extraños capaces de alterar su integridad». Por esta razón, como vamos a ver, los cristianos viejos no quisieron empañar su pureza de casta cultivando las tareas intelectuales y técnicas consideradas infamantes desde la época de los Reyes Católicos por ser privativas de los españoles de casta hebrea y morisca. En contra de lo que pudiera creerse, esta situación no fue exclusiva del siglo XVI, ni mucho menos. En su análisis de «La sociedad española en el siglo XVIII», Domínguez Ortiz cita, entre otras muchas, la opinión de un memorialista de la época de Felipe V que, más de dos siglos después de la expulsión de los judíos, se expresa en estos términos: «Muchísimo judaísmo se encierra en España. Es el ordinario vivir de estos [los cristianos nuevos] el logro, la usura: médicos, renteros, mercaderes, confiteros… son mañosísimos y astutos y…, con poderío, se vengan de las cristianas gentes». En 1787, Valentín Foronda denuncia los estragos causados por el «prejuicio gótico» del deshonor inherente al ejercicio del comercio y satiriza la nobleza provinciana apegada a sus viejos pergaminos y a sus palacios en ruinas. En sus Letters from Spain, publicadas en 1822, Blanco White describe con lucidez cruel la sociedad española anterior a la invasión napoleónica e indica que «la pureza de sangre, es decir, la seguridad de que ni remotamente tenía mezcla de sangre árabe o judía, era para todo buen cristiano peninsular la condición de honradez y el pedestal de la fama».
La escasa contribución de los españoles a la ciencia y técnica modernas se explica, pues, en función de los criterios valorativos de los cristianos viejos. El miedo de ser tomados por judíos hizo que, en los siglos XVI, XVII y XVIII, los españoles abandonaran las ocupaciones científicas y mercantiles, precipitando así la ruina económica ocasionada por la despoblación rural, la afluencia del oro americano y la serie ininterrumpida de guerras religiosas costosas e inútiles. El espléndido humanismo español de fines del siglo XV desmedra progresivamente a lo largo de la siguiente centuria hasta extinguirse por completo. Los intelectuales de casta hebrea emigran, como Vives, o se ven reducidos al silencio. Creada por los Reyes Católicos, la Inquisición vela celosamente por la pureza de la fe. Mucho antes de que aparezcan en España los primeros brotes luteranos, el Santo Oficio procede ya a una represión despiadada de los «marranos» y los moriscos.
En su libro Erasmo y España, Marcel Bataillon ha analizado magistralmente la parálisis paulatina del pensamiento humanista español en el siglo XVI. Como observa el ilustre investigador, los cristianos nuevos constituían un terreno abonado para las nuevas corrientes religiosas y filosóficas que el humanismo erasmista oponía al formalismo tradicional y huero de los viejos cristianos. Por eso, la Inquisición trataba de probar siempre los orígenes judaicos de los sospechosos de herejía o erasmismo al tiempo que acentuaba las disposiciones tomadas en 1502 para prevenir el contagio de la propaganda de los judíos extrañados de la Península. La Inquisición castiga con la muerte y la confiscación de bienes la posesión de libros prohibidos y establece un verdadero cordón sanitario como para salvar al país de alguna horrible epidemia. Cuando Felipe II sale de Flandes y regresa a la Península, ordena que los españoles que estudian en la Universidad de Lovaina retornen al país en un plazo de cuatro meses y se presenten, allí, a la Inquisición para que los examine como presuntos «portadores de gérmenes». Al producirse la detención del cristiano nuevo Juan de Vergara, Rodrigo Manrique, hijo del inquisidor general, escribe a su maestro Vives (los restos de cuyos padres, como es notorio, fueron desenterrados y quemados por el Santo Oficio): «Dices muy bien: nuestra patria es una tierra de envidia y soberbia; y puedes agregar: de barbarie. En efecto, cada vez resulta evidente que ya nadie podrá cultivar medianamente las buenas letras en España sin que al punto se descubra en él un cúmulo de herejías, de errores, de taras judaicas. De tal manera es esto, que se ha impuesto silencio a los doctos y a aquellos que corrían al llamado de la erudición se les ha inspirado, como tú dices, un terror enorme… El pariente de quien antes te hablé me ha contado que en Alcalá se hacen verdaderos esfuerzos para extirpar el estudio del griego… Quienes