Presentación

«Me horrorizan los mitos», dijo Henri Michaux en el curso de una conversación. «Habría que volver a cuestionar todo lo que envejece y pasa al mito. Hasta la misma Francia, al cabo de unos años, debería cambiar de nombre, por honestidad, para desembarazarse del mito Francia».

Tratando de España y los españoles he recordado a menudo esta reflexión del gran poeta francés. No se podría definir mejor y con menos palabras la tarea a que se enfrenta el escritor: luchar sin piedad contra el mito, contra todo lo que envejece y se convierte en mito, contra toda información histórica y cultural que se pega a la piel del hombre, y lo entorpece, lo petrifica, lo falsifica. Amargo destino el de las palabras: su aparente salud no es más que una grosera ilusión. A medida que lentamente pasan los siglos se va esfumando su contenido original, su significación primera y real. Como ocurre con algunas estrellas, la luz que recibimos de ellas no existe ya: el astro que la emitía ha muerto hace muchos años. No queda más que la forma vacía, la sombra de algo que existió. España, el término «España», no abarca por entero la realidad proteiforme de la Península. También es un mito, una palabra que ha envejecido y contra la cual el escritor debe emprender la guerra: una guerra desigual, un combate contra las quimeras, parecido al que libró el caballero don Quijote contra los amenazantes molinos de viento.

Y, sin embargo, el mito existe: ahí está, fruto de la laboriosa elaboración del tiempo. En nombre de este mito la casta militar de Castilla se impuso a las minorías divergentes y a las zonas periféricas de la Península a finales del siglo XV. Bajo los Reyes Católicos, el ideal castellano, religioso y guerrero, lleva sucesivamente a la unidad nacional, a la desaparición del último reino árabe, a la expulsión de los judíos, al descubrimiento y a la conquista de América, a las guerras religiosas emprendidas en Europa en nombre de la Contrarreforma. Es un mito que, por su poder, produce un milagro comparable al de la victoriosa guerra santa de los árabes iluminados por la palabra de Mahoma: durante más de un siglo, la realidad parece ceder y doblegarse ante su sola presencia, y, en los dominios españoles de Felipe II, «jamás se pone el sol». Asombroso vigor del mito, que sobrevive a la ineluctable decadencia del poder militar español. Los españoles más clarividentes, empezando por Quevedo, comprueban la ruina del país: ruina provocada por el mito, cierto, pero ruina gloriosa, embellecida a su vez por el mito y sostenida por él. En medio de una realidad decrépita, que se deteriora más y más, el mito se mantiene intacto y no quiere echarse atrás. Mito sin duda condenable, pero mito generador de distinciones y diferencias: abismo infranqueable entre España y el resto del mundo, circunstancia elevada a la categoría de «esencia». Unamuno, y en general toda la generación del 98, se mantendrán, en el plano estético, fieles a esta identificación arbitraria, y en 1936, la mitad de los españoles se alzarán, una vez más, para defenderla, atrincherados detrás del mito como tras su última razón de ser.