sean los que emprenden esa tarea en España, tomando el partido de la ignorancia, es cosa fácil de adivinar». Y la máxima figura del pensamiento humanista español escribía poco después a Erasmo: «Estamos pasando por tiempos difíciles, en que no se puede hablar ni callar sin peligro». Bataillon muestra cómo, en el siglo XVI, la Inquisición acentúa cada vez más su presión sobre los españoles descendientes de conversos: «Esta poderosa institución, nutrida de confiscaciones y de multas, está en pleno crecimiento. Tiene en su contra la hostilidad de los espíritus libres, el odio tenaz de los cristianos nuevos, contra quienes se ha montado, y que ven en ella el instrumento de su humillación y de su empobrecimiento. En cambio, la Inquisición parece apoyarse en el sentimiento cristiano viejo de las masas populares, en su oscuro instinto igualatorio, hostil a los hombres que tienen dinero y saben ganarlo… Como el Edicto de la Fe ordenaba denunciar los delitos contra la fe común de que cada cual pudiera tener conocimiento, el pueblo español entero se encontró asociado, de grado o por fuerza, a la acción inquisitorial. Ahí está el resorte por excelencia de la inquisición inmanente, de que habla Unamuno… El terrible sistema se puso a funcionar sin que el inquisidor general y la Suprema tuviesen que imprimir un impulso inicial; ellos no necesitaban desempeñar más que un papel regulador».
El comercio, las investigaciones científicas, los oficios manuales son tenidos por viles y deshonrosos. La pobreza, el analfabetismo llegan a ser preferibles a cualquier actividad que ponga en duda la limpieza de sangre. Para comprender el gran retraso de la burguesía española respecto a las demás burguesías europeas resulta indispensable remontarse a esta desgarradora querella de castas. En España, la honra importaba más que la acumulación de bienes, o el saber científico o técnico. En estas condiciones, como señala Américo Castro, la creación de una riqueza secularizada, de clase media, devenía imposible. En el momento de la mayor expansión imperial de España, una serie de factores de orden existencial preparaban sordamente su decadencia futura. La actitud negativa de los españoles respecto del saber y el trabajo —pilares básicos de la nueva clase burguesa— hallan su máxima expresión en Quevedo. En La hora de todos, en los Sueños, el gran escritor manifiesta una hostilidad radical hacia las actividades comerciales o artesanas sin exclusiva. Su infierno poético está poblado de comerciantes, sastres, médicos, taberneros, etc., oficios todos propios de los españoles de casta hebrea o morisca. Frente a ellos, Quevedo exalta la carrera de las armas como única noble y digna de un español. En la obra quevedesca vemos perfilarse ya la imagen de esta España ignorante, orgullosa y miserable que tanto impresionará a Barrow en 1840. Para retratar a los moriscos españoles de 1600, Pedro Aznar de Cardona y fray Alonso Fernández recurren a la enumeración de sus ocupaciones habituales: tejedores, sastres, caldereros, herreros, zapateros y, en general, todos los oficios mecánicos. Por otra parte, la inquietud intelectual o religiosa, el simple hecho de poseer el griego o el hebreo —recuérdese la persecución de un cristiano tan sincero como fray Luis de León— convertían automáticamente a todo español en sospechoso de judaísmo. Las cosas llegaron a tal extremo que el desconocimiento de las primeras letras acabó por constituir un timbre de gloria. En numerosas novelas y obras dramáticas de la época (especialmente en Lope de Vega) tropezamos frecuentemente con personajes que proclaman con orgullo su analfabetismo. Hecho sintomático: sus autores se guardan, por lo común, de ironizar sobre ellos; antes bien, los magnifican y los exaltan. Hoy, gracias a Américo Castro, sabemos que, en el informe secreto sobre los miembros del Consejo Real de Carlos V, lo que contaba para su autor era el grado de limpieza de sangre de aquellos, y el criterio implicito para determinar esta se basaba en el hecho de pertenecer o no los interesados al «linaje de los labradores»: las «buenas letras» y la «agudeza de ingenio» eran juzgadas, en cambio, como indicios de judaísmo. No en vano, con su ironía habitual, Cervantes pone en boca de uno de sus personajes (analfabeto) la frase de que no quiere saber de letras porque estas «son quimeras que llevan a los hombres al brasero».