Mito real, por tanto, que da un aspecto inevitablemente engañoso al término «España» y actúa permanentemente sobre la realidad nacional. Pero esta realidad —compleja, cambiante, contradictoria— encaja difícilmente en el molde uniforme y estático de la palabra «España». Y aquí se plantea una cuestión: ¿en lugar de hablar de España, no sería mejor hablar de las Españas? El desequilibrio profundo que existe entre los diversos países de la Península es camuflado bajo la ambigüedad genérica de una etiqueta común. La realidad española de Cataluña no es la misma que la de Galicia, ni coincide la de Andalucía con la del País Vasco. En tales condiciones, ¿no es ceder a una simplificación grosera, a una perezosa facilidad, hablar de España en singular, enmascarando así la existencia de unas realidades distintas? La pregunta es pertinente y exigiría una respuesta afirmativa. No existe una sola España, sino varias Españas de diferentes niveles económicos, sociales y culturales: toda tentativa de reducirlas a un denominador común nos lleva a sacrificar la realidad a la arbitrariedad del método. Mejor que sobre España y los españoles, hubiera sido escribir sobre las Españas y los españoles de cada una de ellas (castellanos, catalanes, vascos, gallegos). El lector tendrá que perdonamos por no hacerlo: no disponemos de suficiente número de páginas. En el proceso de elaboración de las formas de vida propias a cada región de España, una de ellas, Castilla, ha ejercido una influencia determinante. Hacia Castilla, pues, se dirigirá preferentemente nuestro análisis. Durante tres siglos, los valores de la sociedad castellana se impusieron (no sin graves dificultades) a la casi totalidad de los españoles, y hay que llegar al siglo XIX para comprobar la aparición (debido a razones sociales y económicas que examinaremos más adelante) de movimientos centrífugos en Cataluña, en el País Vasco, en Valencia, etc. Del mismo modo, para el estudio de la evolución actual de España, nuestras consideraciones se referirán, casi exclusivamente, a las zonas industriales más avanzadas del país; su radio de acción se extiende, año tras año, a costa de la España arcaica y coagulada en la inmovilidad, en virtud de un fenómeno de identificación bien conocido por los sociólogos: la adopción por mimetismo de los valores de la sociedad industrial por una sociedad más primitiva, aunque esta no posea las bases económicas, sociales y culturales que le permitan existir. De la misma manera que Castilla impuso su peculiar modo de vida al resto de España entre los siglos XVI y XIX, la España industrializada de hoy está llamada a ejercer una influencia cada vez mayor sobre la España agraria: la descripción de esta debe tener, por tanto, en cuenta dicha influencia.

Tenemos, pues, ante el término «España» una conciencia muy clara de su ambigüedad, de las realidades contradictorias que encubre. Existe un mito de España, y debemos admitir su existencia para poder definir luego nuestra posición respecto a él. Nuestra actitud no será receptiva ni pasiva, sino crítica. Actualmente, el prodigioso desarrollo de los medios de información (libros, revistas, carteles, radio, cine, televisión) ha contribuido a crear una imagen-tipo de España que actúa sobre la conciencia colectiva de las sociedades llamadas de consumo. Aunque no hayan puesto jamás los pies en España, el europeo o el americano medio poseen una serie de clisés o de imágenes mentales que reflejan y refuerzan, al mismo tiempo, la permanencia del mito: espíritu caballeresco, donjuanismo, donquijotismo o, incluso, Semana Santa, corridas de toros, flamenco, etc. El lector encontrará en este libro la descripción de cada una de estas imágenes y, también, su contrapartida crítica: la apariencia y la realidad, el mito y el antimito. Para llevar a cabo la tarea de desmitificación, hemos intentado evitar, en la medida de lo posible, el peligro que generalmente acecha a las empresas de este tipo: la caracterización psicológica abstracta e intemporal, el recurso a los «valores esenciales», a las categorías metafísicas. Digámoslo de una vez por todas: no existen caracteres españoles eternos. La España y los españoles de hoy no son los mismos de hace diez, cincuenta o cien años. Los diversos modos de vida nacionales han sido elaborados por la historia, se transforman y evolucionan con ella.

Una última advertencia, que es también una disculpa. La vastedad del tema nos hace omitir una serie de aspectos importantes de la realidad española considerada globalmente. El autor se ha visto obligado a efectuar ciertas eliminaciones, algunos cortes arbitrarios. De otro modo, el libro no hubiera podido escribirse. Forzosamente, en la elección de los temas a tratar entra en juego un factor subjetivo, lo cual comporta unas preferencias y unas antipatías que el lector es libre de compartir o rechazar. Una obra es reveladora de su autor tanto por lo que dice como por lo que calla. Nos tomaremos, pues, la libertad de pedir a los eventuales críticos que se atengan al texto escrito, y no se extiendan a la enorme cantidad de materias que no son tratadas aquí: océano de hechos, de realidades, de datos que rodea a la obra y, en definitiva, modela sus contornos.