La comprensión cabal de la literatura española de los siglos XVI y XVII exige tener en cuenta el contexto humano que analizamos: frente al romancero épico-heroico y el drama de honor representantes de la ideología de la casta triunfadora, la novela picaresca y pastoril, así como la espiritualidad introvertida, suelen encarnar las vivencias de los descendientes de los conversos. Por un lado, la opinión mayoritaria de Lope de Vega, Tirso de Molina y Calderón; por otro, la ética individualista de fray Luis de León, Alemán y Cervantes. A la angustia existencial de los cristianos nuevos se debe la creación de estilos individualizados, fuera de los moldes abstractos y genéricos, que darán lugar, siglos más tarde, al nacimiento de la moderna novela europea. Obras como La Celestina y El Quijote son el fruto directo de esta situación conflictiva y, como veremos más tarde, lo será igualmente el célebre mito de don Juan. En Quevedo, cristiano viejo hasta la médula de los huesos, se hallan sentadas las premisas de la actitud que, tres siglos más tarde, adoptarán Ganivet y Unamuno: el autor de El Buscón advierte con gran acuidad la ruina de España, pero, en lugar de diagnosticar las causas y procurar barrer los escombros, se instala orgullosamente en ellos y fulmina contra la riqueza y venalidad de los países vecinos. Como en Unamuno, la pobreza deviene un valor ético, una virtud: para el último, el mísero paisaje de Castilla será el espejo en que, morbosamente, contemplará su propia alma, algo así como una emanación de su religiosidad personal.
Estas tensiones morales y desgarraduras internas hallaron una admirable expresión artística mientras el conflicto subsistió y las dos vivencias antagónicas entrechocaron. La pintura de El Greco y de Zurbarán, la poesía de santa Teresa de Avila, fray Luis de León y san Juan de la Cruz, la novela picaresca y cervantina reflejan, a su manera, la espiritualidad atormentada o grave de muchos españoles que, en el mejor de los casos, habían perdido la seguridad en sí mismos y buscaban refugio en la buena opinión del prójimo y en la retórica del gesto. A la «inquietud» de los españoles de casta judía, los cristianos viejos oponen la imagen y el concepto existencial de «sosiego»: es el célebre «Sosegaos» que, según la leyenda, gustaba repetir Felipe II, o la estampa de El caballero de la mano en el pecho, inmortalizado por El Greco, que, andando el tiempo, cristalizarán en el «genio y figura», un tanto crispado, de Unamuno. Pero, conforme las posibilidades evasivas de los cristianos nuevos se reducen y la atmósfera de asfixia inquisitorial se adensa, la dinámica anterior desaparece y la parálisis intelectual gana, asimismo, el campo artístico y literario. Las actividades científicas y humanistas se habían extinguido a fines del siglo XVI. Cien años más tarde, el arte y la literatura que asombraran al mundo durante el llamado Siglo de Oro (Velázquez, Cervantes, Góngora) decaen, a su vez, casi por completo. Si exceptuamos la figura aislada de Goya, España dejará de contar desde el punto de vista literario y artístico hasta comienzos del siglo XX.
Como decía el ultracatólico Menéndez Pelayo, «la cuestión de raza explica muchos fenómenos y resuelve muchos enigmas de nuestra historia».